Capítulo 1
Hace seis años la policía halló el cuerpo de un joven que decidió ahorcarse. Se había puesto una soga en el cuello y amarrado el otro extremo en una rama alta, después saltó y acabó con su vida; justo en uno de los parques más concurridos de la ciudad de Toluca y delante del lago en donde se solía ir a alimentar a los patos.
Desde aquel hecho esa región del parque era conocida por algunos como: La ruta del ahorcado.
Muy poca gente siguió pasando por esa parte de la alameda, solo unos pocos se aventuraban a ir allá, aunque más movidos por el morbo. Además de los curiosos, también se encontraban aquellos que nada más iban allí a tirar los desechos que no podían depositar en la basura.
Estar en el lugar donde el cuerpo de una persona que llegó a su límite fue encontrado, no era lo más interesante de esa tarde. Los jóvenes también hallaron un sillón abandonado —que los guardias no se molestaron en retirar— y un portafolio repleto de documentos que pertenecían a un tal Isaac Lozano.
De ser otra la situación, Paula armaría una historia con aquellos objetos encontrados, sin embargo, su cabeza volaba en cualquier cosa, en todo menos en la caguama en sus manos, en sus amigos y en Leo, que llevaba buen rato con la barbilla recargada en su hombro.
Se supone que en el encuentro en el salón 1205 arreglaron sus diferencias, aunque más bien la joven se soltó a llorar mientras Leo daba un discurso sobre por qué fue un imbécil al creer todo lo que se decía de ella. Tras esto, él sugirió ir a caminar al parque, Paula aceptó, creyendo que así podría decirle la verdad, mas se encontraron con Moni, la única amiga de Paula, y su novio, Gustavo, en el camino.
Así acabaron llegando a La ruta del ahorcado para hallar los secretos basura de otros y con lago repleto de patos que alimentar con galletas saladas.
—¿Qué tan pendejo me vería subiendo una foto a Instagram en el lugar donde se mató el tal Isaac? —les preguntó Gustavo.
Él se empinó lo que quedaba de la caguama y después estrelló la botella contra un árbol, haciendo que se rompiera en múltiples pedazos de material punzo cortante y que los patos en la orilla del lago se asustaran.
—A ver —le respondió Leo—, es obvio que Isaac no fue el ahorcado.
—Entonces, ¿cómo se llamaba? —interrogó Moni.
Ella llevaba rato con la espalda apoyada en una enorme roca mientras fumaba un Lucky sabor menta. Paula la observó de soslayo, esperando a que notara lo rara que estaba, fueran a hablar en privado y le soltara la verdad. Necesitaba con urgencia desahogarse con alguien.
—Vas, Pau —la llamó Gustavo—. Ponle un hombre al ahorcado.
La aludida dio un leve sobresalto y torció la boca, odiaba la poca sensibilidad del novio de su amiga. Esa fue una de las tantas razones por las que lo rechazó cuando él se le confesó en el primer año de la preparatoria.
—¿Y yo por qué? —replicó Paula a la defensiva, esforzándose por escucharse como siempre.
—Porque tú tienes un historial dejando a los tipos muertos —completó Gustavo, esbozó una sonrisa burlona.
—Ya bájale —intervino Leo, se separó de su novia y cruzó los brazos, mirando con hostilidad al joven—. Hay que ponerle como la ciruela pasa que da Física o algo así.
—¿Qué opinas, Pau? —le insistió Gustavo—. ¿O te prende más; Rodrigo?
Leo hizo una mueca. Paula volteó y miró al lago, a sus aguas azules brillar con un sol que estaba ocultándose.
—¡Gustavo! No seas pendejo —le reclamó su novia.
—Ah, perdón —contestó, irónico—. Debí haber pensado que le encantaría más que le pusiéramos Fernando.
Enojada, Paula tiró la caguama al piso, haciendo que la cerveza se vaciara. Se levantó del suelo y dio media vuelta, necesitaba irse, no quería romperse delante de ellos y mostrar que no era tan indiferente al acoso como le dejaba pensar a los demás.
—¡Si te enojas es porque los extrañas! —exclamó Gustavo con burla.
En ese momento, Paula se encontraba demasiado endeble, no podía defenderse como siempre; sumado a eso, jamás poseyó el humor para reírse de lo que causaron esos dos. De lo único de lo que tenía ganas era de perderse dentro del parque, caer inconsciente y despertar cuando todo estuviera solucionado.
La joven solía preguntarse a diario si a Rodrigo y a Fernando los jodían tanto como a ella. Si ellos también pagaban las consecuencias de lo sucedido o si solo esa horrible carga iba sobre su espalda.
Paula llegó hasta donde el parque volvía a ser concurrido, se recargó en un árbol y trató de controlar su ansiedad. Antes de pensar en lo que debía hacer con respecto a la prueba de embarazo, tenía que decirle a Leo para que la ayudara, porque de algo así la responsabilidad siempre es compartida.
