XIX - Jeannete 2
El boom del facebook me había atrapado. Aunque la red social existía desde 2004, en Nicaragua empezó a tomar auge a partir del 2008. Para el 2012, todos tenían un perfil. La funcionalidad de la plataforma era sencilla. No era tan extravagante como el HiFive que alguna vez tuve. La paleta de colores consistía en una sencilla combinación de azul y blanco. Creo que eso le daba verdadero realce a las fotografías que la gente subía.
Cuando vi que David subió una foto de una moto como su nueva adquisición, estaba segura de que era una malísima idea. Recuerdo que mamá siempre decía: "Las motos son el invento del diablo", a lo que mi padrastro respondía: "Eres exagerada, mujer, pero sí tienes algo de razón. Para quien maneja una moto su cuerpo es la carcasa. En un accidente siempre llevan las de perder".
La angustia que sentí fue peor que la vez que me contó que tenía novia, o la primera vez que vi una foto de ella para confirmar lo bonita que era, o la ocasión en que subió una foto en la que la estaba besando. Aunque habíamos roto nuestra promesa, era evidente que aún sentía mucho por él. Siempre estuve pendiente de sus publicaciones, y de vez en cuando comentaba alguna. Nunca dejé de ser su mejor amiga. Él, por su parte, cambió mucho conmigo.
Me debatía muchas veces en mi interior sobre sus verdaderos intereses. Su actitud cambió desde que le dije que ya no seguiría cumpliendo mi promesa. Entonces comencé a alimentar la idea de que en realidad no era una promesa de amistad, sino un capricho pasional, un mero deseo. Tuve la tentación de pensar en que solo me utilizaba. Sin embargo, lo conocía bien, sabía que se trataba de algo mucho más profundo.
Tuvimos tanta confianza que llegamos a contarnos toda nuestra vida. Él sabía de mí, por ejemplo, que había sido víctima de acoso por parte de mi padrastro y de todas las veces que intentó violarme. Ante ello, consideré su compañía como una forma de protección inefable. En cuanto a su pasado, supe que tuvo unos padres muy sacrificados, y que con cada esfuerzo le demostraban su amor. Cada promesa que se hacía en la familia era sagrada, y siempre se cumplía. En una ocasión su papá migró a Estados Unidos, lo que lo afectó muchísimo. El papá le prometió que cuando volviera le traería consigo un Play Station 2, cuyo lanzamiento sería uno de los tantos avances tecnológicos que le darían la bienvenida al nuevo milenio. Aunque parezca una tontería, aquello era muy importante para él, y su papá, al fin de cuentas, cumplió su palabra. Por eso sabía muy bien lo que significaba una promesa para él. Comprendía, entonces, que su actitud era una respuesta natural de su parte. Estaba resentido conmigo. Y yo me sentía en deuda con él. Era una deuda eterna.
La mayor angustia que sentí se produjo cuando noté que ya no publicaba estados en su facebook. Supe que algo andaba mal con él. Sentía, además, una gran conexión, y podía percibir, aún a la distancia, que se encontraba triste.
Cuando su mamá me llamó para darme la noticia de que su hijo había sufrido un accidente, sentí que el mundo se me vino encima. Doña Leticia se había convertido en una segunda madre para mí. Escucharla llorar con tanto agobio y desesperación me partió el corazón en millones de pedacitos. Que me llamara a mí era muy extraño en muchos sentidos. Significaba que ella aún me guardaba el aprecio que siempre me tuvo, que David aún guardaba mi número en su teléfono, y que, posiblemente, había terminado con su novia.
Esa última aseveración explicaría el porqué David había dejado de publicar en su facebook. Explicaría también lo que doña Leticia me contó entre lágrimas. Ella me dijo que su hijo había entrado en una especie de depresión que lo conducía al alcohol una y otra vez. Que su accidente se había producido porque él manejaba ebrio. Y no dejaba de culparse por no haber sido más valiente para enfrentarlo y pedirle que no volviera a tomar. Yo, mientras la escuchaba, también lloraba y admitía parte de la culpa. Sabía que lo que había pasado entre nosotros influía mucho en su estado de ánimo, y que de alguna forma lo había conducido, levemente, al abismo de la depresión.
Cuando ofrecí a doña Leticia mi compañía y ayuda en aquellos momentos tan difíciles, estaba segura de que hacía lo correcto. El asomo de pensamiento que tenía que ver con Jeffrey y mis obligaciones con él no impidió que lo hiciera, ni me restó ímpetu. En cuanto lo vi le di la noticia de que partiría lo antes posible a León a resolver una situación personal de emergencia.
