27. Despedida


La mañana del sábado me levanté temprano y fui hasta la habitación de Taís con una bandeja de desayuno que había ordenado por internet la noche anterior y que acababa de llegar. La desperté y la abracé, le di un beso en la frente y luego la ayudé a acomodarse para desayunar como una princesa: en la cama.

—¡Eres un sol! —sonríe mientras empieza a comer—. Cada año al despertar el día de mi cumpleaños pienso en lo agradecida que estoy con la vida, papo. Quizá Dios se llevó a mis padres, pero me dejó contigo, y tú has sido el mejor padre que cualquiera pudiera desear. Te amo, lo sabes, ¿no?

—Lo sé, pequeña, lo sé. También pienso que tú eres el mejor regalo que la vida me dio, no sé cómo hubiera sido mi vida sin ti. —Admito.

—Ahora que soy un poco más grande, me doy cuenta de todo lo que has hecho por mí. Eras solo un chico, y asumiste ser el padre de una pre adolescente cuando ni siquiera habías terminado de vivir tu juventud. Imagino cuantas cosas sacrificaste por mí, papo... No me daría la vida para agradecerte.

—No tienes que hacerlo, Taís. Las cosas que se hacen por amor no se agradecen. Tú también me has ayudado a sanar heridas, a luchar en la vida. Y tus amigas me hablan de lo excelente que eres, esa es la mejor recompensa. Imagina a Carolina, también se crio sin su madre, sola con su padre, pero él lo hizo mal, por eso ella terminó siendo lo que fue... y ni siquiera sé qué fue. En cambio tú, eres genial, y eso es mi mejor logro, mi mayor recompensa. Quizá no lo hice tan mal —sonrío y ella me abraza. Comemos en silencio un rato y luego me levanto y voy por el cuaderno.

—¿A dónde fuiste? —pregunta curiosa mientras come unos pequeños alfajores de maicena.

—A buscar esto. Debemos terminarlo, quiero cerrar esta historia hoy, aquí, contigo.

—¡Me agrada como suena eso! —dice aplaudiendo.

Ya no podía con esto, la negación, el enfado, la rabia, el enojo, el dolor, estaban siendo tragados por la incertidumbre y la ansiedad que me producía la ausencia de respuestas.

Decidí ir a verla, buscarla y mirarla a los ojos. Que me dijera la verdad... su verdad.

Aquella mañana junté todo el coraje que necesitaba para hacerlo. No fui a clases porque supuse que ella tampoco iría, llevaba sin ir más de tres semanas. Pensé también que su padre estaría trabajando en las mañanas, lo que me dejaría un poco de luz para poder hablar con ella sin que me echaran a patadas.

Fui en mi auto, manejé despacio, queriendo alargar el camino lo más posible. Iba decidido a mantenerme firme... y fuerte. A no dejarme humillar más, a no dejar ver mi dolor. Necesitaba ver el de ella. Necesitaba entender algo.

Estacioné en frente a su casa. Era una mansión enorme y bella, pero se notaba fría y triste. No pude evitar hacer una analogía con ella. Me bajé y llamé a la puerta. Un hombre de mediana edad me atendió con uniforme de mayordomo. ¿En serio aún se estilaba aquello?

—¿Está la señorita Carolina? —pregunté y el señor asintió.

—¿De parte de quién? Veré si lo puede atender. —Un año siendo su novio y nadie sabía de mi existencia en esa casa. El señor me hizo pasar al recibidor y se retiró para ir a buscarla. Yo no le dije que era yo, le dije que era un amigo de su primo.

Me paseé por la casa fría e impersonal. No había muchas fotos, las paredes eran blancas e impolutas, alguna que otra pintura probablemente de algún artista contemporáneo muy famoso y muebles muy modernos y de estilo minimalista.

—¿Rafael? —preguntó al verme. El sonido de su voz encendió todas mis alarmas y las barreras que había creado para que no me doliera verla, empezaron a caer como fichas de un dominó. Yo estaba de espaldas a ella y no quería darme la vuelta, no quería verla a los ojos, tenía miedo de lo que podría ver en ellos... o no ver más en ellos.

—Aun sabes mi nombre, por lo que veo. —Me obligué a mostrarme fuerte.

—¿Por qué dijiste que eras amigo de mi primo? —preguntó con tono ofendido y yo me sorprendí ante aquello. Me volteé a verla lentamente. Estaba vestida con una falda corta negra y una blusa azul, su pelo despeinado estaba suelto, de forma natural enmarcando su bellísimo rostro. No traía zapatos. Se veía inocente, sin ningún grado de maldad en el alma... y había dolor en sus ojos verdes.

—¿En serio me vas a cuestionar eso? —Luché por no derrumbarme, por no correr y abrazarla. Ella bajó la vista y movió uno de sus pies, frunció sus labios, cerró los ojos y suspiró.

—¿A qué vienes? —preguntó y yo la miré confundido. ¿En serio me estaba haciendo esa pregunta?

—Necesito que me digas la verdad —respondí casi sin pensar.

—La verdad es que... ya no quiero seguir con esto —dijo fría, impersonal, tan distante como cuando la conocí. Lejana, inalcanzable. Sus ojos buscaron los míos pero no decían nada, eran hielo.

