X - Jeannete 1

Maldito David Nicholls. Es su culpa que odie la lectura. Es su culpa también que mi vida sea un desastre. Lo hago responsable por ser tan bipolar. Al menos eso quiero creer. Que él es el culpable de todo.

Cuando estaba en la primaria, supe que tenía dificultades para poner atención. Desde muy temprano en mi vida pensé que fracasaría en todo. Pensé que no terminaría la escuela. Lloré por creer que repetiría la historia de Lizania, mi madre.

Ella fue una gran persona, de noble corazón, siempre y cuando la dividiera en unas cuantas partes. Al final, cada quién es un cúmulo de fragmentos que se compaginan para construir un solo ser. Como es de suponer, no todas las piezas son perfectas. Algunas hacen que desde cierto perfil nos miremos muy malos. Se trata del prisma que nos constituye. En él se asimilan las experiencias vividas. Y hay algunas tan fuertes que nos marcan por siempre, para bien o para mal. Algunos les llaman heridas. Dicen que deben ser sanadas. Yo las veo como una arista forjada de nuestra polimórfica esencia. Verlas como un enemigo nunca me ha parecido bien.

Una de esas aristas tan feas que se formaron en mí se creó cuando apenas era una niñita de cinco años. Es algo por lo que mi madre me ha llamado mentirosa, pero estoy segura de que no lo imaginé. Visitamos a mi abuela lejos de la ciudad en que vivía. Un viejo amigo de la familia a quien recuerdo como Pacheco fue quien nos hizo el favor de llevarnos y traernos. Pacheco era un mecánico que se hizo dueño de un taller. Gracias a ese trabajo se había conseguido una camioneta Toyota de un estado deplorable. Sin embargo, para entonces, era muy difícil que una familia humilde tuviera un vehículo.

Pacheco tenía una prominente panza, y su ropa siempre estaba manchada a causa de su trabajo. Ese día lucía diferente, incluso sentí el perfume que usaba. En su rostro, lo más llamativo, era el color de sus ojos, verdes y brillantes. Cuando volvimos a casa, el sueño me dominaba. Mi cabeza se balanceaba de un lado hacia otro. Sin embargo, no quería dormirme. No quería porque, aunque no entendía muchas de las cosas que Pacheco le decía a mamá, podía deducir sus intenciones.

Mi mamá usaba un vestido ajustado que la cubría un poco más arriba de la rodilla. La imagen de ver la mano derecha de Pacheco, llena de pelos, callos y unas cuantas cicatrices, subiendo por su pierna mientras la desvestía, me sigue pareciendo la de un monstro. Aún pasea por mi mente el recuerdo de Alfonso, mi papá, y la culpa que sentí cuando lo miré aquella noche al llegar a casa. Como testigo, me adjudiqué parte de la traición, me creí una miserable cómplice.

Más tarde, el efecto de aquel remordimiento se disipó cuando vi llorar a mi madre porque papá la había traicionado. Para entonces, recién había cumplido los siete años. Una arista se había terminado de formar y una nueva empezaba.

Apareció luego, Roberto, mi padrastro. Y éste, cuando me vio crecer, sintió lujuria por mí. Tenía tan solo diez años cuando hizo el primer intento de violarme. Aquel intento, como todos los que le siguieron, fue frustrado. Pero en cada intento parte de mi dignidad se marchitaba. ¿Cómo se rehace una flor después de arrugarse sus hojas? Lo que más dolía de aquello es que cuando tomé el valor de decirle a mamá, ella no me creyó.

Quizás todo eso explique porqué me costaba tanto poner atención en mis clases. Cuando entré a la secundaria, tenía 12, pues había repetido un grado en la primaria. Aquí es donde aparece en mi vida David. Se trataba de un chico muy inteligente. Pero era uno muy distinto a los que se conocen. No era nerd. Combinaba en su personalidad esa capacidad para ser muy bueno en las matemáticas y a la vez tener el carisma de ser sociable, con suma facilidad para entablar conversaciones fluidas y construir amistades. Experimenté su empatía cuando se acercó una vez para ayudarme a terminar una de mis tareas. Apareció ante mí, como una entidad hasta entonces desconocida y digna de alabanza, la virtud de la lealtad. David era la lealtad misma.

