»Capítulo 4.


El primer día Bertie y yo habíamos hecho suposiciones sobre Roy Williams, ya que no sabíamos en qué punto del trayecto podríamos toparnos con él. Bertie dijo que lo más probable sería que lo viéramos en el campo de batalla, luchando valeroso, buscando la muerte como el fuerte soldado que debía ser. Por mi parte, también creía aquello, por lo que estuvimos preparados para encontrarlo en el escenario más feroz; disparando contra mil nazis, de pie sobre otros mil, y proclamando victoria.

Sin embargo, después de tres días de mi llegada a Winter High, otro camión de reclutas hizo presencia en el lugar. No tuve tiempo de investigar a fondo quien iba a bordo debido a las mil tareas con las que debía cumplir. Mi agenda estaba ocupada de las seis de la mañana a las ocho de la noche, y casi siempre me la pasaba aprendiendo a disparar fusiles, armas, escopetas, rifles, granadas, y lo peor de todo; el entrenamiento físico.

Soy demasiado raquítico. En la escuela siempre era elegido al final para los deportes, era torpe, y para nada apto en condiciones difíciles. Y aunque daba lo mejor de mi cada minuto, mis compañeros se burlaban de mí, señalándome. Sé que quizá sueno demasiado afeminado pero todos se aprovechaban de mi débil condición física para divertirse, Bertie me aconsejó ignorarlos. Y eso trataba de hacer.

En mi pelotón estaban ocho soldados, entre los que destacaban Connor Todd, Elliot Brooks, y Tanner Griffin. Todos gozaban de excelente condición física, y ninguno dudaba a la hora de apretar un gatillo como yo lo hacía. Ellos se dedicaban a humillar a los demás, en especial Tanner quién con sus potentes músculos y su profunda voz lograba bajar el autoestima a cualquiera. O quizás el único con el autoestima baja era yo, ya que en esas épocas decir que un chico tenía baja autoestima era un signo de falta de masculinidad.

Pero todo cambió un día. El cuarto día Tanner, Connor y Elliot habían dejado de enfocar sus premeditados insultos hacia nosotros. Durante los entrenamientos permanecían callados o hablando entre sí. Claro que esto no dejó de sorprendernos a los demás, pero estábamos demasiado cansados como para indagar que se traían entre manos, por lo que el asunto murió durante toda la tarde hasta la hora de la cena. En el comedor con un olor a sudor y frijoles en el aire, había algo de duda.

Bertie, que para ese entonces era ya como mi amigo, comentó:

— ¿No sientes algo raro?

—Sí —asentí, picando las legumbres.

—Está todo muy tranquilo.

—Sí.

—Si mal no me equivoco, ustedes los humanos suelen tener traidores entre sus grupos...

—Así es, Bertie —corroboré, viendo alrededor, intranquilo—. Pero dudo mucho que ocurra algo tan grave. Esto es casi una base militar, ¿Qué tonto se atrevería a dañarnos? ¡Además estamos en Londres, los Alemanes no pueden penetrar hasta acá!

—No lo sé, Edgar. Ustedes son demasiado listos, pero no tanto, claro.

Me metí un bocado de fríjoles a la boca. Aquella comida no me gustaba para nada, pero no podía decirle eso al cocinero de ocho metros de ancho por dos de alto, por lo que seguí comiendo. Después de unos segundos en silencio, unas risas comenzaron a extenderse por el comedor. Yo vi a todos lados intentando buscar la fuente de la diversión, hasta que di con la puerta principal; había cerca de cinco chicos completamente desnudos. Se cubrían sus partes nobles con una roca, mientras la vergüenza asomaba a su rostro. Todo el mundo reía, pero yo no comprendía bien como pudieron acabar en aquella situación.

—Oh por dios —exclamó Bertie, sin reír.

—Lo sé.

El Capitán Villiers ingresó al área cuando fue informado. Los soldados le contaron que, al parecer, cuando salieron de las duchas sus ropas habían sido hurtadas, y que al intentar entrar en los dormitorios la puerta estaba cerrada. Al oír el relato mis ojos se posaron con rapidez en Tanner y sus amigos quienes observaban la escena con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Después de contarnos, el mismo Capitán les ofreció una disculpa, y le ordenó con voz queda al teniente Peters que les abriera la puerta, lo que hizo al momento.

Todo volvió a la normalidad. Pero los oficiales no intentaron buscar a los culpables, y dejaron impune el accidente, lo que en cierta forma me causó un gran disgusto. ¿No peleábamos por igualad? Y en el mismo ejército éramos tratados como basura. Sí algo me enseñaron en la escuela elemental sobre la segunda guerra mundial, fue la unión que tenía la Alemania Nazi. Hitler con sus discursos lograba unir a su nación en un mismo sentimiento, y podía hacer que pelearan a pesar de tener sólo dos de sus dedos en el cuerpo. No había comparación con el rey Jorge que tartamudeaba palabras por la radio, y Winston Churchill disfrazaba la incompetencia paseándose por lugares públicos, conviviendo con la gente; aunque quizá menospreciaba demasiado su intento, sin duda Hitler les ganaba en cuanto animar a los ejércitos se trataba.

