9. Tu secreto.
Taís ingresa a la casa como un vendaval, la miro con sorpresa y entonces sin decir ni siquiera un hola, comienza a hablar:
—¡Hoy me fui a inscribir al curso de maquillaje! —dice con entusiasmo—. ¿Sabes?, el horario me coincidía con las clases de danza y pensé que no lo iba a poder hacer, pero entonces Nika me dijo que ella me enseñará individualmente en mis horas libres y además no me cobrará el monto que cobra cuando hace clases individuales, sino la misma que la del grupo.
—Ya de hecho me parece bastante caro para una clase de maquillaje. ¿Qué no te sirven los tutoriales de YouTube? —pregunto y ella niega con la cabeza.
—¡No es lo mismo!, ella se especializó afuera. Además como te expliqué es un buen complemento para mi carrera, toda bailarina debería saber maquillarse y maquillar. Tomaré las clases al salir de la escuela, en la hora que me queda libre antes de la danza. Después de todo queda cerca.
—Sí, sí... ya te di el dinero de todas formas. Además yo considero que el maquillaje no es necesario, las mujeres como tú no necesitan cubrirse la cara de colores para ser más bellas —respondo y me levanto del sillón en donde estaba viendo la televisión para ir a la cocina a preparar algo para cenar.
—Eres un dulce, papo —dice guiñándome un ojo y luego se dirige a su habitación—. Me baño y vengo a comer —añade. Luego de terminar nuestra cena, como ya es costumbre, nos disponemos a continuar.
El lunes en la escuela Carolina no se acercó a mí, ni el martes, ni el miércoles. Esta cuestión del tire y afloje me estaba cansando. Yo tampoco me acerqué, sentía la necesidad de tomar algo de distancia o de que fuera ella quien diera el próximo paso. Esperaba de corazón que así fuera.
Laura me llamó el lunes y me preguntó qué sucedió con ella y cómo terminó todo. Le conté y me dijo que lo mío ya era un caso perdido. Sus palabras textuales fueron: «Esa chica es de esa clase de personas que solo te generan dos sentimientos, y muy extremos por cierto: o la odias, o la amas. Y obviamente, ya sabemos hacia dónde vas tú. Te advierto como buena amiga que soy, que vas a sufrir, pero bueno, nadie aprende si no se golpea. Yo seguiré por aquí, llámame cuando me necesites, aunque solo sea para hablar».
Su aseveración me dejó pensando, pero creo que en cierta forma tenía razón. No podía decir que la amaba, pero esa sensación de querer protegerla se había apoderado de mí y me tenía atado a ella de alguna extraña manera. Podía parecer enfermizo, pero ¿quién no se sintió así alguna vez?
Traté de demostrar que no me importaba su falta de interés en mi persona y continué con mi vida como si nada. El jueves de aquella semana, me levanté de la mesa que compartía con mis amigos con la intensión de ir a descargar la vejiga antes de la siguiente clase. Había visto a Caro comerse una dona de chocolate junto con una malteada y luego desapareció del comedor. Esperaba en realidad no tener que cruzarme con ella en los pasillos, no quería ser yo quien diera el primer paso esta vuelta.
Ingresé al baño de hombres, y luego de hacer lo que había venido a hacer y de lavarme las manos, salí dispuesto a ir a mi siguiente clase. Un par de chicas salían del baño de damas y caminaban delante.
—¿Está vomitando? ¿Le pasa algo? ¿No hubiera sido mejor que nos quedáramos a ayudarla? —Pude oír que una le preguntaba a la otra en tono preocupado.
—Es bulímica, no la podemos ayudar. Lo hace siempre, todo el mundo lo sabe —zanjó la otra muchacha.
—Pobre, Carolina, esa chica me da un poco de pena, no parece mala gente —respondió la primera en medio de un suspiro de resignación.
Oír su nombre fue suficiente, de alguna manera supe que hablaban de ella desde el inicio de la charla, aunque no podía determinar el porqué pude deducir aquello. Me quedé inmóvil en mi sitio y recordé en ese momento lo que me había dicho aquella vez cuando le pregunté por qué tomaba tanta agua, ella dijo me había dicho que era un hábito heredado de su madre: «Me hacía tomar agua desde pequeña, mucha agua. Decía que eso me ayudaría a ser delgada. Mi madre tenía obsesiones con la cuestión del peso». También recordé lo que me dijo cuándo le había ofrecido el chocolate: «Ya me he comido muchísimos hoy... además aun no los he expulsado».
