XVIII - Amanda 10
—Lo siento Amanda, no puedo —me dijo. Yo no entendía. El beso me había llevado al cielo en un instante. Me hacían bajar de él sin paracaídas. Me sentía como una joven que, después de probarse un vestido bellísimo, se percata de que no puede comprarlo.
— ¿Por qué no, Jeffrey? —pregunté, desconcertada.
—Llegaste tarde —afirmó, y lo dijo con tanto énfasis que no fueron las palabras las que dolieron, esta vez no, fue su voz, y el hecho de que vinieran de él —. Me voy a casar —Cuando dijo esto último, me derrumbé por dentro. Mis sueños e ilusiones se desmoronaban cual terrones de azúcar que empuñas en tus manos y ves como se te escapan por entre los dedos.
Siempre pensé que la impuntualidad me haría pasar malos ratos, pero también creí que todos ellos se podrían superar. Mi mayor temor cogió forma y estaba delante de mí. Llegué tarde a su vida y ya no podía hacer nada. Volví a llorar, llena de desconsuelo. No debí besarlo. Dolía muchísimo. La sensación de perder algo importante por ese maldito defecto que siempre tuve y que combatí tanto, viendo cómo lo vencía y de pronto darme cuenta de que nunca tuve oportunidad contra él, en verdad, dolía. Me sentía ilusa, por pensar que la suerte estaba de mi lado, que en tan poco tiempo había ascendido por escalas tan inimaginables, alimentando una ilusión, que resultaba tan vana, tan efímera, tan irreal. Sí, otra vez, y esta vez para siempre, llegué tarde. "Llegaste tarde, Amanda", dolía muchísimo, como siempre y como nunca, sentenciándome eternamente a aceptar que nunca sería puntual. Le di la espalda y corrí, tan rápido como pude.
Las lágrimas se discurrían por mis mejillas hasta desprenderse, dejando estelas por donde yo pasaba. Al claro de la luz de la luna centelleaban como estrellas. No sabía a dónde ir, pero aunque el miedo me invadía, por todo lo que viví esa noche, sabía que era lejos de Jeffrey que debía estar. Podía ser que incluso cualquier otra cosa me hubiera dolido menos. Mis pensamientos no tenían orden, iban y venían rayando en la locura. Nada de lo que pasaba por mi mente era cuerdo. Eran puros disparates.
Escuché sus pasos, apresurados, entre la arena. Era más rápido que yo, me alcanzaría. Quise acelerar mis pasos y tropecé. Me di la vuelta y lo tenía de frente, jadeando un poco. Estábamos cerca del hotel. Quiso levantarme y lo rechacé, soltando mi mano con violencia. Sentí que lo odiaba, por dejarme besarlo, por permitir que me ilusionara y por usar esas palabras que me dolían tanto. Seguía llorando, pero no me podía secar las lágrimas, pues mis manos estaban cubiertas de arena y levantar mi vestido era lo último que haría en un momento así. Me levanté por mi propia cuenta y quise correr de nuevo, pero su mano atrapó la mía. Sentí un leve tirón que no me dejaba avanzar.
—Espera, Amanda... No he mentido en lo que te he dicho, pero tampoco mentiré en lo que te voy a decir: es a ti a quien amo —Sus ojos se volvieron a clavar en mí como un halo de luz matinal que se inmiscuye por la ventana hasta hacerte despertar.
Le devolví la mirada, con valentía y temor, incapaz de creer lo que había dicho. Le di una bofetada tan fuerte que creí arreglarlo todo con eso, incluyendo mi impuntualidad. Lo juzgaba por lastimarme tanto, por decirme que había llegado tarde cuando más ilusionada estaba, y por decirme que me amaba cuando yo más lo odiaba. Lo juzgaba por atreverse a decirme eso cuando se iba a casar. No conocía a la chica, pero sentí pena por ella.
— ¡Amanda! —Escuché una voz que gritaba. Venía de entre los pasillos del hotel. Dos hombres salieron de ahí y se dirigieron a nosotros con determinación, como si fueran policías persiguiendo a un ladrón. Detrás de ellos surgió la figura de Stephanie, cuya voz reconocí. Seguía gritando mi nombre. Los hombres llegaron y tomaron a Jeffrey con violencia, creyendo defenderme. Me quedé inmóvil, sin reaccionar ante lo que sucedía. Había sido juez y ahora atestiguaba el castigo. Por fin llegó Stephanie, para abrazarme, para hacerme salir del bloqueo que experimentaba. Sin embargo, no podía articular palabras. Tantas emociones vividas en una sola noche al parecer tenían repercusión. Había entrado en una especia de shock.
