»Capítulo 22.


Me encontraba en la cantera terminando de cavar. Lo hacía con entusiasmo inusual, lo que era un caso bastante peculiar. Justo cuando terminé de lanzar el último montón de tierra, el día se nubló por completo. Alcé el rostro y me fijé que mis compañeros habían desaparecido, más el sitio no estaba vacío: En su lugar estaban ellos. Todos los muertos que habían perecido el más vivo terror en las cámaras de gas. Me miraban, y en sus cuencas vacías podía reflejar mi propio terror. Viré mi cabeza a todos lados en busca de la escapatoria de aquél infierno, pero en vez de encontrar algún aliciente, la vi a ella. A Helena, cuyos ojos carecían de iris; no tenía un solo mechón de cabello, y sus miembros desnudos se mecían suavemente al compás del viento que acontecía.

— ¿Por qué me mentiste, Edgar? —Su voz no sonaba como tal; su timbre cálido y tierno era sustituido por un llanto metálico y frío—. Dijiste que todo estaría bien.

— ¡Lo siento! —grité, tirando la pala lejos—. ¡Lo siento! —lloriquee. Me pasé varias veces las manos por el cabello; debía salir de ahí a como diera lugar, porque aquella situación no lograría soportarla por mucho tiempo.

Corrí con lágrimas en los ojos hasta la escalera que nos era proporcionada para salir de los agujeros una vez terminada la jornada. Corrí, y corrí, lejos de ellos. Sin embargo, correr no era suficiente para escapar de lo que somos, y lo que fuimos, por lo que al llegar a la escalera ahí estaban de nuevo. Helena al frente, y ahora James Carter la acompañaba. El lugar donde debía estar su pierna sangraba profusamente.

—Lo prometiste —dijeron ambos a la vez.

— ¡Lo siento, lo siento! —Sus voces, los recuerdos y el dolor lograron torturarme al punto de hacer que mi cuerpo débil se doblara por la mitad—. Yo no quería... Yo no quería... —el llanto afloró de mi parte, haciéndolo inevitable.

—Confiamos en ti. Y míranos —sus voces sonaban molestas y decepcionadas.

Caí de rodillas contra la tierra. Alcé la mirada y vi sus siluetas confusas por las lágrimas que caían de mis ojos. Mi nuez de adán subía y bajaba agitada por todo el dolor que mi mente trataba de procesar. Ambos me miraban reprochándome, aunque no tuvieran ojos en sus cuencas. Lo sentía, Oh, ¡De verdad lo sentía! Pero no estuvo en mis manos salvarlos. Hice un puchero intentando retener las lágrimas un poco más.

—Por favor, no fue mi culpa...—murmuré haciendo un último esfuerzo.

—Míranos —repitieron ellos—. ¡Míranos! —más voces se les unieron. Las voces de todos los inocentes que habían sufrido la crueldad de los campos—. ¡Míranos! —pronto fueron decenas, centenares, millares. ¡Estaba ante un ejército de almas inconformes! Todos me acorralaban en aquel agujero, donde la sangre que salía del cuerpo de James comenzaba a inundarlo.

— ¡Piedad, piedad! —Gimotee en el piso, hecho un ovillo—. ¡PIEDAD!

—Míranos —repetían.

La sangre comenzó a manchar mi cuerpo y también a subir. Yo estaba devastado, no podía mover un solo musculo sin sentir en él, el peso de la culpa. No quería hacer nada para evitar mi fin; me lo merecía. Merecía que me cocinaran, que me colgaran o me fusilaran. La sangre comenzó a hundirme, pero sólo acertaba a llorar con fuerza, viendo a todas las almas que reclamaban justicia. Lo siento por ellos, de verdad lo hago.

—Nos fallaste a todos los que confiamos en ti —susurró aquella Helena.

—Yo...no quería...

La sangre viscosa y caliente entró en mi boca. Sabía a metal. Intenté escupirla, pero al abrir la boca más líquido se abrió paso en la cavidad. Arrugué el ceño asqueado, pero muy pronto comprendí que me ahogaría en ella. En la sangre, no sólo de James, sino de todas esas personas que murieron injustamente. Así, con presteza me vi hundido en un río de plasma fantasmal. El oxígeno desapareció, y antes de que yo lo hiciera para siempre, él apareció junto a Helena. No sonreía; sus ojos ensombrecidos por la amargura, delataban lo decepcionado que estaba de mí.

