»Capítulo 7.

Llegamos al campamento por el mediodía. Era una pequeña parada que haríamos por sólo dos horas antes de ir a Ámsterdam donde la verdadera guerra se desarrollaba en su pleno apogeo. Ese mismo día encararía a la muerte.

El capitán nos explicó entre órdenes agitadas, y caladas de cigarrillo que la toma de Ámsterdam era un factor decisivo para determinar el resultado de la guerra en los países bajos. El plan consistía en lo siguiente: Era un ataque nocturno a la ciudad, donde los Nazis merodeaban con la guardia baja, confiados en que los ingleses tardarían por lo menos tres semanas más en conseguir refuerzos y atacarlos. Para aquel entonces, esperaban que el canciller les mandase apoyo, u ordenara la retirada.

—Ellos esperan la retirada —aseguró el capitán Villiers, con una sonrisa victoriosa—. Pero nosotros los obligaremos a retirarse más temprano.

Como es natural, todo el escuadrón aprobó esta idea con murmullos y asentimientos, inclusive yo. ¿Qué otra opción teníamos?

Comimos de manera ávida en una de las muchas tiendas, a decir verdad yo sentía aquello mi última cena. Bertie por su parte se dedicaba a observar con verdadero interés el entorno que lo rodeaba, mientras que Roy hacía temblar el cuenco de la sopa desabrida entre sus manos. Yo observé su palidez, e intenté sonreírle.

—Vaya estilo de comer —le di un codazo amistoso.

—Jódete —replicó, en un susurro.

—Sean positivos —interrumpió Bertie—. Si piensan sólo en lo bueno, puede que hasta se diviertan y aprendan algo.

—Claro —musité, sarcástico.

Bertie me sonrió. Era increíble cómo podía mantener el buen humor y la calma ante la tempestad que se avecinaba. Suspiré, y unos instantes después, un par de soldados con los rostros manchados de sangre reseca, ropas desgarradas y con varias vendas en su cuerpo entraron a la tienda cargando una camilla. Al momento, varias enfermeras se acercaron a ver al herido. Y sin saber porque, yo también. Llegué justo en el momento en que retiraban la sabana empapada de rojo del rostro del chico.

Y juro que no debí haber visto aquello.

El chico debía tener más o menos mi edad, tenía el rostro irreconocible debido a la sangre. Pero lo que lo hacía morboso ante todos nosotros era el impacto de bala que había recibido en la cabeza, justo entre los ojos. Fue un disparo tan certero que le había volado el cráneo, dejando toda su masa encefálica al descubierto, y varios pedazos de sesos pegados a su frente. El médico de la unidad se acercó por fin, y le examinó de manera atenta aunque ya estuviera muerto.

—Que lo pongan con los otros —dijo fríamente, después de unos segundos—. Busquen si tiene parientes, y sí no, al hoyo con los demás.

Las enfermeras se alejaron para cumplir sus órdenes. Yo no pude más. Me alejé de ahí y caminé hasta el árbol más cercano donde vomité. Vacié mi estómago al mismo tiempo que la imagen del soldado se hacía más y más nítida en mi memoria. Sus ojos vacíos sin vida, veían sin ver, y cuanto más recordaba más se distorsionaba la imagen que tenía de él, al punto de que podía jurar que había visto un campo de batalla en su frío iris color verde.

Durante unos minutos, cuando había parado el vómito, pensé que no podría existir nada más cruel e infame que un diagnostico frío y una volada de sesos. Pero más adelante me enteré de que si lo había. Y mucho peor.

Partimos a Ámsterdam a última hora de la tarde más de mil hombres y medio centenar de enfermeras, para poder entrar en la ciudad con más cautela. El sol se ocultaba entre colinas presidiendo el espectáculo varias nubes que, gracias a la luz se iluminaban de todos los colores, y en especial, de un rojo sangre que se extendía mucho más lejos del horizonte que teníamos frente a nosotros.

Llegamos justo en la noche.

