IX - Jeffrey 4
Benjamin Franklin decía: "Pues si amas la vida no malgastes el tiempo, porque el tiempo es el bien del que está hecha la vida". Siempre intentaba reflexionar sobre el trabajo y todo lo que demandaba de cada persona, para que esa persona pudiera conservarlo. En los distintos niveles de una empresa según la escala salarial, se podría analizar cuán valioso es el tiempo, sobre todo, porque cada persona tiene que enfrentarse a la dura realidad de ver pasar su vida en la misma rutina. Muchos de ellos trabajando en algo que no les gusta, intentando encontrar motivaciones en las personas que le rodean. La construcción del amor se vuelve un proceso indispensable para poder sentir que "vives", y no que mueres lentamente sin poder morir del todo.
Muchos encuentran esa motivación en la familia que los espera. Aunque sólo sean dos horas al día, aman la sonrisa de sus hijos cuando se vuelven a encontrar, o el cálido abrazo de un padre, una madre, alguien especial. Piensan en ellos y saben que todo el tiempo que invierten en el trabajo se traduce en el dinero que sirve para expresar el amor que les tienen. El dinero que da la seguridad de la vivienda, del alimento, de los sueños de un futuro mejor. Otros, que no tienen esa motivación, la buscan desesperadamente en el mismo trabajo. Los amigos, una persona especial, hacen que encuentren en aquellas horas una "familia". Fuera de horario laboral, buscan construir momentos inolvidables, salidas, aventuras, de esos que inyectan un poco de felicidad. Y eso los motiva a seguir luchando.
Y así, en esas reflexiones, intentaba encontrar mis motivaciones esenciales. Quería encontrar respuestas simples a cosas cómo por qué mi afán de trabajar un sábado cuando podría aprovechar ese tiempo en otras cosas que quizás necesitaba. Sin embargo, terminaba concluyendo que, aunque quisiera, no podía dejar de llegar un sábado por la carga laboral, y que tenía que cumplir con mis objetivos. El pago de las horas extras, además, servía de mucho. Mejoraba, por ejemplo, el lugar a donde llevaba a Jeanette a cenar un domingo.
Pero, cuando Jeanette me pedía tiempo, como era el caso en aquel momento que vivía, era la soledad de mi hogar lo que aguardaba. Al inicio de esos "tiempos" intentaba aprovechar en hacer todas esas cosas que el noviazgo me impedía, como ver una película de aquellas que a ella no le gustaban. Pasado aquello, se sentía el "vacío". La costumbre de estar con ella había convertido aquellos espacios de tiempo en algo concreto, palpable. Cuando ella faltaba, el tiempo parecía estar de más, y buscaba desesperadamente en qué ocuparlo. ¡Qué relativo es el tiempo!
Un fin de semana sin ella, aun trabajando medio día de un sábado, se podía volver muy extenso. Una mente desocupada piensa en cosas, en muchas cosas. No pude evitar sacar de mi mente a la chica que había conocido en el trabajo. Amanda. Su nombre rebotaba en las paredes de mi mente. Temía que encontrara el camino hacia mi corazón. Me daba pavor entrar en un dilema. Pero fue como una tormenta que con violencia azota todo cuanto encuentra a su paso. Amanda ocupó ese tiempo. Y fue tanto el impacto de pensar en ella que tomé una firme decisión: esa semana la buscaría.
El lunes, temprano, bajé a las líneas de producción para verla. Sentí que la extrañaba. La encontré en su puesto de trabajo. Usaba un hermoso vestido de color crema con estampados floreados. Las mangas cubrían sus hombros y un poco más. Su piel, de un tono como el de la nieve, creaba un leve contraste con el color de la tela. Sus brazos, delgados, su cuello alargado, lo que se miraba de su pecho, y la mitad descubierta de sus muslos junto con sus piernas, capturaban mi mirada en un baile de sensaciones. Su cabello, dorado, caía sobre su espalda, como una hermosa cascada que se contempla entre la neblina. Y sus ojos color café, preciosos, brillantes, capaces de hablar de mil maneras. Nuestras miradas se encontraron, y el miedo pudo más que cualquier cosa. Pude verla por un momento, pero tuve que darle la espalda. Corrí a mi oficina, como quien viene de encontrarse con un espanto.
— ¿Qué pasó Jeffrey? ¿Vienes de ver un fantasma o qué? —preguntó Renato, quizás notando el pavor que recién había experimentado.
