»Capítulo 14.
Al día siguiente, entre Roy y yo nos encargamos de cuidar a los prisioneros. A la luz del día las facciones de Derek (ya que así se llamaba) se veían menos duras que la de los otros que habíamos conocido en los campos de batalla. A su lado, la encogida Batsheva permanecía con la cabeza baja, dando traspiés con cada roca que sus temblorosas extremidades encontraban. La lástima todavía rondaba mi corazón.
—Soldados, estamos a menos de cien metros de Hilversum —informó el capitán. Era cierto, ya que desde nuestra posición podíamos ver a la perfección las casas pequeñas que conformaban a tan ansiado pueblo—. No sabemos en qué lugar están ellos exactamente, pero no podemos adentrarnos en la ciudad portando esto... —fue entonces cuando Griffin tiró una tela en forma de bolsa. La abrió y sacó de ella varias ropas de campesino. Sabía que las habían cogido de la granja donde estaba el capitán Green y su pelotón.
—Se vestirán de forma inmediata. Como pueden ver el bosque termina en unos metros más, así que no podemos arriesgarnos a que les metan plomo quitándose la camisa —nos explicó el teniente Peters—. Muévanse, tienen dos minutos. Sus ropas las meterán en la bolsa al igual que sus armas.
—Sí, señor.
—Señor Müller, acérquese por favor —pidió el capitán. Derek caminó hacia él con paso seguro. Me imaginaba que planearían ahora la estrategia.
—Les dije que tenían dos minutos, Rivas —el teniente Peters me tapó la vista—. ¿Sabe que ya llevan uno y medio?
—Perdón, señor.
—Muévase. ¡Ya!
Me alejé de ellos y me acerqué a Bertie y Roy que se cambiaban apurados. Un campo minado sólo quería decir una cosa: Explosiones. Ceguera. Un verdadero juego de azar, donde el ganador es el favorecido por Dios y la muerte. El hombre que pudiera cruzar seguro fue ayudado por ángeles y todo el coro celestial.
—Dime que tienes visión lasser y puedes ver a través del suelo —le murmuré muy quedo a Bertie.
—Soy un ángel. No un experimento de Charles Xavier —Me replicó en tono de sorna.
—Muy gracioso. Sabes a lo que me refiero.
—Sí eres astuto y sigues las indicaciones, quizás. Pero... ¿Él podrá? —señaló a Roy con la cabeza, que intentaba quitarse la ropa sin mucho éxito.
—No sé —Roy era mi barrera. Al parecer, Roy siempre sería la persona que se interpondría entre yo y Kelly. Entre yo y mi vida.
—Pues te sugiero que lo sepas ya.
—Demonios —murmuré.
—Qué boca —Bertie se persignó. Rodé los ojos, fastidiado. Ya vestido de campesino, me acerqué a Roy que apenas estaba por ponerse la camisa.
—Escúchame muy bien —le dije—. Esto es quizá lo más peligroso que hayamos hecho hasta ahora. Tú debes de seguirme, ¿de acuerdo? No te separes ni de Bertie, ni de mí... Corre rápido si así lo indican, no más de medio metro de despegado de nosotros, ¿Está bien?
—Sí, Edgar —asintió, abrochándose los botones—. Haré lo que pueda.
—No es suficiente con eso. Tienes que jurarme que lo harás.
—No puedo jurarlo, no lo sé...
— ¡Maldición, Roy! —susurré, apurado—. Sólo debes de seguirnos, no es tan difícil.
—De acuerdo. Juro que te seguiré.
—Bien...—iba a hablar, pero al girar mi cabeza a la derecha, vi a Batsheva. Sola. Estaba recargada contra el tronco del árbol. Suspiré, y dejé a Roy cambiándose. Al parecer, el teniente y el capitán todavía estaban muy ocupados, por lo que me acerqué a ella.
—Hola —saludé, amistoso—. ¿Puedo sentarme?
—Claro que sí.
