V - Jeffrey 2

Cuando entré a la universidad, logré conseguir una beca por excelencia académica. Fue hasta que conocí a Jeannete que esta se volvió indispensable. Era amiga de una de mis compañeras de grupo, y quedó sorprendida cuando le pedí su número.

—Sé que eres un buen chico, Jeffrey, pero las reglas entre amigas se respetan. Deberé preguntarle a ella antes —dijo.

Cuando al día siguiente me dio el dato en un papelito, vi que no era su letra, así que me ilusioné con la idea de que la misma Jeannete estaba interesada en que me pusiera en contacto con ella. La nota decía: "no demores en llamar". Como si de una apuesta arriesgada se tratase, activé la promoción que se llamaba "Número favorito". La compañía telefónica te permitía usar minutos ilimitados con una sola persona. Seguro pensarás que estaba muy convencido de que quería a Jeannete para que la eligiera a ella. Recuerdo que la primera vez que le llamé la conversación fue la siguiente:

—Hola, ¿quién habla?

—Jeffrey. Este es mi número, Jeannete.

—Tardaste mucho en animarte.

—Aún estaba superando lo de tu letra. Es hermosísima.

—No empiezas bien si haces ese tipo de cumplidos —En mi mente la imaginaba haciendo un puchero mientras decía eso—. La sinceridad es importante para mí.

—No es labia. Lo prometo. No soy bueno para eso. Eres la primera chica a la que me animo a llamar.

—¿Y en serio esperas que te crea eso? —Me cuestionó.

— ¿Por qué no lo harías? —pregunté, entristecido por sus dudas.

—Es demasiado bueno para ser verdad.

—Pues es aún mejor para mí que pienses así.

— ¿Por qué sería bueno que pusiera en duda lo que me dices? —Seguía cuestionando.

—No es que me pongas en duda, es el hecho de que sientas que es demasiado bueno. Ten cuidado, me ilusiono muy rápido.

—Eso mismo debo advertirte —sentenció, y, después de un leve silencio incómodo, volví a hacer plática.

— ¿No interrumpí algo?

—Para nada. Solo veía mi novela —Recordé que mi mamá, Romelia, después de la música clásica lo que amaba eran sus novelas.

—Sé que eso es importante. Lo sé por mamá. Ve y sigue con tu novela.

—No seas tontito —susurró, con voz de niña—. En serio esperaba que me llamaras.

Y fue así como empezó lo nuestro, cuando cursaba ya mi cuarto año de universidad. Seis meses de llamadas tuvieron que pasar para que pudiésemos agendar nuestra primera cita. No teníamos muchas cosas en común, pero al parecer estábamos convencidos de que debíamos intentarlo. Cuando conseguí el trabajo de medio tiempo en la empresa donde realicé mis prácticas, me animé a pedirle que fuera mi novia.

Jeannete era una chica de piel morena, su tono era claro, rosáceo, y el rubor en sus mejillas se notaba con facilidad. Era alta, tanto que cuando usaba tacones me igualaba. Tenía unos ojos negros intensos, y se miraban aún más brillantes cuando los delineaba. Sus cejas eran gruesas, al estilo de las chicas brasileñas que miraba en la televisión. Era fácil de confirmar que nunca se las había depilado. Su nariz era un poco puntiaguda, sus labios finos y la forma de su rostro ovalada. Su pelo era lacio y negro. Siempre usaba una cola, salvo la vez que participó en el certamen de belleza de la universidad, el cual ganó sin dudas. Su cuerpo era agraciado, de envidiable figura, sobre todo, por su cintura. Además de todo ello, era muy inteligente.

Salir con ella era algo que en mi vida yo no podía dejar pasar. Era el típico trofeo que exhibes orgulloso ante todos. Pero la relación nunca llegó a tener estabilidad. A pesar de su belleza, era insegura, y siempre pensaba que yo coqueteaba con cada chica que conocía. A veces me preguntaba por qué no era al revés. Quizás yo tenía más razones que ella para tener celos. Insisto, era muy bella.

El problema de sus celos se convirtió en una constante. Si me reunía con las chicas de mi grupo para trabajar en algo de la universidad, no paraba de preguntar por qué tardaba tanto o cuestionar la cantidad de reuniones que se hacían. Usaba a nuestra amiga en común para informarse de mi situación. Mi compañera siempre me preguntaba: "Jeffrey, ¿qué le hiciste?". Yo siempre le respondía: "Pensé que la conocías, es tu amiga". Y ella siempre finiquitaba: "Nunca debí darte su número".

Cuando el trabajo pasó de ser de medio tiempo a tiempo completo, pensé que las cosas mejorarían. Pero no fue así. Los celos eran más intensos. Cuando nos veíamos después de mi jornada me decía cosas como: "No me gusta que te vistas así, te ves demasiado guapo para mi gusto, y no te vistes así para mí, solo me toca lo que te sobra del día", o "¿Cómo puedo estar tan segura de que entre más de cien mujeres que ves cada día no te guste ninguna?", o bien "no me gusta que tardes tanto en contestar mis mensajes". Yo siempre le decía: "Mi trabajo no se trata de hablar con chicas".

