»Capítulo 13.
Partimos de aquel granero con tres hombres extra. El pelotón de ese lugar no los necesitaba, pero nosotros sí. Al parecer, el capitán Green había sido herido de bala en el antebrazo cuando intentaba traspasar la zona boscosa cuyo camino llevaba hacia Hilversum, Holanda. Todos hicimos una mueca al escuchar aquello. Habrá sido por miedo, o quizá era frustración de tener que ingeniárselas para sortear los riesgos que el camino nos deparaba.
Por mi parte puedo decir que sufrí de ambos pensamientos. Tenía miedo, pero él ya se había adherido a mí desde que intenté sujetar a Kelly por la cintura aquella fatídica noche. Todavía no me acostumbraba, pero pronto esperaba hacerlo. Vivir en miedo y en sombras era un panorama no muy agradable, pero estaba dispuesto a aceptarlo sí esa era la única forma.
Caminamos tres días infernales y casi dos noches enteras en los cuales sufrí desvaríos debido al cansancio. Sólo había una cosa en mi mente: mi vida. Pensaba en que habría sido de mí en los exámenes finales; Mamá, ¿Ya me habría dado por muerto? Quizás y sí, después de todo, siempre había sido una mujer muy fuerte y resignada; ¿Estaría enterrado? ¿Me habrían hecho algún funeral? ¿Alguien habría llorado por mí? De inmediato pensé en Kelly, en su cabello castaño oscuro ondeando suavemente con la brisa invernal. Imaginé sus ojos acuosos viendo mi tumba. Llorando. Quizás, cuando todos se hubieron marchado, ella se quedó sólo para gritarle al viento todas las promesas que le hice. Ella gritó mi nombre, y me dijo te amo. Lo sé. Pero el viento aún no me ha traído nada de ella.
Aquella era la tercera y última noche que acampábamos en ese bosque frío e inhumano. Encontramos un lugar pequeño, y de forma automática, dejamos las cosas en el piso. Yo me senté e hice una mueca; mis pies tenían callos gruesos al igual que mis manos. Había veces en las que solía quitarme las botas y salía una pequeña hilera de sangre, entonces pensaba en mi tía María y escuchaba su áspera voz regañarme. Estropearme la manicura no era algo que le gustara en mí.
—Rivas y Carter tienen el primer turno —el Capitán nos dijo. Todos estábamos alrededor de una pequeña hoguera, un poco más acogedora que las otras. En nuestras manos descansaba el cuenco de sopa (compuesto de agua y uno o dos hongos silvestres comestibles) el cual tembló de forma leve en mis manos al oír aquello.
Sin embargo, terminamos asintiendo. No había opción. No podía decirle "Señor, estoy cansado". La guerra al parecer, sólo se ganaría cuando los soldados nos diéramos cuenta de que no teníamos opción.
—Mañana llegaremos al pueblo —me dijo James, una vez todo el mundo se hubiera ido a dormir.
—Mañana es una distancia eterna.
— ¿Sabes que nos vendría de maravilla? —Negué con la cabeza—. Un poco de vino. O coñac. El alcohol nubla el sentido, pero hace que todo se vea más... Tenue.
—Antes muerto que probar una sola gota —ironicé.
—Eres muy raro, Edgar —Carter hizo una mueca, pero después me sonrió de forma afable—. Pero me caes bien. Bueno, al menos mejor que Griffin.
—La noche nos pone muy sentimentales, ¿No? —intenté bromear.
—Tienes razón. Pero no son cosas que me ocurran sólo en un campo de batalla.
— ¿A qué te refieres?
—Ahora que lo pienso, Rivas, las cosas más dolorosas me han ocurrido en la noche —Carter, se encogió de hombros, intentando restarle importancia al asunto—. Mi padre murió en combate el 41. Él también se enlistó porque nuestra situación económica siempre fue crítica —James hablaba. Pero parecía hacerlo más para sí mismo, como sí yo no estuviera ahí—. Vivíamos en una pequeña granja en las afueras de Londres. Mi papá amaba ordeñar las vacas y despertarme para hacerlo. Solíamos montar en las tardes a caballo —James sonrió, y una vez más, me sentí excluido del momento—. Galopábamos, mientras la luz del sol nos bañaba. Bromeábamos. Y mamá nos amaba a ambos... Era divertido.
—Me lo imagino, Carter —respondí, con aire distraído. Pensando en mi niñez, que no le envidiaba nada a la de Carter por ser iguales.
—A veces... Sólo a veces, me pregunto, ¿Quién sufre más? Los judíos o nosotros —bajó la mirada un momento, como sopesando su propia pregunta—. ¿Qué opinas?
En otros tiempos, en mis tiempos de estudiante habría respondido: "Ellos". Pero ahora que vivía en carne propia lo que era la guerra, sentía que quizá... Quizá... Pero negué con la cabeza. Sabía de antemano que ellos pasaban por cosas que rebasaban el inframundo: Experimentos, asesinatos a sangre fría, condiciones extremas... A nosotros nos podían asesinar con sólo una bala y no sufrir, pero ellos morían lentamente, día a día en un campo de concentración.
