»Capítulo 16.


Última hora de la tarde. El capitán había cambiado de idea y creyó que lo más idóneo para poder salir sería a última hora de la tarde. Partiríamos a la seis en punto. Eran las cinco treinta y me sentía presa del pánico, mezclado con terror. Es decir, era sencillo deambular por un bosque y sentirse oculto ya que el uniforme combinaba con las hojas de los árboles. Pero una ciudad era muy diferente. Eso pensaba.

Salimos del escondite. Nos colocamos en el segundo piso de la casa en caso de que algún inconveniente echara por tierra los planes. En un dormitorio estaban dos soldados, en otro cuarto dos, para hacer más fácil el escondite en caso de ser necesario. Y aunque quise que Bertie se quedara conmigo, fue Helena quien con voz amable le pidió que por favor nos dejara a ambos solos.

Así fue. Bertie salió de la habitación y Helena se sentó en la cama que había. Me coloqué junto a ella en completo silencio. Estaba demasiado nervioso como para concentrarme en algo. Ya conocía bien mi sistema, sabía que aquellos momentos decisivos eran los menos prudentes para hacerme pensar o actuar con coherencia.

Después de varios minutos, Helena se animó a hablar:

—Hoy podemos morir.

—No se sí te hayas dado cuenta —le dije—. Pero todos los días desde que nos enlistamos han estado igual.

—Sí, lo sé, pero han pasado muchas cosas desde nuestro alistamiento, ¿No crees?

—Parece que han pasado siglos, tienes razón —concedí. Ella alzó su rostro y me vio con fijeza. Sus ojos verdes titilaban por un sentimiento que por el momento, no reconocía—. ¿Quieres decirme algo? ¿Pedirme algún favor? —añadí. Su mirada me ponía los cabellos de punta.

—Sólo quería desearte suerte —sonrió de manera afable—. Sé que tú jamás lo has sentido. Tampoco hemos sostenido muchas charlas a lo largo de nuestro camino. Pero te has convertido en alguien importante para mí, y no deseo que te ocurra algo, Edgar.

—No te preocupes. No me ocurrió nada en Ámsterdam, ¿Qué puede ocurrirme aquí? —sonreí de lado. Helena imitó mi sonrisa. Sus labios eran morados y resecos. El frío los había hecho pedazos, pero aun así, seguían atractivos para mí y cualquier chico con cordura.

— ¿Edgar Rivas? —Helena rompió la tensión que comenzaba a acumularse entre nosotros—. Ese nombre no es para nada inglés, ¿O sí?

—Me has pillado. No soy lo que tú crees... Yo soy... Un mexicano.

— ¿En serio? —asentí—. ¡Qué bonito detalle incluido traes! ¿Y cómo es tú país? Dicen que no hay lugar más lindo.

—Es hermoso. El lugar donde yo vivía tenía un desierto enorme —le conté, como un niño cuenta su historia favorita—. Para mí siempre fue de lo más interesante. Donde vivía había un desierto, y para mí era muy difícil escuchar a la gente del sur decir que había selvas... Ahí, la gente es cálida y noble, muy servicial, todos son personas especiales en sí.

—Cómo tú —puntualizó.

—No sé sí lo sea, pero quizá esa ha sido la herencia de mis padres.

El silencio se extendió unos momentos por la habitación. Ella miraba por la ventana el apagado atardecer teñido de rojo. Para mí esos atardeceres se habían convertido en un presagio de mala suerte. Parecía que el firmamento era pintado con la sangre de los soldados que fallecerían aquel día.

—Es hora. El capitán nos espera en el vestíbulo —El teniente Peters entró a la habitación.

—Ya vamos —aseguré. Él salió con paso apurado. Yo estaba pronto a seguirlo, sin embargo, antes de salir, Helena me tomó del brazo.

—Para la buena suerte —dijo.

Antes de que yo pudiera replicar, ella me tomó de la nuca y plantó sus labios resecos sobre los míos. Nos fundimos en un beso suave y lento. Jamás en mi vida había besado a alguien con tanta delicadeza y temor de dañar. Su boca a pesar de las desavenencias del camino, sabía a agua fresca y un ligero sabor a una fruta que no podía identificar...

