»Capítulo 6.
Un día antes de partir, Roy, Tanner y yo fuimos llamados por el teniente Peters, pues al parecer, el Capitán demandaba vernos en el acto. Y como fieles cumplidores de nuestro deber, mansos corderos de la nación, nos presentamos ante él de inmediato.
En medio del bosque, el capitán fumaba con una pasibilidad envidiable. El humo emanaba de su boca en silencio, tan invisible como maligno. Se había salvado junto con los demás oficiales del incendio debido a que ellos entrenaban lejos de la cabaña en ese momento. Y ahora, nosotros aguardábamos con las manos detrás de la espalda a que abriera la boca y nos diera alguna orden. Me daba vergüenza admitirlo, pero yo esperaba ser enviado a casa junto a Roy por ineptitud, reírnos de la experiencia, y sentirnos bien bajo el cielo de Londres.
Pero obvio, eso no pasó.
—Buenos días, soldados.
Nos quedamos quietos, no sólo estábamos nosotros, también nos acompañaban chicos de otros pelotones, a los cuales no conocía bien, y decidí ignorar.
—Iré al grano —siseó el capitán, paseándose con lentitud frente a nosotros—. A sus sargentos antes de comenzar con el entrenamiento se les fue asignada una tarea, sencilla pero esencial; sacar a los mejores soldados del regimiento. Ocho de cada uno de las secciones, para ser exactos.
Roy y yo movimos el cuerpo unos segundos, incómodos.
—Como sabrán —su voz vibraba con un sentimiento que no podía identificar—. Los alemanes se debilitan, poco a poco, pero lo hacen. Lo cual nos está dejando una pequeña oportunidad para infringir en Alemania... Sin embargo, Polonia aún está plagada de esas bestias, y Holanda, ni se diga —El capitán apagó su cigarrillo contra un árbol, lo tiró a la tierra y lo pisoteó con cierto enojo—. Nuestros ejércitos allá en Holanda han quedado débiles y los Nazis despellejan a todo aquel que hable inglés o muestre señales de pertenecer a nuestro ejército.
Hizo una pausa, donde ninguno nos atrevimos a parpadear. Podía sentir la mirada azul y fría del capitán examinándonos a cada uno a fondo, sin decir nada. Me sentía traspasado por rayos x cada vez que posaba su mirada en mí. Y cuando prosiguió no pude evitar soltar un suspiro de alivio.
—Todos los soldados de éste campo son novatos, hombres de bien que jamás habían tomado un arma en su vida. Y nosotros, como sus superiores entendemos perfectamente. Mandar a un hombre sin conocimientos, ni arduo entrenamiento, es de bestias —se metió la manos a los bolsillos, recorriendo la estancia con su mirada—. Sus compañeros marcharan a Francia donde se encargaran de reforzar a los ejércitos que residen ahí. Francia es casi libre ya, y ellos no tendrían mucho de qué preocuparse. Pero ustedes vendrán a Holanda conmigo.
—Señor —Tanner habló—, ¿Por qué nosotros no podemos gozar de los mismos privilegios? Es decir, después de todo, nosotros también somos inexpertos.
El capitán dio un paso hacia él. Pude observar cómo veía a Tanner con fulgor, pero cierta paciencia en sus ojos hacía que en vez de tenerle miedo, lo respetáramos.
—Es su decisión —dijo, finalmente—. Ustedes saben si servir a su patria o no. Sí fueron elegidos es porque sobresalen del resto, y porque podrían ser en verdad útiles... Ahora, sí alguien desea retirarse y no saber más del asunto, sólo póngase en pie, y diga "Lo siento, señor, no me siento calificado para tan gran honor". Y vaya a su pelotón. Ahora.
Nadie lo hizo. El honor era primero que nada, y las palabras del capitán eran un desafío frío, filoso y mortal. Irresistible para los ambiciosos, y la desgracia personalizada para los pobres que estábamos ahí por una mala jugada del destino. Roy me miró de reojo, pero no se movió ni un ápice.