Me hizo acompañarla, con parsimonia, hasta que llegamos al área de recepción. Miré ahí a don Andreas, el gallo que más odié. Sostenía un hielo en su cabeza, por la nuca, y hacía muecas de dolor. Mi reacción inmediata fue aferrarme a Stephanie y abrazarla. Seguía sin poder hablar. Cuando hizo el ademán de irse y dejarme sola allí, me aferré más fuerte a ella y no dejé que se marchara. Mis ojos, llenos de pavor, se clavaban en don Gallo, como si mirase al mismísimo demonio. Sentía miedo, pero esta vez no solo por mí, sino también por Jeffrey.
No fue hasta que Stephanie me llevó a su cuarto y me dejó acostarme con ella que pude dormir. Me hizo varias preguntas, queriendo saber que pasó, pero yo no era dueña de mi boca, ni de mi lengua. Temblaba de miedo, y así seguí hasta que me quedé dormida. Al día siguiente me hicieron viajar a mi casa en vehículo privado. En todo el viaje no dejé de sentir pánico. Lo sentí hasta en el conductor. El trauma seguía latente.
Cuando por fin me dejaron en la puerta de mi casa, no hice otra cosa más que correr hacia mi cuarto, encerrarme y por fin, llorar. Lloraba desconsoladamente, como si el mundo se fuera a acabar. Y entre lágrimas, por fin, me quedé profundamente dormida. Cuando desperté, mi mamá estaba a los pies de mi cama, y tenía preparado algo de comer. Insistió hasta que por fin probé bocado. Después de comer, le dije que no volvería al trabajo, que me perdonara por ello, pero que no quería seguir. En lugar de cuestionarme, quiso saber qué sentía. Le expliqué todo, le conté las razones, y me abrí a ella por primera vez en largo tiempo. Quizás, la última vez que le conté algo tan personal, aún era una pequeña niñita. Para mi sorpresa, ella no solo me escuchó, sino que me apoyó. Noté en su mirada profunda devoción, la de una mamá que recibe, después del parto, por primera vez a su hijo. También se obró un milagro, me abrazó, tierna y profundamente, y el consuelo por fin llegó. Expresó su rabia contra don Andreas, incluso defendió a sus gallos, asegurando que lo que hacía ese señor era mucho peor. Sintió pena por Jeffrey. Insistía en decir que se trataba de un buen muchacho. Lógicamente omití contarle que me dijo que me amaba aún cuando tenía una novia con la que se iba a casar. Al final, me hizo reír a mares cuando expresó lo siguiente:
—Ya sabes, hijita, el cachimbo de trabajo que te espera en casa si decides quedarte aquí.
Esa semana no fui a trabajar. Stephanie me llamó para decirme que estaba bien si decidía tomarme una semana, pero que si no volvía a la siguiente se consideraría abandono laboral. Le dije que era eso, precisamente, lo que quería, que ya no pensaba volver. Insistió en que no debía tener miedo, que Jeffrey había sido despedido y que estaba en mis manos procesarlo por intento de violación.
— ¿Qué disparates dices? — cuestioné, alarmada por él.
—Don Andreas testificó a tu favor. Y nosotros vimos cómo Jeffrey te acosaba. Queremos hacer justicia —insistió ella, enfáticamente.
—Jeffrey no es culpable de acoso ni de intento de violación. Él me salvó de don Andreas. Ese señor es el verdadero culpable —declaré, y a la vez quise llorar.
—Esa versión tuya vuelve todo más complicado. Ven la próxima semana y vemos como lo arreglamos —acentuó Stephanie, y colgó.
Inmediatamente puse un mensaje a Jeffrey, para pedirle perdón por lo sucedido. Pero el mensaje, al parecer, no fue entregado. Sentí ansiedad delante de la pantalla, esperando a que me llegara la confirmación de entrega, pero nunca llegó.
Esa misma noche Susana llegó a visitarme. Tuve la confianza de contarle todo. Ella decidió aconsejarme.
—Sé que para ti es muy complicada esta situación, y sé que, de todas las formas posibles, quieres hacer lo correcto, que se haga justicia —reflexionó —. Temo que, sin embargo, no puedas hacer nada al respecto. Don Andreas tiene mucha ventaja sobre el pobre Jeffrey. Hubo testigos que vieron que lo abofeteaste, y que declararían en su contra por haber visto eso. En todo caso, él tiene mejores posibilidades. Contrataría a mejores abogados. El lío se haría muy grande, algo mucho más allá de lo que tú y tu familia podrían manejar.
