Capítulo 4

Cuando Angie abrió los ojos eran las ocho de la mañana de aquel primer domingo de regreso en casa. Dulce ya no estaba a su lado, por lo que intuyó que en algún momento de la noche se dejó vencer por el cansancio y se quedó dormida. Maxi la debió de haber buscado como habían quedado y ella decidió no despertarla.

Angie se sentía descansada y eso era bueno, sobre todo con vistas a todo lo que le tocaría enfrentar ese día. Se dio unas vueltas en la cama mientras pensaba por qué no podía dormir un poco más como lo hacía cuando era adolescente, pero su reloj biológico no le permitía estar en la cama pasada las ocho de la mañana.

Quizás era porque se había acostumbrado a vivir al límite del estrés, la gente solía decirle que trabajar en un hotel frente a la playa debía de ser increíble, y lo era sí, pero no por eso era más relajado que cualquier otro trabajo. Había que estar al pendiente de que todo esté siempre perfecto, que los clientes disfrutaran su estadía.

Además, en la playa el sol a esa hora ya estaba enorme y brillante, los turistas más activos bajaban a desayunar o a caminar por la arena blanca y los empleados del hotel debían estar siempre atentos. Pero ella no era una turista en esos días, o quizá sí que lo era, una turista en su propia vida, una turista escudriñando su pasado, pensó.

Llamó a servicio de habitación y pidió un desayuno, no tenía ganas de bajar. Se levantó, fue al baño y se dio una ducha tibia, para luego salir en bata y acomodar sus pertenencias en el armario del hotel.

Sí, definitivamente estar en un hotel se sentía en casa, y eso era lo que ella había querido desde que había hecho la elección de su futuro.

Cuando ordenaba sus cosas sobre la mesa de noche encontró una nota de Dulce.

«No quiero despertarte porque estás profundamente dormida, me voy a casa, Maxi está en camino. Ha sido bello pasar este tiempo juntas y espero que en estos días tengamos mucho más tiempo para nosotras. El plan para mañana es almorzar en casa porque a Maxi le hace ilusión que conozcas nuestro nido. Luego iremos a lo de Dina... prepárate...

El lunes por la mañana tenemos que ir a Felicidad, irá la organizadora y necesita ver el sitio para preparar todo. Luego, pensaba que podrías acompañarme a hacer algunos ajustes en el vestido, la panza crece y quién sabe el tamaño que adquirirá en una semana.

Bueno, eso por el momento... y ya no te daré spoilers de lo que vivirás por aquí en estos días, pero organizar una boda es extenuante... necesito tu ayuda...

Te adoro, D.»

Angie sabía que el «prepárate» de Dulce significaba que una lluvia de recuerdos caerían muy pronto sobre ella y tenía que estar lista. Sin embargo, por alguna extraña razón, aquella mañana, se sentía despierta y viva... algo que no podía describir muy bien, pero estaba segura de que era una buena señal.

Se acercó a la ventana del cuarto y observó desde allí la ciudad. La vista era bonita, nada comparado el mar turquesa desde su oficina, pero igualmente bello, otra clase de belleza, una que se sentía parte de ella. Allí estaban los edificios, casas y árboles que recordaba de toda su vida y sonrió.

Un pensamiento se coló en su mente, en algún lugar de esa ciudad Bastian estaba dormido. Hacía años que no estaban tan cerca después de haber pasado la vida entera durmiendo en la misma cuadra.

No sabía por qué pensó aquello, quizá porque cuando llegó recién al Estrella, solía hacer lo mismo, acercarse a la ventana y pensar que era la primera vez que él dormía tan lejos.

Se preguntó quién lo acompañaría en la cama, ¿estaría solo? ¿Estaría en pareja o casado? ¿Habría hecho el amor la noche anterior?

¿Por qué estaba pensando eso?

Sacudió su cabeza para sacudirse esas ideas y se rio de sí misma.

—Llevas menos de veinticuatro horas aquí y ya comienzas con tus tonterías.

Se regañó a sí misma.

Lo cierto era que no quería preguntarle a Dulce sobre la vida privada de Bastian, no estaba segura de querer saber la respuesta. Pensaba que no estaba lista, quizá nunca lo estaría del todo, pero ese era un secreto que guardaba muy dentro de sí y no quería que nadie lo supiera. Al final de cuentas, ella nunca había imaginado un futuro donde él no estuviera, por lo que cuando él salió de su vida, ella dejó de pensar en esa clase de futuro.

Había pasado años sin saber de él, al inicio había sido difícil, más teniendo en cuenta que su madre, su padre, su hermano y su mejor amiga, estaban al tanto de lo que hacía o no, de lo que decía, de lo que pensaba. Pero Angie sabía en aquel entonces que no sería capaz de seguir con el plan que tenía para su vida si escuchaba noticias de él. No era sano para ella y ella debía protegerse.