Después del silencio, el capitán esbozó una sonrisa a medias.
—Nos vamos mañana, caballeros, nuestro avión parte a las cinco treinta, a esa hora podremos aterrizar en Rotterdam donde nuestros ejércitos residen. Es la única parte de Holanda que no apesta a Alemania.
— ¿Cinco treinta de...? —dudó Tanner
—La mañana, por supuesto —respondió el capitán—. Pueden retirarse.
Y lo hicimos. Roy y yo no hablamos el resto del día. No era necesario hacerlo para saber que ambos nos moríamos de miedo por dentro.
Aquella noche de sábado el contraer sueño fue la tarea más difícil que me había propuesto. Y al día siguiente, me levanté mucho muy temprano. La adrenalina que corría por mi cuerpo hacía que me moviera con habilidad y sin temblores de manos o cualquier otra extremidad. No tenía equipaje, sólo un paracaídas el cual pesaba una tonelada.
Tanner, Roy y yo salimos directo al pequeño vehículo con redilas que nos llevaría al aeropuerto a tres kilómetros. Al llegar, todos bajamos en silencio, como si las sentencias de muerte fueran forzadas a ser silenciosas.
Los aviones comenzaron a calentar motores, y yo me acerqué a los otros diez soldados que iban con nosotros al matadero.
—Hay que sincronizar relojes —ordenó el teniente Peters—. Todos debemos abrir el paracaídas al mismo tiempo, un segundo antes o después les podría costar la vida.
Lo hicimos, pero yo apenas era consciente de lo que ocurría. Coloqué mi cronometro junto al de los demás, y vi a Roy fijamente.
— ¿Nervioso? —pregunté.
—No —respondió, dejando su reloj en paz—. Es decir, desde el momento en que supe que vendría aquí, sabía que acabaría muerto. La única diferencia, es que moriré en Holanda y no en Francia.
—Pesimista —bufé.
—Bueno, bueno, señoritas, ¿Podrían dejar la hora del té para otra ocasión? —gritó el teniente.
Nos quedamos callados, y de nuevo, en un silencio sepulcral subimos a los aviones. En lo particular odiaba aquellas maquinas. Incluso cuando era un simple estudiante de tiempos contemporáneos, cuando iba a visitar a mis tíos a Chihuahua, aquellas aves de acero causaban en mí demasiado temor. Por lo mismo, fui el último en abordar el avión, y el único en sostenerme de algo.
Cada avión llevaba a cuatro en su interior más el piloto. Yo iba con los que eran parte de mi pelotón, y un chico castaño de nombre James Carter, el cual a mi parecer era bastante simpático. Hablaba y hablaba sin parar en un tono afable vacío de temor.
— ¿Les gustan los comics? —nos preguntó.
— ¿Los qué? —dijeron Roy y Tanner a la vez.
—A mí me gustan —respondí, sintiendo nauseas en mi estómago—. Pero prefiero los libros.
—Oh, vaya... —James inclinó los ojos en señal de decepción, sin embargo, esto apenas duró algunos instantes antes de que volviera a vernos con ojos brillantes—. Entonces, ¿Qué hacían antes de venir aquí?
—Nada —fue la escueta respuesta de Tanner.
— ¿Tú? —James apuntó a Roy con la mirada.
—Estudiaba química y ciencias —gritó para hacerse oír—, mi padre quería que fuera un gran militar, o un deportista, o algo... Él piensa que la ciencia es estúpida, y una inútil pérdida de tiempo.
—Me parece entretenida —James se encogió de hombros, y por último, dirigió su mirada a mí—. ¿Y tú, piernas de gelatina?
Roy y Tanner rieron. Era cierto, temblaba como si no hubiera un mañana.
—Estudiaba leyes —me lamenté—, en Harvard.
— ¿Qué haces tan lejos, chico? —James fijó su atención en mí.
Me encogí de hombros.
—Me gusta pelear.
