Capítulo 7
—¿Tu hija no piensa ir a la escuela? —preguntó un fastidiado Mateo—. Todavía de que metió la pata, ¿se va a dar ese lujo?
Carmen bloqueó el celular y resopló. La mujer se quedó en vela toda la noche, reflexionando sobre la forma en la que debería de actuar para ayudar a Paula.
—A ver, nuestra hija ha pasado por episodios muy bruscos, y es necesario que tomemos cartas en el asunto. La tratan horrible.
—Pues, ¿qué le hacen? —Él se empinó la taza de café.
—Nadie la respeta, la molestan, la ofenden, le mandan mensajes diciéndole que es una... —Tomó una bocanada de aire y se preparó decirlo—. Chica fácil.
—Por algo salió embarazada —expresó de golpe—, si se diera a respetar, nada de eso le pasaría, se lo ganó.
Enfadada, Carmen se levantó de la silla y miró con reproche a su esposo.
—Como tener sexo es algo que ningún adolescente hace —replicó, sarcástica—, el problema es este: no se cuidó, porque no la guiamos y no lo hicimos por nuestra necedad de creer que jamás lo haría.
—¿Ahora es mi culpa por querer que fuera una niña decente?
—Hoy dejaré el asunto de ir a su escuela descansar —informó. Comenzó a apilar los platos que usó uno encima del otro—, y nos enfocaremos en hablar con los padres de Leonardo.
—Que Paula se vaya a vivir con todo y su problema a casa del tipo ese. —Hizo un ademán con la mano.
—¡Carajo, Mateo! —ladró—. No podemos dejarlo así a la suerte de ellos.
Él rio con cinismo, cruzó los brazos y miró a su esposa.
—No se da a respetar, mete la pata, no va a la escuela y, ¿no va a hacerse cargo de sus responsabilidades? —Torció la boca y frunció el entrecejo—. ¿No quieres darle un premio?
—No podemos obligarla a hacer algo que no desea —la defendió Carmen, pero tampoco podía negar que dudaba de las demás opciones que tenían—. Por eso es importante que todos lleguemos a un acuerdo para hacernos cargo.
—Hagan lo que quieran —se levantó de la silla y sacudió su saco—, al parecer ya todos hacen lo que se les da la puta gana aquí y nadie me toma en cuenta.
Dio media vuelta y se dirigió a la salida, sin despedirse. Carmen dio un sobresalto cuando escuchó a la puerta siendo azotada y tras esto suspiró, necesitaba tranquilizarse para poder lidiar con la situación.
Dejó los platos en el lavabo, se enjuagó las manos, tomó una vajilla limpia; sirvió chilaquiles y también vació jugo de mandarina en un vaso de cristal. Salió de la cocina con el desayuno de Paula, cuidando que no se regara comida en el suelo. Esa era la principal razón por la que se enojaba cada que alguien quería comer arriba y de ser otro el problema, habría dejado que su hija se quedara sin alimentos después de haberle gritado que bajara.
Encontró la puerta medio abierta, estiró el pie para abrirla por completo y dejó el vaso junto con el plato en el escritorio. El cuarto de Paula se encontraba en total oscuridad, ni siquiera la lámpara que le regaló Leo estaba encendida.
La joven yacía en su cama, hecha un ovillo y envuelta en un grueso edredón rosado.
—Paula, tienes que desayunar —apremió Carmen—, no puedes estar sin comer todo el día.
Ella se sentó en la cama, el cabello cubría su rostro como si fuera una cortina y algunos pelos rebeldes se levantaron por la electricidad. El edredón seguía envolviendo parte de su cuerpo y cuando sintió que quedó más al descubierto, lo jaló, no deseaba exponerse. Dentro de ese trozo de tela podría engañarse a sí misma pensando que se encontraba a salvo de todo.
—No tengo hambre —musitó la joven.
—Tienes que comer —ladró Carmen—, al menos toma el jugo, que es tu favorito.
Paula resopló y le hizo una seña a su madre para que se lo trajera. Carmen obedeció, no era algo que acostumbrara a hacer, y aunque rompía con sus reglas, tampoco era como si le molestara, es más, suspiró aliviada cuando vio a su hija terminar el vaso completo de un trago.
—No deberías consentirme —susurró Paula, hizo atrás su cabello y dejó al descubierto su cara—. Papá me odia, ¿verdad?
Carmen suspiró, prendió la luz y se sentó en una orilla de la cama.
—Está asimilándolo —respondió. Colocó una mano en el cabello de su hija y lo desenredó con los dedos.
—Me odia. —Cerró los ojos e imaginó lo difícil que sería salir de la habitación, encontrarse con la mirada de su padre y ver que ya no quedaba una sola pizca de estima—. Y aunque no me lo digas, tú también lo haces.