Como regalo de navidad aquel año, me regaló un libro titulado: "Robi, Tobi y el Aeroguatutú". Me dijo que era su libro favorito. Noté que el libro estaba usado y que realmente antes de dármelo, le pertenecía a él. Es como si me diera una reliquia. Dicho libro se convirtió en la excusa para vernos diario. Lo leía para mí y mientras tanto me enseñaba el significado de una amistad verdadera. Estábamos para entonces en el año 2003 y el mes de enero se volvió el más relevante en mi vida. Eso de tener una mejor amiga no era un concepto que funcionara para mí, pero terminé convencida de que un mejor amigo sí funcionaría. Cuando terminamos de leer el libro, le pedí que lo leyéramos de nuevo. Así fue hasta que en la navidad de aquel año él me regalara uno nuevo: "El niño con el pijama de rayas". Repetimos, religiosamente, la rutina de leerlo juntos. Pasar de una historia para niños, donde un pequeño y su robot viajaban por el mundo, a otra tan madura, donde se relata la construcción de una amistad prohibida, era un signo del ineludible compromiso que surgía entre nosotros.

Quizás nuestro error fue no entender que la amistad tiene sus límites. Pudimos arruinar algo hermoso el día en que terminamos de leer aquel último libro. Llorábamos juntos a los pies de un roble, y su brazo se acomodó alrededor de mi espalda, como muchas veces antes lo hizo.

— ¿Estás bien? —preguntó entre sollozos.

Asentí con la cabeza, sin poder evitar derramar mis lágrimas. Entonces se acercó a mí para darme un beso. Estoy segura de que su intención era besarme la mejilla, pero en el último instante moví mi cabeza para interceptar aquel beso con mis labios. Vi la sorpresa en sus ojos. Vi también su tristeza. Parecía haber roto algún voto. Fue un momento fugaz que nos marcaría por siempre. Apartó su rostro, me miró como nunca antes lo había hecho, y luego me abrazó. Nos separamos y no volvimos a vernos hasta una semana después, cuando volvimos a empezar el libro. Ambos sabíamos que era masoquista de nuestra parte, pero era nuestro rito, algo sagrado.

En la navidad del 2004 me obsequió el libro llamado: "El retrato de Dorian Grey". Fue difícil leerlo y sentir, después de cada capítulo, la tentación de volver a besar sus labios. Quizás el sentía lo mismo, pues se me quedaba mirando por buen rato, quizás luchando contra sus impulsos, viviendo las mismas batallas que yo.

Aun teniendo que luchar contra esto, repetimos nuestra rutina y releímos el libro las veces necesarias hasta que, en la navidad del 2005, me regalara uno nuevo. Esta vez se trataba de "El conde de Montecristo". En aquella ocasión me dijo:

—Si lo leemos con calma, puede que este nos dure para todo el año.

Juro que me sentí contrariada. Repetir un libro era parte de lo nuestro y no quería renunciar a ello. Pero al ver el tamaño del mismo, no cabían dudas de que tardaríamos mucho en terminarlo. Más aún si tomábamos en cuenta que la fase final de la secundaria nos había arrastrado a más actividades que demandaban nuestro tiempo. Nuestra amistad, sin embargo, era el mayor tesoro que cada uno poseía.

Para la navidad del 2006 el libro era "Cumbres Borrascosas". Me sorprendí cuando vi que tenía dos ejemplares. La noticia que me dio aquel día me llenó de mucha tristeza.

—Jeannete, voy a la universidad de León. Estaría muy feliz de que vinieras conmigo.

Pero yo no podía. No quería. Deseaba estar con él, más que cualquier cosa en el mundo. Pero si había un vínculo más fuerte que el que tenía con él, ese era el que tenía con mamá. No podía abandonarla.

—Lo siento —dije—. Por más que lo quiera, no puedo —Y rompí en llanto.

