XII - Jeffrey 5

—Laurence Sterne decía: "Esto se llama perseverancia en una buena causa y obstinación en una mala" —citó, elocuentemente, Renato.

—Más despacio, amigo, el chico de las frases soy yo —mencioné, sorprendido.

—Jeffrey, yo también leo, un poquito. Y si te dejo una frase es porque sé que te encantan. Debo jugar a tu estilo si quiero que entres en razón.

—Hiciste trampa. Estás en el Internet. Seguro la buscaste recién en google. El hecho de que hablemos mientras trabajamos no me impide percibir tus movimientos, campeón. También te conozco —Le dije, mientras hacía girar mi silla hacia él.

Nuestra oficina era pequeña. Cuando mucho, tenía unos cinco metros cuadrados, incluyendo el baño, acomodado en la esquina del fondo. En la otra esquina, estaba el escritorio de Melinda. Era de madera, probablemente caoba, con acabado circular, dibujando un arco alrededor de su silla, que también era la más fina. Nuestros escritorios eran de metal, y nuestras sillas eran giratorias, pero mucho menos valiosas. Renato estaba delante de Melinda y yo estaba delante de él. Por lo general, ella no permanecía en la oficina. Si no estaba en una reunión importante (las cuáles abundaban), le daba seguimiento a los muchos proyectos que Ingeniería ejecutaba. Eso era una ventaja. Nos permitía platicar allí de cualquier tema y sin reparo. Los miércoles, cuando se jugaba la champions league, a veces poníamos los juegos del Real Madrid. Ese día, Renato aprovechó para sermonearme. Estaba convencido de que volver con Jeannete era el peor error de mi vida, sobre todo después de haber conocido a Amanda.

—No es trampa —Se defendió —. Da igual que lo que haces tú cuando acudes a tu libreta, ésa en la que tienes anotadas todas tus frases favoritas.

—Touché —asentí.

—Así que, déjame leerla de nuevo: "Se llama perseverancia en una buena causa y obstinación en una mala".

— ¿Cómo dijiste que se llama el autor? —pregunté.

—Sterne, Laurence Sterne —Su pronunciación era mala. Fuera inglés, irlandés o alemán, no importa, era mala.

— ¿Al menos sabes quién es él? —cuestioné.

—Eso no importa. Lo que importa es la frase.

—Si citas una frase, no solo importa la frase. Es muy importante quién la diga. Su vida y lo que ha hecho deben respaldarlo. Si te dijera una frase de un desconocido, lo primero que piensas es: "¿Quién diablos es ese? Ponte en mi lugar. Si te dijera algo como: "A veces es necesario revisar los rieles y construir caminos, y hasta luego dejar que el tren avance", y luego te dijera que lo dijo Julio Choza, ¿qué me dirías?

—Porqué tuviste que inventar ese nombre, ¿no había uno más bonito?

—No sé, pensé en Julio Verne, y luego se me vino una choza a la mente. Yo creo que existe el apellido, en algún lugar debí escucharlo. Pero ése no es el punto. Sterne, hombre, no sé si da lo mismo que Choza, pero yo no reconozco ese nombre. ¿Se trata de un escritor?

Lo escuché aporrear su teclado con destreza asombrosa. Leía mientras yo le hablaba, y así, cuando le hice la pregunta, ya tenía una respuesta.

—Es un escritor y humorista irlandés y su mejor obra es Tristam Shandy. Por lo tanto su frase es váli...

—Si yo buscara en google —interrumpí—, también encontraría...

— ¡No importa quién diablos dijo la frase, Jeffrey! —No me dejó terminar—. Lo que importa es que yo, tu amigo, piensa que estás siendo obstinado. Jeannete no te conviene. No es normal que una chica te pida tiempo y luego vuelva, para que después te vuelva a pedir tiempo.

Me quedé en silencio. Renato estaba exaltado. La última vez que lo había visto así discutíamos sobre cuál debía ser el procedimiento correcto para coordinar nuestras funciones. Sostenía que yo debía pasarle la información al menos dos días antes de un cierre de quincena si realmente quería que los incentivos, reembolsos o deducciones se aplicaran de forma efectiva. Por mi parte, aseguraba que lo que él me pedía era imposible, que no estaba en mis manos eliminar las urgencias, mucho menos predecir errores de ese tipo, y que aún sucediendo un problema el último día de la quincena, el operario merecía su incentivo. Esa tarde echamos chispas. La oficina se hubiera incendiado si Melinda no hubiera intervenido.