Mi «yo» protector estaba sufriendo, eso no le podía estar pasando a la persona más bella que había conocido en la vida. Corrí hasta el sanitario e ingresé sin golpear, una chica que estaba saliendo me observó con susto, pero no dijo nada. Ingresé y la vi cepillándose los dientes, tranquila, sin remordimiento alguno.
—¿Estás bien? —pregunté y pude ver en su reflejo en el espejo que levantó las cejas con confusión al verme.
—¿Qué haces aquí? —dijo de forma gutural, con la boca llena de pasta dental.
—¿Terminaste de vomitar, Carolina? ¿Ya has «expulsado» todo lo que has comido en el día? —Su rostro palideció al oírme sentenciar aquello y yo no supe si fue la manera correcta de abordarla.
Terminó de limpiarse la boca y guardó sus cosas. Sus movimientos conllevaban furia, desesperación, sus ojos destilaban enojo, confusión, sorpresa, un inmenso manto de emociones; pero lo que me rompió fue verla pasar a mi lado, levantar su mirada verde para encontrarse con la mía y ver... su dolor.
Salió corriendo, las lágrimas ya no se contenían en sus cuencas, habían rebosado y bañaban su bello rostro. Me dolió su dolor como si fuera mío. Corrí tras ella intentando alcanzarla, pero era buena corriendo. La perseguí por el pabellón de clases y salí al patio, allí grité su nombre pero ella no se detuvo. Llegamos al estacionamiento y entonces la atrapé, ella se dejó caer y yo solo la abracé.
—Calma, tranquila... no pasa nada, solo soy yo, descuida... —Acaricié su cabello para que se calmara, sequé sus lágrimas con mis dedos y la ayudé a incorporarse acompañándola hasta mi auto. Abrí la puerta para que se sentara y corrí hacia el lado del conductor para entrar lo más rápido posible. No quería que nadie visualizara aquella escena, no quería que nadie la viera así, rota.
Esperé que se calmara, que su respiración se tranquilizara, que las lágrimas dejaran de chorrear angustia por su rostro. Le acaricié la cabeza, las manos, le besé los nudillos.
—Nadie lo sabe... —susurró.
—Todos lo saben, escuché a unas chicas diciéndolo —corregí.
—Ellas no son nadie para mí. Mis primos, mis tíos... mi padre... Ellos no pueden saberlo.
—Déjame ayudarte —supliqué.
—No puedes... Nadie puede... —negó vehemente.
—Puedo conseguir un profesional. Puedo acompañarte... —insistí.
—No tengo dinero para pagar ese tratamiento, es decir... mi padre tiene dinero, pero no puede saberlo y yo no puedo llegar un día a pedirle dinero. Él me controla mucho y se pondrá a investigar.
—Yo te lo daré... Eso es lo de menos. Déjame buscar ayuda, déjame ayudarte. Esto que tienes es una enfermedad... —insistí otra vez.
—No lo es, yo puedo controlarlo... solo lo hago de vez en cuando, las veces que abuso con los dulces —dijo en un vano intento por convencerme.
—Carolina, no quieras engañarte a ti misma, no tiene ningún sentido —susurré.
—Bien... —suspiró—. ¿Qué quieres que admita? ¿Qué soy una maldita enferma? ¿¡Qué estoy loca!? —gritó y sollozó, yo esperé a que se calmara.
—Yo no dije eso, solo que necesitas ayuda, todos la necesitamos. Déjame ayudarte, por favor.
—¿Por qué?
—Porque te quiero y me preocupo por ti —dije aquello sin pensarlo, sin comprender que para ese entonces mi sentimiento por ella ya era intenso.
—¿Me quieres?
—Sí —asentí y sonreí intentando aligerar el ambiente, descongestionar sus emociones, alivianarla, regalarle confianza—. Confía en mí y déjame ayudarte.
—No es justo para ti que me quieras, yo no merezco que nadie lo haga. A medida me vayas conociendo sabrás que te has equivocad, pronto dejarás de hacerlo. —Sus ojos estaban marcados por el dolor, por el miedo, por la desconfianza, por la vergüenza, pero también podía ver suplica en ellos, un pedido desesperado de ayuda, un sollozo pidiéndome que me quedara, que no la dejara sola.