Quizás en sus mejores días de antaño, Ámsterdam, Holanda había sido una de las ciudades más representativas de los países bajos. Caminando entre la hierba seca, y las cenizas que el fuego de la guerra ha dejado, he soñado con las miles de flores coloridas que debieron rodear a la ciudad durante décadas. Imaginé su aroma, y casi pude jurar que lo olía; pienso en sus árboles tan altos que parecían tocar el cielo y la gloria misma; en sus habitantes y la vida tranquila que debieron haber tenido; las madres y sus dulces canciones de cuna, los adolescentes enamorados que se veían tras los naranjales con la adrenalina corriendo por sus venas. Pensé en Kelly, y en lo mucho que la extrañaba. Pensé en ella, porque Holanda me la recordaba, de alguna u otra manera nostálgica.

Pero ahora, todo era imaginación mía. La fantasía rebasaba con creces la realidad. En aquel momento, delante de nosotros sólo había una ciudad destruida, habitada por cuerpos que se vestían harapos, y que necesitaban almas para llenar la coraza que era su cuerpo. De lejos, podíamos escuchar el himno de la SS coreado por sus soldados, con una entonación y sentimiento Alemán impropios para las atrocidades que cometían. A mi alrededor todo el ejército permanecía en silencio. Y yo me concentraba en el olor a cadáver que emanaba la ciudad, un olor tan crudo y nefasto que me ponía nervioso.

Con silencio y precaución situamos la ciudad. Nos dividimos en Alfa, Beta, Teta, y Omega. Yo pertenecía al equipo Beta, y nos tocó defender la parte Oeste. Irrumpiría en la ciudad el equipo Alfa que se dedicaban a cuidar el sur. El Capitán Andrew Smith comandaba nuestro escuadrón. Rodeamos la ciudad y nos colocamos en posición. Había varios edificios vacíos, en los cuales pudimos atrincherarnos y disparar desde las ventanas.

Los alemanes se concentraban en el centro de la ciudad, los muy estúpidos. Aunque lo más probable es que yo era el menos indicado para cuestionarles el juicio.

Mientras la mitad de nuestra tropa caminaba firme hacía el centro de la ciudad, nosotros permanecíamos ocultos en los edificios en ruinas, nos dividimos en equipos de tres, y en el mío por supuesto estaban Bertie, Roy y yo.

— ¿Tienen listo el rifle de asalto? —preguntó Bertie.

—Sí —asintió Roy.

Mis dientes castañeteaban por culpa del inmenso frío que hacía. El invierno había llegado más pronto de lo normal.

—Me congelo el trasero —susurré, sosteniendo el rifle con temblorosas manos. Roy me dio una palmada en la espalda, intentando animarme.

—Todos estamos en la misma situación, Edgar —murmuró Bertie.

Iba a replicarle, pero nos quedamos callados al escuchar pasos acercarse. Detrás de la pared de aquella casa en ruinas, era imposible que nos vieran, sobre todo porque estábamos en el interior, debajo del alfeizar de una ventana.

—Callados —ordenó Bertie.

Nadie se atrevió a contradecirlo. Segundos más tarde varias filas de soldados Alemanes pasaron marchando tranquilamente frente a nosotros. Eso significaba que aún no habíamos comenzado el ataque directo. Me fije bien en cada uno de ellos; tenían el rostro duro; miraban hacía el frente sin pestañear casi; y su presencia emanaba la más feroz violencia jamás alcanzada por un hombre. Sabía de antemano que si el canciller llegara en aquel momento y les dijera "maten a todos los habitantes" Estos obedecerían a sangre fría.

— ¿Evacuaron la ciudad? —pregunté.

— ¿Cómo sin que los Alemanes se enteraran? —Replicó Roy—. La única forma de asegurar un poco más el éxito, era la total discreción.

—Pero... Hay niños aquí.

—Por eso el Capitán dio la orden de ser prudentes con la población... Se armará un buen revuelo —la mano de Roy tembló de forma leve.

Me quede en silencio unos segundos más, viendo el vaho que expedía mi boca. Glacial y terrible como los sentimientos de aquellas bestias. Y recordé entonces a la señora que huía de las bombas en Londres, y su pequeña. Ahora estaban muertas.