—No puedo darte más detalles. Cuando vuelva, te lo explicaré todo —juré.
— ¿Estás segura de que no se trata de un tiempo, como los que siempre has tomado? —preguntó. Sentí tristeza por él. Y como estaba angustiada por todo lo que estaba pasando, eso fue suficiente para que rompiera en llanto.
—Te prometí que no volvería a pedirte tiempo, Jeffrey —aseguré, entre lágrimas —. No es eso, volveré, y cuando vuelva te lo contaré todo.
La sombra de David estaba ahí. Su fervor a las promesas ejercía su poderosa influencia en mis actos. Cuando le dije eso a Jeffrey, decía la verdad. Nunca había sido más sincera con él. Jeffrey había sido la imagen de ese hombre con el que toda chica quiere casarse. Mientras estuve con él estaba segura de que no había una mejor opción. Me culpo, incluso, por hacerle creer alguna vez que quería un matrimonio. No era su culpa que yo no tuviera arreglada mi vida. No era lo totalmente libre que se necesita ser para comprometerse tanto con alguien. De cierta forma agradecía al cielo que aún no me hubiera dado un anillo de compromiso. Si lo hubiera hecho, seguramente hubiera salido corriendo despavorida, y no porque no quisiera casarme, sino porque sentía que aún no era el momento.
Aun así, guardaba la ilusión de que todo eso se cumpliera. Pero para ello, debía resolver de una vez por todas mi pasado. Estaba con el peso de una deuda, y aunque esta fuera eterna, creí ingenuamente que podía pagarla.
Cuando llegué al hospital de León, doña Leticia me recibió con un fuerte abrazo.
— ¡Ay, mi niña! ¡Mi hijito! ¡No quiero que se me muera! —sollozó. Mi corazón ya no podía seguirse partiendo, era un cúmulo de arena que no tenía más remedio que estar junto.
—David no morirá, doña Leticia, confiemos en Dios —Intenté consolarla. Sus lágrimas seguían fluyendo como cascada.
Cuando pudo tranquilizarse, me contó todos los detalles. Una camioneta le había impactado de frente. Estaba delicado, con un hematoma en el cerebro. Había recibido un tratamiento para reducir la inflamación, pero en caso de que esto no pasara, sería operado. La operación sería, dado el caso, muy delicada.
— ¿Este es un buen lugar para que atiendan a mi hijo, verdad? —hablaba doña Leticia. Quería encontrar seguridad en medio de tanta incertidumbre —. En León se forma a los mejores médicos. ¡Ay, mi niño! Él quería convertirse en uno. Estaba tan cerca.
—Aún lo está —interrumpí —. Su hijo será médico, doña Leticia, ya lo verá.
Cuando hablaba, no lo hacía con la mera intención de consolarla. Era de las personas que si no tenía algo que decir, prefería estar callada. Cuando hablaba, lo hacía porque creía que era correcto hacerlo. Y lo que le dije a doña Leticia lo dije porque lo creía. Tenía fe en que David viviría. Dejé que ella durmiera y pasé en vela toda la noche.
Al día siguiente, cuando ella volvió de asearse, salí para comprar varias cosas. Visité una librería y compré un libro llamado "Matar un ruiseñor". Pensé que cuando David pudiera escucharlo, lo leería para él, hasta terminarlo, y luego todas las veces que el quisiera.
Cuando regresé al hospital, el ambiente era tenso. Doña Leticia lloraba, pero no podía articular palabras. Temí lo peor. Tuve que esperar hasta que los médicos salieron. Pasó mucho tiempo para que sucediera eso. Hablaron con ella, y por su reacción, sentí miedo y tristeza, tanto que mis manos temblaron. El libro que llevaba cayó al piso, resonando fuerte. Creí que David había muerto.
Acompañaron a doña Leticia al sofá de la sala de espera, y cuando fui capaz de reaccionar, recogí el libro, y fui con ella. No encontraba la forma de preguntarle lo que había pasado. Un profundo silencio nos envolvió. La abracé y volvió a llorar, como si mi gesto la hubiera desatascado, tal cual sucede cuando alguien abre un grifo. Dejé que llorara sin decir una sola palabra hasta que volvió a guardar silencio.
—Ese es un buen libro —por fin habló.
