»Capítulo 2.
— ¿Nombre?
—Edgar Rivas.
— ¿Edad?
—Veintiuno.
—Bien, bien... —el capitán, general, o lo que fuera, apuntaba mis datos en una libreta vieja de hojas color amarillo; pude notar que utilizaba tintero. Una punzada cruzó mi pecho; extrañaba las plumas fuente—. Aquí dice que eres estadounidense nacionalizado. También que eres poco apto para las armas, y que no gozas de una excelente condición física...
—Lo que ocurre, señor, es que nunca me alimenté bien, pero es poca mi debilidad comparadas a mis ganas de servir a mi país. Juro que soy un buen elemento.
—Ajá, ajá... Bien, sí es lo que quieres, Rivas... Mañana preséntate en el campamento Winter High, a cinco kilómetros de aquí. Toma —me extendió una ficha. Yo la tomé sin revisarla en serio—. Ahora, vístete, ¡El que sigue!
Salí de la fila de reclutamiento. Sostenía la ficha con fuerza; aunque no me importara lo que decía, en mis manos llevaba quizá mí único pase para la salvación de mi vida. Caminé pensando en el paraíso que solía tener el día anterior y que ahora sólo era una remembranza dolorosa. Negué con la cabeza, colocándome la chaqueta que el chico del baño me había ofrecido. Quería llorar, y a la vez no quería hacerlo. Estaba muerto, sí. Pero eso no tenía comparación al sitio donde estaba, con quién estaba, y lo que haría en un par de semanas.
— ¿También te dieron una? —Bertie me acompañó a la salida del lugar. Su ficha revoloteaba en su mano, como si fuera algo feliz irse a la guerra.
—Sí... ¿Participarás en la guerra? —Pregunté, con desgano—. ¿No temes que te maten o algo así?
—Yo no tengo un cuerpo de carne, como tú —me picó el hombro con un dedo—. Pero me es posible aparentar que lo tengo.
—Encantador.
— ¿Nos vamos?
— ¿A dónde?
—Al hotel. Has sido trasladado a Londres, y aquí no conoces más que a mí... Y eso creo que todavía desconfías.
—Del todo —aseguré.
—No deberías...Pediré un taxi —Bertie salió del lugar. Tras un suspiro me apuré a seguirlo, ¿Tenía opción?
Salí de la oficina militar, no sin antes echar un vistazo a la manada de hombres que entraban al lugar sonrientes, y llenos de ánimo; fruncí el ceño, preguntándome por qué todos querían ir a morir de manera vil a un campo de guerra, pero lo fruncí aún más cuando intenté buscar respuesta posible, de momento, no la tuve.
El sol me calentaba de forma débil, en comparación al frío que ocasionaba el gélido aire que provenía del norte. El invierno estaba cerca, y algo me decía que en Londres los inviernos eran crudos, además de despiadados con sus ciudadanos. Alcé la vista; el cielo era muy distinto al de mi época. No había nubes, y estaba decorado por los globos anti bombas que ocupaban todo el firmamento; estos, grises y febriles, parecían ser un cruel recordatorio para los habitantes de que estaban en constante lucha, y por lo tanto, en constante peligro.
Subimos a un auto que figuraba como taxi. Era tan viejo que cuando arrancó creí que se desarmaría del esfuerzo que emplearía para trasladarnos por las concurridas calles de la ciudad. Intenté distraerme de lo mucho que tenía que pensar observando por la ventana; los hombres usaban todavía sombreros de copa, o en su defecto, bombín, con trajes diplomáticos a rayas planchados de color negro; las mujeres se enfundaban faldas largas de colores crema, rojo, blanco..., todas ellas muy discretas y femeninas, con sonrisas pequeñas llenas de fortaleza y virtud. Tenía habitantes distinguidos, pero no era una ciudad bella, «hermosa y única» como la describían mis compañeros de colegio cuyos orígenes se asentaban en Londres: por la ventanilla pude observar edificios derruidos, demolidos o inhabitados; las calles eran imposibles de poder transitar, ya que estaban obstruidas por pedazos de edificios, restos de bombas y automóviles calcinados; algunos habitantes caminaban con las ropas llenas de hollín, y la policía de la ciudad vociferaba las precauciones que habían que tomarse todo los días, así como los refugios antibombas contra los aviones alemanes. Era tanta información para procesar, que terminé pensando en mis abuelos, en México. Me preguntaba si alguno de ellos se les habría pasado por la cabeza que uno de sus nietos lucharía en la segunda guerra mundial que se había desarrollado tan lejana de nuestro país. Esperaba llegar a casa y contarles. Se sorprenderían mucho cuando supieran que le patee el trasero a los soldados de Hitler.