—Estoy decepcionada, preocupada y enojada, pero jamás te odiaría.
—Perdón —susurró—, hoy es uno de esos días en los que todo me caga y me cansa.
Carmen mordió su labio inferior.
—¿No vas a ir a trabajar? —cuestionó una preocupada Paula.
—Pedí permiso para llegar más tarde. —Enterró sus dedos entre el edredón y la cobija, sus manos estaban heladas—. No te angusties por eso, mejor ocúpate de hablar con Leo.
—Él dijo que se ajustaría a lo que yo quisiera. —Empezó a jugar con sus dedos debajo de las cobijas—. Pero tengo muchas dudas y no sé qué quiero.
—No me molestaría tener una nieta —bromeó Carmen, más producto de su ansiedad que por otra cosa.
Paula interpretó ese último comentario como una apedreada a su decisión de no querer convertirse en madre. Si ya dudaba de desear estar nueve meses embarazada para dar en adopción, el escenario en el que ella y Leo se convertían en padres era muy similar a una pesadilla.
Paula era una de esas personas que disfrutaban más de un helado cuando hacía frío afuera. Su favorito era el de galleta oreo y, en un pasado, con eso solía contentarla Fernando cada que la hacía rabiar. Esa tarde de octubre Paula decidió cambiar su elección de siempre y se fue por un agua de horchata. Cuando la recibió se sentó en el suelo del centro comercial, recargando su espalda en el barandal y a expensas de que un policía la regañara.
Leo llegó minutos después. Él, en lugar de sorprenderla tapando sus ojos y susurrando alguna tontería a su oído, solo se paró frente a ella.
—¿Todo bien? —le preguntó el joven, la miró de arriba abajo, dándose cuenta de lo hinchados que estaban sus ojos.
Ella negó. Leo se sentó a su lado.
—Ya confirmé que Gustavo fue el que contó el chisme —informó Paula. Le dio un sorbo a su bebida y por instinto le pasó el vaso a Leo.
—Cabrón —gruñó él. Tomó el recipiente y le dio un sorbo—. Me las va a pagar.
—Calma, que eso no es lo peor —se preparó para hablar y ocultó la cabeza, pegándola lo más que pudo a sus rodillas—. Mis papás se enteraron.
Leo, quien seguía bebiendo, casi se ahoga de la impresión. El líquido salió por sus labios, chorreándose por su cuello, ensuciando su chaqueta de cuero y causándole tos.
—Todo se está yendo a la mierda —dijo mientras limpiaba su boca con el dorso de la mano.
Paula le pasó una servilleta y solo observó como él tallaba su ropa y cuello.
—Ya lo sé —musitó ella—. Estamos jodidos, aunque mi mamá dice que nos va a ayudar...
—¿A qué? —interrumpió.
—No sé, es tan difícil.
—¿Ya sabes qué quieres hacer?
—Dudo que mi mamá este de acuerdo con que abortemos —susurró, avergonzada.
Lo estuvo pensando entre sueños y también el resto del día, repasando por su cabeza como se acercaría a decirle que necesitaba su autorización para someterse al procedimiento. También imaginó lo que le diría su padre, que ya de por sí la odiaba, y en como la haría sentir igual una asesina por haber tomado esa decisión.
No sabía que le daba más miedo; criar junto a Leo o la reacción de sus progenitores.
—Hubiera sido lo más práctico y sensato. —Él apretó el tabique de su nariz y agachó la cabeza—. Siento que voy a reventar de tanto estrés.
—Tengo ganas de gritar por la calle cuánto odio todo, de llegar y romper el vidrio de un coche con una raqueta de tenis y de mandar a la gente a la verga por verme como una loca.
—Eso es porque, en efecto, enloqueceremos.
Él volteó a todos lados en busca de una distracción, mas al ver que un policía se acercaba se levantó lo más rápido que pudo y le dio una mano a Paula para que hiciera lo mismo. Era la primera vez en días que sentía sus dedos delgados entrelazándose con los suyos, deseó poder mandar el tiempo atrás y evitar todo lo que en ese momento le impedía conservar su mano sujetando la de ella.
—Mira, no será fácil, pero... —Hizo una pausa para poder encontrar la migaja de optimismo que le quedaba—. Después de esos nueve meses quizás una pareja lo adopte y le dé lo que no podemos darle nosotros ahora.
Paula sonrió con amargura.
—Supongo. —Se encontraba cansada de pensar, solo quería que alguien llegara y pudiera callar su mente a gritos—. Aunque no se me ocurre cómo le haremos.
—Yo tampoco lo sé, pero saldremos de esta, eso es un hecho.
