»Capítulo 3.





Al día siguiente fui trasladado al campo Winter High junto a otros veinte en el mismo vehículo con redilas que atravesaba suntuosos campos verdes, con hojarascas ocres propias del invierno. Bertie estuvo conmigo durante el trayecto, y a pesar de que era del todo desconocido para mí, una paz me invadía al tenerlo cerca. O quizás también era un pobre consuelo el saber que no iba solo a lo que para mí probablemente sería el fin.

Fueron menos de quince minutos, sin embargo, Londres ya no era visible desde el campamento, el cual estaba a la mitad del bosque. Compuesto por varias cabañas de madera, y campos militarizados, Winter High era un lugar que en lo personal me parecía olvidado por Dios debido a lo retirado que estaba de la civilización.

Igual, cualquier lugar donde el internet o la señal de teléfono no tuvieran presencia me parecía un lugar abandonado por Dios.

Bajamos con nuestras pertenencias al campo. Frente a nosotros estaba la cabaña principal o donde residían los oficiales mayores. En la puerta se encontraba un hombre alto, de cabello algo canoso, pero rostro en cierta manera afable. Cuando nos vio su semblante cambió radicalmente a serio, no demostraba ninguna emoción.

Se acercó a nosotros, y todos sentimos su fuerte presencia intimidarnos.

—En Winter High no esperamos ir a la guerra para lucharla —nos dijo, colocando sus manos tras la espalda y viéndonos fijamente a cada uno—. Nosotros peleamos desde aquí. Su entrenamiento es de suma importancia, un soldado bien equipado hace la diferencia entre ganar... O quedar como imbéciles.

Nadie habló. Yo tampoco, sin duda, estaba ahí para aprender no para contradecir.

—Soy el Capitán Hannibal Villiers, novatos... Estaré aquí durante dos semanas, me encargaré personalmente de su entrenamiento, y después volveremos al frente alemán. Ya sea en Italia, en Holanda, o Francia. ¿Entendido?

—Sí —dijimos al unísono.

—Mal, muy mal, novatos —el Capitán se paseó por enfrente nuestro con un caminar lento—, de ahora en adelante, para dirigirse a sus oficiales les dirán "Sí, señor" O se referirán a ellos por su rango como "Sí, capitán" o "Sí, Teniente" El respeto a sus superiores no los hará mejores, pero hablará bien de ustedes. ¿Quedó claro?

— ¡Sí, señor! —respondimos.

—Los dejo con el Teniente Adam Peters. Él les mostrará las instalaciones y les enseñará su vivienda. Buenas tardes, novatos.

—Buenas tardes, señor —dijimos al unísono mientras él se alejaba.

Yo observé como se perdía tras una fila de soldados que marchaba con ahínco. En lo personal, jamás había visto un Capitán de cerca. Los soldados de mi época no lucían igual de gallardos y heroícos.  Y con ello me refiero a que no emanaban la misma presencia y educación que Hannibal Villiers, con su uniforme impecable, su mirada inteligente, la valentía que parecía rodearlo, y su voz diestra. Parecía sacado de un libro de ficción, o de un videojuego.

De pronto, muy cerca de mi oído, escuché una voz áspera y molesta.

— ¿Por qué se distrae tanto, soldado? —vi que al parecer, el teniente Peters había notado mis profundas miradas hacía el Capitán Villiers.

—Lo lamento, señor —me disculpé, balbuceando.

—No me sirven para nada sus excusas, soldado. Gracias a usted, sus compañeros se han perdido mi explicación sobre dónde encontrar sus dormitorios... ¿Quiere que los deje así?

—No, claro que no...Se-se...

—Entonces, ¿Colocará atención a las indicaciones?

—S-sí, señor.

—Bien.

Tenía más o menos mi edad, era moreno y con ojos color verde claro. El teniente Peters irradiaba cosas que a diferencia del Capitán Villiers eran más negativas. Para comenzar; el teniente no tenía la misma aura de valentía y bondad que parecía cubrir al Capitán. Mucho menos nos miraba de igual forma. Parecía estar molesto todo el tiempo, y su ceño se fruncía más veces de las que una persona normal podía permitírsele.

Mi cabaña fue la que tenía la etiqueta Z-4. En ella vivíamos más de 30 soldados, en literas de dos, todo ello en una enorme habitación que parecía bóveda. Había sólo un retrete y 15 regaderas, pero creo que la peor parte era la del retrete. Era un chico que solía sufrir de problemas digestivos, por lo mismo tenía que beber con frecuencia Yoghurt. Lo que era, bastante vergonzoso, y por lo mismo, secreto.

A la hora de la cena, si no hubiera sido por Bertie, habría merendado en completa soledad. Lo cual no me habría molestado, bueno sí. Algo con lo que jamás pude luchar fue con mi baja autoestima, la maldita siempre salía ganando y un día simplemente me rendí.
Sumido en mil pensamientos, Bertie me sustrajo de mi mente.

