IV - Jeffrey 1
Me encantaría afirmarte que he sido un filósofo, pero no lo he sido. Lo que sí he sido es un amante de la filosofía, y en mi cuarto, en un tiempo, colgaban de las paredes varias frases de grandes pensadores, que de una u otra manera influyeron en mi manera de vivir. Por eso, para contarte mi historia, deberé valerme de algunas.
La primera dice: Aquellos que educan bien a los niños deberían ser más honorados que los que los producen; los segundos solo les dan la vida, los primeros el arte de vivir bien (Aristóteles). Esta me introduce perfectamente a hablarte sobre mi familia. Nací en el verano de 1987, un 6 de mayo a las 4 de la madrugada con 32 minutos, en la entonces fresca Matagalpa, de un lindo país llamado Nicaragua. Aquella magistral coincidencia de mi fecha de nacimiento, por el juego numérico que se hacía, con la cuenta regresiva del 9 al 2, era usada para justificar por qué era tan especial. Añadían, además, que el número uno era yo. Mis padres, sin duda, fueron los mejores del mundo. Ambos, desde sus perspectivas, me han enseñado a ser una persona de bien, única en su forma de ver las cosas. Mi papá, Jeffrén, me vio nacer cuando tenía ya 50 años, en su última demostración de virilidad. Mi madre, Romelia, 15 años menor que él, hizo su último buen trabajo cuando tenía 35. Soy el último de cuatro hermanos. Mis padres me cuentan, con toda sinceridad, que fue su último intento por conseguir una niña. Sin embargo, compensan diciendo, incluso delante de mis hermanos, que soy la versión mejorada de todos ellos. Cuentan que desde pequeño era muy inteligente y capaz.
Quizás sea por la edad de mi padre, o por el hecho de que tres varones dejan huella y una buena experiencia, recibí una instrucción certera, y mi educación era envidiable. A todos los lugares a los que iba, recibía halagos como: "Que niño tan educado"; "Que lindos modales tiene" "Pero qué bien se porta este chico" y cuando la cosa era más seria, me decían algo como: "Vaya que va adelantado, dice cosas de alguien mayor, pero las dice tan bien como alguien aun mayor".
Mi papá tenía el hábito de la lectura, y me lo inculcó desde pequeño. Pasando por las grandes historias griegas y romanas, por los clásicos de la literatura europea, por los libros de Historia, Geografía, Ciencias naturales, hasta llegar a las poesías de Latinoamérica y los cuentos de escritores de mi país, me fui enamorando de las letras. Sin embargo, nunca fui yo un buen escritor. Siempre preferiré la lectura. Pero creo que esta historia debo contarla. Mi mamá amaba la música, pero no cualquier música. Le encantaba la música clásica. Desde los más conocidos: Beethoven, Schubert, Mozart, Bach, Vivaldi, Wagner, Chopin hasta algunos no tan conocidos como Schumann, Liszt o Verdi. Aunque en el mundo ya se usaba el CD, en mi hogar aun sonaban los casetes, y aquel sonido peculiar acompañaba a las lecturas. Quizás no era algo que mis hermanos tuvieran en su niñez, pero para mí formaban una perfecta mancuerna.
Todo eso me hizo creerme la idea de que era alguien sumamente especial, y aprendí grandes principios que me guiarían a lo largo de mi vida, sólo con el hecho de contemplar cómo mis padres se hacían cada vez más viejos. Por eso, a mis padres, Aristóteles bien los llamaría honorables.
La segunda frase dice: No juzgamos a las personas que amamos (Jean—Paul Sartre). Después de mis padres, quien marcó mi vida fue mi hermano mayor, Steven. Teniendo una diferencia de 15 años, se convirtió en un segundo padre para mí. Fue quien me regaló mi primera bicicleta y quien me enseñó a manejarla. Era quien me felicitaba por cada nuevo dibujo terminado, o quien alardeaba con sus amigos cuando me consultaba las tablas y yo las contestaba todas. Sin embargo, su suerte en el amor no fue la mejor. En ese sentido, no me dio el ejemplo. Teniendo solo 5, recuerdo haberlo visto teniendo sexo con su novia en nuestra casa. Aún recuerdo aquel rostro amenazante cuando me dijo: "No le digas a papá". Aunque no me lo hubiese mencionado, tampoco se lo dije a mamá.
De esa misma manera lo descubrí fumando y tomando alcohol. Pero pronto me percataría de que no sería necesario que yo contara sus secretos. Con el paso del tiempo y al volverse las cosas más difíciles de manejar, mis padres terminaron lidiando con sus aventuras y desvaríos. En varias ocasiones vi llorar a mamá. Yo lloraba con ella. Una vez le pregunté: ¿Mamá, lo que hace mi hermano está mal? Ella me dijo: No juzgamos a las personas que amamos. Más tarde me daría cuenta que era una frase patentada, le pertenecía a Sartre.
