| -Capítulo 12: Decisiones y consecuencias- |

Cora despertó de golpe en su cama, luchando por respirar con normalidad. Comenzó a parpadear en varias ocasiones para cerciorarse de dónde se encontraba, sus orbes escarlata observando su alrededor: estaba en su casa, con sus padres. Se sentó en la cama, desperezándose tras calmar su respiración. Cierto, ya habían pasado unas dos semanas desde la graduación, y aunque se veía con Sherlock día si y día no, la joven sentía como si de pronto una muralla se hubiera erigido entre ambos. Notaba a su novio distante, incluso en ocasiones algo frío con ella, a pesar de que ni sabía la razón. Pero la pelirroja sospechaba que su hermano mayor, Mycroft, debía tener algo que ver en ese asunto, a pesar de no tener pruebas de que así fuera. Con un hondo suspiro, la joven graduada se levantó de la cama, cambió su pijama por ropa más cómoda, peinó su cabello, y bajó a desayunar. Allí, en la cocina, se encontraban Isabella y Erik, sus adorados y magníficos padres. El hombre de cabello moreno y ojos castaños estaba leyendo el periódico en su silla de ruedas, su mirada realmente concentrada, como si estuviera a punto de resolver uno de los mayores misterios del mundo. Por su parte, la madre de cabello rubí estaba preparándole a su hija el desayuno, volteándose al escucharla caminar hacia ellos.

–Buenos días, cariño –la saludó Isabella–. ¿Has dormido bien?

–No mucho, mamá –admitió Cora, sentándose a la mesa, observando cómo su madre le servía el desayuno: tortitas con nata y sirope de chocolate además de leche caliente con miel.

–¿De nuevo una pesadilla sobre... Ya sabes...? –preguntó Isabella, sentándose frente a su marido, quedando la de ojos escarlata entre ellos. La mujer evitó pronunciar aquel odiado nombre, pues traía malos recuerdos tanto para su marido como para su amada hija. Cora sonrió ante su pregunta, agradecida por el hecho de que evitase mencionarlo.

–Sí, pero esta vez ha sido mucho más real que nunca –replicó, dando un sorbo a la taza de leche–: estaba sola en una habitación oscura, y de pronto todo mi cuerpo ha comenzado a arder –le contó.

Aquel comentario logró al fin que Erik alzase la vista del periódico, intercambiando una mirada con Isabella: ellos habían sido testigos de cómo las habilidades especiales de su hija se manifestaban por primera vez, a sus diecisiete años, pero gracias a un medicamento que le suministraban todas las moches desde su regreso a casa hacía dos semanas, habían logrado hacer que estos poderes volvieran a su estado latente, así como suprimir medianamente ciertos recuerdos asociados a ellos. Claro que, Cora aún seguía muy consciente de que sus habilidades eran peligrosas y no debían manifestarse, pero sus padres sabían que no importaba lo mucho que quisieran contenerlos, ellos acabarían por liberarse. Isabella notó entonces el leve mohín de desagrado en su hija, y fue a decir algo, cuando su marido decidió hablar primero.

–He pensado en probar ese tratamiento experimental con células madre y regeneración celular –comentó Erik, doblando el periódico y dejándolo sobre la mesa–. Quizás así recupere la movilidad de mis piernas –añadió, provocando que tanto su mujer como su hija lo mirasen, sorprendidas y a la vez preocupadas, más en el caso de Isabella.

–Pero cariño –comenzó a decir Isabella–, sabes que no está probado que sea un tratamiento efectivo –intentó argumentar–. No hay nada por ahora en la ciencia que permita a nadie recuperar la movilidad de sus piernas...

–No digas tonterías, Isabella –negó Erik, su tono comenzando a airarse mínimamente, pues odiaba ver cómo su propia esposa parecía querer cortarle las alas para al menos, intentar volver a ser el de antes–. Por intentarlo no perdemos nada...

Sí que perdemos algo, papá –intercedió Cora, ahora con los dedos entrelazados, su mirada fija en él–: te perdemos a ti. Cada vez que se menciona un posible tratamiento para tu parálisis, comienzas a obsesionarte hasta el punto en el que ya no piensas en otra cosa –le recordó–. Mamá tiene razón y tienes que aceptarlo de una vez: no hay nada científicamente probado que pueda devolverte las piernas. Nada en absoluto, y menos aún en el estado tan deplorable en el que te encuentras –sentenció, sus palabras cayendo como un cubo helado sobre su padre, quien cerró los puños con fuerza–. Abandona ya esa vana esperanza, papá –dijo la joven suspirando con amargura, pues ya habían gastado mucho de su dinero en intentar ayudarlo con esos tratamientos experimentales, y no daban resultado alguno–: lo que se ha perdido, perdido está.

