XVII - Jeffrey 7

La vacilación es el más vehemente indicio de la debilidad de carácter.

Voltaire

Mi agenda de color azul celeste comenzaba a verse deteriorada, sobre todo por los bordes. Había recurrido a ella en muchas más ocasiones de costumbre. Aquella frase de Voltaire resonaba en mi mente una y otra vez, y para quedarme seguro de que la recordaba bien, abría la agenda de nuevo para releerla.

Pensé que tomaba una decisión permanente cuando decidí comprar el anillo de compromiso. Sin embargo, desde ese momento, las dudas me invadieron aún más, como si un temblor en mi interior hubiese ocasionado una avalancha. Me sentía ofuscado, incapaz de continuar, como un hombre que se pierde en un bosque y no puede ver nada a causa de la neblina.

Se había vuelto una costumbre entre Jeannete y yo el ver películas cada fin de semana. Me había comprado un DVD y cada viernes pasaba por la tienda de alquiler, y elegía las que según yo, eran las mejores comedias románticas que se habían emitido hasta entonces. No siempre fue un éxito.

Sin embargo, aquel fin de semana haría algo diferente. Había reservado ya en el que para mí era el mejor restaurante de la ciudad. Estaba resuelto en que, a pesar de las dudas, le pediría a Jeannete que se convirtiera en mi esposa. De alguna forma pensaba que esa sería la decisión que llevaría la calma a mi vida.

Pero Jeannete me sorprendió aquel fin de semana. Me dijo que viajaría por un tiempo a León y que no sabía con exactitud cuándo regresaría. No quiso decirme a qué iba, solo me dijo que era una emergencia, y que juraba que después me lo contaría todo. Insistía, con lágrimas en sus ojos, en que no se trataba de un tiempo, que debía confiar en ella. Y en verdad, quise hacerlo.

Mientras más pensaba en el asunto de mi vida, más aturdido me sentía. Aquel chico que nunca renunciaba, que siempre insistía, que no dejaba proyecto a medio realizar, veía como se le complicaba quizás el más importante de todos: el del amor. Para evitar castigarme tanto, decidí ver películas cada día. La saga de Harry Potter, recién concluida en 2011, sería la mejor opción para empezar. En medio de hechizos, criaturas místicas y profecías, en los que perfectamente pude perderme, un mensaje de toda la saga fue el que más caló profundamente: "El verdadero amor es para siempre". Si has visto las películas, o mejor aún, leído los libros, me entenderás perfectamente. Ese personaje que te da ese mensaje se convirtió en mi favorito, y juro que, cuando murió, puse pausa a la película, dejé que mis lágrimas salieran, y luego tomé el anillo de compromiso y lo miré por buen rato.

Vivida esa catarsis, y sin poder mejorar el asunto de mi caos emocional y las tormentas en mi mente, traté de enfocarme en hacer bien mi trabajo. Sin embargo, mientras más intentaba hacerlo, más me topaba con Amanda. Ella quería evitarme, tanto o más como yo a ella, pero el destino se esmeraba en hacernos la tarea imposible. Temía mucho por ella, por la forma en que don Andreas la acosaba. Hasta cierto punto me lo tomé personal.

Un mes pasó desde que Jeannete se fue a León y aún no tenía noticias de ella. Al inicio la llamaba cada noche, pero después de que me pidió que sería mejor darle espacio para resolver más rápido su asunto, dejé de hacerlo tanto. Cuando lo hacía, dejó de contestarme. Ella juró que no se trataba de un tiempo, pero se sentía igual o peor que las veces anteriores. Cuando me llegó una invitación de la empresa para una capacitación fuera de la ciudad no dudé en aceptarla. Pensé que sería de gran ayuda, sobre todo porque se trataba de un lugar como Montelimar, y lo consideraba ideal para despejar mi mente y reiniciar todo en mí. Cuando alisté mi maleta, decidí dejar afuera el anillo de compromiso. Pero justo antes de salir, cambié de opinión, lo saqué de su cajita y lo introduje en mi bolsillo, manifestando de esa manera la debilidad que experimentaba para tomar decisiones. Pensé: "Mejor ahí. Será un recordatorio de que tengo un compromiso" y me prometí andarlo conmigo todo el tiempo.

Era de madrugada cuando salí de casa. La luz de la luna llena alumbraba las calles de asfalto. Caminé mientras observaba el cielo despejado, hasta llegar al punto de encuentro, desde donde saldría el bus. Recorrí con la mirada a todos los que viajarían, y sentí alivio al confirmar que no estaba Amanda. Hasta entonces me di cuenta que tenía miedo de ella. Miedo de tener que enfrentarla, pero más miedo de que algo malo le pasara. Don Andreas estaba ahí, acechando, y en una situación como aquella, en un fin de semana lejos de casa y en un hotel tan grande, se vería vulnerable. Quizás don Andreas notó el odio que le dediqué con la mirada.