Me di la vuelta, tomé las anotaciones de mi escritorio, mi guía de GSD (Información General de Costura, por sus siglas en inglés) y empecé a asignar códigos a los movimientos de los métodos que había revisado y que tenía pendientes. Al mismo tiempo los ingresaba al programa. Mi teclado sonaba con violencia. La confrontación se había trasladado al plano de los sonidos. Cuando me detenía a pensar, recorría la oficina y observaba los detalles. Mi escritorio estaba junto a la pared. Había un par de ventanas en esa pared, y a mi izquierda, al extremo, estaba la puerta de entrada. La ventana que tenía en frente me permitía ver el techo de la empresa, y los armazones de hierro que descendían hasta el piso de producción, donde se sostenían los rieles de alimentación eléctrica y las lámparas incandescentes. Sin embargo, el monitor de mi computadora me impedía ver el pasillo del segundo piso, adyacente a nuestra oficina. A mi lado había otro escritorio. Lo usaban los ingenieros de planta. Pocas veces había alguien ahí. El cielo raso estaba en perfecto estado, excepto por una lámina donde se había filtrado agua, cuya mancha amarilla ya era más que evidente. La orden de mantenimiento había sido emitida, pero desde que un trabajador murió por caerse del techo, los trabajos de ese tipo tenían que pasar por un protocolo engorroso. Otro evento de esa magnitud era difícil de ocultar, y pondría en riesgo a la empresa de un cierre fulminante. Mientras calculaba el SAM (Minutos estándar permitidos, por sus siglas en inglés) de las operaciones, reflexionaba en el cuestionamiento de Renato. Decidí hablarle, pero lo hacía sin verlo, manteniendo la vista en mi monitor.

—Está bien, Renato, entiendo tu punto. Pero llamarme obstinado, no lo sé. Si realmente me conoces, sabes bien que tengo mis criterios y principios. Cuando invierto tiempo en algo, eso adquiere valor. Jeannete vale mucho para mí. Si ella me pidió regresar, es porque realmente quiere intentarlo. Además, hablé con ella. Intenté persuadirla para que trabajara su seguridad. Le expliqué que, parte de esa seguridad, era estar convencida de lo que quería. Estuvo de acuerdo conmigo, y me prometió que no pediría más tiempos. Es más, me insinuó que estaba lista para que le pidiera matrimonio.

— ¡No es cierto! —intervino, exaltado. Su voz debió escucharse en la oficina de al lado. Hasta entonces parecía escéptico, como no queriendo escucharme — ¿Me estás contando que Jeannete te pidió matrimonio?

—Eso sería vergonzoso —contesté —. Te estoy diciendo que leí entre líneas, que pude ver en sus ojos lo que gritaba su alma. Creo que quiere algo para toda la vida.

—Si como novia no te ha demostrado nada, no creo que como esposa las cosas sean diferentes, Jeffrey. Después de un tiempo, hay que ver que tan cambiados están ambos. Mira que no sabes qué le pudo pasar. Si tú, mientras tanto, conociste a Amanda, y te viste tentado, cuánto más pudo pasarle a ella, que es la que pidió el tiempo, y por lo tanto, estaba más vulnerable.

—Amanda, vaya problema... —Alcancé a decir, y me quedé en silencio. Lo que Renato decía me hizo reflexionar.

—Es un problema no resuelto—advirtió.

Mantuvimos el silencio un rato. Él parecía no querer decir nada más. Yo no tenía nada más que decir. Al parecer, cualquier cosa que comentara era combustible y alimentaba el fuego de su convencida posición. Sabía que me confrontaba porque me consideraba un amigo.

Mi teléfono sonó. Se trataba de un mensaje.

"¡Hola Jeffrey! Sigo apenada contigo. Me duele que no me contestes los mensajes. Me encantaría que hablemos un poquito hoy. ¿Puedes venir a mi puesto? Un simple hola me bastaría. Si no vienes, entenderé lo que pasa y dejaré de escribirte. Entonces será como que nunca nos conocimos.

El corazón me palpitaba de una forma extraña. Sentí miedo de perderla. ¿Cómo se puede sentir el miedo de perder algo que nunca has tenido?

—Pobre Amanda, la has dejado ilusionada. ¿Cuántas razones le diste? —Renato estaba tras de mí. Seguro notó que me quedé mirando el mensaje más tiempo del normal, sin reaccionar, totalmente congelado. Habíamos llegado a tal punto de confianza, que ninguno se molestaba por una invasión de privacidad.

