»Capítulo 15.
Nota: Sí no comprenden algunas cosas, los invito a pasarse a los capítulos ya editados.
Los soldados que pertenecían al pelotón del capitán Green nos guiaron a una casa a menos de treinta metros de la entrada del pequeño pueblo. Un inglés era considerado peor que un judío, por lo que había que ocultarse bien. En esa casa además de vivir una pareja holandesa, había una familia entera de judíos resguardados debajo del piso de la cocina.
La familia Reichert, compuesta por: Ambrosius Reichert, el padre de familia. Un hombre gordo y bonachón con una enorme barba que le llegaba por el pecho; Evelien Reichert, su joven esposa de rubios cabellos, tenía más arrugas que mi progenitora, había que admitirlo. Ambos tenían dos hijos gemelos; Feiko y Geert, tan morenos como su padre, demasiado delgados y escuálidos que podrían pasar con facilidad por cualquier rendija que se les cruzara. Tenían diecisiete años.
—Descansaremos aquí todo el día mientras desarrollamos la estrategia para ir al encuentro —anunció el capitán—. No incomoden a la familia, e intenten serenarse.
Era un lugar de diez por diez metros. Sí me ponía de pie mi cabeza golpeaba contra el techo, o mejor dicho, el piso del lugar. Sólo se podía andar a gatas, y podía estarse sentado o recostado, como viniera mejor.
Para mis compañeros aquella fue una mini-etapa feliz. Sólo vivir acostados, a la espera de las siguientes órdenes con comida y bebida a la mano. Ahí, en esa pocilga vivimos un intervalo donde estábamos demasiado lejos del ayer, y bastante separados del mañana. Muchos bromeaban y se hablaban como si fueran los mejores amigos de toda la vida. Los problemas parecían invisibles al mero tacto de la paja que recubría el lugar. Todos sonreían, y bebían...
Muchos eran felices. Excepto yo.
México. Sólo pensaba en mi país. Era un dulce recuerdo que me llenaba de brío y ocupaba el vacío que me había dejado la muerte de Carter. No quería admitirlo de forma abierta, más que porque no había nadie a quien le importara lo que yo sintiera, porque en realidad era un secreto que pensaba llevarme a la tumba. Miraba el techo de la pocilga, cavilando con profundo detalle la situación de James. ¿Por qué él? Un soldado, casi cabo, adiestrado desde mil novecientos cuarenta. Un chico alegre y optimista de día, pero taciturno por la noche. La voz de la experiencia lo acompañaba casi siempre y fue él, él precisamente quien la muerte quiso llevarse para su colección.
Casi de forma inconsciente, arrugué mi rostro al recordar lo que había ocurrido. La imagen sangrienta que le daba vueltas a mi cabeza una y otra vez. Parecía una película sin sonido ni color, con duración de treinta segundos. ¿El título? "Cómo asesinar a Edgar en treinta segundos" Dirigida por: "La desgracia" Y escrita por la muerte.
— ¿Qué ocurre, colega? —Bertie se acostó junto a mí, en algún punto de mis pensamientos—. No has comido nada, y déjame decirte que la señora Reichert hace una estupenda comida casera.
—Sólo estoy pensando —murmuré, contrayendo los hombros.
—Edgar, tanto pensar te va a volver loco —acotó Bertie—. Pero sí no te molesta, dime que piensas, así te doy más para que pienses.
—En papá —mascullé. No mentía, no del todo, en las últimas horas su recuerdo vagaba como fantasma por mi mente, pero sólo quería concentrarme en James, porque sabía que si me metía con papá, terminaría hecho un desastre.
— ¿Qué piensas de papá?
—No quiero hablar. Hay mucha gente aquí.
—Por Dios, están a más de cinco metros. Además, gritan como bestias, ¿no escuchas, tampoco?
Suspiré. Bertie podría llegar a ser persuasivo. A lo mejor usaba sus superpoderes de ángel guardián y caía en la trampa.
—Papá murió, Bertie. Murió intentando darme algo mejor —volví a contraer mis hombros, sintiendo la proximidad de las lágrimas en los ojos—. Siento que estando aquí, sólo hago que su sacrificio parezca algo hecho en vano e inútil, ¿No crees? Nadamos juntos, atravesamos un desierto donde él cayó muerto y sólo para... ¿Para qué? Para ser uno más en esta situación.
Me callé. La histeria quería nacer de mi parte. Quiero decir, jamás hablaba de mi pasado en México a menos de que mamá se sintiera mal y quisiera escucharme. Ahora lo hacía inevitable, lo recordaba y anhelaba. Anhelaba nuestra vieja casa, y las ollas con olor a frijoles. Me hubiera gustado haber hecho de amigos a los niños de mi colonia, pero todo ello sólo era un edén lejano que jamás volvería a tocar por más que mi corazón lo anhelara.
Cerré los ojos. Bertie emanaba calor y armonía. Todo eso que mi desdichada alma necesitaba pero que no pedía. Permaneció en silencio unos segundos más, y después musitó:
—Lamento mucho lo de James.
—James no es el problema —bufé—. Es todo. Toda esta bazofia es el maldito problema. ¿Sabes por qué? Porque hace mucho tiempo dejó de ser divertido salir al bosque en espera de que me cacen y me desoyen como cualquier animal.
—Edgar...
—Sólo quiero irme ya a casa —musité, dándome la vuelta y viendo los cimientos de la casa—. O a un lugar lejos de aquí.
—No puedes deprimirte, no ahora —dijo Bertie, colocando una mano en mi hombro—. Es duro, lo sé. Pero la gente muere a diario, por alguna u otra razón. ¿Te imaginas sí perdiéramos la cabeza cada vez que alguien muere? El mundo sería en estos momentos un manicomio.