—Me fallaste —dijo papá, clavando el último puñal, el que necesitaba para deshacerme de congoja.

La sangre me cubrió como un manto rojo de la muerte, y mis sollozos se perdieron en el mar rojo. Me hundí. No podía respirar; me ahogaba, moriría y me uniría al séquito de los inconformes y mártires...

— ¡Levántate, asquerosa escoria judía!

Me desperté aún exaltado; mi rostro estaba cubierto por resbaladizas gotas de sudor. Respiraba con fuerza, como sí hubiera hecho el esfuerzo extenuante más grande de mi vida, entretanto me recobraba de los mareos que me habían provocado aquel sueño. Una vez "restaurado" psicológicamente hablando, giré la cabeza sobre el duro catre y me encontré solo en el barrancón, con la excepción del soldado que me había gritado. Al verlo, me incorporé con prontitud, temiendo que me dañara por no haber acatado cuando él me llamó.

—El Obersturmführer demanda tú presencia de inmediato en su oficina. Camina.

Asentí con la cabeza, y comencé a seguirlo con vigorosos temblores atacando mis piernas. Había sido la pesadilla más terrorífica que había padecido quizá en toda mi vida, por consiguiente no fue extraño que cayera de rodillas al verme fuera del barracón. Caí una o dos veces, pero me levantaba con premura; el día era cálido, como hacía mucho no los vivía. No había nadie más que los oficiales parloteando a gritos y risas. Los observé de reojo, preguntándome, que sería lo gracioso de u campo de concentración.

Caminé en silencio hasta las oficinas de Auschwitz. Ahí residían todos ellos, los administrativos y el jefe del lugar, que desconocía enteramente. Al entrar me percaté de que las condiciones de esa parte del campo estaban mejor, y mil veces más habitables que nuestro pequeño espacio. Había oficiales fumando, e incluso, juro que observé un acordeón en uno de los brazos de aquellos caudillos comandados por satanás. Comencé a rodar la cabeza a todos lados, curioso, y negué con la misma al ver a las mujeres alemanas aprontarse a los brazos de los tipos sin pudor alguno. Por mi mente pasó la idea divertida de que un campo de concentración era un sitio mil veces más destructivo que algún antro o bar de mi época.

Entramos en el edificio más grande y destacable de Auschwitz I. En su interior había sólo oficiales hablando, algunas secretarias escribiendo, y más al fondo una enorme puerta de caoba envejecida. El soldado que me guiaba se detuvo ante ésta puerta, para después entrar. Cuando desapareció de mi vista, mi cerebro, al ver que había llegado a su destino, hizo conexión inmediata: Iría a con Derek. De forma instantánea los nervios volvieron a acontecerme, el sudor volvió a correr por mi espalda, y mis manos se apretaban la unas con la otra en expectante silencio.

Sólo bastaron cinco segundos para que el soldado de cabellos blancos regresara y dijera:

—Pasa.

Entré a paso tembloroso. Cerré la puerta tras de mí, y al voltearme me encontré con la oficina más bonita en la historia de las oficinas más lustrosas de todos los tiempos; los colores cafés estaban mezclados con tal habilidad que el toque hogareño y elegante era lo de menos. Había un juego de sala rústico cerca de la ventana, cuyo panorama era soberbio, y el escritorio de madera estaba tan bien moldeado que me quedé sorprendido. Me quedé tan estupefacto por el efecto que surtió en mi la decoración, que no noté cuando Derek se puso frente a mí.

— ¿Qué miras? —preguntó en inglés.

—Wow...—atiné a decir, recorriendo la oficina por cuarta vez con la mirada—. Es soberbia. Quiero una así.

— ¿Crees que saldrás vivo para tenerla? —la pregunta me golpeó más fuerte que los muebles, por lo que me obligué a verlo de inmediato.

— ¿Cómo?

—Sí —Derek caminó hasta su escritorio, tomando asiento en la enorme silla de cuero negro—. Estás en un campo de concentración. ¿Te han contado que nadie ha logrado salir de aquí hasta el momento?

