»Capítulo 19.


Despreciable. Esa es la palabra para describir el viaje al que fuimos sometidos. Tenía mucha suerte aquel que caía desmayado por las condiciones caóticas que el vagón prestaba a todos sus pasajeros. Roy fue uno de los que cayó dormido por inanición. Odiaba que tuviera esa condición tan débil, acaso, ¿No era hijo de un millonario o algo así? Debió de haber comido mejor que cualquiera de los que estuviéramos ahí.

Los primeros días las personas desvariaban. ¿Quiénes eran? ¿Dónde estaban? La falta de comida producía que sus cerebros llenos de miedo comenzaran a borrar el casete que con tanto esmero habían llenado al pasar de los años. La sed era abrasadora. La sed era su enemiga, junto al hambre que parecía aliarse con los malditos de la S.S. Ellos nos daban agua, pero a cambio había que entregarles joyas, dinero, ropa. Pero esta agua no era suficiente para los setenta pasajeros que sufrían de la encarecida sed a pesar del frío. Gracias a los cielos, nosotros encontramos una manera de abastecernos; por la pequeña ventana sacábamos los dedos y raspábamos el hielo que se formaba en el techo del vagón, lo derretíamos y obteníamos oro líquido para nuestros cuerpos.

Claro que el agua no solucionó todos nuestros problemas. Había gente de todas clases, y había tanto enfermos como sanos. Los niños más pequeños comenzaron a acontecer de violentas fiebres, los ancianos presentaban signos de disentería, los médicos no podían dar abasto para todos debido a que no había medicamentos en el vagón. Otro tipo de enfermos que se presentaron después del quinto día fueron los locos. Los que habían perdido todo y con ello la razón. Gritaban, deliraban, hablaban solos. En lo particular estos enfermos pusieron mis nervios de punta más que cualquier enfermedad. Quizás lo más terrible para mi fueron las condiciones de higiene. Con ello, la falta de baños era la calamidad más grande. Las personas hacían sus necesidades en medio del vagón, así sin más. Cuando este asunto comenzó, fui de los primeros en lanzarme a la ventana a vomitar. Sé que parecía un idiota por donde quiera que se me mirara. Habría problemas mayores al llegar al campo, lo sabía, pero era sensible. No lo podía cambiar, por más mierda que oliera, o hambre que soportara. Seguiría siendo el mismo alumno de Harvard, aunque en aquellos momentos no me sintiera como tal.

Aunque viajando en ese tren de pesadilla no podía sentir nada. Mi condición física se deterioraba, pero no podía notarlo. Sólo las emociones tenían lugar para mí. Quise volverme insensible todo ese periodo de tiempo, e ignorar al resto. Hubiera dado mil relojes de oro por ver con total indiferencia cuando uno de los que viajaban con nosotros cerraba los ojos de sus dos hijos y los de su esposa, muertos todos por fiebre. Pero lo vi, y tuve que morderme con fuerza para no llorar. Ser fuerte era lo único a lo que podía aferrarme, porque yo era la esperanza de Roy, de Helena inclusive. Bertie permaneció impasible junto a mí, posando su mano enorme y cálida en mi hombro. Dándome apoyo. Aunque quizá era el que menos lo necesitaba.

Después de días enteros. Tantos, que mi mente decidió dejar las cuentas para otro día, el tren se detuvo. Las personas que no estaban muertas en el piso, se miraron entre sí, nerviosas. Las imité, fijando mi vista en Bertie. Sólo asintió. Sabía lo que significaba: Era hora de bajar. Era hora de enfrentarse al destino.

—En cualquier momento nos sacaran de aquí —les dije a Roy y Helena, que sentados contra la pared del vagón, miraban al infinito. Ambos cansados, y su rostro teñía signos fúnebres que me preocupaban bastante.

— ¿Crees que nos maten? —preguntó Roy.

—Espero que no —le respondí.

—Yo... Sólo quiero que esto termine.

—Entonces no les des un motivo para que te hagan daño.

El silencio regresó. Me crucé de brazos: La espera parecía interminable. Helena se puso de pie en algún momento que me fue desconocido, se acercó a mí, y me obsequió un beso en la mejilla. Su aliento quemaba, estaba fatigada más que cualquiera de los cuatro. Me sentí mal, muy mal, pero ¿Qué podía hacer yo? ¿Arrancarme un pedazo de brazo y dárselo para que almorzara? No, no, no.

—Estaremos bien —me aseguró.