Al ver que ya iba a oscurecer, ambos salieron de la plaza para caminar hasta sus casas, aprovechando que todavía había personas andando. Una de las ventajas de vivir en el centro de la ciudad, era que, por más que la inseguridad estuviera en auge en el municipio, siempre había personas en esa zona, sobre todo con La feria del Alfeñique en sus mejores días.
Caminaron en silencio, con las manos dentro de los bolsillos y las cabezas agachadas. Cruzaron juntos la avenida Morelos y se detuvieron en seco cuando pisaron la banqueta.
—Gracias —dijo Paula mientras observaba al suelo—, nos vemos mañana.
Leo alzó la mirada, ya estaba oscuro y el poste de luz de la calle de Paula fallaba. El camino era corto, pero se encontraba solitario y en la penumbra.
—Te acompaño —bufó—, solo hasta el portón para que tu papá no me mate.
Ella negó.
—Paula... —insistió—. ¿No escuchas las noticias? Esta maldita ciudad es primeros lugares en inseguridad.
—Vale. —Trató de calmar sus quejas—. Pero solo al portón.
Cuando llegaron a la casa y Leo vio el coche de sus padres estacionado justo en la banqueta de enfrente. Dio un sobresalto, el sudor frío bajo por su rostro, sintió su respiración acelerarse, así como a su corazón latir con tal fuerza que creyó terminaría por salirse. Paula se quedó estática, pensando lo peor de la situación y como todo seguía creciendo y creciendo sin que pareciera tener final.
Los dos se dedicaron un gesto ansioso. Fueron capaces de leer la mente del otro con solo verse los ojos bajo el foco exterior de la casa, la idea de escaparse y no volver a saber nada de sus progenitores sonaba tentadora, sin embargo, el portón se abrió antes de que pudieran reaccionar.
—¡Paula! —exclamó Carmen, se recargó en el marco de la entrada—. ¿Por qué te fuiste así de a casa?
—Perdón, es que necesitaba hacer algo y...
—Yo le pedí que nos viéramos. —Leo se puso frente a ella.
—Menos mal que están aquí —expresó la mujer—, necesitamos hablar con ustedes.
Carmen entró y los jóvenes la siguieron a paso lento y temeroso. Sabían que ese sería uno de los momentos más críticos al que tendrían que enfrentarse durante todo ese calvario.
En la sala de estar se encontraba la madre de Leo, ella miraba al suelo y tenía las manos en sus sienes, mientras tanto, su esposo intentaba consolarla. La joven no supo si fue benéfico que su padre prefiriera estar arriba viendo televisión o, por el contrario, si hubiera preferido verlo sentado en su sillón de siempre para juzgarla y echarle en cara todos sus fallos.
—Perdón, mamá —dijo arrepentido Leo—. E-es q-que y-yo...
—¿Te crees muy maduro? —le preguntó la mujer, alzó la cabeza. Tenía el maquillaje corrido y algunos cabellos pegados a las mejillas—. ¿Ahora qué vas a hacer?
—Nosotros ya estábamos pensando cómo solucionarlo —respondió ella, tímida, pero sacando de sus reservas el valor que le quedaba—, hay varias opciones y...
—Tú ni me dirijas la palabra —interrumpió la mujer—, que nada de esto pasaría si tú fueras diferente.
—Señora no le hable así a mi hija —decretó Carmen—, ambos son responsables. —Hizo énfasis en esa palabra—. Y antes de pelear, tenemos que pensar en soluciones.
—Leticia, ya cálmate —pidió su esposo, puso una mano en su hombro y le dijo algo al oído.
Los jóvenes se sentaron en el sillón más amplio, dejando un gran espacio entre los dos.
—¿Y qué soluciones tienes? —le exigió Leticia a su hijo.
—Pensamos en darlo en adopción —contestó con dificultad el joven.
Una vez él terminó de hablar, todas las miradas se concentraron en ambos; expresiones duras, de estupor y decepción. La joven sintió un agujero negro en su estómago y deseó más que nada en el mundo que ese fenómeno se la tragara entera y la desapareciera de esta realidad.
—¿Eso quieren hacer? —interrogó el padre de Leo.
La joven asintió y Leo hizo lo mismo, sacando la poca osadía que le quedaba para enfrentarse a la mirada severa de su madre.
—Fue idea tuya, ¿verdad? —Leticia atacó a Paula—. ¿Han escuchado sobre cómo es la vida en los orfanatos de este país?
Leo se quebró, sus energías desaparecieron y se volvió un cuerpo con una mente en piloto automático, no obstante, alcanzó a dimensionar esa pregunta y prefirió no escarbar más. Mientras tanto, Paula se quedó mirando al suelo, echándose encima el peso de una culpa que la carcomía entera.