Llegamos a Rotterdam, Holanda, tres horas después. Por medio del radio, el piloto nos informó el lugar de la caída y cuando debíamos saltar. Al principio dudé que podría hacerlo, y tuve que irme hasta atrás a escasos minutos de saltar. Todos lo notaron, lo cual me hizo enojar en cierta forma. ¿Uno no puede ser cobarde a escondidas?
— ¿Qué te pasa, piernas de gelatina? —Reprochó Tanner—. ¿Acaso tienes miedo de dar un pequeño brinco, ah?
—No.
—Entonces mueve tú trasero universitario acá, que ya se acerca la hora.
Caminé hasta la puerta. Era muy difícil. Las piernas y todo el cuerpo se sentían más pesados que el plomo, pero logré ponerme a la altura de todos.
—Atención paracaidistas, les habla el piloto —se escuchó a través de las bocinas que se encontraban distribuidas por el avión—. Hemos alcanzado el punto de salto. Buena suerte.
— A la de tres... —Carter abrió la puerta, y una corriente de aire terrible nos hizo casi caer, pero nos mantuvimos de pie—. Una... dos...
No lo haría, no podría. No se podía ver el piso desde aquella altura. Me quedaría. A la mierda la vida, a la mierda todo. Mi temor era mucho más grande que el perder la vida.
— ¡Tres!
Al grito de "tres", Tanner y Carter se lanzaron. Roy titubeó, pero lo hizo también. Por mi parte, me quedé en el avión sólo medio segundo.
— ¡Este ya no es tú avión! —Bertie apareció de la nada, y antes de que pudiera yo replicarle, me empujó por la espalda directo al precipicio. Donde caía, y caía.
Un vértigo me invadió. Era horrible ir cayendo, se sentía lento y rápido a la vez. Al principio parecía que jamás vería tierra firme, pero ese sentir sólo duró dos segundos. Tierra firme se vio muy pronto, y se acercaba con rapidez. Apenas consciente, tomé el cronometro justo cuando me marcaba cinco segundos para desplegar el paracaídas. Cuando se cumplió el plazo, lo abrí y comencé a descender mucho más lento por la devastada Holanda.
Aterricé minutos después en lo que en su mejor momento habría sido un bosque lleno de vida, pero que ahora sólo había tierra y destrozos. Los demás se deshacían del paracaídas cuando yo apenas tocaba el piso.
Diez minutos después, estábamos todos listos y enteros. Formamos una fila y el teniente Peters apareció ante nosotros. A algunos miles de metros se veía una pequeña villa, y una gran cantidad de humo emanaba de ella. Pero todos nos concentramos en el Teniente.
Inmediatamente, fijó su mirada en mí.
—Rivas, ¿Qué entiende usted por... Cronometrar la caída? —me preguntó.
—Tuve algunos problemas —me defendí.
— ¿Con el paracaídas o con su valor? —masculló, en verdad molesto. Quizá me hubiera enojado, si no acabara de lanzarme por más de dieciséis mil metros de altura.
—Con el paracaídas —concreté al responder—. Sí fuera un cobarde, no estaría aquí. Me hubiera quedado en el avión, hubiera huido.
—Entonces habría cometido la gran estupidez de su vida —dijo, y me vio molesto. Intenté ignorarlo pero sus ojos oscuros eran penetrantes y difíciles de evadir—. Esperemos que en el futuro no vuelva a tener problemas.
—No.
— ¿No, qué?
—No, señor —gruñí.
—Andando, vamos a la villa —ordenó.
Todos nos pusimos a caminar hacia allá. Yo me quedé rezagado al final, porque estaba en cierta forma molesto, y porque aún tenía la sensación del vértigo que me impedía caminar. Caminé a paso lento, y Bertie se colocó junto a mí después de algunos minutos.
— ¿Me odias? —preguntó.
—No.
— ¿Seguro?
—No.
—Fue por tú bien —aseguró.
—Lo sé —no tenía ganas de hablar. Y bertie lo entendió.
Y era así, como era guiado al mismo infierno, estando casi del todo inconsciente del hecho.
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