—Me lo imagino —me limité a responder, tomando asiento en una de las sillas de madera que había frente a él.

— ¿Whisky? —me ofreció, tomando una botella. Negué, pasmado por el ofrecimiento—. Bien, yo sí necesito uno.

— ¿Gustas...Gusta empezar con sus clases, señor?

—Cuando te vi, jamás creí que sabrías hablar español.

—Sí, es que mis raíces son... Mexicanas, y lo domino bien —no mentía. Mamá en casa me obligaba a hablarlo, ya que ella se resistía a los cambios.

— ¿Nuestro régimen es tan estúpido ya, qué no puede diferenciar judíos, americanos y Mexicanos? —bebió del vaso de Whisky, terminándolo.

—Tal parece, señor

Él no respondió, sólo llenó de nuevo su vaso del licor ambarino. Fruncí los labios al verlo tan marchito, y sí, debía admitirlo, me moría de curiosidad por saber que había sido de su vida desde la última vez que nos habíamos visto en Hilversum. Terminó su segundo vaso de Whisky, y al ver que no estaba dispuesto a romper el silencio, me obligué a hablar.

— ¿Puedo preguntarle algo? —él sonrió, estúpidamente por los efectos del alcohol.

— ¡Qué rara es la vida! ¿No lo crees? —Vio con fijeza el vaso de vidrio, y largó un suspiro quedo—. Hace un mes, tú y tus amigos me apuntaban con armas y me amenazaban...Y hoy me hablas de usted, ¡Incluso me pides permiso! —Fijó sus ojos azules en los míos. Era una mirada fría, glacial y lánguida. En lo más profundo, se adivinaba la tristeza repartida en varios torrentes de culpa—. Habla.

— ¿Por qué está aquí? —Tenía miedo de formular las preguntas mal, un paso en falso y chao a mi vida.

—A ver idiota —tomó la botella, yendo por el tercer vaso de licor—. Sí mi padre es... ¿Cómo se dice? Creo que es coronel en tú idioma...Mis hermanos menores sargentos, y yo su primogénito... El orgullo de su vida, ¿Qué crees que hago aquí, imbécil, ah? —soltó una carcajada, empinándose el tercer vaso. Tragué saliva, pensando la respuesta varios segundos.

— ¿Está aquí cuidando del campo porque su padre le obliga?

— ¡Bingo! —exclamó, sonriente—. Sabía que tenías algo de masa gris en esa enorme cabeza.

— ¿Es usted el que está al mando? —pregunté, incrédulo.

—Además de idiota, sordo.

—Lo siento —me apresuré a responder. Derek, todavía con la sonrisa tonta en sus labios, negó con la cabeza, restándole importancia al asunto. Éste movimiento terminó de darme la confianza suficiente para formular mi siguiente pregunta:

— ¿Por qué está tan solo?

Al ver que la sonrisa se volvió fantasmal en su rostro, me lamenté de haber hecho la pregunta. Con el semblante menos relajado, tomó su cuarto vaso de Whisky entre las manos, y me vio inquisitivo.

— ¿A qué te refieres?

—La... La última vez que le vi, tenía una compañera de viaje — ¡Bravo, Edgar! A las cámaras de gas por indiscreto—. Creí que estaría aquí.

El semblante de Derek se transformó de forma radical; su mandíbula se tensó, al punto de parecer enfadado; sus ojos centellaron con fuerza, y su orificios nasales se ensancharon de forma drámatica. Creí que me gritaría, o peor, que tomaría alguna arma y me volaría los sesos, dando así por concluida mi aventura. Era demasiado cobarde para ver aquello, así que apreté los ojos esperando el fin.

Pero nunca llegó. Pasaron varios segundos, entretanto me atreví a abrir los ojos. Estaba en la misma pose, pero ahora sus ojos se clavaban en la puerta que había tras de mí. Arquee una ceja, y suspiré imaginando la respuesta y el destino de Batsheva. Más no lo apresuré a hablar, sino que nos quedamos en aquella aura encerrada de misterio y silencio durante largos minutos. Y justo cuando pensé que duraríamos así todo el día, abrió la boca, para murmurar con voz estridente:

— ¿De qué será la primera lección?