—Suficientes, creo. Chateamos varias noches —revelé.

—Y ¿cuántos mensajes te ha puesto en los que no le respondes? —indagó, creo que tenía un punto. Quería saber cuál era.

—Muchos, en promedio tres cada día. Supongo que un día dejará de hacerlo. Supongo que ese día es hoy.

—De ti depende, Jeffrey —afirmó.

—Estoy confundido, lo admito, pero Jeannete es mi novia. Ella llegó primero.

—El amor no se trata de eso —dijo, mientras se acomodaba en mi escritorio para verme a los ojos —. No se le da al que llega primero a la fila. Se le da al que te da la seguridad de que estará ahí para siempre, y pase lo que pase, nunca se irá de tu lado.

—Sterne decía que la obstinación ocurre cuando la causa es mala. ¿Por qué crees que mi intención de seguir con Jeannete y luchar para llevar las cosas a buen término es mala? —cuestioné. Quizás seguía asimilando lo que recién me dijo.

—No escuchaste al parecer, lo que te dije. Jeannete, según mi opinión, no te da la seguridad de un amor para siempre. Cuando las cosas se han puesto difíciles, se ha ido.

—Ella no es mala. Ves las cosas desde esa perspectiva y tienes razón, pero yo las veo desde otro ángulo: ella siempre regresa.

—Te entiendo, Jeffrey. Entiendo cuando dices que ella no es mala. Puede que la ames, pero no con el amor que le darías a una esposa. Por favor, escucha mi punto: es verdad, siempre vuelve, pero los surcos que quedaron por su partida alteran el contexto. La relación pierde fuerza. Mira lo que te ha pasado. Tú mismo lo dijiste: estás confundido. Pienso, por ejemplo, en lo que has hecho para ocultar los mensajes que te llegan de Amanda. Si Jeannete los viera, ¿te imaginas cómo evolucionarán sus celos? Si hasta ahora ha sido como ha sido, que no le has dado razones, piensa lo que pasaría.

—No pienso contarle lo de Amanda. Por eso le mentí diciéndole que mi celular estaba dañado. Así lo mantendré hasta que el capítulo con la operaria quede cerrado.

—Y no te juzgo por mentir. De hecho ha sido bueno que hicieras eso. Si no, tendría que estar lidiando con tu chateadera. Pero también es algo a considerar. Así como tú le mentiste, ella puede guardar secretos. Amigo, temo que sean mucho peores que los tuyos.

Me enfadé con él. Sé que era un punto válido, pero no quería pensar en que Jeannete tenía secretos peores que los míos. No me convenía pensar en ello. Doblegaría mi orgullo y me haría actuar por impulso. Él lo notó. Regresó, con parsimonia, a su escritorio, se sentó y tomó agua. Escuché todo sin moverme. El teclado empezó a sonar nuevamente. Así, con cada quién en su puesto, retomé la conversación.

—La razón me dice que debo seguir con Jeannete. Amanda es solo una ilusión pasajera. Si cedo a lo que me pide el corazón ahora, ¿Cómo podré estar seguro de que seré un buen esposo? Una vez casado, cosas similares pueden pasar, y no me imagino el daño que podría causarle a mi esposa y a mi familia si por una ilusión de un momento decidiera abandonarla.

—Mientras tú entrenas eso, Jeannete entrena otra cosa —sostuvo. Su tono era de frustración.

—Tengo historia con Jeannete. Por favor entiende, no es fácil. Amanda es un caso incierto. Con Jeannete ya sé cómo lidiar, sé cómo puede mejorar. Con Amanda todo es un mundo nuevo.

—Amigo, tu mundo actual es ansiedad, remar contra corriente, forzar para que las cosas funcionen, todo porque eres terco y no renuncias a algo aunque sepas que ese algo no es para ti. Amanda es un mundo nuevo, pero en tan pocos días me hizo ver que fuiste más feliz de lo que has sido con Jeannete. Es verdad, es un riesgo, pero es que todo futuro es incierto. Jeannete no va a cambiar de la noche a la mañana. Puedes cambiar tú, pues está en tus manos hacerlo. Si un matrimonio va a funcionar, lo hará por el amor, libre y sin miedos.

—Ya no quiero escuchar más —grité. En mi mente había tormenta. Solo Dios sabe que tan bien hice mi trabajo ese día.

—A veces es necesario revisar los rieles y construir caminos, y hasta luego dejar que el tren avance. Lo dijiste tú, hace poco, aunque se lo atribuiste a un tal Julio Choza. 


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