Me senté. Me abracé las piernas con los brazos, y la vi de forma fija. Las palabras habían desaparecido durante un momento de mis labios, pero después de buscarlas, dije:
— ¿Eres de Alemania o de Holanda?
—Ni de aquí, ni de allá —respondió—. De donde soy, ya no existe más.
—Comprendo —en realidad, no lo hacía del todo—. No te preocupes, todo volverá a la normalidad.
—Cuando toda tú familia ha muerto intoxicada por gas, y lo único que te queda parece ser que jamás podrá ser libre, la normalidad no volverá.
Apreté los labios. ¿Qué decirle a una persona así? El "lo siento" me parecía tan insignificante comparado al dolor que ella debía guardar en su pecho. Procesé sus palabras, y logré captar que aún le quedaba algo.
— ¿Te queda algo, ah? —pregunté, sonriendo—. ¿Qué es?
No respondió. Su mirada se enfocó en el Capitán Villiers, y después, muy lentamente, pasó a Derek que conversaba muy acalorado apuntando varios lugares de la pequeña ciudad, resguardada por una cerca. Los ojos de Batsheva contenían esperanza al ver a Derek, esperanza, y otro sentimiento que creía reconocer: Amor.
— ¿Él fue el único que no te maltrató en ese lugar?
—No sólo eso. Me sacó del campo. Dejé de vivir entre pulgas, entre llanto y peste y me dio un lugar de trabajo en su casa. Me cuidó como si fuera su hermana, pero pronto comprendí que sentía otras cosas por mí. Dejé que me quisiera, después de todo, nadie más lo hacía.
— ¿Cómo es posible? Él forma parte de los alemanes, de la gente que asesina y...—me callé, antes de que alguna otra cosa maligna saliera de mis labios. Ella no se molestó, simplemente, se encogió de hombros.
—Cuando lo conocí estaba hecha pedazos. Él, en vez de comérselos como lo hacían los demás, me ayudó a juntarlos. Me ayudó a poder estar entera de nuevo. Pero ellos, de los que tú hablas, soldado, se encargaron de delatar a Derek con sus superiores. Dijeron que tenía un romance con una judía —La chica se pasó casi de forma inadvertida su dedo índice por sus ojos—. Derek se enteró gracias a un amigo. Tomó dinero, sus cosas y nos fuimos de ahí.
—Lamento oír eso.
—Yo no, después de todo, ya estoy acostumbrada —sonrió, y elevó sus ojos hacía mí—. Ustedes están cerca. Sé que la guerra pronto acabará, pero sólo espero que Derek salga ileso cuando eso pase.
—O tú —le recordé. Pero ella negó con la cabeza.
—Derek puede estar mejor sin mí, en caso de que esto no termine. Y al final, siento que la vida no me alcanzará para llorar todo lo que estoy guardando. No vale la pena una vida así, amigo mío.
Le sonreí, porque no podía hablar. ¿Qué más podía decirle? Con James había sido fácil. Con la gente que conocía había sido fácil. Pero ni ella ni yo teníamos en común el mismo sufrimiento. Roy y yo habíamos pasado por un campo de batalla. Roy había sido herido, y yo podía haberlo impedido. Pero jamás podría haber intervenido por ella. Por eso era difícil encontrar las palabras exactas para consuelo.
—Primero la señorita Dickens, después la judía —Griffin pasó cerca de nosotros—. ¿Acaso estás en la guerra o de gigoló, Rivas? —soltó una carcajada y se alejó hacia el teniente. No le presté atención. Sus burlas eran lo menos que me podían herir ahora.
— ¿Rivas? Vaya, sí no lo dice él, creo que jamás habría conocido tú nombre a medias —bromeó ella. Sonreí.
—Edgar Rivas —tendí mi mano. Ella la aceptó con gusto, y noté como al estrecharnos, su mano era dura y con callos.
—Batsheva, sí, ya lo sabías desde la otra vez.