—Ejem.

Nos separamos al instante. Voltee y vi a Bertie bajando las escaleras; nos había visto. Mi cara debía estar roja de la pena, como la de ella, pero lejos de tornarse todo en algo incómodo, Helena sonrió.

—Cuídate mucho, en serio —susurró. Asentí. Me volvió a sonreír y se alejó bajando las escaleras con una delicadeza y sencillez femenina que me hacían irradiar ternura por ella.

—Espero ambos salgan vivos. Para ir a su boda y ser el padrino de sus hijos —Roy salió de la habitación contigua. Lo miré. Había dicho la palabra "boda" —. ¿Qué ocurre? No tiene nada de malo sentir, ¿O sí?

—No —él no sabía que yo ya estaba comprometido—. Vámonos, Williams.

—Lo siento, Edgar.

—No ha pasado nada. Vámonos.

Bajamos las escaleras con paso veloz. Durante ese corto trayecto mi mente había pasado por una turbulencia hecha de pensamientos que hicieron zumbar mi cerebro. Kelly. Ella era la única en mi vida. Kelly era el nombre que mi corazón tenía tapizado por completo...Pero aquel beso me había removido una parte de las entrañas que ni siquiera yo conocía. Respiré hondo, bajando el último escalón. Ese tema lo trataría otra vez a solas con mi conciencia.

— ¡Preparados! Recuerden: son unos pobres campesinos que van a divertirse un rato, nada fuera lo común. No se muestren nerviosos, no corran sí uno de ellos se les acerca. No sonrían confiados, sólo muéstrense normales. No pierdan la cordura, y suerte, soldados —las recomendaciones finales del capitán se escuchaban fúnebres. Tragué saliva. En cambio, mis compañeros se persignaban y encomendaban a todos los santos. Debí haberlos seguido, pero me limité sólo a observar.

El capitán salió acompañado del hombre holandés cuyo apellido desconocí siempre. Nosotros nos colocamos sombrero de ala larga y salimos detrás de ellos. La zona residencial era muy tranquila, comparada con el centro, donde según el capitán, era más fácil perderse entre la gente. El frío acarició mi rostro, provocándome apenas picor. Cuando estuve en la calle, miré a todos lados y lo primero que descubrí fue una bellísima torre. Desconocía el estilo en el que fue construida, pero era lo más destacable de la ciudad.

Por el resto, las casa parecidas a las que moraban en Ámsterdam. Un pequeño pueblo como los que en la televisión figuraban la villa navideña del polo norte. Me recordaban a mi infancia en cierta forma, pero no tenía mucho tiempo de admirar lo que había, porque pronto comenzamos a atravesar las calles a paso veloz. Aquel pueblo no era fantasma, como me lo esperaba ya que había habitantes, bastantes a decir verdad. No obstante, todos ellos (sin excepción alguna, por desgracia) carecían de calzado, ropa, o de ambas. Observé en primera estancia a dos niños caminando con largos y raídos abrigos; el más grandecito llevaba calcetines agujerados, mientras que el más pequeño sólo llevaba un zanco de madera en su pie derecho.

Seguimos caminando. Aquel invierno comenzaba a dejar cadáveres en los callejones más solitarios. Méndigos, en su mayoría mujeres, porque la muerte y el hambre no tienen piedad por la edad, el sexo, o las condiciones. Varios despedían un olor desagradable por la descomposición, pero nadie les hacía caso. La gente pasaba por encima de ellos como si fueran muñecos o basura cualquiera.

Dejé de ver aquellos esqueletos sin vida y me concentré en seguir mi camino. Según el capitán no debíamos hacer más de veinte minutos. Adelante, el teniente charlaba entusiasmado con Griffin, el capitán hacía lo propio con el señor holandés. Bertie y Roy comenzaron a hacer lo mismo. Yo me limité a ver a Helena que caminaba cerca de mí.

