»Capítulo 25.



—Treinta minutos para la medianoche.

Bertie caminaba de un lado a otro informándonos acerca del tiempo del que disponíamos. A su vez, Aleksei iba y venía entre todos nosotros colaborándonos con su experiencia en los campos de batalla. Nos explicaba como apuntar, como disparar y por qué hacerlo. Con gran ilusión pude notar que más de la mitad de mis compañeros se veían interesados en aprender, y que casi todos estaban dispuestos a correr el riesgo de huir con nosotros, incluso Roth el escéptico esperaba con ansias la media noche.

Pero no todo era favorable; mis compañeros tenían temblores en sus manos por las largas jornadas como peones en los canales, además de una mala visión y recurrentes malestares físicos que podrían afectar en demasía su puntería y determinación una vez fuera del barracón. Por supuesto que, el profesor Benedetti se encargaba de levantar los ánimos, a pesar de ser el primero en admitir que moriría mucho antes de poder ver las puertas de Auschwitz abiertas. El ambiente era de tensión constante y miedo obstinado, pero había algo mucho más grande que nos abarcaba a todos y era la esperanza.

Bueno, casi a todos; Roy Williams al escuchar el revuelo no se inmutó y continuó tirado en el camastro. Al acercarme, pude ver como varias cucarachas caminaban airosas sobre su rostro. Negué con la cabeza y las tiré lejos con un manotazo, para después tomar asiento. Escruté su rostro, y me encontré con unos ojos vacíos. Con un muerto en vida.

—Roy, arriba. Nos vamos —anuncié, tironeando su camisa.

—Buena suerte, Edgar.

— ¿Cómo que buena suerte? —espeté, sintiendo el enojo comenzando a recorrer mis venas.

—Sí, buena suerte. Yo no voy, sólo sería un retraso para ustedes —su boca apenas se movía. El sonido de su voz estaba distorsionado a causa del profundo desaliento que lo invadía.

Gruñí con fuerza, pero tuve que contar mentalmente hasta diez.

—Roy, de nada sirve irme yo solo —confesé, jugueteando con mis pulgares—. Sí yo preparé esta huida es para Bertie, y tú y, y... Yo. ¿Me entiendes, Royo? Nos tenemos que marchar ahora.

—No... No lo comprendo, Edgar —sus labios formaron un puchero—, realmente no lo hago. ¿Por qué tanto interés en mí? Yo no he hecho nada por ti, en cambio tú por mí has hecho lo imposible. ¿No crees que ya es suficiente? Debes irte, y pensar en ti.

—Es algo que no puedo explicarte —me mordí los labios—. Pero sí tú no te vas, yo me quedaré aquí. Y tú serás el culpable de mi muerte, nadie más que tú —le chantajee, o eso intenté hacer. Él apretó los ojos, moviendo la cabeza de un lado a otro.

—No podré. Estoy muy cansado...

—Yo te cargaré entonces —sonreí de lado—, y sí me caigo, Bertie te sacará. Sólo debes prometerme...

—Qué haré todo lo que tú me digas —terminó él. Yo asentí, con la falsa sonrisa aún en mis labios—. Lo haría, Edgar, pero no quiero ir. No podré. Lo arruinaré.

Rodé los ojos, exasperado. En mi vida había pasado por pocos momentos llenos de estrés y molestos, pero los que había pasado con Roy Williams eran suficientes para todo lo que me restaba de existencia. ¿Por qué no quería levantarse? ¿Por qué no hacer un último intento? Lo tomé del brazo con fuerza, y acerqué mi boca a su oído.

—Roy, sí tú no me acompañas hoy, sí te niegas a levantarte, o a hacer un último intento, sí... Sí me abandonas, jamás te lo perdonaré, ni yo ni Dios mismo. He hecho por ti mucho, tienes razón, entonces, ¿Por qué eres un ingrato? ¿Ah? —Apreté su brazo—, ¿Por qué me haces esto? —Elevé un poco la voz, intentando contener mi enojo—. Tú y yo sabemos que no podemos rendirnos. Así que levántate, intenta ponerte al corriente, ¿Ok?

—Será inútil —replicó.

