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[Azotea, madrugada: momentos previos al desastre]

Ella ha salido a tomar aire,
eso es lo único que aún le pertenece:
el aire en sus pulmones, nada más.
Ya ni siquiera tiene
lágrimas que derramar,
sus ojos acristalados
hace mucho desistieron de llorar.

De pronto, escucha algo.
A su espalda, pasos.
Se gira y lo ve: él.

Mirada perdida, sonrisa torcida,
dando tumbos a ella se acerca
sin intención de su avance detener.

«Te he escrito, te he escrito, mi vida,
te he sangrado mi amor en poemas»,
farfulla estrujando una libreta
y comienza a leer:
«Ansío tus caricias... sí, tus caricias,
tus labios, también tus labios,
tu éxtasis sus... suspirado en mi oído,
hacer tangible este delirio,
tu cuerpo, tu... tu cuerpo
junto al mío».

Late su corazón escuchando esos versos,
late con fuerza... late con miedo,
palpita recordándole que no es la primera vez
que se cruza con una bestia como él;
no, eran parecidos, igual de mezquinos,
pero no como él: un monstruo que la mira y no la ve.

Están en medio de la azotea
—cerca, demasiado cerca—,
no se tocan todavía,
pero ella ya sabe lo que va a suceder.
Necesita una salida,
comienza a retroceder;
uno, dos pasos,
tres, cuatro...
y nada más.

Solo queda abismo y muerte a sus pies.

Lo sabe: va a pasar.

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