¡Cállate, Cora! –le espetó su padre, sobresaltándola al momento, pues la pelirroja de ojos escarlata no se esperaba para nada aquella reacción por su parte. Comprendía que había sido dura, sí, pero debía hacerle ver la verdad de su situación, por mucho que aquello le doliese–. ¡Solo porque tú tengas la suerte de tener unas habilidades especiales, no vayas menospreciando a los demás por intentar recuperar su viejo yo!

–Erik –intentó llamar su atención Isabella, pues sabía que, de seguir con aquella conversación, su marido podría decir algo de lo que podría lamentarse más tarde–. Erik, basta.

El hombre en la silla de ruedas pareció al fin captar la mirada preocupada y acusadora que su mujer le dirigía, por lo que rápidamente cerró la boca, antes de decir algo más que pudiera herir la sensibilidad de su hija, quien ahora se había cruzado de brazos, antes de levantarse de la mesa.

–Ya he terminado de desayunar –sentenció en un tono sereno, dejando los platos en el lavavajillas–. Gracias, mamá –agradeció antes de doblar su servilleta y susurrar–. Voy a dar una vuelta –concluyó, y sin siquiera dar tiempo a sus padres de replicar nada, salió de la casa a paso vivo.

Tras colocarse las lentes de contacto marrones por precaución una vez cerró la puerta de casa, la pelirroja caminó y caminó por las calles hasta que al fin llegó a un parque cercano a su casa, al cual siempre había recurrido cuando necesitaba reflexionar y aclarar sus pensamientos. De igual manera, aquel lugar se había convertido en su punto de encuentro con Sherlock cuando salían de cita, pero desde hacía unos cuatro días la joven ya ni siquiera lo veía, ni recibía llamadas de su parte. Con un gesto cansado se dejó caer sobre uno de los columpios, su sudadera negra cubriendo sus brazos. Comenzó a pensar en las palabras que le había dirigido a su padre, sintiéndose de pronto avergonzada por recriminarle que quisiera recuperar sus piernas, y no depender así de nadie. Había perdido toda su independencia, su libertad, y cuando al fin había visto surgir un nuevo rayo de esperanza, ella se había encargado de hacerlo añicos. De pronto, sus ojos captaron un leve movimiento frente a ella, encontrándose con su novio observándola concienzudamente.

Hola –la saludó el de cabello castaño, su tono aunque intentaba aparentar ser frío reteniendo aún algo de calidez.

Cora ni siquiera se dignó a contestarle: ¿¡con qué derecho se presentaba ahora frente a ella tras ignorarla por completo durante días como si no existiera!? ¡Eso no era lo que debía hacer un buen novio! Con cierto aire de enfado rodeándola, la joven se levantó del columpio, comenzando a caminar de nuevo, dispuesta a alejarse de él, pero fue retenida por una mano ejerciendo un agarre férreo en su muñeca izquierda.

No me ignores, Cora –le recalcó el muchacho de ojos azules-verdosos en un tono serio.

–Tu me has estado ignorando, Holmes –le recordó ella en un tono enfadado, observándolo de reojo–. ¿Con qué derecho vienes ahora a exigirme que no haga lo mismo? –le espetó, no recibiendo respuesta alguna por su parte, lo que solo logró enfurecerla aún más–. ¡Ya empiezo a estar harta de que todo el mundo ignore mis palabras y se dediquen a herirme como si yo no pudiera sentir nada! ¡No soy una muñeca! ¡Soy un maldito ser humano! –exclamó, soltándose violentamente del agarre del detective en ciernes–. ¿Acaso tu hermano te ha dicho que rompas conmigo? ¿Es eso? ¿¡Por eso no me llamas ni me escribes!?

–¡No metas a Mycroft en eso! –le gritó el castaño, su tono de pronto tan enfadado como el de ella–. ¡Él no ha tenido nada que ver! ¡No controla mi vida!

–¡No me digas...! –se mofó ella, colocando sus manos en sus caderas–. ¡Porque eso es precisamente lo que parece, Sherlock! –le gritó–. ¡Me estás dejando sola cada vez más! ¿Qué pasa? –preguntó de nuevo, decidida a obtener respuestas–. ¿Ya no soy lo suficientemente buena para ti?