— ¡Deja que sea yo el que diga eso, Williams! —Me levanté y tiré de su brazo—. Arriba, nos vamos a casa.

Roy se levantó. Sus piernas temblaron al hacer el esfuerzo pero logró quedarse en pie. Sonreí de lado, sinceramente. Me alegraba el hecho de que tenía una esperanza, una micro, pequeña, débil y lánguida esperanza, pero era mejor eso a estarse mordiendo las manos de desesperación. Era mejor intentarlo, y morir en el intento.

Once con cincuenta minutos. Alguien golpeó con fuerza nuestra puerta. Aleksei se ofreció como voluntario para abrir; detrás de ella estaban judíos de Auschwitz III con lo prometido. Aleksei los hizo entrar, y entre todos los ayudamos a descargar el contenido que llevaban los sacos de sus espaldas; armas. Escopetas, rifles, y podía jurar haber visto dos o tres granadas. ¡Había armas para iniciar una nueva guerra mundial! Aleksei nos miró a todos de forma individual, como si quisiera adivinar en nuestro iris de lo que estaban formadas nuestras almas.

—Tomen una por lo menos —Mis compañeros, obedientes, se acercaron al suelo lleno de armas de fuego y comenzaron a buscar una a su medida. Bertie se inclinó, tomó un rifle y le pasó uno a Roy quien apenas se podía mover. Yo iba a tomar el mío, pero Aleksei me agarró con fuerza del hombro y me alejó del resto de mis compañeros.

— ¿Pero qué...?

—Tú vendrás conmigo, al frente —explicó—, tú hiciste el trato, tu nos guiaras por sí algún obstáculo no esperado sale. ¿Está bien?

—Sí —asentí. Él colocó un rifle en mis manos; era pesado, por lo que me doblé por la mitad unos segundos. Había olvidado lo que era cargar con esos monstruos de hierro.

—Es hora —dijo Aleksei, tomándome del hombro. Moví la cabeza, afirmando, y después se giró a ver el resto del barracón—. ¡Vámonos! No se olviden de correr tanto y tan lejos como les sea posible cuando pongan un pie fuera de éste infierno —Aleksei Petróv escupió el piso. Todos nos vimos unos a otros, intentando buscar la calma con el de enseguida, buscando valor en el aire. Todos asentimos, sintiendo correr una oleada de valor por nuestras venas. Los recuerdos, la tristeza, y el dolor que ellos habían ocasionado en nosotros eran mejor que cualquier droga prefabricada para hacernos saltar, listos para la acción.

Antes de que saliéramos, me acerqué a Bertie y murmuré:

—Vigila a Roy. Iré al frente, y no lo puedo llevar conmigo.

—Cuídate tú —me advirtió, apretando con suavidad mi hombro.

—Lo haré —aseguré. Vi a Bertie a los ojos. Esos ojos de un color café único en toda la faz del planeta. Emanaban calidez y tranquilidad, eran, parecidos a los míos, o quizá buscaba alguna coincidencia de él conmigo.

—Suerte —se alejó hacia Roy, y yo me moví hacia Aleksei. Al acercarme me percaté de que su semblante había cambiado; era duro, hostil, cruel. No me gustaría ser un alemán e interponerme en el camino de Aleksei Petróv.

—No te vayas a orinar en los pantalones —me dijo, de pronto.

—No, señor —respondí con voz firme y decidida. Estaba harto de huir, de temblar y de ser maltratado como idiota—. Hoy no.

Aleksei abrió la puerta del barracón. Siempre le ponían candado, pero Derek me había prometido deshacerse de él para no armar alboroto. Suspiré al darme cuenta de que estaba cumpliendo su palabra hasta el momento. El aire nocturno era cálido, anunciaba el próximo mes primaveral con leves caricias impregnadas de un desagradable olor (el mismo que había cada vez que limpiaban los hornos crematorios) Mordí el interior de mi mejilla, entre tanto, Aleksei sin acobardarse un segundo se movía ágil y silencioso, como un ciervo por las instalaciones del campo; no había un solo guardia en metros a la redonda, y sabía que aquella situación sólo duraría diez minutos mientras los reemplazos de los guardias de mi zona llegaban. Con la mano, les hice señas a los que venían detrás de nosotros para que corrieran tal cual como Aleksei lo hacía. Si no había guardias, lo mejor era olvidarse del sigilo y correr a la salida.