—Sí, una disculpa por la dureza, pero hay que ser precavidos.
—No te preocupes. Tenemos costumbre en esto —respondió, encogiéndose de hombros. Volví a sonreír, pero la sonrisa desapareció cuando escuché al capitán decir:
—Es hora. Vámonos.
—Un gusto, Edgar —me dijo ella, antes de que me levantara y me integrara a mi pelotón.
El Capitán, una vez todos estuvimos formados, nos explicó la estrategia:
—Entraremos por el lado Este, ya que ahí no hay vigías. Las minas en ese lado, por lo mismo, son más abundantes y estan más juntas una de la otra, sólo los habitantes del pueblo saben cómo están ordenadas, por lo que no será extraño vernos llegar bien. El señor Müller irá primero para mostrarnos como correr. Irán de dos en dos. Yo formo las parejas. Si alguno pisa una bomba, puede despedirse de su pierna y del mundo. Si uno cae, los demás seguimos ¿Entendido?
— ¡Sí, señor! —dijimos al unísono.
—Bien, señorita Schneider, va con el señor Müller; Griffin y Carter. Johnson y la señorita O'Connor. Williams y Peters. Rivas y la señorita Dickens. Fields y Thomas. Y por último, señor Kyle, usted viene conmigo.
El hígado me dio un vuelco al escuchar para donde se iba Roy. Suspiré, bueno por lo menos se fue con el teniente Peters, quien podría defenderlo en caso de que los atraparan. Todo el mundo se ordenó en fila, y nervioso, busqué a Helena, que me esperaba al final de la fila. Sonreía amplio. No pareciera estar muriéndose, como de seguro lo parecía yo.
— ¿Listo? —me preguntó.
—Sí, y veo que tú también —musité. Ella asintió, tomando mi brazo con sus pequeñas manos. Me sentía mal. Sí fallaba, sería la segunda vez que le fallaba a una chica que me importaba.
—Bien, Johnson y señorita O'connor, van primero. Los demás van saliendo en el orden que voy indicando.
Bertie salió tras de Derek y Batsheva. Todo el mundo observaba con estrés como salían del bosque y tomaban la pradera. Giraban al oeste poco a poco, y cuando estaban casi a cincuenta metros del pueblo, Derek caminaba en forma de zig-zag, después derecho. Finalmente, se recargaba un poco más para el lado izquierdo. Bertie lo imitaba tan bien que en menos de diez minutos, las siluetas habían salido de nuestro campo visual.
—Fields y Thomas.
Ambos soldados salieron disparados. Por mi parte dejé de prestar atención por escuchar mi agitada respiración. Los nervios jamás me habían abandonado, quizá eran ellos los que no me dejaban progresar en mi carrera como soldado. Esperaba quitármelos después de aquella osadía.
—No tengas miedo, Edgar —me susurró Helena.
— ¿Miedo? —musité, bajando la mirada hacía ella—. Me temo que no lo tengo, Helena.
—Claro que sí... Pero no es malo tenerlo, es normal... Aunque a mí me gustaría que tú no lo tuvieras.
— ¿Sabes? El miedo y yo somos uno solo.
—Lo sé. Hace días se te nota... Pero, ¿Sabes? No deberías de temerle a nada. Ni a la muerte misma.
— ¿Por qué no?
—Porque vivir es un sueño. Morir es el bello despertar. Sí lo miras de esa forma, podrás calmarte y concentrarte.
—Willams y Peters.
Miré a Roy que salía de nuestro escondite hacía Hilversum. Tragué saliva. Quizás no podía tenerle miedo a morir. Quizás no le tenía miedo a morir.
—No le temo a la muerte —dije, sin pensar.
— ¿Entonces?
—Le tengo miedo a perder... A perder todo lo que tengo.
Roy se tambaleó, pero el Teniente lo sujetó con fuerza por el hombro, impidiendo que diera un paso en falso. Suspiré, aliviado, cuando vi que como el resto, entraban en la ciudad.