—No es Pato asado a la francesa —me dijo, sentándose frente a mí—. Pero los frijoles y el arroz te ponen más fuerte.

—Lo sé —murmuré, viendo alrededor.

— ¿No pudiste hacer más amigos?

—Sí, sólo qué estoy tan cansado que les dije que no me molestaran.

—Ni el capitán es tan respetado. 

—Lo sé.

Había cinco mesas de mínimo cinco metros en aquella bóveda que estaba por demás mucho más grande que la cabaña donde dormía. Las mesas estaban repletas de hombres de todos los tamaños, colores y formas. Algunos llevaban su traje de camuflaje, otros sólo la camiseta de tirantes y un pantalón cualquiera. Pero lo que de verdad llamaba mi atención de ellos era la forma con la que charlaban tan animadamente, debo decir que jamás había oído risas tan estruendosas en toda mi vida.
Creo que era impresionante, porque hablaban felices, como sí no supieran que en dos semanas se irían a Holanda o a Italia, como si fueran ignorantes de que del cien por ciento de soldados que se van, sólo el triste diez por ciento regresa. Y en cierta forma me deprimía ser el único de ellos que no hablaba con tanta frescura, y tanto entusiasmo.

La cena terminó y nadie reparó en mi presencia. Me sentía invisible, siendo que en Harvard jamás había ocurrido eso. Yo era Edgar Rivas, el chico que salía con la chica más linda y popular sin ser el capitán de algo, sólo un buen alumno. Y siempre me había sentido especial por ser eso. Creo que ello no aplicaba de igual forma en éste lado.

Nos dieron treinta minutos de descanso. Bertie y yo estuvimos fuera de la cabaña, lejos del alboroto que había dentro de ella. Donde todos gritaban y reían. Mirábamos el horizonte, la zona industrial londinense que se oscurecía ante la caída de la esfera cálida llamada sol. 

—Bertie, ¿Cómo pueden ser tan felices? —Cuestioné, sabiendo que no podría dormir con la duda—. En lo personal, creo que no hará falta ir a Italia o Francia para morirme; los nervios me matan ya por si solos.

Bertie vio hacía la cabaña, y después fijó sus ojos oscuros en mí.

—Todos somos diferentes, Edgar. Pero todos buscamos por igual la felicidad, y ellos están aquí pensando que sobrevivirán o morirán, y que al hacerlo serán conmemorados para siempre, y que su país y el mundo entero los amará, pues serán los héroes vivos o los mártires de la batalla. Lo que no es del todo falso, pero ellos aún son jóvenes, y no comprenden una cosa.

— ¿Qué?

—La felicidad no es un destino; es una elección —susurró, sonriendo de forma afable—, Míralos, míralos en serio, Edgar. ¿No crees que algunos fingen felicidad suprema para no ser menospreciados? Los que fingen están aquí forzosamente, sea para salir de la deshonra, para tener algo de dinero al final de la guerra, o porque fueron llamados a tomar las armas por su país. Pero, ¿Valdrá en serio dejar a su familia por dinero, honor? No; pero son seres humanos, perfectos imperfectos. No ven la felicidad ni aunque la tuvieran frente a ellos.

Me quedé un momento en silencio intentando sopesar las palabras dichas por mi ángel guardián. Pero por alguna razón, mi mente se había quedado en blanco. En ese momento el toque de queda sonó; era hora de entrar a la cabaña. Me levanté, entré seguido por Bertie, donde un espeluznante silencio reinaba.

Los reclutas susurraban, y nadie fijaba su vista en mí. Tanto mejor, así podría dormir en paz. Yo dormía en la litera de arriba, y Bertie en la de abajo, al parecer él tenía  un irónico miedo a caerse. Me cambié las ropas frente a todos, como lo hacía el resto. Subí a mi cama, y me recosté viendo el techo. Momentos después la luz fue apagada, y sólo quedó completa oscuridad en donde antes estaban las camas de todos.

Cerré los ojos. Intenté despejar mi mente para no sufrir en el intento de dormirme. Pasaron varios minutos y un sonido quedo, como un quejido, un suspiro, comenzó a oírse por todo el lugar. Al principio pensé que eran mis nervios, pero después otros tantos se le unieron. Primero eran suspiros suaves, y al final eran sollozos aletargados, pero no parecían sollozos humanos, sino gemidos emitidos por un alma en el purgatorio. Estaba asustado, pero Bertie, que al parecer siempre sabía que decir, habló con voz firme desde la litera de abajo:

—No te sientas mal, Edgar. Sólo están cayendo en cuenta del destino que les aguarda por haber escogido este camino. Y no se puede considerar como un destino feliz. 



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