Pronto, comenzaron a escucharse gritos y estruendos. Las granadas inglesas rompieron la quietud de la noche. En nuestros puestos, temblando de miedo, Bertie, Roy y yo nos miramos fijamente. En un suspiro nos pusimos de pie y nos distribuimos por la derruida casucha. Yo cubriría el flanco derecho, Roy el izquierdo y Bertie nos vería.

"—Tengo prohibido asesinar —musitó, encogiéndose de hombros mientras viajábamos hacía Ámsterdam—. Soy un ángel. Casi perfecto, y como tal criatura, es un tremendo crimen mancharse las manos con la sangre humana. Sí algún día asesinara, sería remitido al lugar más temido de todos.

— ¿Cuál es ese?

—El averno.

— ¿Por qué es tan terrible? —quise saber.

—Es un lugar lleno de oscuridad. La oscuridad es tú hogar, tú mismo te conviertes en ella. El fuego al que estás condenado te carcome vivo durante la eternidad... Sin tener descanso jamás. Sentirías el dolor más intenso que puede haber en este universo. Un dolor que con un segundo, te sacaría el peor de los gritos, y la más temible blasfemia. Es lo peor que puede haber para cualquier ser —el tono que empleaba era frío, triste, efímero. Jamás le había escuchado hablar así."

—Asegúrense de no salir de aquí —dijo Bertie, sentándose en el sofá desvencijado—. Sí se quedan, vivirán otro día más.

—De acuerdo, sólo espero que nos salves el trasero —respondí, poniéndome en pie y viendo a través del rifle.

Fue entonces cuando al ver por la ventana me percaté de que los civiles tenían un grave problema: Todos corrían en círculos, y las llamaradas que ocasionaron las granadas comenzaban a alcanzar aquella zona de la ciudad. Los disparos eran sonoros y fuertes. Era un buen momento para preocuparme por no haber sido tan bueno en los entrenamientos.

— ¡Ya vienen! —Gritó Roy—. Por éste lado, estoy seguro que también del tuyo Edgar.

—Bien —respondí apenas con voz.

Y en efecto, los alemanes llegaron a la zona con su particular forma de hacer presencia: disparando a diestra y siniestra. Había cerca de diez soldados de mi lado, y después vi como apenas tres de nuestra tropa los alcanzaban. Uno de ellos acabó con un alemán, pero eso fue todo, porque ellos les volaron los brazos y las piernas apenas se acercaron. Quería vomitar de nuevo, pero no podía.

— ¡Disparen! —el Capitán gritó a través de los radios. Por un momento perdí el piso, y con temor comencé a disparar sin ver, delatando nuestra posición.

Yo era católico, y creía firme en que no era posible asesinar a alguien aunque fuera por una buena causa como por la que luchábamos. No quería herir a nadie, aunque éste tuviera el alma destinada al infierno.

Por eso mismo, tenía problemas para enfocar a los Nazis, los cuales habían encontrado nuestra posición. Ahora las balas se enfocaban en nosotros. Me gustaría haber aprendido a mantener la calma en aquellas situaciones, pero no podía mantener los nervios de acero cuando balas del tamaño de mi cabeza estaban acribillándonos.

De manera cobarde, me oculté contra las paredes abrazando el rifle contra mí. Temblaba y oraba por salir airoso de aquella situación.

— ¡Edgar! —gritó Roy al verme en apuros. Abrí los ojos y lo vi apuntando el rifle hacía mi ventana. Los volví a cerrar, y escuché el rifle de Roy disparando de mi lado hacía abajo.

Segundos después los disparos cesaron. Vi a Roy y él me devolvió la mirada. Pensé que me vería indigno, pero sólo me vio. Comprendió que yo tenía mucho menos valor que él.

—Aún no acaba —musitó Bertie, desde el sofá, tan tranquilo que nadie pudiera haber dicho que estaba en medio de una batalla—. Escuchen: la gente grita, los soldados blasfeman, y las explosiones aunque lejanas siguen siendo variadas.

— ¿Qué hacemos? —preguntó Roy, con voz jadeante.