—Creo que me gusta una chica —admití.
—Te lo dije —expresó con entusiasmo—. Jeannete está jugando con fuego.
—No quiero hacerle daño —asentí.
— ¿Crees que ella está de brazos cruzados ahorita?
—Es lo que quiero pensar. Que ella está ocupando el tiempo en mejorar. Prefiero convencerme de que quiere volver a estar conmigo, pero más comprometida en confiar. Quizás trabaja en ello.
—O quizás no. Puede que esté muy confundida. Tú no mereces eso. No mereces que se vaya y regrese cuando se le dé la gana.
—No hables así de ella —pedí.
—Ella pidió el tiempo. Cuando las chicas piden tiempo, siempre esconden algo. Deja de pensar en Jeanette y haz de cuenta y caso que ya no estarás con ella más. Es como realmente funciona lo del tiempo. Si te gusta una chica, ve y háblale.
Guardé silencio. Pensé en un momento en lo que había dicho. Él me interrumpió:
—Ve ahora antes que te arrepientas.
—Iré —contesté—. Pero si esto se vuelve un lío, prométeme que me ayudarás a arreglarlo.
—Tendré las cervezas listas en mi refrigeradora —contestó.
Salí de la oficina, bajé las escaleras y fui de nuevo al área donde trabajaba Amanda. Me acerqué lentamente a su puesto de trabajo. Simulé hacer mi trabajo, revisando su método. Su destreza con la máquina me dejó impresionado. Sin embargo, noté que se puso nerviosa. El hilo empezó a reventar una y otra vez.
— ¿Suele pasar eso? —rompí el hielo.
—No, generalmente no —contestó.
—Vuelva a enhebrarla —pedí.
No imaginé que tuviera tantos problemas para hacerlo. Se movía con torpeza. Le pedí que me permitiera hacerlo. Pero mis nervios me traicionaron. Me moví igual de torpe o peor. Al final, terminé el enhebrado. Pero noté sus risas. A pesar de que sabía que se reía por mí torpeza, me encantó escucharla reír. Me levanté del asiento y se lo ofrecí.
—Regule un poco la tensión —Le pedí—. Gire hacia la izquierda. Ahí está bien. Intente de nuevo con la costura.
La vi costurar nuevamente y el hilo no volvió a reventarse. Ese momento nos hizo entrar en confianza. Una sonrisa dibujada en su rostro intentaba alargar el efecto de las risitas que había soltado antes. Sabía que no tendría otro momento para pedirle su número, así que lo hice. Pude notar su reacción de asombro. Sus ojos se abrieron un poco más y sus pupilas se dilataron. Mientras me veía disfruté de su semblante. Después de un momento, accedió. Me pidió el teléfono. Recordé que no había cambiado mi fondo de pantalla. Se trataba de una foto en la que estaba con Jeanette. Me puse muy nervioso. No quería acceder. Reaccioné pidiéndole el de ella.
—Présteme el suyo, mejor. Me encantaría recibir la sorpresa de un mensaje que venga de usted —dije.
Sonrió y accedió. Nunca había usado un BlackBerry. Me costó un poco usar el teclado. Ella lo notó. Volvió a reír. Fue el día más torpe de mi vida, pero no podía pensar que era un día malo. No cuando había hablado con ella. Por fin pude guardar mi número en su teléfono. Antes de irme, le dije que esperaría su mensaje. Cuando volvía a la oficina, mientras subía las escaleras, sentí la vibración de mi teléfono. La notificación de un mensaje proveniente de un número no guardado hizo que mi corazón saltara. Leí el mensaje que decía: "Hola. Soy Amanda". Guardé su número, y mis ojos seguramente brillaban cuando escribí su nombre. Renato lo notó al instante.
—Parece que te fue bien, Jeffrey.
—Pues tengo su número —contesté mientras le mostraba su nombre en la pantalla de mi teléfono.
— ¿Amanda? —reaccionó—. Suena a amante... como que muy propicio, ¿no? —Se echó a reír
—No digas eso, suena feo. Ella no merece una palabra así.
— ¿Es una operaria? —preguntó.
—Sí —contesté—. Cuento con tu silencio... ¿verdad?
—Claro que sí, Jeffrey —afirmó—. Solo espero que no se te salga tanto de las manos, como a mí.