Y su familia, como siempre, la respetó.

Y, obviamente, Bastian también.

Aunque no sabía si en realidad él solo no quería volver a saber de ella.

Suspiró.

Bastian, Bastian, Bastian...

Tenía que admitir que, a lo largo de esos años, cada día había pensado en él por al menos cinco minutos, se preguntaba si estaría bien y si sería feliz. Había incluso aprendido a rezar gracias a su necesidad de que él hubiera superado todos los obstáculos que lo hacían tan infeliz.

Fue Silvia la que la llevó, un día que ella se sentía muy mal su amiga le dijo que ir a la iglesia le haría bien, que allí podría encontrar respuestas, o quizá silencio. Aunque su familia era creyente, no eran practicantes, pero el vacío que sentía en ese momento amenazaba con tragarle entera y Silvia le había ofrecido un salvavidas.

Llegó a la iglesia sin saber qué hacer. Silvia le dijo que hablara con Él, con Dios, que le dijera todo lo que tenía dentro.

—Pero ¿cómo?

Preguntó Angie.

—Como si se lo contaras a un amigo, a un amigo que de verdad te ama y se preocupa por ti.

Y eso hizo Angie, habló con Dios de Bastian y le pidió que guiara sus pasos y que no permitiera que él se perdiera más de lo que ya estaba. Le ofreció su amor, siempre dicen que Dios es amor, ¿cierto? Pues Angie le dijo que, si él existía y entendía de amor, entonces podía saber todo lo que ella tenía dentro, y solo quería que transformara todo ese amor, en algo bueno para Bastian.

Y Angie y Dios tenían sus momentos, sus secretos en los que ella se abría a él y le contaba todo lo que sentía y pensaba... Era el único que sabía en realidad, incluso mejor que ella, lo que quedaba en su interior, Angie agradeció que Dios no fuera un ser de carne y hueso sentado a su lado, porque siete años de hablarle de Bastian definitivamente lo tendrían cansado.

A veces le contaba recuerdos, a veces le pedía consejos, a veces le rogaba que le calmara el dolor, a veces le pedía que él fuera feliz como ni siquiera ella lo era.

Y ahora Bastian estaba cerca.

Angie divisó una iglesia y salió con ese rumbo, se sentó en el primer banco y levantó la vista.

—No tengo idea de lo que va a suceder, solo dame fuerzas y respuestas —pidió.

Y se retiró de allí para regresar a su hotel.

Y cuando regresó, no supo qué hacer. Hacía mucho que no tenía tiempo libre para ella y se sentía perdida.

—¿Necesita algo?

Una mujer con el uniforme del Estrella se le acercó, era joven, un poco más de veinte años, quizá. Sus ojos eran casi del mismo color de los de Bastian, pensó Angie y apenas ese pensamiento inundó su mente supo que algo estaba mal con ella. ¿Cómo podía pensar eso? Estaba loca, definitivamente loca. Veía a Bastian en todos lados.

—¿Espera a alguien? —preguntó de nuevo la muchacha.

Recién allí Angie se dio cuenta de que estaba parada en medio de la entrada principal del hotel y no sabía cuánto tiempo llevaba allí.

—No, perdón... soy huésped, me estoy alojando aquí.

—Ah, mucho gusto —saludó la muchacha—. ¿Quiere que le de una guía de turismo? Podría ir a pasear esta mañana, está muy bonito el día —sonrió.

—En realidad soy de aquí, estoy esperando a que mi amiga y mi hermano vengan a buscarme —comentó—, es un poco temprano aún —añadió viendo su celular—, pero subiré a la habitación para hacer tiempo.

—Está bien, si necesita algo puede llamarme, mi nombre es Annette —se presentó.

—Bien, un gusto, Annette, yo soy Ángeles Moyano y también trabajo en el Estrella, pero de Cabo Azul —comentó.

—¡Ángeles Moyano! —exclamó la muchacha con la mirada iluminada—. ¡Sé quien es usted! —añadió.

Y Angie se sorprendió, aunque no mucho, sabía que su nombre había estado en el tintero en las últimas semanas desde que se supo que ella asumiría la Gerencia de la nueva sucursal del Estrella, la más imponente hasta ese momento.

—Un placer, Annette, te veo después —respondió ella y se encaminó al ascensor.

Angie sonrió, aquella muchacha le recordó un poco a ella en sus inicios, preocupada por los huéspedes, con una sonrisa en el rostro, siempre lista para ayudar.

Llegó a su habitación y se dejó caer en la cama, y sin darse cuenta durmió un poco más, hasta que su teléfono sonó.

Maxi y Dulce la esperaban abajo.

Cuando llegaron a la casa que ellos compartían, Maxi se veía visiblemente emocionado.