Pensando que no tenía más de qué preocuparme, decidí dormir en el viaje, hasta que, cuando pasamos por Darío, el bus se detuvo. La figura de Amanda se aparecía ante mis ojos, envuelta en uno de esos vestidos tan singulares que ella misma confeccionaba y que la hacían ver siempre tan radiante. ¡Dios santo! Pensé. Estaba seguro de que no era la mejor idea para mi paz mental tener que verla todo el fin de semana. Noté que don Andreas tenía reservado un lugar para ella, y que ella accedió a viajar con él. Lo que empecé a sentir era inevitable. La ira por ver lo ingenua que ella era y por lo aprovechado que era él, sobre todo cuando en el camino se quedó dormida en su hombro.

El sentimiento no hizo más que aumentar a medida que avanzaba el tiempo aquel sábado.

Cuando se realizó la primera actividad, la cual consistía en una dinámica de ambientación y distensión, y en donde teníamos que bailar libremente al ritmo de la música que la capacitadora fuera poniendo, mientas dábamos vuelta en círculos por el salón, miraba a Amanda y era inevitable sentirse seducido por su belleza. Esta era aún más grande cuando se movía así, con tanta gracia, dejando que sus caderas se volvieran las protagonistas de su cuerpo, en plena disputa con su cabello, que no dejaba de brillar nunca. Pero también no podía dejar de notar cómo don Andreas la miraba, con tanta lujuria y deseo, incapaz de disimular lo que por ella sentía.

A esa actividad le siguió una capacitación sobre recursos humanos, detección de talento y cómo potenciar el liderazgo y trabajar en equipo, en donde se promovió la participación de los asistentes. Me pareció muy interesante, porque cada quién aportaba libremente, sin sentir miedo al juicio de los demás, de que su opinión fuera desacreditada. Y eso fue el atenuante perfecto para que Amanda también se animara a participar. Escucharla hablar se me hizo placentero, pues detectaba en ella esa inteligencia y esa capacidad que de otra manera no hubiera conocido. Me hice totalmente consciente de la profunda admiración que le tenía.

Posterior a eso hubo un tiempo libre, para desayunar, y aunque sabía que no era lo mejor, sobre todo por la forma en que me había alejado de ella, quería acercarme y platicar. Pensaba que esa era la forma de mantenerla alejada de don Andreas, y que valía la pena intentarlo. Pero, no fue posible. El señor iba con los planes muy bien trazados, como el cazador que prepara su estrategia para capturar a su presa. Cuando quise acercarme, él ya estaba con ella. Quizás también notó la forma en que yo la miraba, y estaba convencido de que se trataba, al menos para él, de una competencia.

Luego del desayuno se sucedieron las siguientes actividades: una dinámica para evaluar el impacto actual de cada trabajador en la que cada uno debía escribir en un papel el nombre de la persona a la que consideraba mejor líder; otra dinámica de trabajo en equipo que consistía en armar un rompecabezas; una de liderazgo que consistía en formar parejas y que una de ellas guiara a la otra, vendada, por un camino lleno de vasos, sin que ninguno de ellos se cayera. Fue el único momento en que aproveché la oportunidad para adelantarme a don Andreas, y en cuanto Amanda se ofreció como voluntaria, yo también lo hice. A ella le tocó vendarse y a mí, guiarla. La conexión que sentimos fue especial, pues entendía a la perfección mis instrucciones y las ejecutaba tal cual yo esperaba que lo hiciera. Logramos superar el reto con facilidad y nos ganamos el aplauso de todos, a excepción del de don Andreas, en cuya mirada se reflejaba la impotencia.

Lo que siguió fue el almuerzo, una capacitación sobre el manejo del estrés, otra dinámica donde había que tirar dardos a un blanco, como una forma de relajarse, y por último un trabajo grupal para analizar un caso y darle solución, donde al final, una persona del grupo pasaría a explicar lo consensuado. En mi grupo yo fui el elegido, y en el de Amanda, ella. Fue el único momento donde volvimos a tener un contacto: yo, viéndola a los ojos cuando hablé, y ella haciendo lo mismo cuando fue su turno.

Después de la cena nos llevaron a nuestras habitaciones. El equipo de logística se había encargado de mover nuestras maletas, y hasta entonces sabríamos donde dormiríamos. Para mi mala suerte, me asignaron mi habitación antes que a don Andreas y Amanda. Busqué la forma de saber cuáles eran sus habitaciones en cuanto pude, hasta que lo conseguí. A partir de ahí empecé mi trabajo de vigía, atento a los movimientos de don Andreas, mientras sentía una angustia que me apretujaba el estómago.

Muchos salieron. Debían aprovechar su momento cerca de la playa. Varios prefirieron las piscinas, pero todos tomaron un baño. En cuanto vi salir a Amanda, yo también lo hice, intentando que ella no lo notara. Y la tuve siempre a la vista, pendiente de que don Andreas no se le acercara. Llegué hasta el punto de hablar con él y distraerlo. Hubo mucha tensión en nuestra plática.