Al fin, llegamos a un bar de nombre bastante extraño. Arquee una ceja entrando en él. Afuera la noche ya había caído, y las personas habían ido a sus casas o refugios para ocultarse del frío tan bravo que acontecía por aquellos lares.

En el interior del bar sólo estaba el barman detrás de la barra hecha de madera, pendiente de su labor. Era un lugar lleno de heno. En ese hueco las fosas nasales eran golpeadas de forma brutal por una mezcla de olores repudiables entre los cuales eran destacables: alcohol, queso rancio, y estiércol. Fruncí la nariz, quise cubrirla pero no quería llamar demasiado la atención. El capitán tomó asiento en una mesa de la orilla junto al teniente, Griffin y el señor holandés. Por otro lado, Bertie, Roy, Helena y yo nos sentamos en una más apartada.

Poco después de habernos instalado, se escuchó un rechinido. Vi hacia todos lados y descubrí una puerta debajo del tapete que había tras el piso de lado trasero de la barra. De ese lugar salieron dos hombres. Rasgos notables; rubios, ojos azules. Eran ingleses.

—Son ellos —dije, sin querer.

—Así es, pero no miren hacia allá. Recuerden: somos amigos, no nos importa lo que ocurra con ellos —me recordó Bertie—. No hablen en voz alta. No sabemos holandés, y alguien podría darse cuenta en cualquier momento. Rían de vez en cuando, pero no hablen fuerte.

Asentí. Bertie se encargó de pedirnos algo de tomar. Él era un ser bastante poderoso, por lo que los idiomas no eran barrera alguna para hacerse entender. Una cerveza para cada uno. Yo observé la mía y no pensé beberla ni de broma. Jamás volvería a beber alcohol. Jamás.

La reunión se celebró a mis espaldas. Los susurros del capitán y los espías eran bastante apagados, pero no lo suficiente para que se escucharan notables dentro del establecimiento. Mi labio inferior tembló. Tenía miedo. ¿Pero que podía ocurrir? Nada. Debía convencer a mi subconsciente que yo era un tonto y un nervioso de nacimiento.

Pasaron los minutos. El capitán comenzó a reír en voz alta. Griffin y el teniente le seguían la corriente, incluso los espías se inmiscuyeron en la charla de tal forma, que ninguno notó cuando varios hombres uniformados entraron en el bar. Mi mano tembló violentamente al ver la esvástica en su antebrazo. Bertie, que estaba sentado junto a mí apretó mi pierna con fuerza para que no me pusiera nervioso; pero ya era tarde.

Era un pelotón entero. No se sentaron, tampoco pidieron algo para beber, sino que se acercaron a la mesa donde estaba la reunión secreta. Respiré hondo, afinando el oído.

— ¿Son ellos? —preguntó uno de los alemanes en inglés.

— ¿Qué ocurre? —el capitán diestro en lenguas, habló en buen holandés.

—El mismo —susurró en inglés la voz del holandés que nos había hecho compañía hasta el bar.

Entonces caí en cuenta de todo: Nos había traicionado.

—Capitán Hannibal Villiers, de la brigada A. ¿No debería estar pudriéndose en Ámsterdam? —Dijo al parecer el que tenía el liderazgo de aquellos hombres—. Todos ustedes deben de ser sus acompañantes, ¿No? —la voz seguía escuchándose atrás, lo que significaba que todavía no sospechaba de nosotros.

—Me ha atrapado. ¿Con quién tengo el gusto? —lejos de parecer asustado, el capitán permaneció impasible, como el hombre con clase y elegancia que era.

—Coronel Waldemar —respondió él. Casi podía jurar que una sonrisa de triunfo adornaba sus labios—. Me temo capitán que usted y sus hombres deben de acompañarme.

— ¿A dónde?

—A la cárcel, por supuesto —se giró y comenzó a caminar hacia la puerta del establecimiento—. Ahí el consejo dictaminará como debe matársele. Sí coopera, prometo que yo mismo le meteré un tiro de gracia para evitar cualquier dolor innecesario.