—Lo básico. Saludos, y presentaciones. ¿Le parece? —Entendí que prefería cambiar de tema, yo también lo hubiera hecho. Derek asintió—. ¿Me presta pluma y papel?

—Aquí tienes —Derek colocó material de oficina sobre su pulcro escritorio—. Comienza. Y otra cosa, no me hables de usted. Tenemos casi la misma edad, es bastante extraño.

Sonreí de lado, pero él mantuvo su semblante igual de severo e imponente.

—Bien, comencemos.

La tarde pasó volando. Derek resultó ser, además de un traidor y un alcohólico, un excelente alumno. Su mente devoraba las palabras, aunque la pronunciación era bastante complicada para él. Aprendió la conformación de las oraciones, e incluso logró dominar el compendio que había que hacer para formular una pregunta. Me quedé bastante sorprendido, ya que mis compañeros (a los que había intentado insertarles el español en el habla) No podían decir siquiera "¿Cómo estás?".

La noche nos sorprendió en aquella labor. Derek Müller algo borracho me despachó a mi barracón acompañado de un oficial, al cual le ordenó con firmeza me diera algo para comer. Me despedí de él con sequedad hasta el día siguiente, pero Derek no me hizo caso. Salimos de su despacho, y el soldado me guío a las cocinas alemanas, donde el olor a verdadera comida me hizo alucinar. Me obligaron a tomar asiento en la mesa que había en ésta, y se me fue servido un verdadero festín. Había pavo gordo escurriendo de grasa; caldo de verduras tan colorido que lo creí un sueño; sopa con cremas de todos los sabores del mundo. Me fue servida agua limpia para la merienda, y comí tanto que me pareció poco, incluso me plantee la posibilidad de vomitar para volver a comer de nuevo.

La cocinera era una mujer alemana, vestía el mismo uniforme que todos, sólo que ella utilizaba la falda correspondiente a su sexo. Tenía cuarenta años, se llamaba Frederika, y lo que más recuerdo de su apariencia era su melena rubia. Ella trabajaba y a cambio la dejaban comer como a mí. Aún no comprendía porque estaba en las cocinas, y no en Birkenau asesinando a cuanta chica se le pusiera en frente. Igual, el hambre me impidió sacar más conjeturas, así que ambos terminamos cenando en silencio. Al final tuve que dejar de pensar en mí, hacer a un lado mi bienestar, para recordar que tenía un pequeño problema en mi barracón que debía cuidar.

— ¿Cree que sería posible llevarme un poco para mi hermano? —pregunté en inglés algo temeroso, sintiendo el estómago reventar. Ella hizo una mueca, tomando los platos de ambos

—Legalmente, no —respondió en el mismo idioma; suspiré con fuerza—. Pero siempre hay una forma ilegal.

—Ya lo creo —sonreí, nervioso. Mi cerebro aturdido por el festín no lograba captar que quería decirme, de igual manera, susurré: —. ¿Usted conoce algún método ilegal?

— ¿Yo? ¿La cocinera darle comida a un judío? —arqueó una ceja, indignada. Suspiré de forma pesada, pero ella transformó su mueca en una sonrisa amable—. Claro que sí, sólo debes saber... Pedir de la manera correcta, cariño.

— ¿Me daría comida para mi hermano pequeño, por favor? —me atreví a decir.

Ella no respondió, por el contrario; salió del lugar por la puerta de servicio. Mi corazón comenzó a latir con velocidad; quizá todo había sido un pequeño truco para delatarme, así ella conseguiría salir de las cocinas, puesto que la considerarían apta para Auschwitz, y yo moriría en el acto. Me mordí los labios observando con nervios el estrecho lugar que se hacía llamar cocina, buscando algún punto débil y salir de ahí sin ser visto por los guardias, más todo intento o pensamiento de fuga fue imposible. El lugar era una verdadera cárcel.

Comenzando a rezar miles de aves marías, esperé ahora sí mi verdadero fin. Recordé las palabras que había dicho a Roy en el tren: "Al final todo estará bien". Y ahora, estaba comido, bebido, y era tratado a cuerpo de Rey. ¿Había llegado mi final?

