»Capítulo 20.


Desperté cerca del amanecer. Había dormido aproximadamente dos horas, debatiéndome en ardiente fiebre producto de mi viaje en tren. Eso, sin contar que  mis pensamientos se arremolinaron toda la noche, casi asfixiándome, provocando un potente dolor en mi cabeza. Pensaba en todo lo que había ocurrido desde Hilversum hasta aquí. Y mi subconsciente, no contento con lo que pasaba, comenzó a pasar imágenes terribles; recordé el suelo manchado de sangre, donde el capitán había caído de rodillas ante la potente bala del coronel Walden. Evoqué a mitad de la noche el vagón lleno de cadáveres, gritos y peste. Concluyendo con la última imagen que me llevé de Helena, donde ella de pie junto ancianos y niños, me veía esperanzada. Dolor y más dolor, imposible de decodificar debido a lo grave que era la situación.

Sintiendo el cuerpo pesado, me senté en mi catre. Sentía picazón y ardor en la cabeza, en mis miembros, en todo mi cuerpo. Sabía que era por las pulgas, pero en aquel momento sentirme bien no era prioridad mía. La prioridad era sobrevivir, sin importar en qué condiciones terminaría.

Pasaron los minutos en angustioso silencio. El alba estaba muy cerca, ya que por la rendija que formaban las dos puertas principales al unirse, se podía observar la débil luz matinal del amanecer. Eché un vistazo a la bodega; todos dormían de manera placida. Los miraba, sin hacerlo realmente y me sentía solo. Los envidiaba. Quería esa paz  que emanaban para mí y mi subconsciente aunque fuera por unos segundos. Los minutos continuaron corriendo, mi mente ansiaba volver a retroceder las memorias y verlas una a una por vigésima ocasión. Suspiré, escuchando un zumbido pequeño, pero al prestar más atención sólo se percibían las respiraciones de los judíos, hasta qué, las puertas se abrieron de forma abrupta: Tres soldados de la SS entraron al barracón; todos llevaban pegados a su pecho rifles de marca desconocida, sus labios se curvaban con desprecio hacia abajo y sus cuerpos fuertes e imponentes desataban un aura de miedo. Al instante, todos cayeron de sus camas, lanzando lejos los gorros propios del uniforme o golpeándose con fuerza algún miembro.  Uniéndome a las masas, corrí a la fila improvisada poniéndome en posición de firmes.  Bertie estaba ya ahí, sujetando a Roy quien tenía la mirada cansada e inexpresiva. Su cuerpo estaba un poco más encorvado hacia abajo, y sus labios semejaban a los de los alemanes, diferenciándose en que los de ellos estaban un poco más rosados.

—Nos darán indicaciones —me murmuró muy quedo Bertie al oído—. Después te las traduzco.

Sacudí la cabeza, afirmando, y sin más  fijé mis ojos en el piso. Cualquier movimiento que no les pareciera, era una excusa perfecta para meternos una bala en el cráneo. Yo no quería morir en mi primer día. Los primeros días siempre son malos, pero morir en él rebasaba los parámetros de maldad. Ellos comenzaron a hablar con voz ronca, suave; peligrosa. Vociferaban por todo el barracón lo que había que hacer día a día para poder ver la luz del sol un segundo más. Cada letra parecía un acertijo de muerte.

Al terminar, se fueron con estruendosos pasos, llevándose su pesada presencia a otro lado. Todos comenzaron a formarse en fila por parejas para marchar al trabajo. Mi pareja fue Roy, por supuesto, y Bertie iba frente a nosotros.

—En resumen —dijo Bertie—. Deben de levantarse a las cinco de la mañana, marchar a las construcciones, trabajar todo el puñetero día, volver al barracón y esperar a que vengan con la cena. Así, día a día, hasta que se mueran por inanición y los echen a los hornos crematorios, que, según dicen, queman a más de tres mil en cinco minutos.

— ¿Por qué siempre tienes que ser tan cruel y directo? —murmuré, con los nervios de punta.

—No quiero engañarte. La verdad es dolorosa, pero es mejor que vivir en mentiras.

— ¿Hornos crematorios? —siseó Roy. La palabra pánico se podía leer en todo su rostro.

—Eh... —vi a Bertie de reojo. Roy no era del futuro, así que no sabía en qué consistía un campo de concentración.

—Hornos crematorios... —repitió Bertie, y después con una sonrisa, añadió: —. Son hornos donde los alemanes hacen crema para sus filas. Nos echan ahí para trabajar... Y tenemos que quemar más de tres mil litros de leche, para sus fábricas y hornos —mintió.

—Ah...—Roy sonrió, aliviado. Yo estaba entre partirme de la risa, o desmayarme de nervios.