— ¡A nosotros no nos llevarán a ningún lado! —bramó Griffin, poniéndose en pie de forma violenta.

— ¡Alto! —Ordenó el coronel—. De nada sirve que te sulfures. Tu sentencia de muerte está dictada.

—Lo sé —escupió Griffin con ira, dando pasos vacilantes hacia él—. Pero la diferencia es que hoy moriré siendo un héroe y mañana no.

Tanner metió la mano en su pantalón, pero antes de que siquiera acariciara la culata del revólver, fue acribillado a balazos por el pelotón que cubría las espaldas al coronel. La sangre manchó el piso y el rostro del mismo alemán. El cuerpo de Griffin cayó pesadamente al suelo, ante la vista de todos y la pena de algunos. En lo personal sentí las entrañas revueltas, Griffin había sido el soldado más duro de roer, y ahora estaba muerto.

— ¡Vámonos! —la orden resonó por toda la estancia. Observé con sigilo a los que estaban en mi mesa. ¿Será que un milagro nos sacaría del asunto con vida?

Me había apresurado a hablar. El coronel Waldemar se quedó viendo de forma fija nuestra mesa. Nosotros fingíamos no sentir sus continúas miradas, pero era bastante difícil no verlo de reojo. Sus ojos azules centellaban con brillos rojos de furia. Sí una vez me preguntaran, diría que el demonio encarnado tuvo apellido y nombre propio: Waldemar.

El capitán, el teniente y los dos espías fueron sacados a empujones del establecimiento. Pero antes de que el capitán Villiers saliera del todo, el coronel Waldemar lo tomó del hombro de forma brusca y lo acercó a nuestra mesa.

— ¿Ellos también son sus hombres? —una pregunta que acorralaba la vida de tres personas.

Enfoqué la vista en el capitán. Cabello cano, facciones discretas, ojos azules y profundos. Las características de la bondad y la benevolencia en persona. Me devolvió la mirada, y al hacerlo, supe de inmediato cuál sería su respuesta.

—No —murmuró.

— ¿Seguro, capitán?

—Bastante. Jamás he visto a estas personas en mi vida —aseguró. En aquel momento pude haberme lanzado a sus brazos, y haber proclamado su nombre como palabra de vida. ¡Qué ser tan más amable!

—Llévenselo —dijo el coronel a sus hombres.

Hannibal Villiers salió del lugar, no sin antes guiñarnos un ojo. La sonrisa nació en su rostro, y en mí corazón sentí demasiado que lo hubieran arrestado: él merecía más que morir en manos alemanas. Su cuerpo merecía ser encontrado y sepultado con los honores máximos que puedan darse a un capitán en Inglaterra.

—No son ingleses —siseó de pronto el coronel en holandés—. Entonces, por favor, ¿Me mostrarían sus papeles?

—Nos pide papeles —cuchicheó Bertie, quien había sido el único de los cuatro que había comprendido.

—Finge buscar, en lo que pienso.

Con mucha rapidez y lo más normal que un holandés puede fingir buscar sus papeles de identidad, comencé a hurgar dentro de mis bolsillos. Sabía que no encontraría nada, y también conocía de sobra la paciencia que un alemán puede tener en ciertos temas, así que maquinando mi cerebro, recordé lo que había pensado al ingresar en la casa del holandés traidor: "Un inglés es más peligroso que un judío".

Pensé en los Reichert. Un escalofrío invadió mi columna vertebral al descubrirme a mí mismo urdiendo un plan tan sencillo como magistral.

—Somos los Reichert. Por eso no tenemos papeles —le dije a Bertie.

— ¿Qué? ¿Estás loc...?

— ¡¿Y bien?! —el coronel Waldemar se alteró. Vi a Bertie, y sin remedio tuvo que adoptar mi idea.

—No tenemos papeles, porque somos... Judíos —mintió—. Yo soy Ambrosius Reichert, ella es mi esposa, Evelien, y nuestros... Sobrinos; Geert y Feiko.

