Introducción
Recuerden que esta historia será actualizada los viernes. Pero hoy, ya les dejo la intro para que vayan ambientándose...
La alarma que ella misma colocó hacía media hora sonó en sus oídos, abrió los ojos y suspiró, solo faltaban quince minutos para que la vida le recordara una vez más quién era y de dónde venía.
23.45
Decía el celular.
—Me voy —dijo él.
Ella lo miró y le hizo un gesto para que lo hiciera, lo había olvidado, no importaba... lo cierto era que no sabía siquiera porqué seguía ahí.
Lo vio levantarse y pasearse desnudo por la habitación mientras buscaba una por una sus pertenencias y se vestía.
—¿Te llamo mañana? —preguntó.
—No, tengo que dejar todo listo en la oficina para poder viajar.
—¿Cuándo te vas? —quiso saber él.
—El sábado... y no sé cuándo regreso —mintió, sabía que el viaje sería corto, lo justo y necesario.
—Pero tienes que venir antes de la inauguración del nuevo local —respondió él con confusión.
—Lo sé, Arturo, ¿acaso crees que no lo sé? —respondió con hastío.
—Bueno... llámame, ¿sí?
—Ajá —asintió y lo vio partir.
Se levantó, desnuda y con una sensación de vacío inundándole el alma, fue al baño. Se metió bajo la ducha y se quitó los rastros de la noche que acababa de vivir. Una vez fuera, caminó hasta el lavabo y se cepilló los dientes y, cuando estaba ya por regresar a la habitación, se perdió en la imagen que el espejo le devolvía de sí misma.
Vacía, se sentía vacía...
Su teléfono comenzó a sonar.
—Feliz cumpleaños —se dijo a sí misma.
—Tú sabes que no es feliz... que no eres feliz —le respondió su imagen.
Ángeles pensó que había enloquecido, volvió a mirarse y sintió que no era ella misma, que era alguien más.
—Treinta años... —susurró.
El teléfono volvió a sonar, insistente, por lo que fue a atender.
—¡Que los cumplas feliz, que los cumplas feliz, en tu día dichoso que los cumplas feliz! —cantó Máximo, su hermano mellizo.
—Feliz cumple, Maxi... estás viejo —bromeó ella.
—¿Viejo? ¡Tú lo serás! —respondió él con diversión.
—Tú naciste primero, por lo que eres técnicamente quince minutos mayor —replicó.
—¡Feliz cumple, Angie! —gritó su cuñada que sabía estaba al lado de su hermano. Ellos eran los únicos que todavía la llamaban así, para el resto de la gente, ella era Ángeles.
—Gracias —respondió.
—¿A qué hora llegas el sábado? —quiso saber Maxi.
—A las cuatro, ¿irán a esperarme al aeropuerto? —preguntó.
—Por supuesto que iremos, ¿qué creías?
—¡Te extrañamos! —volvió a gritar su cuñada.
—Y yo a ustedes —añadió ella—. ¿Mamá y papá también estarán?
—Por supuesto, pero no para buscarte porque ellos llegarán el domingo del crucero. ¿Lista para volver a casa?
—No voy a volver, serán solo unos días —replicó ella.
—Y no dije lo contrario, solo te preguntaba si estabas lista para volver a casa... por un tiempo —respondió su hermano.
Angie suspiró, si estaba lista o no, no lo sabía.
—Todo lo que me haces hacer —se quejó.
—Te hará bien tomarte unos días, ya verás —prometió él—. El teléfono está sonando, te dejo...
—¿Es él? —se apresuró a preguntar Angie.
—Sabes que sí —respondió Maxi—. ¿Quieres que le diga algo?
—Sabes que no —susurró Angie.
—Bien, nos vemos el sábado entonces —zanjó Maxi.
—Nos vemos —respondió antes de cortar.
Unos minutos después leyó un par de mensajes de su amiga Silvia y de uno de sus compañeros de trabajo, recibió llamada de sus padres que prometieron llegar el domingo y una vez que cortaron, Angie supo que nadie más llamaría. Y no es que quisiera que alguien lo hiciera, solo... solo se sentía sola.
Cerró los ojos para recordar. «¿En qué idioma me cantaría este año?». Se preguntó.
Entonces sacudió la cabeza dispuesta a perder esa idea de su mente. Hacía siete años que no le cantaba en ningún idioma, hacía siete años que no le llamaba... y siete años era mucho tiempo, demasiado tiempo...
