[ VIII ]
Mas lo que aquel hombre desconoce
es que la música no solo la envuelve:
vive en ella, en la sangre que recorre,
cálida y vibrante,
sus venas.
Cantante de ópera fue su madre
y su padre, director de orquesta;
así se conocieron,
en otra tierra,
en otro tiempo.
Una tierra ahora reducida a olvido,
un tiempo de amor del que no pudo ser testigo
más allá de unos retratos a carboncillo
y una mágica voz atesorada en vinilos:
voz que ella apagó con su llegada al mundo.
Su nombre fue elegido por su abuela,
de un antiguo dialecto traducido como «Niebla»
y así era como recordaba su niñez:
una bruma de un padre que abrigaba su pena
en una perenne embriaguez,
dos hermanos mayores que la llamaban asesina
y el único cariño de aquella anciana mujer
que tanto y tan bien la quería
por ser reflejo de la hija perdida.
Conoció solo de su añeja mano las sonrisas
hasta que su amor abandonó su vida
y tristes y solitarios se volvieron sus días
y fue entonces su única compañía
la indiferencia de su familia
y aquel canto maternal
rescatado de otro tiempo
que, entre tanto silencio y desprecio,
la música le enseñó a amar.
Creció entre melancolía
pero alimentada
por una esperanza:
todo sería mejor algún día.
Impulsada por ese anhelo,
se escapaba de casa e iba al puerto
llevando una de las botellas de su padre
—en su soledad y miseria,
compañeras perpetuas—
cuando estaban todavía medio llenas,
con la certidumbre de que, entre tantas otras,
nunca notaría su ausencia.
El alcohol se perdía en las olas
y guardaba la muchacha en esas botellas
mensajes escritos en tinta de ilusión,
deseos de una fortuna distinta,
una ingenua declaración de amor
a la persona desconocida
que recibiera sus misivas,
la rescatara de su desdicha
y cambiara su vida a mejor.
Hasta que su padre descubrió sus escapadas al mar
y lo que sucedía con su alcohol en ellas;
así que pagó a su hija, enfurecido,
con misma o peor moneda
y, en su ira, destrozó aquellos vinilos
que eran último rastro de figura materna:
si ella pretendía negarle el consuelo
que le daba la etílica inconsciencia,
él la privaría a ella
de la única voz que le daba aliento.
No permitió, sin embargo, que aquella violencia
acabara con la ciega esperanza
que anidaba dentro de ella.
La única música que desde entonces la acompañaba
fue el murmullo de océanos de cebada
acariciados por la brisa,
el croar de las ranas
y los grillos con su melodía vespertina;
y a su ritmo bailaba
cuando nadie la veía
y en su tempo pausado soñaba
con esa nueva vida
que sus botellas cargadas de ilusión
algún día le traerían.
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