—Ésta será la última vez que nos veamos. Creo que separan hombres y mujeres del mismo lugar.

—Nos veremos cuando salgamos, ¿no? —sus ojos se entrecerraron. El nudo en la garganta que parecía no querer dejarme jamás, me apretó con fuerza. El habla se fue mi boca unos instantes, pero al final, murmuré:

—Claro que sí.

—Te invitaré a casa. Mamá se pondrá feliz de conocerte, Edgar.

— ¿Ah, sí? —yo no era nadie para contradecirla.

—Sí... —me besó de nuevo la mejilla. Era un beso seco y frío. Un beso de despedida.

No respondí. Kelly era mi adoración, sí. Pero Helena, había que admitirlo, me desenterraba sentimientos que yo no conocía. Kelly era linda, era la mujer de mis sueños, y Helena era ese espejismo que superaba las expectativas de los sueños. Ella era algo tan subjetivo, como imposible. Se abrazó a mí. Correspondí el abrazo, cerrando los ojos, esperé el momento en el que nos bajaran.

Y se hizo la luz. Las puertas de ambos lados del vagón se abrieron con un sonido chirriante. La luz me cegó un instante, el instante que fue suficiente para que la gente soltara gritos del más vivo terror. Parpadee varias veces, captando fragmentos de escenas; soldados alemanes, tomando con fuerza a los prisioneros; los tiraban a la nieve. Los golpeaban cuando no querían bajar. La voluntad de ser un buen prisionero moría al ver sus ojos: fríos como hielo, vacíos de toda expresión humana. No pude evitar soltar un grito ahogado. Me daba miedo ahora que no tenía un rifle en el pecho.

El vagón se fue vaciando hasta llegar nuestro turno. Helena gritó y se abrazó más fuerte de mí cuando uno de ellos le exigió que saliera. Intenté convencerla de que se fuera, de que no pasaría nada. Mentiras más mentiras. Al final, un tirón en sus brazos la obligó a bajar. Gritó mi nombre, pero yo no pude devolverle el gesto. Gracias a los cielos, no la llevaron a ningún lado, sino que se quedó ahí abajo con el resto.

— ¡Bajen! —ordenó el soldado que había sacado a Helena. Le obedezco, por supuesto. Bertie ayuda a Roy a bajar; se ve más delgado, más débil. Al verlo tan decaído me obligué a acercarme a él.

—Finge salud o te mandarán a fusilar —le sisee muy quedo una vez estuvimos afuera.

—Lo intentaré.

Arrugué el ceño al oír su escuálida respuesta. Los hombres, mujeres, niños y ancianos estábamos en lo que parecía un andén. Vi el paisaje. Encontré la fachada del campo de concentración a algunos metros de donde nos encontrábamos. El corazón me latió con fuerza. Un sudor frío corrió por mi espalda. Quería caer de rodillas y suplicar por mi vida. Algo me decía que la ficción de los libros y películas distaba mucho de la cruel, cruel realidad que nos aguardaba ansiosa para darnos un bofetón.

— ¡Edgar! —Helena se lanzó de nuevo a mis brazos. La acepté, la cuidaría lo más que me fuera posible.

Estábamos en Auschwitz. Ese campo de concentración lo conocía por fotos en internet, por las investigaciones y las películas. Debo admitir que el haberlo reconocido lejos de tranquilizarme aumentó mis temores.

Bertie, a mi lado, murmuró en mi oído:

—Están separando. Los que les sirven para trabajar van del lado izquierdo, los que se van a buscar la muerte del lado derecho. No sé tú, pero ponte firme.

Lo obedecí. Puse mi mejor semblante. La muerte estaba haciéndoles guardia a todos ellos, más valía permanecer impasible, pero no lo suficiente. La psicología de aquellas personas parecía obedecer a lo sádico. Les gustaba el maltrato, ¿Por qué no encontrar presos asustadizos pero en buenas condiciones para trabajar?