Hacía un par de semanas atrás había tocado ese tema con su psicóloga, la crisis de los treinta, el temor a la soledad, la sensación de vacío y de que nada había salido como había planeado. Todo le daba vueltas y vueltas en la cabeza, y encima debía volver a casa... volver al sitio que había dejado hacía tantos años y que indefectiblemente significaba encontrarse con una Angie que ya no era y que tampoco quería ser.
—¿Por qué odias a esa Angie del pasado? —le pregunto Marcela, su psicóloga.
Angie lo pensó.
—Porque estoy enfadada con ella —respondió—, las cosas no salieron como las planeó y ella no supo hacer nada al respecto.
—Era joven... hizo lo que pudo —defendió Marcela.
—Y no fue suficiente...
—¿Y ahora? ¿No puedes hacer algo al respecto? —preguntó la mujer.
—No, es tarde...
—¿Tarde para qué?
Angie caminó hasta su armario, buscó la pequeña escalera que escondía tras la puerta y la colocó, subió hasta el último nivel del mueble y estirando sus brazos bajó una vieja caja. Hacía años que no la abría y estaba llena de polvo.
Llevó su caja hasta su cama y se sentó sobre ella para abrirla, la sacudió con su mano y levantó la tapa.
Encontró viejas fotos, cartas, flores secas, todos recuerdos de él, de su primer amor, de su único amor. Había también una foto de los cuatros, el equipo que decían ser, estaban en aquella vieja terraza en la cual ella y Bastian hicieron el amor por primera vez. En la foto se los veía a los cuatro sentados alrededor de una fogata improvisada.
El equipo, pensó.
Angie los extrañaba, lo más difícil de tomar la decisión de mudarse fuera del país había sido tener que abandonar a Maxi, su media mitad, su todo, su mellizo... pero él estaba con Dulce, tenían un amor de esos de libros rosados, estaban juntos desde finales del último año del colegio y aunque nunca se habían casado, se pertenecían el uno al otro. Y después estaba él, Bastian, el chico que había sido su mundo durante aquella época de su vida.
«¿Por qué, Bastian? ¿Por qué nosotros no pudimos?».
Se preguntó con pesar.
Y es que tenía que admitir que a veces envidiaba a Maxi y a Dulce, envidiaba esa relación tan perfecta y armónica que supieron mantener a través de tantos años.
Husmeando en sus recuerdos, encontró también una hoja, la desdobló, era la hoja que había leído en su graduación, su discurso de mejor egresada. Lo leyó.
—¡Vaya que era ilusa en aquella época! —se rio de sí misma.
—No, solo eras joven
Se respondió. Si su madre estuviese a su lado en ese momento, seguro le diría que no fuera tan dura consigo misma. Se llevó la carta al pecho y echó la cabeza para atrás. Volver a casa significaba muchas cosas, y ella no estaba segura de estar lista para eso. Pero ¿qué podía hacer? No podía fallar al casamiento de su hermano y su mejor amiga de la adolescencia. No podía ser tan egoísta y perderse el nacimiento de su primer hijo, su propio sobrino.
Y él... claro que iba a estar, claro que lo iba a volver a ver luego de siete años... ¿cómo no? Si él sí supo seguir en contacto con sus amigos, si él sí supo estar allí para ellos, si ellos tres, a pesar de todo, seguían siendo un equipo.
«Antes creía que la felicidad estaba en los logros, ahora creo que está en el proceso.»
Eso decía la última frase de aquella lectura.
—Ahora creo que la felicidad no existe, es una utopía —dijo mientras acariciaba la hoja con su antigua letra, todavía mucho más prolija y ordenada—, la felicidad no es más que una ilusión que perseguimos y a la que no llegamos nunca... un engaño...
Y suspiró.
En la caja también halló una vieja camiseta, era de Bastian. La aspiró esperando que aún conservara su aroma, pero no, solo olía a viejo. Se la puso igual y se acostó en su cama, pero la cama aún olía a sexo y a bebidas, por lo que no le agradó profanar así su mejor recuerdo. No quería que su nueva yo arruinara sus tesoros más pulcros y prolijos, se acostó entonces en el suelo, sobre la alfombra y se durmió allí, anhelando que aquel viaje que estaba a punto de emprender, ese viaje a su pasado, no le resultara tan desgarrador.
Bueno, por aquí arrancamos un viaje lleno de emociones.
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