—Ya les dije; si quieren vivir un día más, aquí estaremos a salvo hasta mañana —dijo, sacando de sus bolsillos una pequeña baraja española—. ¿Qué les parece una mano de Póquer? No tengo mucho sueño, y tampoco sería muy recomendable dormir.

Roy vio a Bertie, y yo miré por la ventana hacía la calle de abajo; los cuerpos de los soldados yacían desmembrados, pero podía escuchar que varios más se acercaban. Estuve por acceder a la propuesta, cuando a media calle apareció una señora con dos niños de la mano. Los niños eran rubios de ojos brillantes, el más pequeño debía tener dos años. La señora era muy joven, de veinticinco a veintisiete años y vestía como campesina. El miedo en el rostro de ella era parecido al de la señora en Londres.

—Podríamos comenzar a jugar si te decides de una vez a sentarte, Edgar —Bertie habló. Las cartas se movían de manera hábil al revolverlas. Yo negué con la cabeza.

—Después —dije, y salí con el rifle en las manos a la calle inundada de cadáveres.

El desastre era inminente. Pero no perdí tiempo contemplando los ojos salidos del resto, sino que aguantando la respiración corrí a la otra calle y vi ante mí a la señora con los niños, paralizada del miedo.

— ¡Señorita! —grité, para llamar su atención. Ella me vio con los ojos crispados en lágrimas—. ¡Venga, por aquí! Tengo un refugio.

Durante varios segundos, ella se quedó pensativa. Seguro creía que era una trampa para matarla, pero no podía dejar que ella y sus niños murieran sin yo haber hecho el intento de salvarla.

—Soy del ejército libertador inglés —un terror me invadió al ver las sombras de los alemanes que se pintaban en las paredes de la calle de enseguida: no tardarían en alcanzarnos—. Por favor, sí en algo aprecia a sus hijos, venga conmigo.

La campesina de rubios cabellos pareció confiar de pronto. Pero era tarde; los alemanes daban la vuelta. Ella soltó un grito y comenzó a correr desaforada hacía mí persona. Yo levanté el rifle, sin temor ahora de lo que viniera después. Apunté al primer Alemán que dio vuelta y le di justo en la pierna.

— ¡Rápido! —urgí. Estaban a menos de tres metros, pero ese momento de descuido costó demasiado caro, puesto que un alemán había disparado y le había dado a la campesina justo en un glúteo. Ella cayó al piso de forma estrepitosa, y los niños se quedaron un momento congelados al ver a su madre sangrando profusamente.

Volví a disparar, pero no fui el único: de arriba, Roy también disparaba, y veía con asombro como le daba a todo aquel se atreviera a levantar el arma hacía mí, pero aun así las balas no le durarían para siempre. Salí de mi campo seguro y tomé a los niños del brazo, trayéndolos conmigo por la fuerza.

— ¡Mama! —lloraban estos, y yo vi a su madre por última vez. Sus ojos brillaban del miedo, pero sonreía con las lágrimas corriendo silenciosas por su rostro. Una imagen que jamás olvidaría.

Salí corriendo con los niños de nuevo a la casa. Los metí y cerré la puerta con todo lo que encontré. Después sin tiempo que perder, fui junto a Roy y elevé el rifle para seguir hiriendo a los soldados, el cual era un grupo bastante reducido por lo que fue cuestión de segundos herirlos. No matarlos. No obstante algunos lograron escapar, y los que lo hicieron, se encargaron de mandar a la campesina holandesa al otro mundo. Su cuerpo atestado de balas sobresalía por estar justo en medio de la calle.

Cuando hubimos acabado, nos giramos a ver a Bertie, el cual abrazaba a unos niños profundamente dormidos. Tragué saliva para deshacer el nudo que traía en la garganta a la par que me sentaba junto a ellos. Los vi fijamente, y Bertie hizo lo mismo.

—No eres ningún cobarde —susurró—. Un cobarde los habría dejado morir.

Le sonreí de manera afable, mientras despeinaba al pequeño de dos años.

—Odio la guerra —musité, mientras me enjugaba los ojos de forma discreta con las mangas.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top