Llegamos a la calle, quizá más famosa de Londres (Y que jamás creí conocer por falta de dinero) Picadilly Circus, la cual se encontraba en perfecto estado. Podía afirmar, que era la parte más alegre de Londres; había un tráfico aún más pesado que el de Cambridge, y los colores llamativos como el rojo sobresalían gracias a los autobuses de dos pisos, tan fascinantes que daban vueltas a la glorieta de la avenida. Los automóviles traqueteaban, los camiones bufaban y la gente vendía verduras como si fuera mercado, eran pequeños puestos afuera de los grandes locales que atraían la atención por los gigantescos letreros a colores que usaban. Me recordaba a la gran manzana, en Nueva York, aunque claro, un poco más pequeña.
Bajamos del taxi en medio de un silencio sepulcral. Bertie me llevó a un hotel con el estilo de un edificio más modesto que el resto de locales lustrosos. Me condujo a la recepción del hotel, donde un hombre con bigote apenas notorio sobre sus labios nos atendió. Llené mi formulario con datos falsos, y me fue asignada una habitación.
— ¿Y tú? —pregunté, alejándonos de la recepción.
—No duermo. ¿Acaso alguna vez me has visto metido en tú cama?
Negué con la cabeza. Ahora que habíamos bajado del coche, estaba demasiado nervioso, demasiado asustado. Al verme, Bertie puso una mano en mi hombro.
—Ve a descansar —me aconsejó Bertie, con una sonrisa fingida—, mañana tendrás un largo día, Eddie.
No le respondí, sólo me giré y subí las escaleras de madera oscura hacía los cuartos del hotel tan sencillo. Mi habitación estaba en la primera planta, por lo que llegué mucho más rápido de lo que hubiera querido. Abrí la puerta, y un sentimiento parecido al de la melancolía apretó mi pecho al ver una cama individual, una mesita de noche y la puerta del lavamanos. Era todo tan simple, y tan nostálgico, que creí que me echaría a llorar ahí mismo.
En vez de eso, me tumbé en la cama, y comencé a mirar el techo.
"Mi nombre es Edgar" recité de manera mental "Tengo veintiún años y estoy a punto de graduarme en Harvard. Soy hijo único de Rocío y José Rivas. Mi mejor amigo es Lucas Allen... Estoy comprometido con la chica más inteligente del dos mil quince".
"Pero te has muerto"
Apreté los ojos sintiendo un dolor agudo en el lado izquierdo de mi pecho. A veces me cuestionaba porque era tan sensible, otras veces la respuesta llegaba a mi sola. En aquellos momentos necesitaba creer que todo aquello era falso, por más que el dolor fuera real.
Comencé a relajarme pensando en otras cosas, como las últimas clases que había visto en Harvard o lo que haría cuando todo aquello acabara, aunque sí ya estaba muerto, todo había acabado cuando morí por primera vez, por lo que lo más sensato sería decir: cuando todo comenzara de nuevo. Confundido y lleno de temores, poco a poco el sueño fue invadiéndome, primero lento, después letal como veneno. Al paso de los segundos casi no sabía ya nada de mí, pero sí de mi otro yo. Cuando estaba sumido en la inconsciencia total, un pitido de sonido intenso y bastante molesto retumbó por toda la estancia, y seguro estoy, que casi por toda Inglaterra.
Mi primer instinto fue volver a dormir, deseo que quedó frustrado cuando Bertie que apareció de la nada en mi habitación. Se acercó a mí y tomándome de los hombros me agitó con brusquedad. Sus movimientos me hicieron enfurecer de pronto, así que salté de la cama.
— ¡Déjame dormir! —Grité, hundiendo mi cabeza en la almohada.
— ¡No seas tonto, Edgar! —Gritó por encima del pitido—. ¡Es la alarma de los ataques aéreos! Si no mueves tu trasero para un refugio, morirás sin haber pisado un campo de batalla, ¡Entiende!
Mi mente hizo conexión. Fue como volver a las clases de historia de noveno grado: Cuando hablaban de la segunda guerra mundial, y su sistema de ataques aéreos. Cuando no entendía nada de lo que decía el tedioso profesor t porque mi inglés aún no era suficiente. Impulsado como un resorte, me levanté de la cama. Mi primer instinto fue lanzarme a la puerta, más Bertie no me dejó seguir.
— ¡No puedes salir así sin un plan! —Exclamó, tomándome de los hombros—. Necesitas saber a dónde vas a ir, ¿Me explico?