—Ellos... Creo que sí no lo hicieran, no sufriríamos nosotros.
—Puede que sí.
Nos quedamos en silencio observando las ramas de los árboles que se agitaban furiosas. Apreté la mandíbula cuando una corriente de aire levantó mi campera. Quería que mi abuela me viera en aquellas condiciones, porque sabía que ella habría sido la única que no me dejaría morir de frío en aquél lugar.
El silencio avasalla. Pero hubiera preferido seguir escuchándolo que haber oído aquel quejido. Era un sonido lastimero que no provenía de las tiendas de campaña, y tampoco de James. Carter y yo nos vimos. Nos leímos el pensamiento: había un ser vivo cerca de nosotros. Con la mirada, intenté decirle a James que fuéramos por el capitán, pero él sólo elevó su dedo índice a los labios y me pidió silencio. Y eso hice.
Pasaron dos minutos antes de que el quejido se repitiera. Cargado de dolor, parecía que alguien estaba agonizando. Carter dio un paso, pero un susurro lo detuvo en seco. Había otra persona junto al moribundo.
Los susurros aumentaron y el llanto disminuyó en pocos segundos. Cuando todo estuvo en quietud, Carter me indicó a señas que lo siguiera. Asentí temeroso, y tomando mi rifle comencé a seguirlo a trompicones en la oscuridad. Con los nervios, las ramas de los árboles tomaban formas de monstruos, fantasmas y miles de criaturas fantásticas, que me atemorizaban los sentidos, pero.... Pensándolo mejor, prefería encontrarme con un duende, con un vampiro. Con todo menos un alemán.
Caminamos algunos segundos, y a menos de diez metros del campamento los encontramos: Dos figuras recargadas contra los troncos de enormes árboles. Estaban sentadas, y encogidas, al parecer, de frío. James sin bajar el rifle, caminó, y cuando estuvo a una distancia prudente (y que ambos estuvieran en su línea de fuego) habló:
— ¿Quién vive?
Las siluetas se quedaron estáticas.
— ¿Quién lo pregunta? —respondió una voz masculina y potente. Su inglés no era tan malo.
— ¡Salgan con las manos en alto o les llenaré el cuerpo de plomo! —advirtió James.
Los individuos se mantuvieron quietos, hasta que, movidos por el miedo, se levantaron pesadamente de su lugar. Alzaron las manos y caminaron de forma lenta hasta quedar a unos pocos centímetros de distancia nuestra. Con mis ojos ya adaptados a la oscuridad, pude ver que no eran dos hombres, sino un hombre y una chica. El hombre era rubio, de ojos pálidos, y facciones prominentes. La chica era raquítica, débil, delgada, y de rostro poco agraciado.
Él vestía el uniforme Alemán y la chica un vestido a rayas.
—Identifíquense —pidió Carter, apuntándolos.
—Me llamo... Me llamo Derek Müller, y ella ser Batsheva Schneider.
La chica temblaba, pero él la mantenía tomada del brazo en todo momento.
—Regístralos —me ordenó James. Le obedecí al instante. La esvástica brillaba de forma maligna en el brazo del chico. Esperaba que en cualquier momento sacara un arma de fuego y me matara, pero sólo se mantuvo quieto, viendo de reojo a ella.
—Están limpios —dije, retirándome.
—Tú portas el uniforme de esas bestias —escupió James, con asco—. Así que no podemos dejarte ir. Tendrás que venir con nosotros ante nuestro superior... —después, miró a la chica—. Señorita, ¿acaso le estaba dañando éste miserable?
—No... —respondió, castañeando los dientes—. Señores, por favor, no lo dañen. Se los ruego.
—Es un prisionero. Tiene que venir con nosotros. Usted puede irse.
— ¡No! —Gritó tan fuerte, que creí que se desmayaría del esfuerzo—. Yo iré a donde él vaya.
—Cómo quiera —Carter se encogió de hombros y me miró—. Cuida la retaguardia.
Avanzamos el trayecto de vuelta al campamento. Debo admitir que estaba un poco asombrado, y estupefacto. El chico Nazi (porque debía tener más o menos mi edad) caminaba con la cara en alto y al parecer sin intenciones de dispararnos. Parecía que no había ningún problema, ninguna trampa.
"O eso es lo que quiere que creamos" Me dije para mis adentros, aunque mis instintos me decían que estaba equivocado. Sí nos hubiera querido tender una emboscada, ya habríamos caído.
Observé a la chica. Temblaba bastante, apestaba a orines y sudor. Su ropa sucia le hacía ver menos agraciada, y llevaba un pañuelo en la cabeza rapada.
"Judía" Mi veredicto fue certero, pero en cierta manera no quería que fuese así. Estaba viendo por mi propia cuenta las catástrofes del holocausto. Estaba oliendo, apreciando, y sintiendo la brutalidad de los alemanes en una pobre chica que sí mucho debía contar con veinte años, más o menos, de la misma condición de mi novia.