La joven no sabía lo que era vivir en la orfandad, pero sí había escuchado o leído noticias sobre casas de acogida en las que los niños internos no la pasan nada bien. Las historias de todos esos infantes que vivían por años ahí a falta de personas dispuestas a adoptar o de la nula agilidad de los trámites, llegaron a su cabeza en forma de una torrencial lluvia.
—¿Están seguros de querer hacer eso? —repuso Carmen. Enfocó la atención en su hija, ejerciendo presión sobre ella. Si bien ya sabía que eso estaba dentro de las posibilidades, quería comprobar que estuviesen seguros—. ¿Paula?
—Quizás alguien lo adoptará y tendrá una buena vida —respondió la joven con nervios, de su boca no salía lo que deseaba proferir.
—Seríamos pésimos padres, ninguno está listo —añadió Leo, tenía los ojos cristalizados y los clavó sobre sus progenitores, suplicándoles comprensión—. También está la opción de...
—No, eso no —lo cortó Leticia—. Ustedes dos deben hacerse responsables del error que cometieron, tienen que afrontar las consecuencias.
—Nada de esto pasaría si se hubieran cuidado —arguyó el padre de Leo—, tienen que aprender la lección.
Lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Paula, Carmen se sintió impotente al no poseer el valor para correr e ir a abrazarla. Leo se quedó estático, tragó sus ganas de llorar y cerró los puños con tal fuerza que se enterró las uñas en sus manos.
—Ni una ni otra opción —aclaró Leticia—, lo van a criar como debe ser.
—¿Estás segura? —cuestionó su esposo.
—David, es que no pueden irse por la vía fácil —le respondió.
—¿Chicos? —los llamó Carmen, la ansiedad también se apoderaba de ella—. Ustedes tienen la última palabra.
Leticia cruzó los brazos y torció la boca.
—¿No crees que le das mucha libertad a tu hija? —cuestionó con dureza a Carmen—. Ya todos sabemos cómo es y que de paso embarró a Leonardo en sus cosas, ¿en serio vas a dejarla sin un correctivo?
—Estoy tomando en cuenta lo que ella desea, porque al final quienes van a llevar la carga son ellos —respondió Carmen, mostrando lo poco de la seguridad que le quedaba.
—Paula te mereces esto como escarmiento —señaló Leticia—, y tú te lo ganaste por no escucharme —acusó a su hijo—. Vas a tener que empezar a buscar trabajo una vez se acabe el semestre.
—¡Mamá! —se quejó Leo—. Es que si lo criamos... ¿Y la universidad?
—Olvídate de ella —le espetó Leticia—, debiste pensar en eso antes.
Leo estampó la cabeza contra sus manos y ahogó un grito de frustración. Paula solo lloraba, odiándose más que siempre y maldiciéndose en silencio.
—No lo aceptamos —atinó a decir Leo. Tenía el rostro enrojecido—. No nos vamos a juntar y echar por la borda nuestros futuros —se paró del sillón—, ¿verdad, Paula?
La adolescente tensó la mandíbula y cerró los ojos. Solía decirse que no merecía lo que le pasaba, pero había momentos de debilidad en los que aceptaba los improperios o que su nombre estuviese escrito con plumón rojo en los baños al lado de la palabra «PUTA»; y en aquel instante, en el que más deseaba disolverse como cenizas, aceptó ser merecedora de todos los cargos que se le imputaban.
—¡No! —gritó con lágrimas en los ojos. Fue un sonido lleno de dolor—. Sigamos con su plan, nos lo merecemos.
Leo y Carmen se quedaron atónitos. Ninguno era capaz de creer que Paula se convenciera tan rápido. El joven llevaba la frustración en su límite y la mujer le ordenaba a su cuerpo lanzarse a abrazar a su hija para que pensara mejor sus decisiones.
—Si serás tonta —le ladró Leo. Se cruzó de brazos y le dedicó una mirada severa—. Cómo te gusta complicarles la vida a todos.
La joven cerró los ojos y le pidió perdón a su exnovio en silencio, pero de su boca no salieron más que balbuceos. Se disoció del ambiente, entrando en un vahído, solo sabía que los demás decidirían por ellos y acordarían como sería su vida a partir de ese momento.
Lo odiaba, quería gritar a todos la forma en la que se sentía respecto a sí misma y al resto del mundo, pero se quedó en silencio, solo observando como un Leo en sus límites se lamentaba.
Él tenía toda la razón al sentirse así, sus planes a futuro se quedarían como la construcción del tren eléctrico que nunca se terminó, trunca e incompleta.
¡Hola, conspiranoicos! Este capítulo estuvo un poco más largo de lo usual, ¿qué decidirían ustedes de ser Paula?
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