Me uní a la desaforada carrera, pisándole los talones a Aleksei. Era viejo, pero corría como atleta. Galopé sintiendo con cada paso un dolor atroz en mis piernas; cada respiro provocaba ardor en mis pulmones. Pero no podía detenerme, no a menos de cincuenta metros de las puertas. Mis manos comenzaron a sudar, estábamos cerca; Aleksei ya no se podía ver, quizás él ya habría escapado. Sólo un poco más, sólo un poco más...

Frené de forma inesperada a menos de cinco metros de las puertas que nos custodiaban. Me acerqué a Aleksei quien también se había detenido, y es que hubiera sido imposible traspasar la barrera de oficiales alemanes que había frente a nosotros. Había por lo menos cincuenta hombres uniformados, con largos y enormes rifles sobre su pecho. El sudor bajo frío por mi espalda, al ver frente a todos ellos a Derek Müller, y junto a él un hombre de edad mediana, cabellos blancos y ojos verdes. Sus facciones filosas semejaban a las de Derek.

— ¿A dónde iban? —El hombre habló—, ¿No saben que para irse deben pedir permiso?

Ignorándolo, di un paso viendo a Derek.

— ¡Derek! —grité, buscando en él la respuesta a toda aquella situación. Él alzó su cabeza; en su rostro había varios moretones. Se encogió de hombros, dando a entender que aquello no era culpa suya.

— ¡Hijo! —Exclamó aquel hombre—. ¿Por qué me has traicionado? —se acercó a Derek, lo tomó de los cabellos y lo obligó a arrodillarse. Mis compañeros de barracón yacían detrás de nosotros, pero ninguno se acobardó y corrió de regreso. Sólo se quedaron viendo la escena, como yo.

—Yo no te traicioné. Y no soy tu hijo —respondió Derek.

El hombre inclinó su regordete cuerpo. Ambos eran parecidos en los ademanes, las facciones, y la forma de conducirse. Pero era obvio que entre el corazón de Derek y el de su padre había un profundo abismo de distancia. Derek elevó su vista y entornó sus ojos en mí. No estaba molesto, pero tampoco triste. Me atrevía a afirmar que se sentía bien, ahí arrodillado y humillado frente a todos. Yo sabía que se sentía bien, porque por fin había logrado deshacerse del cargo de consciencia que había adquirido, no sólo con Batsheva sino también con los muertos que habían padecido bajo su mando en el campo.

—Es cierto. Yo no habría engendrado tal bazofia —Escupió en su cara. Derek arrugó la nariz, pero lejos de permanecer callado, se levantó y en un arrebato de lo que parecía euforia, gritó:

— ¡Huyan! ¡Sean libres! ¡Se lo merecen, se lo merecen! ¡Luchen, porque si no de todas formas morirán! ¡Sean lib...

Una explosión de pólvora ahogó su clamor. La bala que entró por su cráneo y salió por su mejilla había salido de la pistola magnum de su padre. El cuerpo de Derek cayó, y su cabeza rebotó contra una piedra. Quedó inerte, frente a los judíos y los nazis, ambos sorprendidos por la actitud de un padre a su hijo.

—Mátenlos —ordenó el padre de Derek, girándose a sus soldados.

Ante esa orden, Aleksei también rugió la suya:

— ¡Cúbranse!

Las escenas de esa batalla aún están confusas en mi mente. No obstante, logré barrerme en la tierra tras una enorme caja. Era de madera, las balas eran potentes y la atravesaban pero en el suelo era casi imposible que me dieran. Mis compañeros algunos cayeron por la ráfaga de balas que los soldados lanzaron al término de la orden del padre de Derek. Otros lograron ponerse a salvo tras los edificios más cercanos. Los soldados, al ver que sus objetivos todavía seguían con vida, salieron corriendo de las puertas hasta nuestra posición. Eran verdaderas fieras que vomitaban fuego contra cualquier cosa que se movía. Más, nosotros no estábamos del todo indefensos; Aleksei, oculto cerca de mí, disparaba con sigilo y destreza atinando a todo aquel que pasara por enfrente. Detrás de mí, cerca de los edificios sólo se podía ver la luz que el fuego provocaba cuando un rifle era accionado. Por mi parte, sólo disparaba a cuanta pierna se cruzara en mi campo visual. Había sido un mal soldado en el pasado, y seguía siendo un mal soldado en ese infierno.

