III - Amanda 3
A pesar de no estar del todo convencida, seguí el consejo de Susana. Decidí dar el beneficio de la duda a Sergio, y continuamos nuestra relación dos años más. Pero yo no fui la misma. Era desconfiada, celosa, controladora. No es una buena forma de usar el primer teléfono que tienes, pero lo llamaba a cada instante que podía, y siempre hacia preguntas del tipo: ¿Dónde estás? ¿Con quién estas? ¿Seguro que no me estas mintiendo? Pobre hombre, debió arrepentirse pronto de insistir para que me quedara con el Nokia. Tanta inseguridad era un fardo muy pesado para poder sacar a flote el velero de nuestro futuro. Para evitar que buscara en otra lo que yo no podía darle, le di todo de mí. Me volví complaciente y dejé que mi mundo girara en torno a él.
La vida tuvo que dar un golpe brusco para que pudiera despertar. Pero no me lo dio a mí. Susana quedó embarazada y su novio la dejó. Una voz en mi interior me dijo: también te puede pasar a ti. El mundo de mi amiga parecía derrumbarse. Cursaba el tercer año de Mercadotecnia, y tuvo que abandonar sus estudios para dedicarse a su hijo. Intenté estar a su lado y ayudarla en todo lo que necesitara, aliviar su carga, pero para mi sorpresa el hacer todo lo que hacía solo le causaba mayor remordimiento. Lo supe cuando una vez me dijo: "Perdóname, Amanda, no debí aconsejarte continuar con Sergio. Sé que no eres feliz". Lloró un rato y luego volvió a hablarme: "Sergio es mi amigo, y cuando te lo presenté pensé realmente que era bueno para ti. Tú me importabas. Pero ahora veo las cosas de formas tan diferentes. No quiero que te pase lo mismo que a mí"
Entendí muy bien a lo que se refería, y solo así pude recoger fuerzas para tomar la decisión que debía: dejar a Sergio. Luego, llegó la muerte de mi padre, y el mundo se me vino encima.
Entré en depresión. Pasaba largos ratos encerrada en mi cuarto. Las paredes, que hasta entonces parecían inanimadas, me decían que se sentían desnudas y que la pintura lila ya era muy opaca para su gusto. Los posters de amor, las fotos de mi relación con Sergio y los recuerdos de sus obsequios habían sido desterrados de mi reino. Me dolió mucho descubrir que solo una foto, una única foto, era la que tenía con papá, y me percaté hasta entonces de todo el tiempo que perdí. Revisé mi cámara fotográfica marca Philips, regalo de mi querido tío Fermín, y borré todas las fotos que ya no quería tener.
Fue hasta que nació Joseph, el hijo de mi amiga, que volvieron mis ganas de vivir, al menos de a poco. Parte de la culpa fue de Susana. Me pidió, no con palabras, más bien con gestos, que me convirtiera en la mejor tía para su hijo. No pude evitar dejar mi sello característico: llegué tarde al hospital el día del parto, a las charlas de bautismo y al bautismo (tuve el honor de ser la madrina), y también tuve inconvenientes para estar a tiempo en su primer cumpleaños. En una ocasión Susana me dijo: "Al menos esta sí es la Amanda que conozco" y nos echamos a reír.
Ella tenía parte de razón. En ese sentido, seguía siendo la misma Amanda, pero en otro, era distinta, con nuevas cicatrices en el corazón. Es cierto que lo de ser puntual no era lo mío, así que no era algo que cambiaría, menos después de que la vida me golpeara. También es cierto que mamá y sus profecías sobre mis fracasos seguía siendo una constante. Pero nuevos patrones en mí se asentaban. La ausencia de papá traía consigo una búsqueda de ese amor que se expresaba en palabras. Citas y citas se sucedían con uno y otro chico, pero el dolor del pasado no me dejaba avanzar, y las expectativas que tenía nunca fueron alcanzadas. Parecía imposible que mi corazón se pudiera volver a ilusionar. Y sin ilusión, no hay cambio.