Más toda absurda presunción fue eliminada cuando la vi entrar de nuevo. Sola, sólo llevaba un pedazo de papel en sus manos. Fijé mi mirada en sus movimientos gráciles y débiles; me figuraba a los propios de las gacelas que eran elegantes y ligeras. Mordí mi mejilla por dentro, intentando adivinar que hacía, más cuando vi que guardaba pan y algo de aquel delicioso garullo que habíamos engullido minutos atrás, supe que me empacaba comida. Y así fue confirmado, cuando puso el paquete en mis manos.

—Aquí tienes. Ocúltalo bien, podrían encontrarlo y matarnos a ambos.

—Gracias —sonreí, incorporándome de mi asiento y dirigiéndome a la puerta—. De verdad, gracias.

—No agradezcas, encanto. Anda, vete —me sonrió. Le devolví el gesto, cerrando la puerta tras de mí. Afuera el mismo oficial que me había conducido con Derek me esperaba para escoltarme de nuevo. Suspiré ante el tenaz frío que arruinaba mi momento de lucidez, pero sin remedio, me resigné a caminar bajo sus garras.

Por primera vez en mucho, mucho tiempo, me sentía casi feliz. Había comido, bebido, y huido del asfixiante trabajo en los canales. En mi interior me alegraba de que el español fuera difícil de manejar, puesto que eso socorría mi actual situación. Podría durar los restantes veinte días de mi suplicio de aquella forma. Sonreí ante la posibilidad, casi inconsciente, a la vez que el oficial me abría la puerta del barracón. Entré, agradeciendo. ¡Tan así era mi buen humor! Caminé a mi catre; era la hora de la cena, y se delataba por el olor de las escuálidas verduras que mis compañeros consumían. Pero como yo había cenado, no me preocupaba. ¡Era tan dichoso!

Pero la sonrisa, la dicha y todo el positivismo se fue evaporando poco a poco, conforme me acercaba al área que habitaba. Ahí se hallaban varios consortes rodeando la litera que ocupábamos Roy y yo. Por lo que sí yo no estaba, eso quería decir que algo le había ocurrido al rubio tonto. Ante este pensamiento, no escatimé en fuerzas y corrí hasta tocar mi catre. Roy dormía en el de abajo, por lo que mis ojos se toparon con la peor de las desgracias mucho antes de averiguar qué había ocurrido.

Mi colega de infortunios estaba tirado sobre el triste camastro; sus ojos azules y expresivos ocultos bajo los parpados tan pálidos como el resto de su cuerpo; sus rasgos presentaban magulladuras graves, había sangre reseca en su sien y en la nariz; moretones negros, rojos y morados adornaban de forma trágica aquel espectáculo lúgubre para mis expectativas de vida. Su camisa a rayas, sucia por la tierra y manchada de sangre estaba abierta; en su vientre se localizaban aún más moretones y contusiones. Roy en sí, era un buen ejemplo de piñata humana.

— ¿Qué pasó? —no me sorprendí, cuando al escucharme me encontré con apenas voz.

—Se cayó —respondió el profesor Benedetti, que estaba sentado cuidando de él—. Hoy tuvimos que cargar rocas de tamaño colosal. Él cayó a la cuarta, y se convirtió en el blanco perfecto para los soldados.

— ¿Y por qué no lo mataron? —pregunté, acercándome hasta quedar junto a ellos. Aún no podía creer que Roy estaba en aquel estado.

—Porque Bertie, ese hombre que es un pan de Dios, se atrevió a discutir con ellos. Obviamente, que les pareció más entretenido moler a palos a un sublevado,

— ¿Dónde está Bertie? —La pregunta sonó casi como grito—. ¡¿Dónde está?! —por alguna razón me sentí demasiado desesperado, y vacío, de sólo imaginar un mundo sin Bertie.

—Acá, amiguito —su voz profunda me llegó desde su catre. Me giré y en efecto, ahí estaba.

— ¿Pero qué demonios...?

Caminé hasta ponerme a su lado; Bertie presentaba los mismos signos de maltrato que Roy, e inclusive, me atrevería a decir que él estaba aún más destrozado; su piel oscura ocultaba los moretones, pero su rostro con ojos cerrados me indicaba que Bertie había padecido dolor. Fruncí el ceño, arrodillándome junto a él.