En mi oficina tenía a un compañero llamado Renato. Era el tipo más relajado y cool que podías conocer. Se encargaba, para entonces, de llevar control de un sistema que conectaba las funciones de Ingeniería con Recursos humanos. El departamento de Ingeniería calculaba los minutos estándar requeridos para cada operación y en base a ello montaba un sistema de incentivos para cada operario que alcanzara una norma. Renato se encargaba de que esta información fuera ingresada correctamente. Recursos humanos, por su parte, recogía los reportes de producción de cada operario y los ingresaba al sistema. Cuando hacía falta alguna operación, recibía una llamada. Siempre le repetían la misma amenaza: "Si no ingresas a tiempo la operación, el operario perderá su bandera". Con bandera se refería al pago de su incentivo por la producción realizada. Era cuando entraba en escena. Renato me repetía la amenaza y yo debía darle la información para que ingresara la operación faltante.

Mi trabajo era regular el proceso que se realizaba en las líneas para hacer a que planta más eficiente. En un caso como el que te acabo de mencionar, yo debía ser juez. Investigaba a fondo de qué operario se trataba, qué operación hacía, si la operación era necesaria o si era una ya considerada pero que se estaba reportando con otro nombre, etc. Siempre habían operaciones que el departamento de producción inventaba, para nosotros, innecesarias. Les llamábamos operaciones fantasma, o bien, ladronas de eficiencia. Al final de cuentas, era mi responsabilidad decidir si el operario merecía su incentivo.

Entre tantos casos revisados y resueltos Renato y yo intercambiamos información personal con pláticas espontáneas que se inmiscuían entre las funciones realizadas. De él sabía, por ejemplo, que tenía una afición descontrolada por el alcohol, y que tuvo una novia con quien se emborrachaba. En varias ocasiones llegaba de goma al trabajo, y en una de ellas nuestra jefa lo envió de regreso a casa, porque su aspecto era terrible y su aliento se sentía en toda la oficina. La anécdota que más nos divertía recordar sucedió en una actividad que celebramos entre compañeros de trabajo. Se emborrachó tanto que terminó besándose con una tipa fea y gordísima. La escena fue tan vergonzosa que tuvimos que grabarla. Al ver los videos de aquella noche nos percatamos que las caricias eran dignas de una película pornográfica. Recuerdo su enfado cuando le mostramos los videos y que terminó afirmando: "No vuelvo a emborracharme". En otra ocasión, llegó con la ceja partida. Pensamos que se había metido en una pelea, pero la herida fue porque se cayó en la acera de su casa, cuando ya había sorteado todos los peligros a los que se enfrenta alguien borracho. El tipo era gracioso y sus anécdotas eran divertidas.

Supe que su relación con aquella chica con la que se emborrachaba terminó, más que todo porque se volvió una relación a distancia. Me enteré de todos sus intereses amorosos en la empresa, incluyendo varias operarias. De hecho, supe de algo semi formal con una de las inspectoras.

Fue así como él supo de mis altibajos con Jeanette. Si él tenía la confianza para contarme sus cosas, también yo terminé confiando en él para contarle sobre mis experiencias. Cuando se ponía serio, daba buenos consejos. Me decía cosas como: "Si la sorprendes de vez en cuando con algo bonito e inesperado, seguro disminuirá sus escenas. Recuerda hacerla sentir especial". Muchas veces le preguntaba: "¿Crees que Jeannete también espera que sea celoso con ella?" Y él respondía: "Si quieres que tu relación no se convierta en un infierno, entonces no entres en el mismo juego". Siempre terminaba diciéndole: "Si eres tan bueno dando consejos, ¿por qué a ti nunca te va bien?". Y el respondía: "Algunos nacimos para ser buenos en la teoría, otros en la práctica. Muy pocos son buenos en ambas cosas. No esperes que sea bueno en todo".

Sin embargo, no tenía una opinión para todas las cosas. Había una actitud en Jeannete que ninguno de los dos comprendía. Se trataba de su manía por pedirme tiempos. Si contara mis relaciones con ella después de cada vez que pedía un tiempo, para entonces ya hubiera tenido más de 3. Renato, en una ocasión, me habló al respecto:

—Jeffrey, no me digas que otra vez te pidieron un tiempo.

— ¿Cómo lo supiste? —pregunté.

—Lo noto en lo relajadas que se ven tus manos hoy. No has texteado en casi todo el día.

—Lo malo de tener un amigo como tú, es que ya no puedes esconderle nada —dije.

—Tranquilo amigo —Me dijo, en tono consolador —. Sabes que puedes confiar en mí.

—Lo sé. En todo caso, sabes que no es la gran cosa. Es un hecho, como sabrás, que este tiempo pasará. Solo espero que en realidad le ayude.

—No quiero empeorar las cosas —advirtió—. Pero, ¿ha mejorado ella su actitud después de las veces anteriores en que te ha pedido tiempo?

—Un poco, sí —respondí, dubitativo.

