[ XIV ]

Dicen que los culpables
siempre regresan a la escena del crimen
y allí es donde se dirige,
cargando su culpa y la decisión de matarse,
algo que tiempo atrás debió hacer;
durante la mayor parte de su existencia
fue perseguido por esa idea
y, cuando finalmente lo alcanzó a él,
la arrastró primero a ella.

Ha comenzado a llover
y el agua golpea el cuerpo exánime de la mujer,
cubre la azulada y maltratada piel
como una sábana de seda y cristal,
y las gotas de lluvia
se aferran a las frías mejillas,
como las lágrimas áridas
que sus ojos ya no pueden llorar.

Se acerca y, en medio de la tormenta,
ambos cuerpos -dos cáscaras vacías
aunque una todavía respira-
son dos gotas que se tocan apenas,
ella y él, él y ella.

Nota entonces junto a ella
la libreta que dejó olvidada,
sus páginas empapadas
con poemas de un amor emponzoñado
que nunca debió florecer
y, latiendo hueco su corazón,
vacío, en vano,
el hombre se enfrenta al papel
y en una veintena de palabras
plasma en tinta de dolor
la razón de la muerte consumada
y la que está por suceder:

Descubrí en su cielo
el último de mis infiernos.
Ya no hay más camino que matar
aquello que no supe amar.

En ese epitafio que nunca
ocupará una lápida sobre su tumba
ofrece la razón de lo inconcebible,
algo tan complejo, tan simple
como que no supo amarla
a ella, su última esperanza,
porque nunca la amó a Ella: su Vida.

Guarda la libreta en su bolsillo
y extrae lo que decidió traer esa noche consigo
cuando terminó de aceptar el hecho
de que la única forma de estar mejor
era estando muerto.

En una nueva muestra de su mortífero egoísmo,
cobardía y patetismo,
que no es más que pavor
a estar solo ante el abismo,
toma entre sus brazos a la que soñó su salvación,
frustrada última razón de su vida,
con trémula seguridad se sube a la cornisa
y contempla la oscuridad que reina en el sucio callejón;
pero ni siquiera eso existe, todo desaparece de nuevo
y solo están él y ella, solo ella y él, y el dolor:
agonía que hallará alivio en el infierno.

Por vez última la mira
y le duele no ver esa sonrisa
que una eternidad atrás
le infundió esperanza, calor,
estéril ilusión de algo más,
pero que no fue sino germen de atroz obsesión.

Sostiene el frágil cuello,
se cubren de sangre sus dedos
y, como el criminal que es,
arrebata de su boca un último beso
y falla en pronunciar un perdón,
inútil y ridículo lamento.

Cierra los ojos, nota contra la sien el frío del cañón
y, un instante antes de apretar el gatillo, se deja caer.

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