Llegamos al campamento y ambos fueron obligados a permanecer de pie frente a la tienda de campaña del capitán. James fue a levantarlo y en menos de dos minutos y medio, el capitán hizo aparición impecable. Muy despierto, y con un cigarrillo en la boca, se acercó a observar a ambos desconocidos.
— ¿Quiénes son? —Preguntó, arqueando una ceja—. ¿Para dónde van? ¿Por qué merodean en el bosque? —su voz era agresiva, pero afable a la vez.
Los desconocidos se mantuvieron en silencio. El capitán permaneció de brazos cruzados unos segundos. De reojo pude apreciar que todos salían de sus tiendas, incluidas las enfermeras.
— ¿Van a hablar? —inquirió el capitán Villiers.
El silencio no se rompió. El teniente Peters dio un paso adormilado hacia ellos, y de su bolsillo extrajo un revolver. Todos fijamos la vista en él. Sin decir nada, le dio con la culata en la sien al chico alemán, el cual cayó soltando un gemido ahogado. Las enfermeras se llevaron una mano a la boca, mientras que la chica judía se lanzaba al suelo, abrazándolo.
— ¡Por favor, déjenlo! —gritó.
— ¿Por qué dejarlo? Es un alemán. Un hijo de esa raza maldita —gritó Tanner. Se había abalanzado a la escena con el rifle en la mano. Creí que asesinarían al chico, hasta que el capitán se inclinó y levantó al rubio con cuidado.
—Sí hablas, podríamos considerarte como un prisionero. Así que habla, y te dejaremos ir en paz con ella.
Los ojos azules de él vieron a la chica de manera codiciosa. Soltó un suspiro y terminó asintiendo lentamente.
—Soy Derek Müller —su voz temblaba, al igual que su cuerpo—. Era el encargado del campo de concentración que está en Amersfoort. Pero... —su voz amenazaba con quebrarse, por lo que tomó aire para después seguir hablando—. Tuve un problema y deserté. Intento huir ya que me buscan. Es todo.
Durante unos segundos no se escuchó nada más que el sibilante sonido del aire al correr por los árboles. El capitán miraba a ambos de pies a cabeza, intentando quizá, analizar las palabras dichas por Derek.
— ¿Pasaste por Hilversum para venir hacia acá? —preguntó el capitán
—Así es.
— ¿Qué tan seguro es el camino?
El alemán tragó saliva y se mantuvo callado. Pero después de unos segundos en los que al parecer había meditado, habló con voz ronca:
—Cuando veníamos hacia acá estaban colocando campos minados alrededor de la ciudad.
—Perfecto —bufó el teniente Peters.
—Tranquilo teniente —siseó el capitán.
— ¿Cómo me pide tranquilidad, señor? Oír eso tira todos nuestros planes de filtración por la borda.
El teniente no respondió. En cambio, observó de forma fija a los chicos que huían de los alemanes. Para mí era irónico ver algo así, y me preguntaba ¿Qué problema pudo haber tenido para abandonar una posición tan ventajosa como aquella?
Nuestro superior avanzó hasta quedar frente a frente con el chico alemán. Los ojos azules del capitán brillaban de forma cegadora a pesar de no haber luz en aquel sitio. Una sonrisa se curvó en sus labios, y supe que tenía un plan.
—Usted señor Müller nos guiara por el campo.
—Claro que no —afirmó él—. No volveré ahí. No lo haré. ¡No lo haré!
—Elija, señor Müller —murmuró el teniente, tomando el rifle más próximo que estuvo a su alcance y lo apuntó a él—. Puede llevarnos y escapar de forma tranquila. O les ahorro el trabajo a sus superiores y le mato ahora mismo.
—Derek —la chica judía tomó con fuerza el brazo de él.
La tensión era palpable en el ambiente. Nadie (a excepción quizás de Griffin, y Carter) quería que el Capitán disparara contra él. En mi mente infantil, imaginaba al capitán Villiers como un hombre amable. Como un superhéroe de los que sólo ayudan y combaten al mal sin la necesidad de asesinar a los villanos. Yo creía firmemente en ello. Y esperaba que Derek Müller fuera sensato en su decisión.
—Yah... Los guiaré... Pero después nos dejaran irnos en paz.
—Es un trato, señor Müller —de sus bolsas, el teniente extrajo un pedazo de soga—. Sin embargo, mis instintos me exigen atarlo. Debe comprender que son formalismos requeridos, después de todo, sigue siendo un enemigo —ató con fuerza las manos de él, y después vio al teniente y a Griffin—. Es hora del cambio de guardia. Por favor lleven a nuestros nuevos amigos a una tienda... Pónganlos cómodos que nos espera un largo día mañana a Hilversum.
Ambos obedecieron y metieron al Nazi y a la judía en la tienda. Yo me quedé parado en medio, observándolos. Una infinita lástima inundó mi corazón y, por un instante, cerré los ojos pensando en todo menos en lo que debería. Poniéndome en los zapatos de ambos.
Y no me agradó el panorama que les deparaba a aquellos dos seres.
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