Introducción
Nota: A lo largo de esta lectura, encontrarás imágenes para ambientar e incluso vídeos de youtube con música para acompañarte. Por supuesto, la música es opcional, pero te recomiendo mucho siempre leer acompañado de esta para una inmersión perfecta.
ATENCIÓN: No es necesario leer la introducción para comenzar con la novela, si no te interesan los temas relacionados con una ucronía (datos históricos), puedes empezar directamente con el capítulo uno. Hago este aviso porque muchas personas se quedan con la idea de que este es un libro de historia, cuando es algo totalmente diferente.
♦Año 1492. Cristóbal Colón encuentra una isla extraña a mitad del Atlántico, mientras buscaba la India. Regresa a su lugar de origen y solicita una nueva expedición.
♦Año 1493. Cristóbal Colón fallece, a mitad del Atlántico, en su misión de encontrar la isla por segunda ocasión. Desde entonces, misteriosas leyendas han rodeado su muerte. Algunos dicen que cayó por la borda del mundo, otros creen que encontró las tierras de la muerte.
♦Años 1493 -1510. Se envían más expediciones en busca de las tierras de Colón, nombradas Tierras de la Muerte, Otro mundo, La falsa India. Todas resultaron fallidas... los barcos se perdieron en alta mar.
♦Año 1511. Un grupo de hombres convence al rey de España para enviar once naves a una nueva expedición, a buscar la misma ruta que Colón buscaba. El 15 de Julio de ese año parten, las once, a cargo del General García.
El siguiente texto, traducido al español contemporáneo, es un fragmento rescatado de un miembro de la tripulación de García. En este, se relatan los sucesos que presenció Alonso, un soldado español, al encontrar el origen de las leyendas de Colón. Este suceso marcó la historia de toda Europa.
«... Los primeros días de viaje fueron bastante optimistas, sin embargo, cuando las semanas pasaron, muchos comenzaron a perder esperanzas de volver a ver tierra. Al transcurrir el primer mes sin encontrar nada, la locura ya se notaba a través de misteriosas desapariciones. Algunos decían que era la maldición, pero yo sabía que en realidad saltaron al mar por desesperación. Durante el viaje siempre mantuve la cordura, mi determinación era firme y mi deseo, por cumplir los sueños de mis años mozos, era más fuerte que nada. Quería ver lo que nadie más.
Cuando el calendario marcó la llegada de septiembre, la cuenta de los días ya se había perdido y nuestras naves se encontraban surcando aguas color turquesa. No hubo maldiciones ni monstruos, tampoco hubo tormentas que hundieran nuestros barcos ni sirenas que nos hiciesen perder rumbo. Y a pesar de ello, ninguno de nosotros estaba preparado para lo que vimos.
Desembarcamos sobre blancas arenas, que creíamos vírgenes, y nos adentramos entre maleza y palmeras. No sabíamos si en realidad estábamos en las tierras perdidas de Colón, en las tierras de la muerte, lo que nos importaba era descansar de la mar.
Buscamos un lugar para asentarnos, pero mientras más andábamos, más nos maravillábamos. Ni la playa más hermosa de mi bella España se habría comparado con los paisajes que pude ver ahí. Aún mantengo vívidas las imágenes en mi cabeza: bellas cascadas, altos acantilados y blanca arena... ¡Ah! Fue como estar pisando la tierra de Dios. Todo eso, aunado a un cálido clima paradisíaco, me hacía recordar mis sueños mozos. Lo había logrado, estaba en el Otro Mundo y ni siquiera la peste —de las decenas de hombres que nos acompañaban— pudo arruinar esa experiencia.
Pero lo más impresionante apenas venía. Al adentrarnos en la selva encontramos algo inaudito. No era oro ni joyas, tampoco fantasmas o demonios; lo que vimos, era algo que no esperábamos encontrar: un gran bullicio.
Nos acercamos con cautela y, ahí, escondidos entre las palmas, logramos ver una gran ciudad que se levantaba frente a nuestros ojos.
Gigantescas torres de piedra se perdían de vista en el cielo y vastas zonas de siembra coloreaban sus alrededores. Las casas y sus calles lucían una fineza equiparable a los más bellos jardines. ¡Y la fauna del lugar era impresionante! Enormes bestias, como elefantes peludos, yacían en grandes corrales como si fuesen ganado, acompañados de aves de plumaje hermoso y criaturas que sólo vería en cuentos de fantasía.