—A los refugios —respondí, sintiendo una vez más aquella alerta perforar mis oídos.
— ¿Sabes dónde están? —No, no lo sabía, pero tampoco los encontraría ahí dentro.
— Entonces, ¿Dónde están los refugios? —Pregunté, apurado.
— ¡No lo sé! —el tiempo corría. Casi podía sentir los aviones sobre volar nuestras cabezas, a punto de arrancarlas con una explosión.
— ¡Qué buen guardián eres!
—Sígueme.
Ambos salimos del cuarto impulsados por el miedo, aunque no sabía si Bertie como ser anormal podía sentir algo parecido al miedo, o al amor.
Llegamos a la calle; los vendedores abandonaban sus puestos, y las personas bajaban de sus automóviles vaciando la avenida. Todo el mundo corría, pero no gritaban y el pánico no se podía ver en sus rostros como estaba seguro que se veía en el mío. Vi a Bertie. Él a mí. Sin pensarlo comencé a seguir a la gente que se movía al parecer en una misma dirección; boca calle. Troté entre las personas intentando pensar, o intentando recordar más bien, ¿Dónde se ocultaba la gente de Londres durante un ataque aéreo?
"Piensa, piensa, pi..."
Mis pensamientos se interrumpieron debido a una gran explosión que se había dado cerca de la zona. El suelo tembló con tal magnitud que caí de rodillas, mis oídos quedaron zumbando; un mareo me invadió al grado de tener que aminorar un poco la marcha. Posé mi mirada en la gente y todas las personas se duplicaban, sabía que era debido a los nervios y al estallido que me había afectado el sistema nervioso.
"Refugio" Mentalicé mi objetivo. Pero toda mi vista comenzaba a fallar. Observé a las personas que seguían caminando igual de tranquilas, con la envidia corroyendo mi ser.
—Vamos, Edgar... —dijo Bertie, que se había posicionado ante mí. Y de pronto, como la electricidad ilumina a una bombilla, todo volvió a mi memoria.
—Metro... La línea del metro —le respondí. Sabía que parecía un demente al murmurar aquello incoherentemente. Bertie se limitó a asentir, con lo que parecía una sonrisa.
—Sí, la línea del metro ¡Eso es! —Sonreí a Bertie—. ¡Camina, la más cerca está a apenas dos cuadras!
Asentí, con un pequeño alivio recorrer mi estómago; Bertie comenzó a caminar aprisa entre las personas que se dirigían a la línea del metro; algunas mujeres caían al piso debido al tacón que llevaba en sus zapatos, o traían desgarrado el floral vestido que tanto me recordaban a mi abuela. Yo caminaba sosegado por el aturdimiento que había provocado la bomba. Bertie se giró a ver que no me quedara atrás. No obstante, observó detrás de mí y cuando vi su cara, sus ojos se agrandaron más de lo normal. Al momento me giré a echar un vistazo. ¿Qué sucedía detrás de mí? Entonces lo vi. Y supe que los libros de texto jamás ilustrarían algo como lo que presenciaba en ese momento; hombres y mujeres que corrían con todas sus fuerzas al refugio lanzando alaridos al ver aviones sobrevolarlos; pero mi mirada se posó en una mujer en especial que llevaba a su niña en brazos. Encima de ellas mis ojos se toparon con un enorme bulto parecido a una bala que descendía de forma mortal en su dirección. La mujer seguía corriendo, y la niña seguía tranquila, como si estuviera acostumbrada a los gritos de terror, aunque no me impresionaba del todo; ella era hija de la guerra, acostumbrada a la sangre y los estruendos. La bomba rozó sus cabezas.
Pero la mujer no se detuvo.
— ¡Al suelo! —me gritó Bertie. Yo no podía reaccionar; mis ojos seguían viendo a la señora que lloraba a grito abierto de desesperación. Bertie me tuvo que tirar al suelo. Sentí como me golpeaba la cara al contacto del asfalto; un sabor agridulce caliente descendió a mi boca. Pero no fue nada en comparación a la explosión que le siguió después. Fuerte, estruendosa, mortal.
La paz se extendió luego de algunos minutos. Seguía habiendo explosiones, pero en aquella zona todo había terminado. Alcé mi rostro adolorido, esperanzado a que mis ojos con su visión distorsionada encontraran a la mujer y su hija en brazos, sanas, aún caminando.
Pero ya no estaban. En su lugar, el fuego ardía con furiosa tranquilidad. Y sólo el fuego quedó grabado en mi memoria.
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