Cuando quedaron pocos alemanes, mis compañeros salieron de sus escondites y los masacraron a balazos. Algunos masacraron los cadáveres, intentando deshacerse de su rabia contra ellos.

— ¡Ya, déjenlo así! —Gritó Aleksei—, no perdamos, tiempo. Estos no son los únicos solados que hay en el complejo. Un ejército vendrá por nosotros si no nos damos prisa.

Tenía razón. En ese lugar, según Derek, había tan sólo dos mil soldados supervisando la fábrica de Auschwitz III. Nos lanzamos a correr a las puertas. Habíamos tenido suerte de que el padre de Derek nos hubiera subestimado y sólo nos tendiera la trampa con cincuenta soldados, tomando en cuenta de que en total éramos más de cuatrocientos los que luchábamos por salir.

Una vez en las puertas, disparamos un vendaval de balas a las torres de vigilancia que cuidaban cada una. Aunque los nazis despacharon a cuatro de los nuestros, ellos fueron acribillados al instante. Ahora sólo era cuestión de empujar y seríamos libres. Más de ochocientas manos se unieron a la acción, abriéndose la puerta en segundos y topándonos con lo que en días antes había sido un sueño; el bosque.

Puse un pie fuera de Auschwitz y me sentí realizado. La sensación de ser libre no se comparaba a nada de lo que hubiera experimentado antes. Quise correr, tirarme en la tierra y besarla, pero en vez de eso me quedé esperando a Bertie y a Roy. Fue la espera más larga de mi vida, a pesar de que sólo fueron diez segundos. Los alemanes habían activado una alarma, parecida a la que utilizaban en Londres para los ataques aéreos. No nos dejarían ir tan fácilmente, nos buscarían y nos castrarían de ser necesario.

— ¡Edgar! ¿Qué diantre haces aquí? —cuestionó Bertie.

— ¡Esperando a mis amigos los nazis! Es una linda noche para pasear, ¿No crees? —ironicé—. ¿Ves que sí podías, Royo? —dije, al ver a Roy junto a Bertie corriendo por su propio pie.

— ¡Luego nos comentamos los chismes! ¡Tenemos que irnos, tenemos un desfile de armamento detrás!

Sin esperar a que lo repitiera dos veces, nos lanzamos a correr enloquecidos hacia el bosque, y casi de forma inmediata mi mente evocó aquella efímera tarde en Ámsterdam. Con la diferencia de que mis consortes lejos de quedarse a luchar, ahora huían desesperados. Una vez internados en el espeso follaje de ramas y hojas, cada uno tomó su rumbo propio. Mis piernas acalambradas querían acobardarse y hacerme tumbar sobre la tierra, pero al oír detrás de mí, algo lejano, gritos, blasfemias y ladridos de perros. Me golpee el muslo intentando así reanimar mis piernas. Roy había disminuido la velocidad. A decir verdad, ninguno de nosotros estábamos en condiciones para correr kilómetros. Los perros se escuchaban más cerca. Roy casi tropezaba con una rama. El viento soplaba, y su canción era triste y melancólica. En el aire se podía oler el peligro. Olía a humedad, tierra húmeda y quemado. Ellos incendiaban algo, para asustarnos y hacernos llorar. La vista se me oscureció un instante. Roy había caído de bruces en el suelo, y sin percatarme me había detenido junto a él.

—Te cuido desde el otro lado —dijo la voz de Bertie, pero Bertie no estaba.

Me encontraba confundido y mareado. Mi rifle había desaparecido, el de Roy también. Quizás lo había tirado apenas había entrado en el bosque para correr con más ligereza. Me arrepentía de haberlo hecho. Un perro aulló, y me sentí mal puesto que eso significaba que habían dado con uno de mis compañeros. Tomé a Roy del brazo, pero no tenía alientos para pedirle que se levantara. Se escucharon tres balazos a menos de un kilómetro de nosotros. Tenía miedo, pero sólo atiné a ponerme en pie y colocarme delante del cuerpo de Roy.