Más rápido de lo que pensaba, dos grupos fueron formándose. Aunque no me sorprendía, ellos sólo veían en nosotros más mano de obra para sus fábricas, y otro número para los barracones. Los de la izquierda eran notablemente menos que los de la derecha, lo que provocaba que mi corazón se estrujara al encontrar que los niños eran los principales en ese grupo. Suspiré, abrazándome a Helena. Me moría de los nervios; había adelgazado demasiado en mi última experiencia, corría el peligro de irme con los de la derecha, y sí era así todo había terminado para mí. Mordí mis labios, y de manera inevitable, llegó nuestro turno. El soldado de ojos verdes se fijó primero en Roy. La adrenalina corrió por todo mi cuerpo haciéndome olvidar, por un momento, el hambre y el resto de mis deficiencias para ver las de Roy. Él estaba notablemente más delgado que yo. El alemán frunció los labios, dándole vuelta al cuerpo con brusquedad. Contuve la respiración. Roy se veía débil. El soldado lo tomó del hombro, y terminó enviándolo a la izquierda. Sonreí, soltando un suspiro. Por lo menos, él estaría a salvo.

Fue el turno de Helena. La soltaron de mi agarre, y me fue propinado un puñetazo que me hizo perder el piso durante unos segundos. Comencé a sangrar por la boca, no obstante, apenas tuve tiempo de tocarme el golpe, porque veía como barrían a Helena de pies a cabeza. Al igual que todos, estaba débil. Me atrevería a decir que ella y Roy compartían el mismo nivel de agotamiento. Me puse en pie sobando mi mejilla, a la vez que veía como era mandada al grupo de la derecha. Fue ahí cuando el dolor de la mejilla desapareció, para dar paso a otro que se abría en mi corazón. Helena me vio asustada antes de ir a ese grupo. Yo le sonreí, y moví los labios intentando decir "Todo estará bien" Asintió, y caminó resignada. La chica valiente ya no pelearía jamás. A pesar de su fortaleza, todo había terminado. Y me dolió.

Era tanta mi incredulidad y dolor, que no noté cuando fue mi turno de ser valorado. Estaba distraído viéndola. Lo peor fue el método que emplearon para que dejara de tontear; un soldado de complexión enorme se acercó a mí con una fusta, y sin miramientos, me golpeó con ella en el rostro. Solté un gemido de dolor, tomando mi cara; había líquido pegajoso y caliente. Más sangre, pero ahora brotaba de mi frente.

— ¡Quieto!

No me moví. Sentía como si las fuerzas se hubieran escapado de mí por todo lo que me quedaba de vida. El soldado me miraba despectivamente, como el ser "inferior" que ellos suponían que era. En ese momento, no había lugar en mi cabeza para pensar en quien era superior, o inferior, o que raza era mejor que aquella. Sólo acertaba a mantenerme en pie, entre la nieve fría, esperaba impaciente. Apreté los ojos esperando mi final, o quizás alguna oportunidad. Pero siendo sinceros, ¿Por qué la vida me daría otra oportunidad?

El aire revolvió mi cabello. El frío casi me hizo tiritar, y al final, el alemán me tomó del hombro y me lanzó contra el grupo de la izquierda. No puedo explicar el alivio que se sintió al verme entre los elegidos por las bestias para arar sus campos o construir sus crematorios. No debería ser un consuelo, lo sé, pero soy un maldito cobarde. Los cobardes somos tan predecibles, por lo que estar feliz ya no me sorprende. Y aunque la sensación duró apenas un segundo, me bastó para sentirme agradecido con la vida el resto de la noche.

Intenté girarme para ver el grupo de la derecha. Ver a Helena por última vez era una de las aberraciones a las que tenía que someterme si quería sobrevivir. Pero para mi sorpresa, ella ya no estaba. El grupo había desaparecido. Un peso enorme cayó en mi estómago al pensar a donde la habían enviado. Por mi mente pasaron una serie de imágenes prefabricadas por mis nervios. Una Helena asustada, caminando entre la muchedumbre al "tratamiento especial" Me la imaginé internándose en la cámara de gas, aspirando el aire sofocado que debía de haber. La veo y se retira la ropa tranquila, pensando en que sólo será una ducha normal. Deja sus cosas en su lugar, intentando recordar el número. Se mete, sonriendo. Las luces se apagan, pero sabía que la sonrisa quedaría en sus labios para siempre...

—Edgar, vámonos —Bertie me sustrajo de mi mente. Me estremecí al oír su voz, pero gracias a él me encontré con la cruda realidad. Estábamos a merced de los alemanes y no se podía hacer nada para evitar lo contrario.