Antes de que pasara algo más, un hombre de edad mediana que vestía el uniforme a rayas, caminó hasta ponerse al frente de la fila. Hablaba en alemán y parecía dar órdenes. Yo vi de forma insistente a Bertie, el cual se giró cuando el judío terminó de hablar:

—Nos vamos al trabajo. ¿No es emocionante?

Quise decirle que no. Para nada, pero no hubo tiempo; todos en posición de firmes y echando los hombros hacia atrás comenzamos a marcar el paso siguiendo el ritmo que marcaba el judío jefe. El corazón me latía con fuerza, sentía que en cualquier momento se saldría de mi pecho. Mi boca se secaba conforme los segundos transcurrían; no quería salir al campo. No estaba preparado, ni física, ni psicológicamente. Sólo acertaría a hacer estupideces, lo sabía.

Pero como no había plazo que no se cumpliese, la fila comenzó a moverse. Más rápido de lo que hubiera querido terminamos saliendo de la enorme bodega con pulgas al gigantesco campo de concentración. La luz del sol combinada con la nieve del piso me cegó unos instantes, pero al abrir los ojos me topé con el monstruo del que tanto se hablaba; decenas, centenares, de hombres y algunos niños marchaban al igual que nosotros bajo la débil luz matinal. No obstante, lo que me sorprendió era la música que retumbaba por todo el lugar; alegre, viva, y cantada con un sentimiento difícil de expresar con palabras. Sí no fuera por los alemanes, Auschwitz se hubiera podido hacer pasar fácilmente por un campo de trabajo común y feliz.

Continuamos marchando al son de la delicada música. Conforme nos adentrábamos en el campo, más estrecho se volvía el camino, por lo que en poco tiempo muchos otros judíos se nos acercaron, y así pude observar todavía más de cerca las catástrofes del holocausto. Millares de los personajes que mis ojos encontraban eran esqueletos; sus bocas se curvaban de forma despreciable; sus miembros se movían en automático; el cabello que les nacía estaba duro, y su rostro era inhumano, y vacío. Me preguntaba, ¿Qué pasaba por sus cabezas? ¿Qué clase de pensamientos los mantenía atados a la vida? Esperaba quedarme con la duda el resto de mi existencia y no experimentar por mi propia cuenta.

Tras quince minutos de marcha rítmica llegamos a un campo abierto. Había un hoyo gigante en medio de éste, y miles de palas alrededor. Arrugué el ceño al ver mi futura tarea diaria; odiaba cavar. De hecho, odiaba cualquier tipo de trabajo forzado, como todo el mundo en su sano juicio. Los soldados del tercer Reich ya estaban ahí, fijando su mirada glacial en nosotros. Sus esclavos. Gruñí de manera ligera; aquella situación me daba mucha rabia, pero no había elección. Resignación, era la palabra favorita de mi consciencia, pero mi corazón comenzaba a odiar esa palabra.

Nos dispersamos para comenzar a trabajar. Por mi parte, bajé al hoyo y tomé la primera pala que encontré; era pesada, tanto que me costaba levantarla. Así que, arrastrándola, caminé hasta donde se encontraban Bertie y Roy, que al contrario que yo, habían tomado algunos picos para hacer más grande el agujero.

— ¿Qué es esto? —pregunté, enterrando la pala en la tierra.

—Es un canal. Ellos cultivan aquí —explicó Bertie, dando picotazos en la piedra—. Pero el terreno es tan malo que deben contener el agua de alguna forma.

—Ah —exclamé.

No hablamos más; al parecer mi mente deseaba tenerme ocupado un día más. Me obligaba a pensar en casa y en mi madre cada vez que una corriente de aire me pasaba por la fufurufa camisa a rayas; me preguntaba sí Kelly podría soportar esta situación algunos días más. No quería que encontrara a otro hombre, por más egoísta que sonara. Me detenía dos segundos sólo para secar el copioso sudor que caía de mi frente y continuaba trabajando. Los de la SS nos veían a todos de forma individual, y sí uno se detenía, inmediatamente era azotado para obligarlo a continuar el trabajo. Mi corazón se estrujaba cada vez que escuchaba el gemido de algún pobre anciano. No me atrevía a mirar, más que por miedo, por nervios y angustia.

Hacia las tres de la tarde comencé a sentirme desfallecido. Quería agua, exigía agua. La vista me daba vueltas, y mi respiración era agitada. Llevaba más de diez horas trabajando con descansos que duraban menos de cinco minutos; mi espalda sufría de insensibilidad por el fuerte dolor que causaba el esfuerzo de escarbar; mis miembros habían pasado por más calambres en ese día que toda mi vida junta. Mis dedos ardían en coagulante sangre; yo ya no podía, caería en la fría tierra cubierta de nieve, me molerían a golpes... No importaba, todo menos eso, todo menos seguir cavando.