—No estoy así por James.
—Te conozco mejor a ti, que tú mismo, Edgar... —apretó mi hombro—. Te conozco tan bien que sé que estás así de renuente porque quieres hacerte el "macho" el valiente... Pero todos podemos rompernos una vez en la vida. Llorar, desear la muerte. Y después de que has desahogado tu alma, sólo queda hacer una cosa: levantarte.
—Quizás ya no me levante —articulé, con apenas voz.
—Yo te levantaré, no te preocupes.
— ¿Y Roy? —cuestioné, intentando cambiar el tema.
—Comiendo. A pesar de ser tan delgado, consume más que cualquiera de todo el pelotón.
— ¿Derek y Batsheva?
—Ellos han huido. A vivir su amor en la libertad.
Sonreí inconsciente de haberlo hecho. Bertie me dio varias palmadas, y lo escuché ponerse en posición para gatear.
—Estamos a dos de enero. Enero, febrero y después, en Marzo, te irás de éste infierno.
—De acuerdo.
—Te vigilo desde el otro lado —se despidió.
Él se fue y dormí un poco. Lo necesitaba, tanto o más que un baño privado. Los últimos meses había estado haciendo tras árboles y era muy, muy incómodo. En primera porque los problemas gastrointestinales eran ruidosos de mi parte, y no se me permitía alejarme más de diez metros del pelotón. Había ocasiones en que me daba pena ver a mis compañeros de frente después de hacer mis necesidades, no obstante, a nadie parecía molestarle. Quizás entendían que era algo normal y difícil de impedir.
Desperté debido a un empujón que me dio Roy. Abrí los ojos de forma brusca y vi a todos lados. Después de unos segundos me topé con la figura del capitán, quien parecía consternado. Sus cabellos eran más grises, y su mirada se había vuelto cansina. Al parecer, la guerra volcaba el mundo de valientes y cobardes por igual.
—Tengo la estrategia, ¿quieren oírla? —nos preguntó. Asentimos. Me senté en mi lugar, sintiendo mis miembros pesados y adormilados.
—He echado un vistazo a la calle, y no hay más que alemanes por casi todo el maldito lugar. Los soldados hacen rondas de cinco por las calles. Por aquí pasan cada treinta minutos, marchan por toda la avenida y giran a la izquierda —el capitán movía las manos intentando dar más realismo a su explicación, cosa que me parecía entretenida—. Nuestros amigos están a más de diez calles de aquí. Se ocultan en un bar mugriento donde asiste muy poca gente.
»No podemos salir a la luz del día porque hay francotiradores apostados en lugares estratégicos. Esto más que una ciudad es un pueblo listo para la guerra. Así que, el plan, es simple: tres de ustedes vendrán conmigo y el sargento. Un par de campesinos que después de un día difícil van a tomar un trago no es nada fuera de lo común. Entramos al bar donde nos reunimos, pedimos informes y nos devolvemos. Vivimos aquí un par de días hasta recibir órdenes superiores. Ya sea quedarnos aquí o buscar la manera de regresar a casa.
El capitán se detuvo en ese punto del discurso. En mi pecho la creciente sensación de que quizás aquello no duraría seis meses se incrementó al oír al capitán. ¿Por qué nos quedaríamos ahí? Lo más sensato sería ordenarnos volver a casa. Sonreí casi imperceptible, y el capitán continuó hablando:
—Necesito gente que se mezcle bien. Por ello quiero que me acompañe mi pelotón y no el del capitán Green —el capitán centró su vista en nosotros—. Griffin, Rivas, Johnson. Prepárense porque mañana a primera hora de la noche nos vamos.
— ¡Sí, señor! —dijimos al unísono.
—Lo más peligroso sería que les causáramos cierta inquietud. Nos pedirían documentos de identidad y todo se iría al caño. Muéstrense calmados, el señor de la casa nos llevará al bar, ya que es un cliente frecuente —suspiró, y asintió—. ¿Alguna duda?
—Señor, disculpe —Helena se atrevió a interrumpirlo.
— ¿Qué ocurre?
—Me gustaría acompañarlos. Podría serles de alguna utilidad.
—Lo sentimos, señorita Dickens —respondió el teniente, con voz más dulce de lo normal—. Pero la misión tiene suficiente con arriesgar la vida de tres hombres.
—Pero se vería normal, totalmente normal. Una salida de amigos, o incluso, la esposa de alguno... Por favor señor, yo sólo quiero servir a mi país.
Nadie habló. En el interior, las palabras de Helena habían despertado en la mayoría de nosotros cierto orgullo. Una mujer, el sexo débil en aquellas épocas, tenía más ganas y fulgor por servir a su país que aquellos que fueron sometidos a la fuerza. Sonreí, pensando en que chicas como ella serían muy difícil de encontrar de nuevo en la vida.
—En ese caso, no puedo interferir en su decisión. Prepárese entonces, señorita Dickens.
Helena sonrió y agradeció. El capitán se levantó, con movimientos pesados se arrastró al rincón más lejano del lugar. La señora Reichert apagó la débil luz que una vela emitía en otro de los rincones. La oscuridad reinó el lugar, y muy pronto, los ronquidos suaves de mis compañeros al dormir.
Todo el mundo dormía,menos yo. No podía hacerlo. Me sentía más solo de lo normal al escucharlos. Mesentía desesperado y triste. La licuadora emocional se encendía de nuevo paradar paso y vida a lo que sería la primera y única noche llena de insomnio en mivida.
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