Todos —incluso el mismísimo García— nos quedamos atónitos. No podía dar crédito a lo que mis ojos veían, nadie podía. Quería acercarme, pero no era una ciudad abandonada. Los residentes iban de un lado a otro; algunos corrían, otros caminaban. Adultos, jóvenes, niños y ancianos de ropajes extravagantes; todos parecían estar viviendo alegres, sin preocupaciones. Ahí lo supe... no estábamos en una tierra maldita.
Sólo García se animó a dar un paso fuera de la maleza. Lo vi caminar decidido hasta los límites de aquella ciudad, mientras, por mi mente, no pasaba otra cosa sino seguirlo como todo buen soldado. Detrás de mí, los otros hombres hicieron lo mismo; no éramos tantos como cuando partimos del puerto en España, pero todavía formábamos un amplio grupo armado que amedrentaría a muchos.
Al entrar en la ciudad, los habitantes se quedaron pasmados por un momento, sin dar crédito a lo que veían. Caminamos por el empedrado. Aún recuerdo aquella sensación de incertidumbre cuando los residentes comenzaron a hacernos espacio, mirándonos con curiosidad o volviendo a sus casas de piedra negra, despacio.
García se aventuró, entre las calles de aquella ciudad, con un ejército de hombres a su espalda, yo incluido. Llevaba rumbo fijo hacia una de las tantas torres que adornaban el lugar, la que parecía ser la más alta. Y llegamos.
Yo estaba listo para luchar desde que había pisado tierra, pero al llegar a la ciudad, lo único que había sentido era miedo. No sabíamos a qué nos enfrentábamos, pero ahí estábamos, frente a una inmensa torre desconocida, en una ciudad llena de residentes que nos observaban con curiosidad desde la seguridad de sus hogares.
Las puertas de la atalaya se abrieron, y figuras ocultas bajo capuchas aparecieron. Ninguno era más alto que nosotros, y a pesar de eso, me intimidaron como nunca nadie. Vestían capas del color de la plata, cuyo material era uno que jamás había visto; parecía ligero, como la seda, pero duro, como el metal.
"Traed a vuestro gobernante", dijo García, pero ninguno se movió. Detrás de los guardias de plata, otra figura encapuchada se acercó muy despacio. Vestía la misma capa, pero con aditamentos de oro. Se paró frente a García, sin demostrar miedo alguno, y se quitó la capucha. Era un hombre imponente, en un sentido diferente. De mirada fría, serena y penetrante. Bajo de estatura, alto de espíritu. Era un anciano, sin embargo, su simple presencia hizo que García retrocediera un paso.
Ninguno hizo nada. Ahí estaba nuestro impasible General, frente a un anciano que lucía igual de decidido a mantener una mirada por horas. Fue cuando lo escuchamos, de la boca del anciano, un idioma que nadie comprendió. Yo no era ningún erudito, pero sabía que aquellas no eran palabras comunes. No llevaban odio ni miedo; sino curiosidad, sabiduría. Quería entender, ellos querían entender, pero ninguno podía.
Al principio, sólo logramos comunicarnos por señas. Entre mímica, gesticulaciones y expresiones, logramos que nos aceptasen como invitados, mientras nuestros intelectuales trataban de aprender el idioma de los residentes y viceversa. Trataron nuestras enfermedades y heridas con medicina milagrosa, y prepararon un gran festejo en el cual bebimos un líquido de color blanco, lechoso, obtenido de plantas espinosas en forma de media estrella. El brebaje tenía el mismo efecto que nuestro alcohol, algo que disfruté con alegría, una experiencia que atesoro en mi vida.
Entonces pasó. Nunca podré olvidar el momento en que la vi deslizarse, con sutil gracia, entre los curiosos que revoloteaban por doquier, a mi Yahika. Una hermosa joven de piel de piñón se me acercó, esa noche, con timidez, sonriendo para captar mi mirada. Vestía una hermosa ropa de telas desconocidas, color verde, que hacía juego con sus ojos. Me quedé embelesado y, desde ese momento, no pude pensar en otra cosa. No había conocido a una mujer más bella, y sabía que nunca lo haría.
Tan sorprendente se me hace, el pensar en cómo la cálida bienvenida de aquellas personas logró tranquilizar a cientos de hombres maleducados y podridos desde dentro. Pero claro, no debí sorprenderme tanto, pues más tarde, mis suposiciones habrían de ser desmentidas. ¿Y qué puedo decir? Quizá, si no fuese por Yahika, yo también habría sido uno más de los tripulantes que marcaron el futuro, no sólo de España, sino de toda Europa. Jamás podría haber imaginado lo que desencadenaría nuestro encuentro, aquel día...».
Escribió R. Alonso. Julio de 1530.
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