Leímos juntos lo que quedó del año y los primeros días de enero del 2007. Yo ya había decidido estudiar en la universidad de Matagalpa. La noche del día anterior a que se marchara a León, y después de leer el capítulo que tocaba, no pude evitar darle un beso. Fue cuando confirmé que él también tenía las mismas tentaciones, pues no solo me correspondió, sino que intensificó el contacto. La pasión que se desbordó aquel día nos hizo llegar lejos. Terminamos teniendo sexo. Nuestras miradas denotaban la oscura mezcla de satisfacción y arrepentimiento.

—Jeannete, prométeme algo.

— ¿Qué cosa? —pregunté

—Que no importa lo que pase en nuestras vidas, siempre seremos amigos.

—Si por mí fuera —dije, y a la vez me sentenciaba a mí misma —repetiría este día cada año hasta que mi alma se separe de mi cuerpo.

—Es una promesa —sentenció, y luego me besó.

A mitad de año vino de vacaciones a Matagalpa y volvimos a vernos. Leímos juntos mientras estuvo acá, pero no nos besamos. Para la navidad del 2007 me obsequió "Drácula" de Bram Stocker. La noche del 25 de enero de 2008 repetimos lo que hicimos el año anterior, cumpliendo así nuestra promesa.

En la navidad del 2008 me obsequió "Crepúsculo". Se trataba de un libro contemporáneo muy famoso. El 25 de enero de 2009 volvimos a tener sexo. La promesa se convirtió en demanda. La tendencia a la que apuntaba ese libro debió hacerme sentir temor. Fue tan ligero y tan fácil de leer que leímos toda la saga en menos de medio año, antes de sus vacaciones. Cuando lo vi de nuevo trajo consigo dos cosas: la primera, un nuevo libro, recién publicado: "Siempre el mismo día"

—Mira esto, Jeannete —Me mostró su regalo —. Es una historia que nos encantará. Se parece mucho a la nuestra. Además, el autor tiene mi nombre. Vaya coincidencia.

Leí el nombre: David Nicholls. ¿Recuerdas que te dije que por él odio la lectura? Eso se debe a la segunda "cosa" que mi amigo traía consigo. Era una noticia.

—Jeannete, debo confesarte algo. Espero esto no cambie lo que hay entre nosotros. Tengo novia.

Me invadió una ira profunda. Quizás me percataba de que lo que sentía por David era algo más que amistad. Pero terminaba convenciéndome de que no podía ser algo más que eso. Terminé aceptando lo que pasaba. Pero mentí de mil formas al decirle que me gustaba la lectura. El libro era muy difícil de leer. Empecé a ver novelas, junto a mi madre. Mientras estaba con ella, la miraba de repente y pensaba en que era la culpable de que David tuviera novia. Pensaba que quizás si me hubiera ido con él a León, su novia sería yo. Pero no podía culparla. Nuevamente aceptaba que era obra del destino.

Fue así como abrí mi mente a nuevas posibilidades. Sobre todo cuando conocí a Jeffrey. Una amiga en común me sorprendió con la noticia de que el chico quería mi número. Quise anotarlo yo misma en un papelito. Pensaba que era la oportunidad de crear un cambio en mi vida. Sentí la emoción de una niña cuando me llegó su llamada.

— Hola, ¿quién habla?

— Jeffrey. Este es mi número, Jeannete.

—Tardaste mucho en animarte.

—Aun estaba superando lo de tu letra. Es hermosísima.

—No empiezas bien si haces ese tipo de cumplidos. La sinceridad es importante para mí —. Y en realidad lo era. Pero en el fondo sabía que si quería estar con él tenía que, tarde o temprano, mentirle.

—No es labia. Lo prometo. No soy bueno para eso. Eres la primera chica a la que me animo a llamar.

— ¿Y en serio esperas que te crea eso? —pregunté. Y era la verdad. No le creía.

— ¿Por qué no lo harías?

—Es demasiado bueno para ser verdad —dije. Estaba ilusionada.

—Pues es aún mejor para mí que pienses así.

— ¿Por qué sería bueno que pusiera en duda lo que me dices? —pregunté de nuevo.

—No es que me pongas en duda, es el hecho de que sientas que es demasiado bueno. Ten cuidado, me ilusiono muy rápido.

—Eso mismo debo advertirte —amenacé. Era parte de mi forma de ser hacerlo.

— ¿No interrumpí algo?

—Para nada. Solo veía mi novela —La novela estaba buenísima, pero valía la pena el sacrificio de dejarla.