—Entonces, ¿qué me aconsejas? —pregunté, confundida.
—No hagas nada. Deja las cosas como están. No vuelvas al trabajo. Pronto encontrarás algo mejor. Yo misma me encargaré de buscar otras opciones para ti.
—Pero... Jeffrey... perdió su trabajo por mí... ¿No debería ayudarlo? —insistí. Era lo único que realmente me interesaba.
—Me dijiste que le escribiste, ¿no?
—Sí, lo hice —confirmé.
—Y no te ha contestado, ¿verdad?
—El mensaje, insisto, creo que nunca llegó —aclaré.
—Si es así, puede que haya cambiado de número. Si lo hizo, quizás no tiene interés de estar en contacto contigo. Quizás lo que te dijo en la playa solo fue un arrebato emocional. Sabes, a veces las personas nos dejamos llevar por sentimientos que surgen en circunstancias pasajeras. Algo así no define lo que quieres de forma permanente. Mi consejo es, querida amiga, que lo olvides.
—Tú me dijiste una vez, que mantuviera la esperanza, y ahora me dices que lo olvide —dije, notablemente entristecida.
—Para entonces no sabía que el chico tenía novia, mucho menos que se iba a casar —afirmó con ímpetu —. Amiga, todo pasa por algo, deja que él sea feliz. Si en verdad te interesa su bienestar, lo mejor es dejar que el curso de su vida fluya, y si se va a casar, que así sea. Si sigues ahí, como una sombra, no harás más que confundirlo.
No quise responder. Aceptar su consejo me era muy difícil. Deseaba volver a verlo, hablar con él, al menos pedirle perdón. Aún era fresco el recuerdo de sus labios en los míos, nuestras siluetas envueltas en el frío de aquella noche, atenuado con el olor de la arena y la sal, mezclados. Haber estado con él tan cerca del mar, había hecho olvidar la vez que perdí mi excursión. Mi primera vez en una playa, a su lado, no pudo ser mejor. Debía, sin embargo, abrirme a la posibilidad de cerrar ese episodio.
—Ahora que lo recuerdo, Amanda —continuó ella —hay un chico que se ha acercado muchas veces a preguntarme por ti esta semana. Tiene unos ojos muy bellos. Si mal no recuerdo su nombre es Christian. Si me permites emitir un juicio, creo que está perdidamente enamorado de ti. ¿Por qué no le das una oportunidad?
—Esta versión de Susana la conozco — comenté, como si hablase con alguien más —es la Lizzy con tetas grandes que insiste en presentarme chicos, como si supiese lo que me conviene...
—Eres una odiosa —interrumpió mi plática con el señor invisible.
—Sé que tienes buenas intenciones, amiga —Le dije —, pero, ¿acaso no recuerdas que la última vez que ejerciste ese papel no te fue muy bien?
—Todos aprendemos de nuestros errores — contestó —. Sergio era un amigo, y estaba ofuscada por ello. Además, para ser tu primer novio, considero que tuviste mucha suerte y fue gracias a mí. Pero este chico, Christian, no lo conozco. Lo único que te digo es que se nota que está enamorado de ti. No es alguien a quien se le ocurra decirte que te ama una noche justo después de decirte que se iba a casar con alguien más, ¿me entiendes? Solo digo que, sería bueno al menos darle una oportunidad.
Christian era un amigo. Estaba agradecida con él en muchas dimensiones. Fue por él que se dio mi oportunidad de crecer en la empresa. Aunque aquello durara tan poco y hubiera hecho pasar tan malos momentos, me hizo creer mucho más en mí, y aprender cosas que de otra manera jamás hubiera aprendido. La amistad no había terminado, siempre le hablaba en cada oportunidad que teníamos, intercambiábamos mensajes, me hacía reír. Apreciaba su buen humor. Pero no lo quería para algo más. No veía ni siquiera un atisbo de que pudiera enamorarme de él. Si le daba una oportunidad, era volver a mi conformismo, a no aspirar a tener en mi vida algo que realmente me apasionara, alguien por quien fuera capaz de darlo todo. Jeffrey sí que lo era. Como si leyera mis pensamientos, Susana insistió:
—Deja ir a Jeffrey. No es para ti.
Y como si me conectara con aquella niña a la que admiré bajo la sombra de un madroño, volví a reconocer su autoridad. Quizás tenía razón. Seguir su consejo era lo más sensato.
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