–¡No, yo...! –intentó hablar el castaño, contemplando a la pelirroja de ojos castaños, quien ahora no lograba mantener el control sobre su desbordada ira–. ¡Ya no puedo seguir con esto! –exclamó de pronto, lo que hizo que la sangre de la joven de cabello carmesí se helase de pronto.

¿Qu-qué has dicho...? –cuestionó, confusa. Creía haber escuchado mal.

–He dicho... –comenzó a decir de nuevo el detective en ciernes con dificultad, como si decir las siguientes palabras le provocase un agudo dolor en el corazón–, que no puedo seguir con esto. Ya no puedo. Se acabó –concluyó, su tono serio, sus ojos azules-verdosos encontrándose con los chocolate de ella.

La joven graduada pareció que palidecía de pronto tras la confirmación de aquellas palabras que creía haber escuchado mal. Sin embargo y para su desgracia, no había sido el caso: Sherlock realmente había dicho aquello. Ni siquiera logró encontrar en su mente las palabras para describir la emoción que la embargaba en aquel instante... ¿Traición? No. Apenas llegaba a describir la desesperación que acababa de apoderarse de ella: tenía el corazón roto en miles de pequeños pedazos.

–¿¡Pues sabes qué!? –estalló al fin, las lágrimas comenzando a surgir–. ¡Tampoco yo puedo seguir con esto! ¡No puedo seguir amando a alguien que solo ha jugado conmigo! –exclamó, antes de dar media vuelta, corriendo hacia su casa, las lágrimas saladas cayendo sin detenerse por sus ahora sonrosadas mejillas.

El sociópata se quedó de pie allí, en el parque. Ni siquiera tuvo fuerzas para correr tras ella y detenerla. No tuvo fuerzas para retractarse de sus palabras. Había tomado una decisión, aun a sabiendas de lo que aquello podría significar para ellos y su futuro.

Los días fueron pasando inexorablemente. Erik había logrado convencer a su mujer para que pagase aquel tratamiento experimental para sus piernas. Su hija ni siquiera dijo nada en contra de aquel procedimiento, por mucho que le disgustase e hiriese ver cómo las esperanzas de su amado padre se truncaban una vez más. Como era de esperar, y tal y como la pelirroja había vaticinado hacía casi un mes ya, el tratamiento no sirvió para nada. Éste únicamente logró que el estado de su padre se agravase aún más, provocando que de pronto se volviera un adicto a los calmantes para el dolor, pues el dolor agudo que de pronto invadía toda su columna era insoportable, de tal magnitud, que acababa por llorar con fuerza. Isabella hacia lo posible por evitar que Erik abusase de ellos, pero siempre encontraba la manera de ventilarse dos o tres frascos en una semana, incluyendo el chantaje emocional. La madre de la joven cada vez se encontraba más y más agotada a cada día que pasaba, hasta que llegó el momento en el que la propia Cora decidió intervenir: debía parar aquella vorágine de destrucción que había aprisionado a Erik, y así lograría que su madre descansase de su agonía por verlo en tan aciago estado. Un día de lluvia, la pelirroja se arrodilló junto a la silla de ruedas de su padre, comenzando a hablar en un tono de voz contenido, lleno de serenidad, pues no deseaba iniciar otra discusión.

Papá, necesito que me escuches –le dijo, antes de tomar aliento y suspirar. Su padre se había encerrado cada vez más en si mismo, perdiendo aquella actitud positiva que lo había caracterizado desde el accidente–. ¿Recuerdas que dentro de dos días me marcho hacia Japón para aprovechar esa beca de estudio y trabajo, verdad? –preguntó, recibiendo únicamente un gesto afirmativo por su parte, su mirada perdida en la nada, fija en un lugar inexistente en la realidad–. Quiero que cuando yo me vaya cuides de mamá por mi, por favor –le pidió, posando su mano en su espalda, cerca de su omóplato izquierdo. Erik asintió ante sus palabras, aún en silencio–. Ahora te necesita más que nada –le recordó, antes de que su tono adquiriese un leve tono serio y acusador–. No pienses que solo por asentir y prometerme que lo harás ya cumples con tu palabra. El padre que me adoptó y me dio una nueva vida hace tantos año jamás rompería su palabra, ¿pero ahora mismo? Ni siquiera puedo reconocerte –admitió–. Solo eres un cascarón viejo de lo que solía ser mi padre... Un espejismo de un gran hombre –lo aleccionó.