—¡Paula!
Al escuchar su nombre volteó el rostro y se encontró con su novio, quien corría detrás de ella. Los cabellos cenizos del chico estaban embarrados sobre su rostro, así como su piel blanca enrojecida por la carrera.
—No te vayas así —añadió él, se agachó y colocó ambas manos sobre sus muslos—, no después de que apenas me perdonaste.
—¡Me caga Gustavo!
—Es un pendejo, no le hagas caso.
—Es más fácil decirlo que hacerlo —resopló ella.
—Tampoco es fácil para mí —confesó Leo, fijando sus ojos marrones sobre los de su novia, mostrándole que la apoyaba, pero que también necesitaba un ápice de comprensión—. Mira, te prometo que es la última vez que salimos con él.
Paula sabía que Leo se esforzó para ganarse su confianza, para hacerle saber que no solo se trataba de uno de esos chicos que buscaban tener sexo con ella. El joven cumplió su deseo de convencerla de que no sería un Fernando, que presumiría haber tenido sexo con ella en un coche u otro Rodrigo, que alardearía haber conseguido que le hiciera una felación en la sala de su casa.
—Júralo, Leo —le exigió, subió las comisuras de sus labios.
—Lo juro.
Leo peló los dientes, su sonrisa era blanca y sincera, pero no perfecta, tenía un colmillo algo chueco que, según Paula, le daba un aspecto simpático. Ella apoyó la cabeza en su hombro, inundándose las fosas nasales con su aroma a cigarros de menta y cerveza.
Leo la abrazó y acarició sus cabellos.
—¿Podemos irnos? —preguntó la joven con voz trémula.
Él se detuvo y colocó las manos sobre sus hombros. Intentó besarla, sin embargo, ella ladeó la cara, evitando el contacto.
—¿Qué te pasa, Paula?
—Nada, solo estoy de malas —mintió a medias.
Ambos se separaron y caminaron en silencio hasta la salida del parque. La situación se destensó cuando vieron como un ciclista se cayó de boca a la tierra por querer presumir que podía conducir con los ojos cerrados. Tanto Paula como Leo soltaron una carcajada que no se esforzaron en esconder y que molestó al conductor caído.
Al salir del parque, anduvieron por una estrecha banqueta, sintiendo el peligro de la cercanía de los coches que iban a alta velocidad por la avenida Reyes Heroles.
—Y repito, el que diseñó esta mierda de banqueta de seguro se encontraba bien drogado —comentó Leo, sus cabellos volaban gracias al viento que dejaban los vehículos.
—Tal vez solo era pendejo —completó Paula, se encontraba tensa todavía, pero al menos se sentía mejor, lo suficiente para disimularlo—. ¿Sigues con tu sueño de querer arreglar este intento de ciudad? —Tenía la avidez de relajarlo antes de decirle la verdad.
—Con lo que pasó con el Tren ese que iban a poner, ya me rajé. —Leo señaló con la barbilla al frente. Desde ahí se podía admirar la gran estructura ya concluida, pero repleta de grafiti por el abandono del proyecto—. Si termino trabajando para obras públicas, seguro me asquearé al ver tanta movida sucia que realizan ahí.
—No vayas a decir que te quieres hacer Contador como tu papá —reclamó Paula.
Ella también miró hacia la estructura; era enorme e imponente, postes gruesos de concreto que sostenían la vía elevada, pero si se miraba hacia abajo, se encontraban montículos de basura y uno que otro indigente que usó el sitio para resguardarse. Fue una de esas grandes visiones que soltó ilusiones irresponsables, pero que al final de cuentas nunca cumplió.
—No, qué puto asco —negó, enfadado—. Solo que ya aspiro a algo más, buscaré lo que todos los que viven en Toluca quieren; dejar Toluca.
Paula sonrió de lado, pensó en la posibilidad de que la noticia que le daría terminaría con la avidez de Leo. Ambos estaban a meses de graduarse de preparatoria y con eso vendría la antesala a su vida como adultos; ese proceso del que no se puede escapar, que unos esperan ansiosos y otros solo reniegan.
—¿Ya metiste tu solicitud a los cursos de La UAEM? —preguntó de la nada un curioso Leo—. Tengo entendido que el curso para el examen empieza a mediados de noviembre.
Era una de las tantas preguntas que Paula detestaba. Ni siquiera antes de que el asunto de Fernando y Rodrigo explotara se sentía cómoda yendo a la escuela. Solo deseaba tener su certificado de preparatoria y que el tiempo la arrastrara como una hoja que lleva el viento.
—¿Sabes? A algunos no se nos da —confesó ella—. Solo iría a estresarme con cursos para un examen que ni voy a pasar.
—Ni está tan difícil.