—No estás sola, yo estoy aquí... contigo. No me voy a ir, Caro. No me voy a ir a menos que tú quieras que me vaya.
Entonces ella me abrazó y sus lágrimas volvieron a derramarse sin control mojando mi camisa. Escondió su cabeza en mi cuello y yo aspiré el aroma de sus cabellos. Ella era igual que una fresa, acida y dulce, fiera y mansa, tempestad y calma... y me gustaba... y la quería...
—¿Quieres que hagamos algo? ¡Vamos al cine! —La invité.
—¿Y las clases? —preguntó con su cara de niña, sus ojitos llorosos, sus cachetes rosados y sus labios hinchados por el llanto.
—¿De verdad quieres volver a clases? —pregunté y ella negó, luego rio. Me gustaba verla reír, oír su risa era como el canto de las aves cuando deja de llover anunciando el final de la tormenta.
—No... pero...
—Volveremos antes de que acaben. Lo prometo. —Le aseguré y luego la tomé de la mano, ella me devolvió la sonrisa—. Vamos a distraernos un poco. —Ella asintió.
Llegamos al centro comercial, compré unas entradas para la primera película que estaba a punto de empezar y luego ingresamos a la sala. Dudé si comprar palomitas pero lo hice, quería que todo fuera normal y nada pareciera fuera de lugar o sobreactuado. Compré palomitas y refrescos y luego ingresamos.
Durante la película me animé a cruzar mi brazo por el respaldo de su asiento y ella recostó su cabeza. Sonreí. A medida que iba avanzando la película, ella se fue acurrucando a mi cuerpo y yo enrosqué mi brazo al suyo, convirtiendo el gesto en un abrazo. Eso se sentía bien, se sentía correcto.
Allí abrazando su frágil figura, habiendo compartido con ella probablemente el secreto más complicado de su vida, descubriendo que su fortaleza era una máscara que ocultaba sus debilidades con vehemencia, sintiéndome útil y necesitado, deseé más que nunca poder ayudarla, sentí más deseos de no soltarla. Ella era una joya en bruto que necesitaba brillar, yo podía ver su brillo pero ella no lo veía.
Quizáfue aquí en ese mismo instante, con ella tan frágil recostada en mi abrazo, queme enamoré perdidamente de ella. O quizá fue antes o... quizá fue siempre. Perolo único que quise sinceramente fue ayudarla, lo único que me propuse fuerescatarla. ¿Quién me rescataría a mí?. Esa era otra historia.
—Dios, papo, la chica estaba muy rota... —Taís se lleva ambas manos a la cabeza y niega con vehemencia.
—Lo sé, pero yo así la quería. Quería que me dejara juntar sus partes una a una y reconstruirla de nuevo. Necesitaba ser su héroe, su salvador... quizás así podría ganarme su amor —murmuro con melancolía.
—Tú me enseñaste que eso no se puede. Me dijiste que solo podemos ayudar a quien quiere ser ayudado y que no debemos depender de los demás para reconstruirnos o levantarnos después de cada caída —dice ella y con mucha razón.
—Yo te enseñé eso porque lo aprendí primero, pequeña. Y lo aprendí por las malas —añado y ella asiente.
—No entiendo por qué necesitabas tanto rescatarla. ¿Crees que era amor en serio? —pregunta y puedo ver la confusión en sus ojitos grises.
—Supongo, o al menos lo creía en ese momento. Pero también pudo haber sido otra cosa... —Hago silencio y bajo la vista perdiéndola en las vetas de la madera de mi escritorio—. La vida de mi familia se derrumbaba a mi alrededor y yo no podía hacer nada. Quizá si la salvaba a ella, no me sentiría tan inútil ya que en casa no podía hacer nada. Necesitaba arreglar algo, todo estaba tan mal en ese momento.
Taís no dice nada, sabía perfectamente a lo que me refiero.
¿Será mucho pedir que me dejen comentarios? Me encanta que lo hagan, así sé lo que van pensando y sintiendo. Gracias a los que siempre lo hacen ;)
Este fue un capítulo intenso, ¿eh?
¡Ya pasamos los 3K de leídos! ¡Wow! ¡Gracias!
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