¿Y tú qué sabes, niña? –habló al fin el hombre, de su boca únicamente saliendo reproches–. Nosotros te lo hemos dado todo, ¿y así es cómo nos lo pagas? Tu soberbia me sorprende, hija –sentenció en un tono serio, molesto.

–Exactamente: yo ya no sé nada sobre ti –admitió Cora, levantándose del suelo en el que se encontraba agachada–. Nunca he dejado de apreciar todo lo que tú y mamá habéis hecho por mi, y siempre he querido estar a la altura de lo que vosotros esperabais de mi –comentó, observándolo con los ojos entrecerrados–. Si algo bien aprendí de ti, padre, es que la autentica verdad vale mil veces más que una mentira que se oculta bajo una patética imitación de ésta. Me enseñaste a no mentir jamás, incluso en situaciones como esta, y por eso... –continuó, su tono casi resquebrajándose–, no puedo volver la vista y fingir que no veo en lo que te has convertido –finalizó aquella frase–. El padre al que yo amo y amé, ha desaparecido tras una fachada de un hombre drogadicto que le da mas importancia a conseguir su próxima dosis que a su propia familia.

–Vete. Vete ahora mismo –sentenció el hombre, su tono enfadado, pero al mismo tiempo denotándose claramente un resquicio de vergüenza–. Sal de esta casa. Ya no eres bienvenida en ella.

–No hará falta que me lo repitas de nuevo... –replicó la pelirroja, luchando por contener las numerosas lágrimas que luchaban por liberarse–. Solo espero que cuando volvamos a vernos hayas recapacitado y seas de nuevo el mismo... Padre –concluyó la joven de cabello carmesí, saliendo de la habitación de su padre con pasos lentos, encaminándose a la suya, de donde sacó varias maletas, comenzando a llenarlas con ropa y otros enseres personales además de algunos de sus aparatos electrónicos–. Para bien o para mal, me alegra el haber podido adelantar el vuelo para hoy... –murmuró para sí, comenzando a caminar hacia la cocina, dejando una nota para su madre en la mesa. Tras hacerlo, la muchacha caminó hasta a puerta principal, dejando sus llaves en la bandeja cercana–. Esta será la última vez que vea esta casa, que respire su fragancia... –se dijo en voz baja–. Adiós.

La joven adulta salió de la casa que la había visto crecer hasta convertirse en aquella mujer que era ahora, una solitaria lágrima deslizándose por su mejilla antes de subir al taxi que había llamado para que la llevase al aeropuerto. Tras dejas las maletas en el maletero, Cora se subió al vehículo exhalando un hondo suspiró, dejando que sus ojos memorizasen en su Palacio Mental la casa y todo a su alrededor antes de ponerse en marcha hacia su nueva vida en oriente.

Horas más tarde, la muchacha ya se encontraba en el aeropuerto, a punto de pasar el control de seguridad. Estaba en la fila que esperaba para pasar el control, cuando de pronto una voz la sobresalto, una voz que gritaba su nombre, acompañada de unos rápidos pasos en su dirección.

¡Cora, espera! –exclamó cierto joven de cabello castaño y ojos azules-verdosos, logrando llegar hasta ella, para sorpresa de la aludida, quien abrió sus ojos como platos–. ¡No te muevas!

¿Sherlock...? ¿Qu-qué estás haciendo aquí? –preguntó, confusa por su presencia allí–. ¿Y cómo has sabido que...?

Tu madre se ha encontrado a mi tío Rudy en su puerta tras leer tu nota. Iba a ver si te encontrabas bien –contestó con celeridad–, y por consecuencia, mi querido tío me ha llamado para decirme que te habías marchado. He venido lo más rápido posible.

¿Por qué? –cuestionó la joven de ojos castaños–. ¿Qué te importa a ti lo que yo haga ahora?

–No quiero que te vayas antes de poder explicarme.

–Es demasiado tarde, Sherlock –dijo ella, su voz llena de pena–. Me lo dejaste bien claro.

–¡Escúchame por una vez! –exclamó, logrando sobresaltarla por una milésima de segundo, pues no era habitual que él alzase su voz con tanta desesperación.

Ella asintió con lentitud, indicando que lo escuchaba. Tras suspirar, se alejó de la cola, llevando sus maletas con ella.

–De acuerdo –concedió–. Tengo tiempo hasta que llegue el avión, de todas formas... –se cruzó de brazos–. Habla.

