5. Salmeé
—Buenos días —dice al cerrar la puerta del vacío café tras de sí.
Dejo de trapear y por un momento mis ojos quedan anclados en la baldosa negra que hay bajo mis pies. Tengo la intención de mirarlo, pero no me animo a levantar la cabeza. Tras una lenta inhalación vuelvo a lo que estaba haciendo.
—Hola —respondo al piso.
Oigo sus pasos antes de ver un par desgastadas botas de excursionista que detenerse sobre el tramo de baldosas que acabo de limpiar, ensuciándolas.
—La jefa me dijo que llegara temprano para ayudarte con la limpieza antes de abrir. ¿Dónde me quieres?
«En mi cama», diría Hilda.
Me mantengo ocupada trapeando a su alrededor en al espera de que se percate que debe moverse.
No lo hace.
Trapeo de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. No es hasta que el trapeador golpea su calzado que me doy cuenta que está inmóvil a propósito.
—¿Te moverás? —inquiero.
—¿Me mirarás?
Suspiro y levanto el mentón. Ojos color ónix, como las piedras que mi madre usaba en pulseras, aretes y collares, me dan la bienvenida junto con una suspicaz sonrisa ladeada. Mamá decía que ese tipo de piedra actuaba como protectora y absorbía cualquier clase de energía negativa.
Irónico.
—Así está mejor —murmura satisfecho—. ¿Me dirás en qué puedo ayudar?
—Puedes trapear.
—Eso ya lo estás haciendo tú. —Hace un ademán al cubo de agua sucia a mi lado.
—No aquí, en el baño.
—¿El baño? —Arruga la nariz.
—Tú querías ayudar. —Me encojo de hombros.
Paso por su lado, esquivándolo a él y a un par de mesas mientras me concentro en sacarle brillo a las baldosas.
—¿Y dónde está el baño?
—No es un lugar muy grande, ve a explorar y encontrarlo.
Por un segundo recuerdo lo que dijo Hilda sobre explorar las colinas.
—No te agrado, ¿verdad?
Me giro de mala gana para hallarlo con las manos metidas en los bolsillos traseros de los jeans. Tuerce la cabeza un poco, como si al verme contemplara una cuenta de dividir muy difícil o el fragmento de una obra literaria que no comprende por más que se esfuerce.
—No te conozco.
«Mentirosa, claro que lo haces. ¿Por qué no le dices la causa de tu desagrado? Seguro que así se caerá esa fachada gentil y encantadora que tiene, exponiendo lo que en verdad es: el material del que están hechas tus pesadillas».
—¿Cuál es tu apellido? —pregunta enviando la voz de Mary lejos.
—No necesitas saberlo.
No quiero que lo sepa porque tal vez se acuerde de mí. No tengo la certeza de que alguna vez lo supo, pero no me arriesgaré.
—De acuerdo, Salmeé sin apellido... —Se acerca lo suficiente como para que no haya más que una baldosa y el trapeador entre nosotros. Su colonia, mezclada con un aroma parecido al petricor, es más fuerte que el cítrico del desodorante para piso. Ya no apesta a cigarrillos y cerveza como hace unos años—. Te prometo que algún día te voy a agradar.
—Suena como todo un desafío. —Me empeño para que no se filtre ningún rastro de emoción en mi voz.
—Lo es.
Sonríe y da media vuelta, marchando hacia lo desconocido del lugar. Me debato entre decirle que está yendo en dirección a la cocina y que el piso de allí está mojado y resbaladizo porque acabo de limpiarlo, pero no llego a abrir la boca cuando se oye una maldición seguida de un estruendo.
Se cae de trasero al piso.
Las colinas se han convertido en llanuras. Mala suerte para Hilda.
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