— ¿Ya lo leyó? —pregunté, pero quería saber de David.
—Sí, hace unos años, es muy bueno, pero también triste. No lo leería de nuevo, menos en un momento así... ¿No es para mí, verdad? —Se vio sorprendida por sus propias palabras.
—De hecho, lo compré para David —afirmé, y justo cuando terminé, empecé a llorar.
—Espero que sí pueda leerlo —dijo ella.
— ¿Aún vive? —pregunté inmediatamente.
—Sí, y también no... Es que no sé cómo explicarlo —Hizo una pausa bastante grande, creo que intentaba no llorar —. Lo operaron. Según los doctores todo iba muy bien. Pero, cuando creyeron que había terminado, entró en coma.
—Dios lo hará despertar —dije, siempre entre lágrimas — ¿verdad? —dudé luego.
—Nunca fui buena para guardar esperanzas, hija. Lamentablemente, sé que en la mayoría de los casos la gente que entra en coma, muere.
Ya no pudimos hablar. Ambas lloramos. En los siguientes días acompañamos a David en su habitación, turnándonos. Recibía mensajes y llamadas de Jeffrey, pero tuve que pedirle que dejara de hacerlo. Necesitaba enfocar mis fuerzas en conectar con David, en hacerlo despertar. Si él necesitaba una razón para seguir viviendo, yo intentaría serla. Y para poder hacer esto bien, debía dejar de pensar en todo lo demás, incluso en Jeffrey.
Cada momento que compartía con él, aprovechaba para leerle. Matar a un ruiseñor era un libro muy interesante. La forma en la que lo leía haría creer a cualquiera que se trataba de algo que siempre disfruté. Quizás eso de que odiaba la lectura solo fue una falacia, una forma de evitar un dolor que no quería sentir, y que en ese momento volvía, de la peor forma, para por fin enfrentarlo. Deduje, por el tiempo que estuve ahí, y por las visitas que llegaron, que mi teoría de que David había terminado con su novia era cierta.
Pensé: "En verdad David me necesitaba aquí. Estar aquí es lo correcto. Un amigo siempre está ahí para sus amigos. Quizás el mundo me hubiera aconsejado no venir, sobre todo porque él me había olvidado. Pero yo no soy quien para actuar de esa manera. Quizás me hubiera convencido de que hacer lo correcto era respetar mi relación de noviazgo y por eso, tampoco venir. Pero, cuando un amor en sincero y libre, no se ata a la persona, menos en un momento así".
Después de un mes de lectura ardiente y fervorosa, David despertó. La alegría de los que estuvimos ahí no tiene comparación. Doña Leticia lloraba de felicidad, como una niña. Su hijo había sobrevivido, la esperanza volvía a su vida, y esta vez para quedarse. David un día sería médico. Cuando por fin pudimos hablar, supe porqué se había alejado.
—Perdóname, Jeannete, fui un tonto —dijo, con débil voz.
—Nunca has sido un tonto —afirmé.
—Sí que lo fui. Mi ex supo de ti, y en un arranque de celos me pidió que rompiera mi amistad contigo. Lo exigió como una prueba de mi amor. Y lo hice, Perdóname.
Cuando escuché eso, admito que dolió. Guardé silencio un momento. Mi orgullo me hacía creer que él la había escogido a ella, y que quedarse sólo era lo que merecía. Pero el amor que le tenía me hacía comprenderlo, ver a través de las circunstancias, ponerme en su lugar y sentir todo lo que había pasado. Además, casi pierde su vida. No estaba ahí para juzgarlo.
—Te comprendo —dije —El amor nos lleva a cometer locuras. Gracias por hacer ese sacrificio por ella.
—No merezco que estés aquí —reflexionó —. Traicioné tu amistad...
—Y yo rompí una promesa —interrumpí —. Nunca me perdonaré eso.
—Una promesa no tiene sentido si te ata a un dolor interminable —afirmó. Recordé las palabras —. Eso, Jeannete, tú me lo enseñaste, y siempre estaré agradecido.
La paz que sentí después de hablar con él era reconfortante. Mi vida empezaba a acomodar sus piezas, por fin, y nunca estuve más segura de lo que debía hacer. Cuando me despedí de David para regresar a Matagalpa, él me hizo una pregunta:
— ¿Volverás?
Y yo le sonreí. En mi mente resonaba lo que una vez le dije: "Siempre seremos amigos".
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