—Eres un ser mágico —susurré para ambos—. ¿Por qué estás así?

—Hola, Edgar. Sí, estoy muy bien. Un poco molido a golpes, pero ya sabes, lo normal. ¿Y a ti, cómo te fue?

—Lo digo en serio —dije, asustado—. ¿Qué pasó?

—Lo que dijo el anciano —abrió sus ojos cafés, y me sentí más deprimido al adivinar en ellos malestar.

—Pero eres un ángel —Quería llorar, sí Bertie era así de golpeado, ¿Qué esperanza teníamos los simples mortales de sobrevivir? —. Tú no tienes un cuerpo de carne, como yo. Lo dijiste, lo juraste, me lo prometiste, no me puedes dejar, eres un idiota, ¿Cómo pudiste? Yo creí que tú me salvarías de este infierno, no me puedes hacer es...

—Alto ahí, mi querido Speedy Gonzales —me cortó Bertie—. En primera, yo no tengo cuerpo de carne, sí. Pero estoy aquí en uno, para salvarte el trasero. Soy un ángel, pero en un cuerpo así a lo más que aspiro es a ser el capitán América. Yo no tengo magia, tengo dones, y... No te he dejado, por último; no soy tu novio, así que no me hables así... Sí estoy aquí es para fingir dolor. Es que tú no viste esa paliza...

— ¿Fingir? —pregunté, arqueando una ceja.

—Sí, fingir. ¿Qué esperabas? ¿Qué después de molerme a golpes con rifles, palos, e incluso un látigo, me levantara como sí nada? Se habrían dado cuenta —Siseó quedo. Yo lo perforé con la mirada, ¿sólo fingía? Un poco de alivio corrió por mis venas, pero no el suficiente—. Sí Hopkins me viera, me pediría un autógrafo. Soy tan fabuloso.

—Sí, tienes razón —sonreí de lado, muy tenue—, gracias por salvar a Roy.

—Es un trabajo extra. Te lo cobraré, porque debo salvarte a ti no a él.

— ¿Qué vamos a hacer, Bertie? —murmuré; estábamos a oscuras y la gente hacía mucho tiempo que se había ido a dormir. Excepto el profesor Benedetti que cuidaba de Roy—. Aún faltan dos semanas, y Roy está golpeado. ¿Cómo se presentará al trabajo mañana?

—No puede faltar, lo mandarían a tomar una ducha especial. Pero tampoco trabajará tan bien como para que no le den una nueva paliza, además, ¿Notaste lo consumido que está su cuerpo?

—Te pedí una solución, no que enumeraras los problemas —me quejé, nervioso.

—Lo cubriré yo. Seguiremos picando, y lo llevaré al área más restringida entretanto se recupera. Sin embargo, debo advertirte que con o sin paliza, éste niño se está quedando sin vida —advirtió Bertie con esa voz profunda, que tranquilizaba, pero otras veces, como esa, me ponía los nervios de punta.

—Sólo hay que mantenerlo vivo. Hasta las últimas consecuencias, ¿Bien? —dije.

—Bien, ve a dormir. Y dame eso —señaló el paquete que por poco olvidaba—. Yo se lo suministro a Roy en la mañana, tú debes dormir para estar sano y cuidarnos.

—De acuerdo —deposité el paquete sobre su barriga, y un poco mejor al sentir su apoyo, suspiré—. Hasta mañana.

—Hasta mañana, Ed.

Me levanté adolorido de mis coyunturas y me dirigí a mi catre, pero antes de dar un paso, Bertie me tomó del brazo.

—Oye, Ed.

— ¿Qué pasa?

—Yo también te quiero. No puedo sentir dolor, pero sí emociones.

—Ah...—me rasqué la nuca, algo sorprendido—. Vale, vale...

—Vete a dormir —me sonrió, y entre la oscuridad sus dientes blancos fue lo que más distinguí.

Me subí a mi litera. Recargué la cabeza en el camastro duro, ya acostumbrado a las pulgas, y cerré los ojos. Me imaginaba a mí, en poco tiempo, en una bañera con espuma. En los brazos de mi madre, en los de Kelly.

—Sólo espérame un poco más —musité a la oscuridad, para después caer en un sueño profundo.

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