Detuvieron la caminata por la estrecha banqueta, esperaron a que el semáforo se pusiera en rojo y cruzaron corriendo la calle.
—Mira, tu opinión sobre lo que es difícil o no, no cuenta —concluyó Paula con aire hostil.
En lugar de mirar a Leo, se volteó para enfocarse en la gran avenida vena que recorría la ciudad de Toluca de punta a punta. Al lado de esta se encontraba la obra que tanto mató la ilusión de Leo de quedarse para mejorar el sitio donde vivió durante diecisiete años.
—Ya, solo lo dije porque me lo imagino así —se defendió él— y me gustaría que fuéramos juntos al curso.
Leo abrazó a Paula por detrás, rodeó con las manos la estrecha cintura de su novia y recorrió con la nariz su cuello. La respiración de ella se agitó, pero no porque le pareciera excitante, sino por el lugar en donde él tenía sus manos.
Por fortuna para ella, arribó el camión que los llevaría al centro de la ciudad, que era por donde sus casas se hallaban. A esa hora los vehículos iban atascados, por lo que tuvieron que luchar por encontrar un espacio donde estar. Paula consiguió acomodarse en un rincón y Leo terminó aplastado entre dos señoras con enormes bolsas del mercado.
Conforme el camión avanzaba, subían y bajaban todo tipo de personas, así como vendedores o gente pidiendo limosnas. Desde quienes usaban traje y portafolio, hasta estudiantes de medicina con su bata blanca y logo dorado de la universidad bordado en la manga. Una señora intentó venderles plumas de colores, un joven que salió de un centro de rehabilitación ofrecía barras de chocolate con relleno de frutas y también un anciano vendía tres Bubulubus por diez pesos.
Cuando una joven abandonó su asiento, Leo se escurrió entre las personas y casi se lanzó ahí. Paula observó con gracia la escena, por poco olvidando el asunto que debía escupirle a su novio y que los dos debían solucionar lo más pronto que se pudiera.
Como era costumbre de ambos, ella se sentó en sus piernas.
—Qué curioso —expresó él—, no te estás quejando o burlando de la gente.
Las piernas de Leo eran delgadas y Paula solía reclamarle lo mucho que se le lastimaba el trasero cuando hacía eso.
—Ya te dije, no estoy de ánimos. —Paula tomó una bocanada de aire, empezó a jugar con sus dedos y a quitarle el barniz negro a sus uñas.
—¿Tanto me vas a extrañar cuando nos graduemos o qué? —preguntó, irónico.
Ambos lo sabían, lo suyo era un romance efímero.
Duraría un poco más después de haber arreglado lo de la pelea, pero ninguno de los dos tenía la certeza o la pretensión de que fuera más que una experiencia pasajera; sería de aquellas que disfrutas cuando se mira al pasado, bajo ese filtro potenciador que vuelve todo lo anterior mejor de lo que de verdad fue.
—No es eso. —Ella hizo una pausa, miró a sus ojos marrones y por primera vez se sintió intimidada—. Es que tenemos que hablar.
—¿De qué?
—Te lo digo cuando bajemos.
—Si la cosa es tan seria como para que te pongas así, dímelo ya —insistió, preocupado.
Ella necesitaba valor y se maldijo por no haber ensayado un discurso con el que le confesaría lo que descubrió.
—Es que tuve un accidente —dijo, nerviosa.
—Explica —pidió—. Paula, necesitas ser más directa y darles menos rodeos a las cosas.
—Estoy embarazada —contestó con la voz hecha un hilo, fue más un susurro apenas perceptible.
Él se quedó petrificado y con la boca abierta.
—Repítelo —exigió.
—¡Que estoy embarazada! —vociferó, producto de la intensa desesperación que tenía y de la adrenalina de poder sacar aquello que estuvo mortificándola toda la tarde—. ¿Qué vamos a hacer?
Él no contestó.
El camión se detuvo y varias personas se pararon de sus lugares, entre ellas Leo, haciendo que su novia cayera de culo al asiento de piel. Él salió del vehículo por la puerta trasera y Paula no quiso detenerlo, se encontraba en una especie de vahído. Dejó que las puertas del camión se cerraran y que la delgada figura de Leo se fuera perdiendo conforme avanzaban sobre la avenida Las torres.
¡Holi, conspiranoicos! Espero hayan disfrutado el capítulo de hoy, estaré subiendo esta historia una vez al día.
La historia está ambientada en Toluca, que es la ciudad de donde vengo, así que verán muchos nombres de calles, avenidas y lugares; desgraciadamente, La ruta del ahorcado no es del todo un mito que inventé.
La UAEM es la universidad pública más grande del Estado donde viven los protagonistas y
Los Bubulubus es un chocolate muy famoso en el país que los vendedores ofrecen en prácticamente todos los camiones (autobuses).
¿Creen que Leo apoye a Paula a pesar de la reacción que tuvo?
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