Después de ellos, fue el capitán. Y después fue nuestro turno. Sólo quedaban Griffin y Carter que serían los últimos en entrar.
Cerré los ojos un momento. Respiré hondo y comencé a caminar casi en automático hacía el pueblo. No sabía si caminaba hacia mi propia muerte, pero eso ya lo había hecho una vez. Sabía el camino, y conocía el amargo sabor de la sangre en la boca. Podía pasar por ello una vez más. Quizá sí, ¿Por qué no?
Llegué a la zona minada. Mi respiración se agitó. Me detuve sólo un segundo. Entonces mi mente comenzó a desvariar. Caminé con toda la rapidez que me fue posible, a la vez que Helena sostenía mi mano con fuerza. Las de ambos sudaban. Mi mente pensaba en colores, primero el nombre del color azul, y luego el gris. Pensé en un atardecer, luego en helado de vainilla. Casi al final del sendero, creí que me desmayaría de la tensión, pero Helena me apretó la mano de nuevo, y al final, pude llegar a las puertas de la bella ciudad de Hilversum.
Bertie me tendió la mano y me introdujo por completo. Me sonrió y me dio una palmada en el hombro.
—Estamos a salvo. Lo hicimos colega —sonreí, feliz.
—Eres muy valiente —me murmuró Helena, a la vez que depositaba un beso en mi mejilla. Tímido y cálido. Quise verla para decirle que ella había sido la valiente, pero en realidad no podía recordar lo que había pasado hacia cinco minutos.
Me recargué en una casa, y vi a la pradera. Griffin y Carter se acercaban a nosotros. Mi cuerpo se destensó por completo, a la vez que el dolor de estómago desaparecía. Sonreí, sintiendo la vida de nuevo en cada poro de mi piel. Griffin y Carter estaban a menos de diez metros. Pronto nos iríamos a alguna posada, o inclusive, con suerte encontraríamos la base de operaciones.
Cinco metros y James Carter dio un traspié. Todos nos quedamos inmóviles. Estupefactos. Pero no ocurrió nada. La tensión amenazaba con desaparecer, cuando James dio otro paso. El paso que detonó una de las muchas bombas con las que se pudo haber encontrado.
Todo ocurrió demasiado pronto: Griffin terminó de recorrer el trayecto que le quedaba, pero James había acabado en el piso sin una pierna. Gemía y se retorcía de dolor. Yo no podía dejar de ver la carne viva que salían de sus pantalones de campesino. La sangre no escurría debido a lo rápido que se había deshecho de su extremidad. Miré por todos lados, y vi que la pierna había terminado a cinco metros de él. Se retorcía como si tuviera vida propia.
— ¡Vámonos! —urgió el capitán. Todos pusieron pies en polvorosa, menos yo que seguía viendo a James. Con una mano ensangrentada, había extraído de su bolsillo un pedazo de papel, blanco con algunas tinturas de sangre.
— ¡Edgar! —me gritó—. Tómala, por favor. Es para mi novia.
Lo miré. Di algunos pasos en su dirección. Pero el brazo de Bertie me detuvo.
—Tenemos que irnos, los Alemanes vienen hacía acá. Creen que es un ejército.
—No. James... Me necesita —dije, apenas sin aliento.
—James pronto irá a un lugar mejor que éste. ¡Vámonos! —gritó Bertie. Pero yo seguía sin moverme. Carter gemía, y entre esos gemidos intentaba pronunciar mi nombre. Hice un puchero con la boca, impidiendo que el llanto saliera.
Bertie ya no me dijo nada. Simplemente me volteó y a empujones me sacó de aquel lugar. Pero nunca salí de aquel lugar en realidad. En mi mente, todavía sigo en aquel campo minado. Y en mi mente, cada que es posible, sueño que voy con James y tomo la carta para su amada novia. Sueño que salgo vivo de la guerra, y pongo aquella carta en el correo.
Sueño con que debí de haber hecho lo que me correspondía.
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