—Siempre quise que conozcas nuestro nido —anunció—, no es grande, pero es nuestro —aclaró al tiempo que abría la puerta de un dúplex que quedaba a unas pocas cuadras de donde se criaron.

—Queríamos vivir cerca de la casa de tus padres para poder estar para ellos si nos necesitaban —dijo Dulce.

Angie se sintió mal, ¿por qué ella no pensaba nunca así? ¿Tan egoísta era?

El dúplex era bonito, en la planta baja tenía un comedor integrado a la sala de estar y una cocina. En la parte de atrás un pequeño quincho con un patio cuadrado en el que Dulce había cultivado rosas. En el segundo piso había dos cuartos, el principal tenía un baño en suite y el secundario se estaba convirtiendo en la habitación del bebé por venir.

—Mira, la hemos decorado en tonos neutros, ya que aún no sabemos si viene una ella o un él —dijo Dulce y abrió la puerta de la habitación mostrando orgullosa lo que allí había—. Hemos pintado nosotros, con ayuda de...

—Amigos —mencionó Maxi.

—No necesito que omitan su nombre, tampoco es Voldemort —bromeó Angie.

Dulce se echó a reír.

—¿Te gusta? —inquirió.

Angie caminó por la habitación pintada en marfil. En las paredes había cuadros de animales de la selva, un león, una jirafa, una cebra. Había una cuna blanca que descansaba sobre una alfombra mullida de color beige y al lado, un sillón tipo mecedora acolchado que aún tenía el plástico alrededor y esperaba ser usado.

—Es hermoso y acogedor —respondió Angie con sinceridad mientras miraba cada detalle de la habitación.

—Queríamos pedirte algo —comentó Maxi acercándose a ella de la mano de su esposa y le pasó un sobre. Los dos se veían ansiosos.

Angie, desconcertada lo abrió enseguida para encontrarse con una tarjeta en la que se le solicitaba ser madrina.

—Pensamos que nadie mejor que tú para ser madrina del bebé.

—Es un honor... —añadió ella con emoción y los abrazó a ambos.

—¿Lo aceptas entonces? —preguntó Maxi cuando se separaron.

—Sí, claro que sí...

—Y sobre eso... los padrinos deben organizar el momento de la revelación del sexo del bebé —indicó Dulce—, y queríamos darte esa tarea... queremos que suceda luego de la boda civil...

—Está bien —rio Angie emocionada—, no lo he hecho nunca, pero he visto hacerlo en el hotel... tengo muchas ideas...

—Y ya tendrás tiempo de compartir tus ideas con el padrino —mencionó Maxi con diversión—, ya que él también deseará involucrarse. —Angie pudo leer un brillo de picardía en su mirada.

—Ah... algo me dice que ya sé quien es el padrino —comentó Angie con el corazón acelerándose en su pecho.

—No podría ser nadie más que él, Voldemort —bromeó Maxi.

Angie cerró los ojos y suspiró.

—Soy grande, puedo hacerlo —prometió.

—Claro que puedes, eres un adulto independiente —canturreó Maxi para molestar a su hermana.

—Basta —solicitó Dulce dándole un golpecito en el hombro.

—¿Él ya lo sabe? —preguntó Angie.

—Él siempre sabe todo —comentó Maxi—, la única que no se entera de nada eres tú —añadió antes de salir de la habitación—. Vamos, la comida está lista.

Bajaron entonces hasta el comedor donde él comenzó a servir la mesa y los platos con ayuda de las chicas. Una vez allí, se sentaron y se dispusieron a probar.

—Sé que las comidas del hotel serán más deliciosas —dijo Dulce—, pero he querido preparar tu comida favorita —añadió—, aunque no estoy segura de que me haya salido como a Dina.

—Está perfecta —susurró Angie tras llevarse un bocado a la boca—, no sabía cuánto extrañaba la comida casera.

Y era cierto, al degustar aquel plato sencillo, Angie pensó que llevaba siglos sin comer de verdad.

Cuando acabaron la comida, Dulce y Maxi no dejaron que ella hiciera nada, dijeron que era la invitada y se pusieron a lavar y a ordenar.

Angie los observó y pensó que eran un buen equipo, él lavaba y ella secaba, se besaban cada que podían o se cruzaban en el pequeño espacio que oficiaba de cocina, se hacían bromas, y cuando creían que ella no los veía, se daban caricias algo más atrevidas. En especial Dulce, cuyas hormonas ella misma había advertido, estaban alborotadas.

Angie sonrió y no pudo evitar sentir una pizca de envidia de lo que tenían. No era algo malo, estaba feliz por ellos, solo que al verlos así no podía no anhelar un poco de esa felicidad para sí. Algo que antes creía que sería sencillo de conseguir, pero que había quedado ya muy lejos.