—Sé que eso es importante. Lo sé por mamá. Ve y sigue con tu novela.

—No seas tontito —susurré, casi cantando—. En serio esperaba que me llamaras.

Pasamos varios meses hablando por teléfono. No era fácil compartir algo en común conmigo, pero Jeffrey se esforzó para que lo nuestro funcionara. Yo sentía desesperación por su tardanza en pedirme que fuera su novia. Incluso, volví a verme con David antes de que eso pasara. Pasamos la navidad juntos, como había sido costumbre, y el 25 de enero de 2010 volvimos a cumplir nuestra promesa. Días después agendé mi primera cita con Jeffrey. Pronto nos convertimos en novios. Cuando David se enteró, me puso por texto:

—Es difícil aceptar que empiezas una aventura con alguien. Pero entiendo que lo hagas, porque yo lo hice primero. Solo quiero que sepas que, por mi parte, siempre estaré dispuesto a cumplir la promesa. Nuestra amistad es distinta. Nadie lo entendería.

Nadie lo entendería. Es verdad. Pero mi conciencia me exigía ser diferente. Lo intenté, pero tampoco era capaz de romper promesas. A partir de entonces, cada vez que se acercaba la fecha de ver a David, le pedía a Jeffrey un tiempo. Le mentía. Vivir en mi situación me hacía vulnerable. Estaba consciente de que todo lo que haces la vida te lo devuelve. Por eso era celosa con él, porque temía que él me hiciera lo mismo o algo peor. Pero pedirle tiempo me permitía tener cierta paz, pensar que no tenía deberes con él. Le pedí tiempo a mediados de 2010 y a inicios de 2011, cuando volví a cumplir mi promesa. Hice lo mismo a mediados del 2011 y a inicios del 2012. Pero para entonces, empecé a sentir miedo de perder a Jeffrey. Lo llamé. No me contestó. Vi la oportunidad para dejarlo y terminar con mi dilema. Pero él devolvió la llamada.

—Ay, por Dios, por fin llamas... ¿Por qué no respondes mis mensajes?

—Jeannete, ¿no es que nos estamos dando un tiempo?

— ¿Y qué? ¿Lo estás aprovechando con otra chica? Dime si es eso y me desaparezco de tu vida.

—Si nos damos un tiempo, eso se respeta. Además, no fui yo quién lo pidió. Siempre eres tú.

—Sí, yo te pedí tiempo, pero tampoco veo que hagas mucho por evitar que nos distanciemos. Lo aceptas sin problemas. Es como si no te importara.

—Jeannete, por favor, si me pides tiempo, es porque lo necesitas, ¿no es así? ¿Cómo podría entonces negártelo?

—Lo harías si de verdad te interesara estar conmigo. ¿No te duele que pase tiempo en el que no estemos juntos?

—Me duele más la idea de que te esté forzando a algo que no quieres. Siempre he respetado tus decisiones... pero, bueno, ¿para qué me contactas? ¿Ya tuviste tiempo suficiente? ¿Quieres que volvamos?

—Veo que no me entiendes, Jeffrey. Prefiero que sigamos dándonos tiempo. Bye.

Y estaba convencida de que lo iba a dejar. De que esta vez el tiempo sería para siempre. Pero nuevamente me sobrevino el temor de perder al amor de mi vida. ¿Y si Jeffrey era algo de eso que dura por siempre? Tomé una decisión. Aunque me tomé mi tiempo para recoger el coraje necesario, le escribí a David.

—Nuestras parejas merecen respeto. No creo que tampoco te sientas bien con tu novia. Una promesa no tiene sentido si te ata a un dolor interminable. Eres mi amigo, y lo serás para siempre. Sabes que te amo. Pero a partir de ahora quiero ser libre. "Siempre el mismo día" ya no existe para mí.

Y luego llamé a Jeffrey:

— ¡Hola! Jeffrey. ¿Puedes hablar?

—No mucho, Jeannete, ¿te pasó algo?

—Necesito que hablemos. Es sobre el tiempo que nos estamos dando. Te extraño y creo que es momento de que lo intentemos de nuevo. ¿Podemos vernos hoy?

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