Cuando creí que el fin había llegado, escuché un golpe estrepitoso seguido de un grito ahogado. Giré la cabeza, empapada de sudor, y vi a un niño de escasos seis años tirado sobre la tierra. Un soldado junto a él, asestaba tremendos puñetazos en su pequeña caja torácica.

— ¡Levántate asquerosa escoria!

El pulso se me aceleró. Vi a Bertie, quien a su vez me devolvió la mirada.

—Ayúdalo. Por favor, Bertie —supliqué.

—No se puede hacer nada por él. ¡Trabaja! —me replicó apretando los labios.

—Pero...

Una mirada; fugaz y asesina bastó para acallar mi inconformismo con respecto al incidente. Tragué saliva, pero como tenía horas sin probar el líquido vital, sólo sentí mi garganta rasposa y seca molestarme. Negué con la cabeza volviendo a clavar la pala en la tierra. ¿Por qué un ángel permitía que un niño fuera tratado de esa forma? Cierto era que Bertie sólo estaba ahí para cuidarme a mí, y ayudarme en aquel difícil trayecto. Pero había momentos como ese, donde el soldado seguía golpeando al niño de manera brutal y fría, gritando insultos al compás del sonido de las palas y picas al encontrarse con la tierra, ese momento duro, donde sientes que la vida no tiene sentido, ese momento donde prefería que Bertie interviniera por los demás y no por mí. Yo admitía que había cometido un error, pero podía casi jurar que la mitad que compartían labores forzadas conmigo en ese inmundo lugar, eran gente honrada, buena que valía más que el führer y todo su régimen junto. La raza aria, la pureza de sangre eran teorías absurdas fundamentadas más que en rumores, en temores precipitados. Porque para mí y todas las personas del nuevo milenio, todos éramos igual de valiosos e importantes.

El turno laboral terminó a las cuatro de la tarde. El resto del día era libre; podíamos pasear un rato por las alambradas, caminar, hablar, en fin desquitar el tiempo hasta que el toque de queda sonara de forma efímera a las ocho de la noche en punto.

En mi estado de cansancio lo más obvio fue volver al barracón con el resto de mis compañeros y tirarme sobre el catre que, en aquellos momentos, me pareció un pedazo de nube; suave y cómodo. Los demás me imitaron y dormitaron un rato. Yo no lo hice, sólo descansé mi cuerpo marchito, mientras que mi cerebro maquinaba formas de intentar hacer aquellas jornadas laborales menos pesadas. No obstante, el sueño me sorprendió cuando menos lo esperé y terminé durmiendo a pierna suelta toda la tarde.

Fui despertado a la hora de la cena por Roy. Al parecer, los cocineros tenían algo de sopa, sólo algo... El que alcanzaba, alcanzaba, y él que no, debía aguantar hasta la mañana del día siguiente. Por lo mismo apenas escuché esa advertencia salí disparado como gamo a la enorme fila que ya parecía interminable. Mordí mis labios, a la vez que una terrible ansiedad se apoderaba de mí ser; olía a verduras, olía a comida. ¡Cristo! Tenía mucho sin probar un bocado decente de comida. De lejos observaba impaciente a los delgados cocineros vertiendo el líquido incoloro en los platos de madera.

Y, afortunadamente, Roy y yo alcanzamos de aquella cena que constaba de pan duro, y sopa con un cochambroso pedazo de zanahoria. Todo esto servido en un cuenco de madera, y una cuchara del mismo material. Ambos sonreímos, a la vez que nuestros estómagos gruñían al percibir el leve aroma de la verdura. Nos sentamos en el catre y comenzamos a devorar aquello. El pan era duro, demasiado para mis dientes, pero era comida. Comida de verdad.

— ¿A qué no has probado algo mejor? —me preguntó Roy.

—No —confesé. Lejanamente, el recuerdo de la pizza pasó por mi cabeza. Sí agua con verdura era gloria, ¡La pizza sería el paraíso en aquel lugar!

Comimos en silencio la miserable cena. En todo el lugar no se podía escuchar más sonido que dientes crujiendo unos contra otros; feroces y sagaces. Sorbidos, y miles de exclamaciones cargadas de excitante delirio.

Nosotros nos uníamos a aquella orquesta, hasta que un joven de cabellos negros y ojos azules habló. Lo había hecho en un idioma que no conocía.

—Lo siento, no entiendo —respondí en inglés que era conocido de manera unviersal Él sonrió de forma tímida.

— ¿Me puedo sentar? —formuló en inglés.

—Claro —dijo Roy, quien intentaba morder su pan.

—Gracias.

El chico se sentó en el catre de Roy. Su cuenco de madera ya estaba vacío, lo que me impedía terminarme el resto de mi sopa; él me miraba comer con unas ansias terribles, por lo qué sorbí todo de un solo trago, y sintiéndome un poco mejor, le dediqué una mirada amigable.

— ¿De dónde eres? —pregunté, intentando romper la tensión.

