»Capítulo 18.


Los colores rosa y naranja teñían el matinal cielo cuando llegamos a la estación ferroviaria de Amersfoort. Fuimos bajados de la camioneta a empujones, por no decir a patadas. Nos tomaron con fuerza de los hombros y nos arrastraron hasta la estación; amplia, antigua, pero no lo suficiente para contener a la masa de judíos que ahí había. Me preguntaba, ¿de dónde salían tantos? En libros se manejaban cifras enormes de más de cien mil judíos en un campo de concentración. Ahora, veía con mis propios ojos por lo menos más de mil.

— ¡A los vagones! ¡Muévanse, judíos! —gritaba un alemán. De su mano colgaba una magnum.

—No se separen, sí es preciso tómense de las manos —nos advirtió Bertie.

Le hice caso. Tomé con fuerza a Roy del hombro, y Helena se sujetó a mi cuerpo. Cuando se viajaba, las mujeres y los hombres podían ir en el mismo compartimiento. Pero una vez llegados al campo eran separados para diferentes secciones. En aquel momento, lo menos que quería era separarme de Helena, que era, al parecer, el único ser humano que irradiaba afecto hacia mí. En un lugar oscuro, cualquier luz servía para mantener la esperanza.

En medio del pánico, todos se amontonaron en las puertas de los vagones. Un nazi hizo disparar su arma. El miedo incrementó aún más. Pero al final, "ayudados" por los soldados de la S.S. todos subimos en el mismo tren. Quedarse o irse, no había diferencia alguna. La muerte estaba esperando en todos los países que en aquel momento regía el Führer.

Una vez dentro del vagón, intentamos abrirnos paso a una ventana. Viajaríamos como ganado, pegados unos con otros, y aunque hacía un frío monstruoso, a veces tendríamos necesidad de un respiro. Llegamos a la ventana justo cuando las puertas del tren se cerraban. Todo quedó oscuro. El Sol aún no salía del todo tras las montañas. La locomotora comenzó a chirriar, para poco después, emprender su marcha a Polonia o Alemania.

Me recargué en la esquina del vagón. Durante un mísero instante, preciado y valioso me sentí ajeno del mundo. Lejano de todas las personas que compartirían aquel viaje conmigo. Pero ese instante se desvaneció como el espejismo que era, para dar paso a la dolorosa realidad. Observé el vagón; todo el mundo miraba el lugar como si fuera un nuevo mundo el cual desconocen por completo. Algunos susurraban deprisa algunas cosas ininteligibles. Todos tenían equipaje, el cual reducía el espacio en el asfixiante vagón. Quería llorar. Quería gritar, y quería hacer muchas cosas, pero debía tener autocontrol. No sería el primero en provocar pánico.

— ¿Qué te parece? —la voz de Roy quebrantó el silencio que había surgido alrededor.

—Qué esto será horrible —confesé.

—Y se pondrá peor. Créeme.

—Tú siempre tan amable —ironicé.

Silencio. Era pesado cuándo convivías con más de cincuenta personas en el mismo lugar y muy pocas hablaban. Sin sentirlo, comenzó a correr el tiempo. Los segundos se volvieron horas, y las horas una eternidad. Las condiciones de viaje hicieron que las personas se desnudaran de su timidez, haciéndola a un lado para dar paso primero a la confusión. Los que se conocían hablaban entre ellos en buen holandés, quedando nosotros exentos de tomar parte en la conversación. De vez en cuando, Bertie me daba una traducción sí yo notaba algo anormal en una conversación. Todos hablaban de lo mismo: ¿A dónde serían llevados? Yo podría haber respondido con cierta crueldad que a un campo de concentración. Pero seguía en mi postura de mantener la calma.

Como era de esperarse, la calma desapareció al anochecer, cuando las conversaciones dejaron de ser amistosas y se tornaron peligrosas. En este punto del trayecto las personas, histéricas, llenas de duda y frustración peleaban por cualquier cosa; maletas, espacio, quien es mejor que quien. Intentaban hacer valer su existencia en el vagón. Pero al final sólo eran seres humanos, por lo que a media noche todos estallaron en lágrimas, rezos y en un sinfín de formas para liberar el alma y pedir auxilio.

Helena me abrazó. Yo estaba inmóvil. Hipnotizado por lo que podía causar la desesperación. Vi a la mitad de ellos agolparse contra la puerta; golpeaban, arañaban, y gemían en angustioso sufrimiento. Quizás sí la puerta hubiera tenido vida propia, habría tenido piedad. Se abriría gustosa para que todos saltaran, encontrando la muerte, o una oportunidad más de vivir. Pero lo único que sacaron fue desgarrarse los dedos en un vano intento.

Al ver que era imposible huir, todos terminaron de perder la cabeza. Un nudo en la garganta me impidió llamar a Bertie. Quería pedirle que por favor detuviera todo, que con sus poderes de ángel hiciera entrar en calma a las personas o yo también enloquecería con ellas. Fue inútil, claro está. Era imposible intentar detener el dolor, porque el dolor era parte de la naturaleza. El dolor cuando consigue un cauce para seguir existiendo, hacía lo que todo fenómeno natural; destruir lo que encontraba a su paso.

Miré a Roy. Estaba sentado en cuclillas, gracias a su delgadez era sencillo encontrar un lugar donde meterse. Intenté ver su rostro, y noté que lloraba en silencio viendo la escena. ¿Quién no lloraría al ver ancianos abrazados a sus nietos? ¿Quién no lloraría al sentir que su vida ha sido arrebatada? A lo mejor, yo era el único que no lloró cuando fui sustraído de la mía. No obstante, mi subconsciente sabía que esa era una carga que tendría que sacar tarde o temprano.

Vi gente caer al piso. El pánico cundía de tal forma que la gente que terminaba en el piso era machucada por los pies del resto. Una señora cayó frente a mí, y antes de que alguien la pisara, me moví con rapidez para levantarla.

—Gracias —murmuró en holandés. Quise sonreírle, pero una sonrisa en un lugar tan lleno de desesperación sería un insulto.

—Edgar —Bertie me llamó. Lo vi, y señalaba a Roy que se mordía con fuerza la mano para no gritar. Fruncí los labios, y tragando saliva, tuve que acercarme a él.

—Viejo, tranquilo...—sisee.

—Es...que... Mira... Es...M-muy... —un sollozo le quitó las palabras de los labios. Suspiré, y con los ojos anegados en lágrimas, le pasé un brazo por el hombro.

—Sé que es algo demasiado perturbador —mi voz se ahogaba entre los gritos de los demás, y mis propias lágrimas—. Pero hay que ser fuertes. Nada es para siempre.

— ¡Pareciera que esto jamás mejorará! —gritó en mi oído. Sabía que tenía razón. Todo era un túnel oscuro, que al parecer no tenía salida.

—Al final todo mejora —aseguré, limpiando sus lágrimas con mis rasposos dedos—. Siempre es así. Sí no está bien, entonces todavía no acaba.

— ¿Y cuándo será el final? —preguntó, un poco más calmado.

Mis labios se curvaron en una mueca de desprecio. El tiempo era tan largo, que sería increíble creerme que el infierno no se cerraba en menos de dos meses. Tragué saliva observando como el desorden era aplacado, imponiéndose ante todo la sabiduría de los más grandes. Suspiré.

—Pronto —me limité a responder.

0Uf


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