Las ramas se movieron, pero el viento se había detenido. Era uno de ellos. ¡Ya que más daba! Sí habría de morir, ya estaba escrito. Había aprendido a resignarme en menos de seis meses, y prefería morir primero yo, que quedar vivo para ver como Roy lo hacía sin poder hacer yo algo.

De forma desprevenida una sombra saltó hacia nosotros. Yo no me di cuenta de ello, no pude moverme, y en cambio aquella sombra tan mortal como lúgubre, se posicionó delante de mí, alzó una mano y apuntó su arma directo a mi pecho. Era cuestión de un segundo. Cerré los ojos, y pensé en mamá, en mi novia, en Helena... Me despedí de todos en esas sesenta milis segundos. Agradecí, recordé caras con rapidez insólita, y maldije también por no haber aprovechado bien mi oportunidad. Sonreí, y un rugido bestial, como el de los dragones retumbó en mis oídos. Algo caliente se incrustó en mi pecho, y por inercia caí al piso. No sentía nada, ni los pies, ni la cabeza...

Abrí mis ojos y vi al alemán ponerse encima de mí. Elevó su mano apuntando a mi cabeza. Con la sonrisa aún en mi rostro, lo miré a los ojos, desafiante. Sin embargo, al ver su dedo moverse en el gatillo, cerré los ojos, esperando al viejo amigo de Bertie, la muerte.

Una explosión, después calma y quietud. Fruncí el ceño al no sentir nada en la cabeza, y con miedo me atreví a abrir los ojos una vez más. El chico alemán había caído hacia atrás, en su frente una hilera de sangre atravesaba su nariz, y terminaba en su barbilla. Abrí la boca, más una punzada en el pecho me obligó a callarme. ¿Qué había ocurrido? La respuesta llegó dos segundos más tarde. Bertie con una magnum en la mano, se arrodilló junto a mí. Sus ojos lagrimeaban, parecía abatido, desconsolado. Hice un puchero con la barbilla, sintiendo su propio dolor más que el mío.

— ¿Pero qué rayos...hi...hiciste, Bert? —intenté balbucear.

—Tenía que salvarte... Pero llegué tarde al parecer —puso su mano morena sobre mi pecho herido. Vi cómo se teñía de rojo oscuro, pero Bertie no hacía nada por retirarla—. Lo siento, Edgar.

—N-no... Gracias...Gracias a ti, por... por otra oportunidad —abrí la boca buscando aire, pero no había más para mí—, no quiero q-que te manden al infierno, Bertie —gimotee, de verdad mal por lo que Bertie había arriesgado y perdido por nada.

Él sonreía afable. Jamás me había detenido a ver su sonrisa enserio. Era una curva simple, pero que contagiaba lo que quisiese contagiar sin importar la situación por la que se pasara. Alzó su otra mano, y puso el dedo índice en mi boca.

—No hables —me murmuró quedo. Su voz comenzó a oírse con eco. Era lejana, como el recuerdo de mi nacimiento que comenzaba a hacerse más claro en mi mente—. Cierra los ojos. Muy pronto, papá vendrá por ti.

Bertie comenzó a entonar un cántico triste y lúgubre que me erizó la piel. Miré al cielo; las estrellas y oscuridad eran reemplazadas por imágenes felices de toda mi vida. Parecía un video casero hecho especialmente para mí. Sonreí al verme a mí pequeño yo jugando con papá, y puse mis manos sobre la de Bertie en mi pecho. La aferré con fuerza. A pesar de que ya había pasado por la muerte, tenía miedo de hacerlo una vez más. El bosque desapareció de forma paulatina, a la vez que el dolor de mi pecho incrementaba. Comencé a ver innecesario el respirar, y los sonidos y colores que me rodeaban quedaron borrosos.

—No tengas miedo —murmuró Bertie.

Sonreí, quise decirle "No lo tengo"

Pero el bosque había desaparecido en una bruma negra, y Bertie con él.


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