Entonces, se recordaba a sí misma ser consistente con lo que era actualmente y con lo que le había dicho a su amiga: ella ya no deseaba esas cosas, ¿cierto?

Angie perdió la vista en las paredes de la casa, había fotos, muchas, de ellos cuando eran niños, de Dulce cuando era pequeña, de los cuatro siendo un equipo, en el viaje de egresados, de la época de la escuela, de la época de la universidad. Había vida en cada rincón de aquella casa, en contraste al frío e impersonal departamento en el que ella vivía.

Y estaba segura de que así se sentía ella, igual de vacía que las paredes de su casa, mientras que su hermano y su cuñada estaban llenos de vida.

Con un dejo de tristeza en el alma, fue a sentarse en el sofá de la sala. En la mesa ratona había una foto de los cuatro en una pequeña mesa. Angie estaba abrazada a Bastian y Dulce a Maxi, era el último día de aquel viaje de egresados que hicieron al acabar la escuela, el día en que Bastian le había regalado la brújula.

Llevó la mano a su bolsa, que estaba al lado, buscó en aquel bolsillo pequeño en la que siempre la guardaba, metió su mano y la acarició.

—Cuando no sepas a donde ir, cuando el mundo parezca un sitio complicado y te pierdas... solo recuerda que yo soy tu norte y que tú eres el mío.

Una lágrima rodó por su mejilla sin que se diera cuenta.

—¿Estás bien? —Dulce se sentó a su lado.

Angie negó.

—Lo estarás, lo prometo —dijo su amiga y la abrazó.

Un rato después llamó Dina y les informó de que ya estaban en su casa y los esperaban. Y Angie acompañada de Maxi y Dulce, volvió después de siete años, a la casa donde se había criado en aquel condominio en el cual su vecino era el mejor amigo de su hermano y el gran amor de su vida. Y volvió a encontrarse entre aquellas paredes que los vieron crecer a los tres, que los vieron pelear, odiarse, hacerse bromas, reñirse, llorar, arreglarse e incluso, muchos años después, amarse.

Ingresó por el sendero abrumada por una lluvia de recuerdos, una batería de rutinas que antes parecían tan normales y necesarias y que en el presente habían quedado tan difusas en el tiempo. Observó la casa que solía ser de Bastian y le pareció que podría verlo salir de allí en cualquier momento. Llegó a su casa e ingresó.

—¡Bienvenida a casa! —exclamó Dina con emoción.

—¡Mi angelita, bella! —añadió su padre, Mateo.

—Con ustedes, la hija pródiga —dijo Maxi con diversión haciendo como si la presentara. Dulce le dio un pequeño golpe.

Su madre y su padre la abrazaron como si no la hubieran visto en años, y eso que se venían a menudo, cuando ellos hacían sus escapadas románticas para alojarse en el Estrella y de paso compartir con su hija. Pero no era lo mismo tenerla de nuevo en casa.

—Pasa, pasa...

Angie atravesó el umbral y más recuerdos cayeron sobre ella como un balde de agua helada, no todos eran tristes, algunos eran felices, algunos eran melancólicos, otros eran deliciosos. Pasaron a la sala y hablaron de todo un poco, de la boda, del bebé en camino, del crucero que sus padres habían tomado y de los sitios que habían conocido, del trabajo de Angie y las responsabilidades que pronto asumiría.

Y así se hizo de noche.

—¿Te llevamos? —preguntó Maxi.

Y Angie lo dudó.

—Quiero quedarme aquí esta noche —pidió—. ¿Puedo?

—No tienes que pedir permiso para dormir en tu casa, hija —respondió Dina—, tu cuarto está tal cual lo dejaste.

—Como casi todo en este pueblo —ironizó Maxi, pero una vez más Dulce le dio un codazo.

—Nos vamos entonces —concluyó la muchacha—. Te buscamos mañana para ir a Felicidad —añadió.

—Temprano, estaremos aquí a las ocho, recuerda que es una hora de viaje —comentó Maxi.

—Estaré lista —afirmó.

Cuando Maxi y Dulce salieron, ella fue a su habitación, y apenas abrió la puerta, sintió que se encontraba frente a frente con la Angie de ocho años, o quizá con la de doce, o podría ser con la de dieciséis, o incluso con la de veinte.

Y todas las Angie que había sido, convergían en la que era ahora, como si se encontraran luego de un largo viaje y se preguntaran cómo le había ido a la una o a la otra, hablaban todas en su interior, algunas gritaban, estaban emocionadas, aturdidas, sorprendidas, estaban contentas o también tristes, estaban melancólicas o quizá muy emocionadas.

Y Angie se sentó en su cama y dejó salir lágrimas, porque no se había dado cuenta lo mucho que en ese tiempo se había extrañado a ella misma.

¿Qué tal vamos? 

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