En la noche, cuando la mayoría dormía, me puse a vigilar la habitación de don Andreas, hasta que lo vi salir. Lo seguí, manteniéndome oculto entre las bifurcaciones de los pasillos, hasta que deduje que se dirigía al cuarto de Amanda. Cuando estuvo delante de la puerta, me ubiqué de tal forma que pudiera escuchar lo que le dijera, sin que se percatara de mi presencia. Tuve miedo. Rogué al cielo por ser testigo de que Amanda no se prestara a sus juegos. Don Andreas insistía tocando la puerta. En mi mente le gritaba a Amanda: "Por Dios, no abras la puerta". Miré que don Andreas escribió algo en un papel, y luego lo deslizó debajo de la puerta. Después de eso, ella abrió, pero en cuanto notó que era él, forzó la puerta para intentar cerrarla. Él le ganó la batalla y la empujó hacia adentro. Inmediatamente me abalancé para impedir que le hiciera daño, y corrí tan rápido que me fue posible evitar que él cerrara la puerta. Empujé hasta que pude entrar. La tenía abrazada de espaldas y con una mano le tapaba la boca, para ahogar sus gritos. Me detuve por un momento, temiendo lastimarla en cualquier intento por golpearlo.

— ¿Qué haces aquí, culicagao? ¿Quién te crees para meterte en cosas que no te importan? —Me increpó.

—Suéltela —pedí. Lágrimas salían de mis ojos, al igual que de los de ella.

—Si te acercas, me encargaré de que ella pierda la conciencia. Luego te echaré la culpa. Sabes bien que todos me creerán. Tengo más pull en la empresa que tú, niñito.

Cuando dijo eso la rabia me invadió por completo. Cierta claridad, sin embargo, llenó mi mente. Pude ver que a su espalda, en la pared, había una repisa. La altura a la que se encontraba coincidía con la de su cabeza. Un buen empujón sería suficiente para el impacto. Aunque tuviese que empujar a Amanda, sabía que era la única manera, ella recibiría la menor parte del daño. Lo hice. Procuré que, al empujarlos, mis manos no hicieran contacto con ella, para no lastimarla, solo mi pecho. El golpe fue tremendo. El hombre cayó desmayado al instante. Saqué a Amanda de ahí y la llevé lejos, a la playa.

Sentía la fuerza con la que apretaba mis manos. Sentía también, cómo temblaba su cuerpo. Cuando por fin estuvimos en la playa, y nuestros pies estaban llenos de arena, decidí, a la luz de la luna y frente al inmenso mar, abrazarla. La abracé tanto que no quería soltarla. Quería que sintiera seguridad, que nada malo iba a pasarle. Así la sostuve hasta que dejó de llorar. Tuvo que pasar buen tiempo para que eso pasara. El trauma no era fácil de superar.

En su otra mano tenía algo, se lo pedí. Era el papel que don Andreas había ingresado a su cuarto. Lo leí: "Soy Jeffrey".

—Maldito —mascullé.

—Perdóname, Jeffrey. Perdón por hacerte pasar por esto —dijo ella, entre lágrimas.

—Tranquila, Amanda, todo está bien, lo importante es que nada malo te pasó —y volví a abrazarla, más fuerte que antes, hasta que soltó un pequeño quejido. Me hizo saber que le dolía en el área de sus costillas.

— ¡Ay no! —exclamé —. Te lastimé —Ella asintió.

—Pero hubiese sido peor si no hubieras llegado —agregó, al instante —. Este es un dolor bueno. Mientras aún duela, recordaré lo que hiciste por mí.

— ¿Y cuando deje de doler? —pregunté.

—Puede que extrañe el dolor, tanto como te he extrañado a ti —sus ojos me miraban. El corazón se me estremeció.

— ¿Por qué decidiste abrir la puerta, Amanda? Aún tratándose de mí no es buena idea abrir la puerta a alguien a estas horas, sea quien sea, ¿no te enseñaron a tener miedo? —cuestioné.

—Porque sé que tú eres buena persona, Jeffrey, que nunca me harías algo malo —dijo, con tanta ternura que me quedé sin palabras.

Un impulso empezó a crecer en mí. Había compartido tan poco con ella y me daba tanta paz, tanta seguridad, y experimentaba el amor en cada fibra de su ser. Lo peor de todo, lo experimentaba también en mí. Me acerqué a ella y quise juntar mis labios a los suyos, pero me detuve cerca. Estuve así un momento hasta que ella se acercó y me correspondió. Pero cuando más cerca la tuve, sentí, al roce de sus piernas, un pequeño bulto en mi bolsillo. Era el anillo. Recordé a Jeannete. Me solté.

—Lo siento Amanda, no puedo —expresé.

— ¿Por qué no, Jeffrey? —preguntó. En sus ojos se podía leer el desconcierto.

—Llegaste tarde —afirmé —. Me voy a casar.

Sus ojos se volvieron a llenar con lágrimas. Resonaban en mi mente sus palabras: "Tú nunca me harías algo malo". Al parecer sí lo hice. Dio la vuelta y comenzó a correr. Por un momento pensé en dejarla ir, pero la vi más vulnerable, tuve miedo por ella, y reconocí que la amaba. Saqué el anillo de mi bolsillo, lo contemplé por última vez, lo arrojé al mar, y corrí tras ella.


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