Las probabilidades eran del cincuenta por ciento; que nos maten, o que nos manden a un campo de concentración. Esperaba que la sed de sangre del coronel se saciase con el capitán y el teniente. De reojo vi al holandés huir de ahí. Maldito traidor, esperaba el karma lo jodiera más que a nosotros.

El coronel esbozó una media sonrisa, extraña y siniestra. Con un movimiento de la mano acercó a un soldado, le quitó una lista desplegable de encima, leyéndola con dedicada atención. Las manos me sudaban, la coartada no era la mejor que podía tener alguien en su repertorio pero esperaba fuera suficiente, y sobre todo, esperaba que los Reichert no hubieran colocado a Geert y Feiko como hijos.

Después de unos minutos, el coronel asintió:

—Eran la única familia del este que faltaba —No le entendí, pero después le pediría a Bertie la traducción—. Sargento, lléveselos a todos.

— ¿Qué dijo? —pregunté, asustado al ver a los soldados arremolinarse entorno nuestro.

—Sargento, lléveselos a todos —respondió.

Suspiré. Nos llevarían. Eso quería decir que no nos matarían. Los nazis no tenían sentimientos, eran unas bestias entrenadas para asesinar en cualquier lugar sin importar los acontecimientos que rodearan el paisaje. Sí nos llevaban, significaba que no nos matarían. De momento.

Un soldado me tomó con fuerza del hombro, e hicieron lo mismo con Roy, Bertie y Helena. Las entrañas volvían a revolcarse en mi estómago. Al salir del establecimiento algo nuevo y sin rumbo comenzaría. No más órdenes del capitán o del teniente, simplemente seríamos un barco a merced del destino que la vida con nuestra ayuda comenzaba a labrar.

El frío afuera era agonizante. Tan frío que quemaba. Vi dos vehículos con redilas estacionados en frente. El capitán y el teniente aún no habían sido montados en ellos, me preguntaba por qué. Caminé con pasos débiles y vacilantes hasta uno de los vehículos, seguido por mis compañeros. El coronel se acercó y con una sonrisa fidedigna, miró de pies a cabeza al capitán Villiers.

—Suban al vehículo.

El teniente obedeció de inmediato. No comparable al capitán permanecía en su lugar, sereno y frío como el invierno que ahora nos aplastaba con su brisa. Cuando pasaron varios segundos sin que el capitán se moviera, el coronel dio un paso hacia él. La sonrisa se había borrado del todo, y una magnum había hecho aparición en su zurda.

— ¿Está sordo? ¡Muévase! —masculló el coronel.

Lejos de moverse, el capitán se limitó a cruzarse de brazos.

—Aunque la razón me dicta obedecerle, la dignidad y mi consciencia me dicen que me quede aquí —suspiró, pero sus labios se curvaron de forma divertida: — Lo lamento mucho, pero no pienso ir a ningún lado, ni pienso someterme a lo que diga un consejo. Sí quiere matarme, coronel, hágalo aquí y ahora.

— ¿Y usted cree que le voy a obedecer? —Waldemar elevó una ceja, curioso.

—No tiene alternativa.

Waldemar no respondió. Elevó su mano y disparó contra la pierna del capitán. Éste cayó de rodillas contra el pobre asfalto que recubría el camino. Nosotros dimos un paso hacia atrás, asustados. Para nuestra sorpresa, el capitán no emitió ningún sonido.

— ¡Súbanlo y vámonos! —ordenó a los soldados de ese furgón. Después se acercó al conductor del nuestro y murmuró: —. Son asquerosos judíos. Llévenlos a la estación, y de ahí a Bergen-belsen, Amersfoort, o sí es posible al mismo Auschwitz.

Dicho esto, el coronel montó en la camioneta que llevaba al capitán y el teniente. A nosotros nos obligaron a subir casi a trompadas a la nuestra. Cuando arrancamos, me fue inevitable observar la sangre roja y oscura que el capitán había dejado en el asfalto sin nieve. Pronto ese charco se convirtió en un pequeño río sin cause ni dirección.

Un pequeño río que representaba mi vida entera.

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