Nunca he querido romper mi relación contigo, Cora –comenzó el muchacho de ojos castaños. Aquello hizo que una carcajada irónica saliese de los labios sonrosados de la joven–. Lo digo en serio –sentenció, la pelirroja dejando de reír de pronto, pues sabía que él jamás le mentía. Nunca lo había hecho y nunca lo haría–. Pero tenía miedo... Me enteré de la beca que te habían ofrecido para viajar a Japón para estudiar y trabajar allí –confesó–. Al principio me alegré mucho por ti, pero comprendí que nuestros caminos deberían separarse en aquel instante, y que por tanto, en el mismo instante en el que tú decidieras aceptar la oferta, deberías iniciar una nueva vida –se explicó, cruzándose de brazos en un gesto algo inseguro, pues no sabía cómo expresarse–. Y si mantenías vínculos aquí, solo servirían para evitar que persiguieras tus sueños allí, por lo que solo se me ocurrió una solución: debía dejarte libre –admitió, dejando al fin salir aquellas palabras que había intentado confesar le en su día, pero que en ultima instancia había decidido no hacerlo–. Debía dejarte libre de todo compromiso, incluyendo nuestra relación.

La muchacha de pronto sintió que aquel corazón que se hubiera roto con aquellas palabras parecía recomponerse poco a poco. Ahora comprendía el porqué de su distanciamiento, la razón por la cual había decidido intentar que ella lo olvidase... Todo para que pudiera perseguir sus sueños sin tener que preocuparse por nada. De pronto, el joven de cabello castaño sintió como un agudo dolor llegaba de improviso a su mejilla izquierda, donde Cora acababa de propinarle una sonora bofetada, dejando marcada su mano en ella.

¡Eres un idiota! –exclamó la muchacha, las lágrimas comenzando a caer por sus mejillas, el joven de cabello castaño observándola con confusión–. ¡Incluso si intentases por todos lo medios que me olvidase de ti...! ¡Incluso si me hicieras todo el daño del mundo...! –continuo, tratando de mantener el control sobre sus emociones–. ¡Jamás podría olvidarme de ti! –le espetó mientras cubría su rostro con sus manos, sollozando.

Inseguro sobre qué podía hacer para no causar una escena todavía peor, Sherlock decidió abrazarla, aproximándola con suavidad y cariño contra su pecho. Cora continuó sollozando entre sus brazos por unos largos minutos, ambos comprendiendo que sus mutuas suposiciones e habían basado en un malentendido, dejándoles claro que ambos continuarían amándose incluso ante la mayor de las separaciones. Una vez logró calmarse, la de ojos castaños rompió el abrazo y se desabrochó el collar que llevaba a su cuello. Aquel mismo collar de plata que su amado, testarudo y sagaz novio le regalara en Navidad. Tras una pausa para tomar aliento, la pelirroja tomó la mano izquierda del detective en ciernes, depositando en la palma de ésta el collar.

–Pero Cora...

Devuélvemelo cuando regrese, ¿de acuerdo? –le indicó con una sonrisa, habiendo secado sus lágrimas–. De esa forma, tendrás una excusa para volver a verme.

–No necesito excusas para verte, Cora –afirmó el sociópata, besando sus labios a los pocos segundos–. Volveré a dártelo cuando regreses.

–En caso de que no pudiera regresar –comenzó a decir la joven adulta, provocando que su novio frunciese el ceño–, solo en el caso de que me resultase imposible –recalcó, una sensación habiéndose apoderado de ella, una sensación que le decía que tardaría mucho más de lo que pensaba en reencontrarse con su amado–, quiero que le des este collar a una persona especial. A esa persona especial a quien quisieras tener siempre a tu lado, como a mi me gustaría estar contigo –concluyó, provocando que Sherlock cierre la mano en la que sujetaba el collar de plata, antes de besar sus dedos.

–Lo prometo –replicó con cierto tono apenado por aquella posibilidad–. Sin embargo, nadie jamás podría reemplazarte, Cora Izumi.

Lo mismo digo, Sherlock Holmes.

De pronto, se anunció por los altavoces del aeropuerto que el avión con destino al aeropuerto de Okinawa, en Japón, acababa de aterrizar, por lo que Cora brindó un abrazo enternecedor y lleno de cariño a su novio, abrazo que él reciprocó a los pocos segundos. Tras besarse en los labios para intentar retener en sus mentes y cuerpo el recuerdo del otro, la joven adulta se separó de él, cruzando el control de seguridad del aeropuerto con sus maletas no mirando atrás en ningún momento, pues sabía que de hacerlo, jamás sería capaz de abandonarlo.

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