Y Al Final, Todos Aplaudieron
Supe quién era desde que tenía memoria, y no iba a dejar a persona alguna dejarme influenciar, o convencerme que mi esencia era otra. Ni el mundo exterior, ni el interior, y con ello me refiero a mi familia extendida.
Para los Ruiz, las fiestas de fin de año son un evento en el que sin importar nuestro lugar en el mundo, vamos a movilizarnos para reunirnos. Y tocaba a mi hogar el hospedar el evento, y sería la primera vez en que verían cuál yo siempre me veía o soñaba con verme al decantar mis ojos hasta en el más pequeño de los reflejos.
Durante algún tiempo, quise disimular mi apariencia; usaba sudaderas o buzos largos o más grandes en talla para tratar de cubrirme el rostro y el cabello que me había dejado crecer ya desde hace un par de años. El invierno proporcionaba una excusa perfecta, pero vivía entre el querer ocultarme y el querer alzarme como un fénix. Deseando al mismo tiempo guardar lo que para los ajenos todavía era un secreto, y el anhelar ser descubierta y extender mis alas a gusto sin importar el daño por el fuego y las cenizas.
Vivimos en una casa de dos pisos, y durante horas, escuché a mis tíos, primos, y familiares que sabía bien que ni conocía ni me conocían entrar y saludar a mi padre y mi abuela. Las voces eran de júbilo y de alegría absoluta, todo lo opuesto a lo que ocurría dentro de mi ser.
Y me la pase ahí... y me la pase, peinando mi cabello una y otra vez hasta el punto que su alaciado era tal que si tenía piojos, estos deberían resbalarse. Mi vestido estaba puesto, y mi maquillaje aplicado; me encontraba lista a más no poder, como novia de pueblo casi. Pero me detenía el miedo, porque después de todo, ¿cómo reaccionarían?
En especial porque el patriarca, el tatarabuelo Benjamín vendría: el líder moral del clan Ruiz, el macho de machos que no aceptaría a alguien como yo. El difícilmente acudía ya a estas reuniones, y por un momento, a petición de mi padre pensé en darle gusto y fingir ser un "él" por una noche más. No haría daño.
Pero ya había cruzado un umbral al que no podía volver; recuerdo lo mucho que me dolía ver en los espejos a un ser desconocido, a alguien que no podía llamar "Sydney". Y por más que quisieran complacerlo, o que los demás en mi familia lo respetaran, debía respetarme yo misma más.
Los relojes siguieron su curso, y escuché a tíos y primos saludar al tatarabuelo Benjamín. Había arribado elegantemente tarde, y se oyeron rechiflas y aplausos. Todos debían de saludarlo y rendirse ante sus pies. Incluso yo.
Mas si lo iba a hacer, lo haría a mi manera.
Revise mi apariencia una vez más, y baje.
¿Y me veían? Quizá sí. Quizá no. Noté rostros asombrados, así que supe que no lo tomaban a juego; sí, era en serio, ¿para bien o para mal? Pronto lo descubriría, de eso estaba segura.
Recorrí con delicados pasos la sala, buscando al tatarabuelo, pero no se encontraba por ningún lado; no deseaba molestar a alguien, ya de por sí debía ser raro verme por primera vez tal cuál era, pero conforme pasaba el tiempo (que ni debió ser tanto, ¡pero cómo se sintió así!).
Y lo busqué... y repasé la habitación, y rostros familiares conocidos y familiares no tan familiares... y no lo encontré.
La encontré.
—¿Eres Sydney, no es así? —escuché detrás mío, después de mi octava vuelta, en voz de una señora mayor delgada y en peluca rojiza.
—Sí... s-soy Syd...Sydney.
—¿Mi taratanieta?
—¿Su qué, cómo dijo?
Me guié por la expresión de todos; yo no era el centro de atención, lo era esa mujer.
—¿Benjamín? —murmuré incrédula.
—Ese nombre es viejo —me contestó sonriente—. Ahora uso Beatriz.
Disimular mi dicha y sonrisa se hizo imposible; nunca conocí a esa persona, pero me lancé a abrazarla porque con sólo un vistazo, sentí que la conocía de toda la vida.
Y todos los que nos rodeaban aplaudieron tan fuerte que sentía que me quedaría sorda. Fue la primera reunión familiar en la que de hecho me sentí en familia.
Y el aplauso se repitió para Sydney una vez acabada su recitación.
—Un diez, señorita Ruiz —le comentó el profesor.
Y Sydney sólo podía sonreír. Y aquella sonrisa ocuparía su rostro hasta el final de clases Vicky; su bestie, compañera de aventuras y desventuras le comentó respecto a sus palabras.
—Puedo deducir que tuviste un fin de año divertido —comentó al tiempo que ambos se paseaban a través de los pasillos de la escuela,
—Sí, b-bastante.
—Entonces, como dirían por ahí, "libre eres", ¿verdad?
—C-claro...
—Debe de ser un gran alivio el sentir eso por fin fuera de tus...
—Vicky, detente por favor —le informó al parar su paso, y con un firme dedo indice justo por encima de esos labios que no parecían dejar de hablar.
—...¿Pasa algo, Sydney? ¿Estás...?
—Mira, a veces, al escribir, uno se toma ciertas... s-se toma c-ciertas libertades respecto a lo que realmente ocurrió.
—¿Cuántas son "ciertas" en este contexto?
Sydney se tomó sus buenos segundos en responder; segundos que se dilataban hasta sentirse como la eternidad en un bolsillo. Él no tenía que hablar en todo caso, pues sus ojos en lágrimas comunicaban bien un mensaje.
—¿Te hicieron... algo, Sydney?
Vicky no tenía que saberlo, pero no estaba tan lejos de la realidad; el detalle era que no se trataba de un caso de algo que le habían hecho, sino de un algo que Sydney misma no hizo.
Porque había visto su reflejo, alistado con el maquillaje y la indumentaria ideales, en un grado de perfección que le costó energías, dinero y valor. Pero de ese último, todavía le faltó un poco más.
—¡Syd! —escuchó en voz de su padre aquella fiesta del fin de año—. ¿Bajas o qué?
Y el gritó le robó el aliento y la determinación; a toda prisa y con el pulso galopando como caballo descarriado, se quitó el vestido, y se limpió el maquillaje con esas telas claras y finas. Acomodó su cabellera debajo de una gorra, y lo único color engalanando su rostro era el rojo intenso de unos ojos hinchados.
—Y-ya voy... —contestó, y no tardaría en bajar.
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