—Soy polaco.

— ¿Eres judío, cierto? —Roy habló con la boca llena.

—No...—él hizo una mueca extraña. Fruncí el ceño, ¿Era polaco y no era judío?

—No tienes pinta de gitano —dije—. ¿Traicionaste a algún general?

—No —murmuró, con las mejillas sonrosadas. Algo inquieto, vi a Roy y éste me miró de la misma forma.

— ¿Entonces? —preguntamos a la vez.

—Homosexual —siseó rápido, a la vez que su mirada caía en el piso.

—Ah...—puse mi cuenco en el piso, y mordí mis labios—. No tiene nada de malo.

— ¡Cuidado! —gritó él.

— ¡¿Qué ocurre?!

—No dejes tú cuenco así; sólo te dan uno y sí te lo roban jamás podrás comer a menos de que robes otro, cosa que es imposible.

—Oh...—tomé mis cosas y las puse en mi regazo, asustado—. No lo sabía.

—Soy Niko, ¿y ustedes?

—Roy Williams —respondió el rubio con la boca llena.

—Edgar Rivas...—sonreí de manera amable. El chico no debía ser mayor a Roy, y debía contar con diecisiete o dieciocho años.

— ¿Pueden ser mis compañeros? —Pidió, haciendo un puchero con la barbilla—. Mis padres se han negado a reconocerme como su hijo. Me siento muy solo, mi mejor amiga que sí es judía está del otro lado y no la puedo ver. Aquí todos son muy gruñones, claro, que no pido que me cuenten chistes, sólo quiero algo de óptima compañía. El positivismo no daña a nadie.

—Nos encantaría —respondí por ambos. Roy me miró con una ceja elevada, pero lo ignoré.

— ¡Gracias! —exclamó, sonriendo leve—. Los dejo, sólo quería probar suerte. Eran nuevos, y pensé que no se negarían. En serio, gracias.

—No hay de qué, Niko. Buenas noches.

Niko desapareció de nuestra vista, pero Roy seguía viéndome de forma inquisitiva.

— ¿Qué? —dije al sentir su mirada.

— ¿Por qué nos hiciste amigo de una niña? —exclamó. Yo abrí los ojos, sorprendido.

— ¿Qué tiene de malo? Ser así no es ninguna enfermedad, Williams. Él es tan normal como tú y como yo —claro, que en esos tiempos predominaran los prejuicios errados por las teorías religiosas, no era mi culpa—. No te preocupes. Yo seré su amigo, no tú.

— ¿Acaso a ti te gustan...?

—No. No me gustan.

—Pero le gusta ir al salón de belleza —Bertie entró en la conversación sentándose entre los dos—. Se pinta las uñas, se peina, se ducha todos los días y su tía cree que sería un perfecto modelo de ropa.

— ¡Bertie!

—Ya veo porque no te gustan, sí tú eres una —se burló Roy. Sí, necesitábamos sobrellevar la situación con buen humor, pero el discriminar a alguien no era digno de burlas.

—Miren, par de tarados... Todos tenemos gustos diferentes; no porque a una chica le guste el color azul es diferente. Es cuestión de gustos y sí sus mentes cerradas no lo pueden comprender, déjenme decirles que me decepcionan en gran escala —entorné la mirada a Bertie—. Y sabes que estoy comprometido, así que no juegues con eso.

Me levanté y me alejé de ellos al lugar más arrinconado del barracón. Me había molestado en sobremanera todo lo que habían dicho, aunque mi subconsciente sabía a la perfección que aquel tema no era suficiente para sulfurarme. Pero ninguno de los dos contaba con que tenía encima demasiadas cosas recientes. Demasiadas heridas que parecían no sanar nunca, y eran cosas que debía aguantar solo. Hablar, tener amistades, no servía de nada sí estaba igual de roto.

Suspiré, frotándome el rostro con las manos; demasiadas cosas. Demasiadas cosas. Tenía que hacer algo o explotaría de manera fenomenal.

—Edgar...—Bertie llegó, tomándome por los hombros—. Lo siento.

—No... No te preocupes —murmuré, con el rostro aún oculto entre mis manos.

—No debiste de enojarte así —me quitó las manos de la cara, y me sonrió—. No debes de perder la cordura, ¿sabes por qué?

— ¿Por qué?

—Porque aunque Roy no lo sepa, tú y yo sabemos que Susie se encargó de hacerte todo un hombre. Así que tranquilo, chico malo —me limpió las lágrimas con sus enormes pulgares—. No le diré a nadie que lloraste. Pero por tu bien, que sea la última vez.

Sonreí. Era inevitable hacerlo cuando alguien demostraba interés en ti.

— ¡Sólo dos meses! —me animé yo solo.

—Dos meses, y será Kelly quien te re estrene de nuevo —se rió Bertie.



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