De todas formas, de antemano sabía el resultado de la guerra.

Terminada la cena, Bertie y yo caminamos por el campo hasta nuestra cabaña. Todo el trayecto fue tranquilo, excepto el último tramo, ya que cerca de un árbol escuchamos sonoros suspiros, luego quejidos y gemidos dolorosos. Era una voz ronca, así que descartando que una mujer se había perdido, nos acercamos con curiosidad al árbol.

Y ahí estaba. No era más alto que yo, y sí yo me quejaba de condición raquítica él era un esqueleto. Su rostro emanaba una inusual dulzura, sus ojos eran grandes y azules, su cabello con preciso corte militar era rubio. Su condición a simple vista era la del débil y pequeño niño; temblaba bajo el follaje del árbol, su mirada se encontraba perdida por completo en los árboles, y su rostro era un compendio de dolor gracias a sus rasgos.

Me acerqué. Más que por lástima, algo me decía que debía hacerlo.

— ¿No tienes miedo de que te pique algún insecto? —pregunté amable.

—No, sin duda los insectos son más amables que los humanos —replicó con voz tranquila, y suave.

—Puede ser —musité, viendo mis pulgares—. ¿Eres nuevo?

—Sí, llegué hoy.

— ¿Y por qué estás aquí? —él se abrazó más fuerte ante mi pregunta, lo que me dio a entender que era un tema bastante incómodo sobre el cual hablar.

—Mi padre consideró, un Lord Pomposo que solo vive para cazar, cree que ya estaba apto para prestar servicio a mi país y retribuirle todo lo que ha hecho por mí.

—Obligado —dije para mí mismo. Luego en voz alta, añadí: —No te preocupes, saldrás vivo de aquí. La guerra no durará mucho tiempo más.

— ¿Cómo lo sabes?

—Intuición —mentí.

Nos quedamos en silencio unos segundos. Bertie se había marchado hacía rato, y sólo quedábamos ambos en el frío patio. Mordí mi boca, analizando al soldado rubio. Ese rostro lo había visto antes en el comedor. Pertenecía a uno de los cinco reclutas desnudos que habían hecho acto de presencia desnudos. Entonces, todo tomó forma para mí.

—Muchas veces las más duras batallas no son en un campo con soldados —comencé, mientras me colocaba en cuclillas junto a él—. Sino con nosotros mismos. En el día a día, todos los días, luchamos por sobrevivir. Y no podemos dejar que nos manejen, porque, si lo hacemos, te aseguro que habremos perdido la guerra entera. ¿Entiendes? Si alguien te quita la ropa del baño, no llores, límpiate las lágrimas y di: ¿Es todo lo que tienen, inmaduros? Y sigue adelante. Nada les dará más rabia que ver que sigues adelante. Te lo digo porque lo sé. Además ¿No crees que es una estupidez llorar por tales cosas cuando a menos de mil kilómetros la gente se mata a sangre fría?

Se limpió las lágrimas con las mangas del raído uniforme. Pasaron varios segundos, después de los cuales terminó asintiendo. Como si apenas pudiera comprender palabra alguna de mi discurso no programado.

—Soy Edgar Rivas. Tengo veintidós —dije, para romper el incómodo silencio—. No tengo ni maldita idea de que hago aquí, pero ¿te cuento un secreto? Gracias a éste lugar tengo impresionantes músculos, y gases, pero es que los frijoles jamás habían sido mi comida predilecta.

El chico rió alto. Yo sonreí. ¿Qué no hubiera dado yo porque alguien me dijera lo mismo que le decía a él?

Después de unos segundos, me tendió la mano y se presentó:

—Roy Williams. Tengo veintiuno. Estoy aquí porque mi padre, perteneciente al parlamento, debe de poner el ejemplo en Inglaterra sobre mandar a nuestros hijos a luchar por la patria. Nunca tendré esos músculos, pero espero por lo menos terminar con uno de los brazos para poder tomar de la mano a alguna chica.

Sonreí. Y aunque debí de haber quedado impresionado, no lo hice. Sólo estreché su mano, para concretarme a responder:

— ¿Sabes? Ahora que sé quién eres, creo que casi podría garantizarte de que volverás intacto.

— ¿Por qué lo dices? —me miró con fijeza

Yo sólo me encogí de hombros.

—Intuición —vplví a mentir. 

Al final de cuentas, ¿De que servía decirle que sí él moría yo también?



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