La tercera frase dice: Vemos las cosas, no como son, sino como somos nosotros (Kant). Con tal influencia de mamá, y con papá más preocupado por hacerme ver las cosas bellas del mundo antes de mostrarme su lado descompuesto, me volví una persona ingenua. Mi personalidad permitía que muchos jugaran conmigo, incluidos mis otros dos hermanos: Rommel y Fredley. Sus bromas eran tan pesadas que cualquiera pensaría que no eran mis hermanos. En una ocasión, caminé un kilómetro entero sintiendo un peso terrible en mi mochila, pensando que papá me había metido un libro de historia de pasta dura, de esos que son muy gruesos. Hasta entonces me dio curiosidad de ver qué era, y resultó ser un adoquín. En varios de mis cumpleaños me reventaban un huevo en la cabeza, y en muchas ocasiones se confabulaban para meterme en líos, perder mis objetos, dañar mis pertenencias. Como si fuera poco, en la primaria y en la secundaria también era víctima de muchas bromas. A pesar de que siempre se repetía, yo insistía en pensar que las personas eran buenas, y sólo querían divertirse. Tenía un corazón muy noble, y pensaba que todos lo tenían.
La cuarta frase dice: Nuestra vida siempre expresa el resultado de nuestros pensamientos dominantes (Søren Kierkegaard). Esa actitud en la vida, de no renunciar a una forma de pensar o de ver las cosas, de crear y mantener paradigmas, se volvió un patrón en mi historia. Cuando llegué a la universidad, no sabía qué estudiar, y terminé por escoger una de las ingenierías. Mucho me decían que tenía madera para ser doctor, sicólogo, periodista, hasta político. Para alguien que le gusta de todo un poco, y que suele moverse de un tipo de actividad a otra, escoger una carrera o especializarse en algo no es muy fácil. Mi papá era un excelente administrador. Mi mamá se graduó de sicóloga y ejerció por muchos años hasta que nací yo. Mi hermano mayor no pudo terminar su carrera, pero había logrado convertirse en un excelente emprendedor, y mis otros dos hermanos estudiaron la ingeniería civil. Solo tenían dos años de diferencia, pero hicieron que parecieran minutos, y se convirtieron en ese par de gemelos que actúan como si uno fuera espejo del otro. Ante mi indecisión, y por mi amor a los números, decidí convertirme en ingeniero industrial. Al tercer año, me arrepentí de haberla escogido y tuve la tentación de dejarla porque creí que nunca llegaría a amarla. Pero entonces prevaleció uno de mis pensamientos dominantes: "no tienes que amarlo, solo tienes que hacer que funcione". No conviene renunciar a algo a lo que le has dedicado tiempo, esfuerzo y vida. Y aunque quizás pude ser más feliz si hubiera renunciado a esa carrera para estudiar otra más apasionante, estaba convencido de que cuando uno se lo propone, el engranaje se acopla y el resultado se logra.
La quinta frase dice: Quienes creen que el dinero lo hace todo terminan haciendo todo por dinero (Voltaire). El factor económico nunca fue importante para elegir mi carrera ni para ejercerla. Por eso, cuando tuve la oportunidad de conseguir mi primera experiencia profesional, me animé sin importar el costo. El único beneficio en el que pensaba era en el de vivir apasionadamente una aventura de aprendizaje y crecimiento. Fue así que acepté, aun cuando cursaba la universidad, hacer pasantías en una zona franca. Aún recuerdo el esfuerzo desgastante de levantarse a las 4 de madrugada para viajar 40 minutos y poder estar a las 7:00 am en mi puesto asignado, salir a las 12:00 y tomar el bus a tiempo para seguir mis estudios universitarios por la tarde, de 1:00 a 5:00. De 5:00 a 9:00 trabajaba en las miles de tareas acumuladas entre tantas asignaturas. En ocasiones llegaba hasta las 12 de la media noche, cuando el trabajo era muy grande. Y cuando me puse a trabajar en la monografía, llegué hasta las 3:00 de la madrugada. Sin embargo, nunca falté a mis prácticas, convertidas para entonces en un trabajo de medio tiempo. En una ocasión me quedé dormido tomando tiempos en las líneas de producción, y cuando desperté, fue porque un operario me dijo: "un poco más y me rompes la mesa de mi máquina con tu frente". Aturdido, miré mi cronómetro, que pasaba ya los 10 minutos en la última vuelta. Y no hay operación que dure tanto en una línea de costura. El salario nunca fue bueno. Pero debo ser honesto, sólo me dolía cuando se relacionaba con el amor. Si te gustaba una chica, debías invitarla a salir. Si iba bien, tenía que repetirse. Entonces ya tenías un nuevo ítem de egreso en tu presupuesto. Si funcionaba, había que incluir otro para celebrar los mes—aniversarios ya no solo con citas, sino con regalos. Y así, sin previo aviso, el amor modificaba tu concepto del trabajo.
La sexta frase dice: El amor inmaduro dice: "te amo porque te necesito". El maduro dice: "te necesito porque te amo" (Erich Fromm). Hay una pieza un tanto compleja de entender en nuestro diseño, muy dentro del armazón que nos parece tan importante, y que termina siendo sólo apariencia. Las chicas te gustan, tú les gustas a ellas, pero sólo el corazón te invita a amar a alguien. Entonces te preguntas: ¿Cuándo es amor? Conocí a una chica. Ella me gustó. Yo le gusté. Su nombre es Jeannete. La cuestión aquí fue descubrir si lo que sentíamos el uno por el otro era un amor verdadero.
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