— ¿Lo suficiente? —insistió él.

—Creo que no —acepté.

—Entonces, ¿qué te hace pensar que esta vez sí le servirá un tiempo? ¿Por qué siempre accedes?

—No lo sé.

— ¿No te da miedo perderla? —preguntó enfático. Creo que tenía un punto. Me quedé en silencio, viendo a la nada, quizás analizando a profundidad la razón por la que yo estaba con ella.

Justo fue en esa plática cuando entré en la reflexión sobre lo que verdaderamente sentía por ella. Me pregunté seriamente si lo que había era amor. Cuando inicié con ella, había una gran preocupación de mi parte por mi soltería. Me cuestionaba mi masculinidad por el hecho de no haber tenido novia formal hasta entonces. También pensaba en que terminar la universidad sin haber tenido una novia hubiera sido un fracaso. Por otro lado, era una chica linda, es verdad, pero nunca la dejé de ver como algo más que un trofeo, un logro glorioso por el cuál sentirse orgulloso. Hasta entonces pensé en la posibilidad de pasar toda una vida a su lado. ¿Era posible ser feliz con ella y al mismo tiempo hacerla feliz? Seguía en mi meditación cuando Renato insistió:

—Otra vez, tengo que aclararlo, no quiero ser aguafiestas ni ave de mal agüero, pero... ¿no has pensado en la posibilidad de que, mientras ella tiene su tiempo, puede encontrar a alguien más?

Si la pregunta anterior me hizo reflexionar, esta hizo que mi cabeza explotara. No es porque nunca pensara en que esa era una posibilidad real, sino porque, aun pensándolo, no hubiera creído capaz a Jeannete de aprovechar su tiempo para buscar el amor en otra parte. Quizás mi personalidad ingenua me volvía a jugar una mala pasada. Pero, aun así, si ella hubiese hecho eso, ¿tenía yo el derecho de negárselo?

—De ser así, ambos estamos en las mismas condiciones —respondí—. Si ella me pide tiempo, el tiempo también es para mí.

—Pero es ella quien tiene el control —insistió, reflejando en su semblante cierta resignación, como si yo no le hubiese comprendido del todo.

—Comprendo bien a lo que te refieres. Sé que ella es quién decide cuándo irse y cuándo regresar. Sin embargo, dejas de lado algo importante. Está en mis manos el permanecer o no.

Creo que iba a responderme. Al menos eso intuí al ver el movimiento en sus labios, pero lo abortó al instante. Su mirada, inmediatamente, se fijó en la pantalla de su computadora, mientras sus dedos empezaron a empujar los botones de su teclado. El sonido de la puerta de la entrada me hizo reaccionar. Nuestra jefa, Melinda, ingresó a la oficina.

—Jeffrey, necesito que vaya a recepción. Hay unas formas que debe recoger ahí. Tráigamelas.

Accedí con un gesto. Salí de ahí. Nuestra oficina estaba ubicada en un segundo piso. Recorrí el pasillo mientras observaba las líneas de costura, y en ellas, a tantas personas. Sin poder desconectarme de la emoción recién vivida en la plática que tuve con Renato, recordé a todas las chicas lindas que alguna vez observé cuando caminé entre las áreas de la empresa. Empecé a tomar conciencia de su belleza. Era como si antes las viera, pero eso no tuviera efecto en mí. Después de lo que Renato me dijo, parecía haberse quitado una venda de mis ojos. Luché contra ello. "Esto no es lo que soy", me dije. Bajé las escaleras, recorrí el pasillo que atravesaba el área de costura hasta llegar a la puerta de acceso al jardín, por donde podría llegar a recepción lo más rápidamente. El camino se me hizo interminable. No quería ver a otras chicas. No quería descubrir una belleza nueva. Fue consolador salir de ahí. El sol de la mañana me abrazó, y me sentí en paz conmigo mismo. Mientras avanzaba por el jardín me deleité con las flores, las hojas y los arbustos. No quería salir de mi éxtasis. Tuve que hacerlo cuando llegué a recepción y me encontré a Stephanie, la chica de Recursos Humanos que se encargaba de gestionar las nuevas contrataciones, evaluarlas e inducirlas. Una chica, extremadamente linda, salía con ella. Me volví víctima de lo inevitable.

—Ingeniero, ya que esta por acá, ayúdeme con la joven. Acompáñela al módulo de casual y llévela con Brenda, para que le hagan la prueba de costura.

La invité a seguirme. Hice las paces con mi destino, y le pregunté su nombre. No usó más de una palabra para responderme. Su acento me pareció raro, pero su voz era hermosa, tanto que sentí magia al escucharla. El temor que venía experimentando desde que salí de la oficina tomó vida propia, y era que las palabras de Renato causaran efecto en mí. Aunque era una realidad que Jeannete y yo nos estábamos dando un tiempo, yo no contemplaba pensar en alguien más. Amanda, sin embargo, ya resonaba en mi mente como una melodía pegajosa que no te puedes quitar.

—Jeffrey, para servirle. Es un placer conocerla.

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