—¿Qué? Mira, Carolina. Necesito que me aclares las cosas que me dijo Gael. —Prácticamente rogué porque necesitaba saber la verdad de todo, necesitaba que me dijera que todo era mentira y lo que ella me había dicho era la verdad.

—No tiene caso que sigamos hablando, Rafael. Estoy algo ocupada ahora y... será mejor que lo dejemos así. —Eso fue la gota que colmó mi vaso, la que me hizo rebosar y sacar de adentro toda la rabia y el dolor que sentí esos días.

—¿Qué demonios te pasa? ¡Has estado jugando conmigo! No puedo creer que seas tan mala persona, Carolina. No puedo creer que me hayas hecho esto... Jugaste conmigo y yo solo quise amarte, estar ahí para ti, darte la mano. ¡¿Quién demonios eres?! ¡Perdí hasta a mis amigos por ti! ¡Lo dejé todo! —Yo gritaba desesperado y ella me miraba impasible... imperturbable.

—Yo nunca te pedí que lo hicieras, lo hiciste porque quisiste. Lo siento si has perdido a tus amigos, quizá puedas recuperarlos aun. —La miré a los ojos buscando algo en ellos, esa chispa, ese amor con qué solía mirarme. ¿Quién era esta persona tan inflexible y fría que me observaba como si le estuviera estorbando cuando hasta hace un mes atrás soñábamos una vida juntos?

—¿En serio? ¿De verdad estás haciendo esto? ¿Quién eres, Carolina?

—Nadie... y tu deberías olvidarte de mí. Te lo dije desde el inicio y no me escuchaste. Ahora vete, vete y olvídate de mí. Recupera tu vida, a tus amigos, a tu gente. Ya no pierdas más el tiempo conmigo.

—¡No me digas eso! ¡Mírame a los ojos y dime que no me amas más! ¡Dime que nunca lo hiciste! —Rogué acercándome y tomándola por los hombros con fuerza, zarandeándola un poco para que despertara de ese letargo e impasibilidad. Ella me miró, una pizca de dolor en sus ojos se hizo presente pero luego desapareció. No habló, no dijo nada... solo estaba allí, como si nada.

Me dolía, me dolía su indiferencia y su frialdad. Quería rogarle que despertara, que me viera, que recordara lo que hablábamos. Quería besarla y preguntarle si acaso no extrañaba mis besos como yo los suyos, si acaso no extrañaba mis caricias, mis abrazos. Quería rogarle que me amara como yo la amaba.

¿Alguna vez has amado tanto que eres capaz de humillarte rogándole a la otra persona que te ame solo un poco?

—¿Todo fue mentira? —pregunté con dolor... Ella tardó en responder.

—No... pero no puedo más seguir con esto. Me cansas, me abrumas... me superas. No... puedo amar así... Eres la persona que más ame, pero también la que más me... cansó. Estoy harta de esto, estoy harta de ti. Ya no quiero estar contigo, no te quiero volver a ver.

Sus palabras fueron como una daga envenenada que se insertó en mi corazón. Primero dolió al ingresar, afilada y profunda. Y luego el veneno de sus palabras fue colmando mi sangre, mi corazón, mi alma... mi vida.

Miré una vez más dentro de sus ojitos verdes, esos que brillaban cuando me veía, luego de un beso o cuando me decía que me amaba, que yo era su ángel guardián. No había nada en ellos, solo frío y distancia. Ni siquiera podía reconocerme en esos ojos.

La solté lentamente y caminé de espaldas... mirándola con dolor, con el alma desgarrada, con el corazón en sus manos, estrujado y ensangrentado. Traía en mis bolsillos el dije que me había regalado, el que dijo que perteneció a su madre. Lo dejé en una mesa antes de dar media vuelta y abandonar ese sitio para siempre. Ya no pertenecía allí, de hecho nunca lo hice, pero lo creí... como todo lo que ella me había dicho. Como creí que me amaba, que era todo para ella. Volteé para salir corriendo de esa casa que parecía una cárcel de lujo.

Y salí.

Un viento fresco golpeó mi rostro y solo quise correr, correr lejos, rápido, cansarme... y caer rendido en el suelo. Que el cuerpo se me agotara tanto que ni siquiera pudiera sufrir ya todo el dolor que sentía. Pero no corrí, me metí al auto y suspiré aferrado al volante, las lágrimas fluyeron sin piedad y dejé caer mi cabeza en el respaldo.

¡Dios, cómo dolía! No sé qué es lo que más lastimaba, si el desamor, la mentira, la humillación, la traición, la rabia, la impotencia... el sentirme usado, un juguete. El sentirme idiota por haber creído, por haber querido... No sé qué era peor, odiarla o seguirla amando. Olvidarla o esperar que el tiempo pasara y ella volviera con alguna explicación que calmara mi dolor.

Y esa fue la última vez que la vi. Y su mirada fría quemó mi corazón. Porque no solo el fuego quema, también el hielo quema.

—Me duele mucho. Qué mucho la amaste, papo. Qué amor tan grande... —suspira mirándome con compasión.

—Sí... Creo que podría decirse que fue el amor de mi vida. Me marcó para siempre...

—Lo siento, papo... ¿Hay uno más? —pregunta y yo asiento

—¿Lo leemos ahora?

—Sí, pero antes quiero decirte que estoy orgullosa de ti —dice y yo sonrío—.Ahora sí, por favor.

Ohhh es triste ¿no? ¿Qué piensan?

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