Caminamos hasta las puertas del campo. No sabía muy bien como estaba conformado el lugar, sin embargo, eso era lo de menos, tendría tiempo de sobra para conocerlo. Aquel recorrido en mi mente se asemejaba a una procesión fúnebre, donde todos eran llevados al cadalso por pie propio. Un lugar donde no había piedad, esperanza, o algún sentimiento humano. Íbamos a Auschwitz, el lugar que se encargaría de que nuestras almas desmontaran nuestros cuerpos para dejar sólo cajas sin vida, y eso era lo que más temía. Llegamos a la entrada. Había una enorme inscripción que rezaba "arbeit macht frei" Cuyo significado me sabía en buen español "El trabajo libera" Sonreí amargo. Para mí era como una despiadada metáfora de los alemanes, algo así como "Trabaja tanto hasta que mueras y seas libre de estar aquí" Porque yo, y otros tantos sabíamos que salir de Auschwitz intactos era imposible.

Entramos al campo. Las enormes puertas se cerraron con un rechinido mortal, el sonido que indicaba que habíamos descendido al infierno sin estar conscientes de ello. Alcé la vista a tiempo para ver como las oficiales del campo se llevaban a las mujeres lejos de nosotros, a la vez que nos obligaban a todos los varones a formar una fila. Me apuré a obedecer, quedando en medio de Bertie y Roy. Varios soldados comenzaron a correr en dirección nuestra, cargando enormes costales. Me preguntaba que llevaban adentro, pero no tardé mucho en saberlo.

— ¡Se les dará su uniforme, después pasarán por su número! —gritó en alemán el soldado que se había encargado de seleccionarnos—. ¡Odiamos la lentitud, así que muévanse!

Apenas terminó de gritar, los soldados que cargaban los costales comenzaron a arrojar el repudiable uniforme a rayas sobre la nieve. Me quedé perplejo, ¿Acaso nos obligarían a vestirnos en pleno campo, bajo una ligera nevada?

Mis dudas se aclararon segundos después, observando como todos se abalanzaban sobre los uniformes. Todos, absolutamente todos comenzaron a deshacerse de sus ropas tomando los disparejos trajes a rayas. Con todo el dolor de mi alma, y viendo que no había opción, comencé a imitarlos. Sin camisa y pantalones el frío se tornó inhumano en pocos segundos. La multitud me impedía buscar algo a mi talla, ya que estaban sobre la ropa como fieros animales.

— ¡Edgar! Toma, esto te queda —Bertie se acercó a mí con un pantalón y una camisa, que en efecto, parecían de mi talla. Sonreí, con los dientes castañeteando de frío. Tomé el uniforme y me lo puse más rápido que un gamo. Roy había encontrado una camisa, pero tuvo que conformarse con un pantalón más grande de su talla, ya que los alemanes llegaron con sus rifles y gritaron:

— ¡Muévanse al barracón, rápido!

El que se quedaba buscando algo de su talla era molido a golpes con los rifles que cargaban. Tuve que resignarme a quedarme sin un zapato, de momento. La nieve quemaba la planta de mi pie, pero no podía quejarme.

En el barracón nos obligaron a sentarnos en desvencijadas sillas de madera, donde nos rapaban la cabeza. Cuando fue mi turno, la dureza con la que vi caer mi cabello fue una de las cosas más terribles que había experimentado mi ego. Pero resignándome, siempre resignándome, terminé calvo y con un gorro cubriendo mi cabeza. No obstante, aún quedaba una cosa más que hacer. Cuando la cabeza se quedaba sin un mechón de cabello, los prisioneros eran tatuados con doce dígitos en sus brazos. Una aguja quemaba cada poro de piel marcando, como ganado cualquiera, a las personas.

Yo fui marcado. No hubo anestesia en el procedimiento, y las lágrimas por poco hacían acto de presencia. Pero ver a Bertie y a Roy sufriendo el mismo cambio radical en su apariencia me reconfortaba en cierta forma. Aunque sabía que a Bertie no le afectaba demasiado.

Finalmente, fuimos distribuidos en los 250 barracones de madera en los que estaba compuestos Auschwitz. Dependiendo del trabajo que se realizara, éramos repartidos en el lugar. Gracias a los cielos, Roy, Bertie y yo estuvimos en el mismo: Una bodega enorme, con catres reducidos llenos de pulgas y cuerpos sin almas. El día finalizaba, sólo pasaría una noche en paz en ese lugar y sería esa. Me recosté en uno de los catres disponibles de aquel averno inmundo, y cerré mis ojos, resignándome a no dormir. Ciertamente, no puedo recordar más de ese día: No recuerdo el número de mi barracón, ni la ubicación exacta, pero ¿Quién quisiera grabar en su memoria el lugar donde vivió la más cruel de sus pesadillas?

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