Melinda entró a la oficina y enmudecimos a lo inmediato. Estábamos conscientes de su posición al respecto. Recordé la suerte que tuvo Genaro. No me veía pasando la misma situación que él. Cierto miedo inexplicable me invadió. Eso causó que no le escribiera a Amanda, hasta en la noche.
—Hola Amanda... ¿qué tal tu día?
—Inolvidable. Gracias a ti. Qué bueno que me escribiste.
—Es un placer. Por cierto: muy lindo tu vestido, el que llevabas hoy.
— ¿De verdad te gustó? Yo lo diseñé. Hago mi propia ropa.
—Wow!!! Tienes talento. Ahora tendré más curiosidad por verte cada día y fijarme en lo que llevas puesto.
—Tendré que acostumbrarme a sentirme observada. Pero que me mires tú es algo que me gusta.
—A mí también me gusta. ¿Me adelantas cómo será el vestido que usarás mañana?
—Será celeste. No puedo decir más.
—Es suficiente. Me encanta el celeste. Es mi color favorito.
— ¿Se puede saber por qué?
—Porque me encanta ver el cielo despejado. Me transmite tranquilidad. Me hace pensar que todo estará bien.
Los chats por mensajes de texto, para entonces, tomaban su tiempo. La red en su zona hacía complicado que los mensajes llegaran a lo inmediato, y así mismo, que sus respuestas fueran rápidas. Un chat como el que te acabo de contar podía durar hasta media hora. Repetimos la rutina de escribirnos cada noche esa semana. En el trabajo, me conformaba con mirarla. No tenía la intención de despertar sospechas en la gente y de que llegara a oídos de mi jefa que estaba platicando mucho con una operaria. No sentía menosprecio por el hecho de que lo fuera. Al contrario, me sentía muy sorprendido por su manera de hablar, sus conocimientos y su buena ortografía en los textos que me enviaba. Además, siempre teníamos conversaciones interesantes. Después de chatear un rato, la llamaba, para concluir la plática y desearle buenas noches. Fue hasta el jueves que me animé a hablarle en la empresa nuevamente.
— ¿Te gustaría salir conmigo este sábado? —Se lo dije de tal forma que solo ella escuchara. Quizás podía deducir que alguna de las operarias que trabajaban cerca de ella era su amiga y que podía haber contado algo sobre la interacción que estábamos teniendo. Sin embargo, no era del todo claro que así fuera, así que mi deber era intentar mantener todo en secreto.
— ¿Este sábado? ¿A qué hora? —preguntó ella, sorprendida.
—Trabajo medio día. Tiene que ser por la tarde.
Noté tristeza en sus ojos. No respondía. Me puse nervioso.
— ¿No puede ser el domingo?
No esperaba que me pidiera que fuera otro día. Las tardes de sábado me parecían perfectas. Quise insistir.
— ¿No puedes este sábado? —pregunté.
—Tengo un compromiso familiar. Se trata de mi hermano. En serio, disculpa.
El domingo no podía. Teníamos un encuentro familiar y vería a mis hermanos. En aquellas circunstancias, hubiera preferido a Amanda sin dudarlo, pero ya me había comprometido. Tenía que aceptar que no iba a ser posible una cita ese fin de semana. Penosamente ella vivía en un lugar muy lejano al mío, lo que hacía imposible una cita después del trabajo.
—Yo tampoco puedo el domingo. Lo mismo, hay algo familiar, no puedo faltar. Quizás podamos el próximo fin de semana.
—Ojalá que sí. Gracias, de todas formas. Sabes que me encanta la idea —dijo. Y se me hizo un nudo en la garganta. Solo pude decirle gracias y me retiré.
Mientras regresaba a la oficina, mi teléfono empezó a vibrar. Me ilusioné por ver un mensaje de Amanda. Tenía curiosidad por saber qué podía decirme. Quizás que cambiaba de opinión y que sí se podía la cita el sábado. Sin embargo, el celular siguió vibrando. No se trataba de un mensaje, sino de una llamada. Amanda no se atrevería a llamarme en horario laboral, eso lo sabía. Saqué el teléfono de mi bolsillo y vi que quien llamaba era Jeannete. Volví a ver a todos lados. Temí que Amanda me viera. Sin embargo, quería contestar.
— ¡Hola! Jeffrey. ¿Puedes hablar?
—No mucho, Jeannete, ¿te pasó algo?
—Necesito que hablemos. Es sobre el tiempo que nos estamos dando. Te extraño y creo que es momento de que lo intentemos de nuevo. ¿Podemos vernos hoy?
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