Pero como te decía, necesitaba un empujón, y este vino de mi amiga. Susana había madurado mucho producto de su maternidad. Consiguió trabajo en una zona franca, situada a unos 30 minutos de Darío en autobús. Sus estudios en la universidad, aun sin terminar, le sirvieron para que le dieran un puesto en el departamento de Calidad. Motivada con crecer, ahorró y compró una máquina de coser, muy moderna para entonces, casera, pero eléctrica. Aún recuerdo bien aquella plática en la que me dio la buena nueva.
—Amanda, ahora sí podremos hacer nuestros propios vestidos. Ya no tendrás que pasar el mal rato de ver como otra se queda con la ropa que querías.
—Es la mejor noticia que me has dado, después de la de Joseph, claro —afirmé.
—Es más, si lo piensas, una vez que aprendamos a costurar, tú podrías conseguir tu primer trabajo, ¿no lo crees?
— ¿En la zona franca? —inquirí, escéptica.
— ¿Por qué no? —repuso—. Podría ser una buena oportunidad para mejorar tus aspectos más débiles. Encontrarías, obligada, la forma de ser puntual. Además, ayudarías a tu mamá económicamente.
—Pero ya no estaría aquí para ayudarla en casa.
— ¡Exacto! Y es justamente lo que necesitas para tu salud mental. Tu mamá no confía en que puedes hacer algo bueno fuera de aquí. Es el momento de demostrarle lo contrario. De paso te terminas de convencer de que eres la mejor chica del mundo.
¡La mejor chica del mundo! Quien no se convencería de una invitación donde te hacen tan buen halago. Sin embargo, tomó su tiempo para que por fin me animara. Pasaron seis meses hasta que por fin quedamos satisfechas con los resultados de nuestro trabajo en la máquina de coser. Los vestidos, a la larga, no eran tan fáciles de hacer, si tienes, sobre todo, expectativas de diseño y de calidad muy elevadas. Tuvimos que realizar muchos ajustes para que, por fin, un diseño nos favoreciera, sacando a relucir lo mejor de nuestras figuras. Susana hizo un gran esfuerzo para que, después de ser mamá, se mantuviera en forma. De hecho, logró bajar un par de libras. Además, ella me contaba que la mayoría de las inspectoras que contrataban en la empresa, resultaban ser muy bonitas. Por alguna razón ella había entrado en ese selecto grupo.
Para la navidad del 2011, tuvimos una nueva visita de mi tío Fermín, el mismo que me había regalado la cámara fotográfica. Esta vez trajo de obsequio un BlackBerry 8100 Pearl. Por fin pude deshacerme de lo único que me quedaba de Sergio, aquel Nokia que me había regalado, y de cierta forma, el último remanente que aún me ataba a él. Mi tío quedó maravillado con el vestido que usé en nochebuena, más aun cuando le dije que lo había hecho yo misma. Recuerdo muy bien sus palabras: "Tienes talento". Le conté sobre la posibilidad de dejar a mamá sola con las tareas de la casa, y probar con mi primer empleo. Estuvo de acuerdo. Mencionó que incluso era un bien para mi vieja, pues con la ayuda económica que pudiera brindarle seguramente ella disminuiría sus esfuerzos. También me dijo que era muy capaz, y que cualquier cosa que me propusiera, podía lograrlo. Era, sin duda, muy similar a papá. Al parecer, la tradición de mis abuelos de usar nombres que terminaran con n (Rubén, Fermín, Sebastián) había predispuesto a sus hijos a ser muy similares en su personalidad. Pero su apoyo no solo quedó en palabras. Después de darme el teléfono, que por cierto, era precioso, y de explicarme todas sus ventajas y funciones, me prometió que estaríamos en contacto por correo electrónico más seguido, que para ello el celular me sería de gran ayuda, y que, además, me enseñaría a hablar inglés. "Si vas a una zona franca" dijo, "te será muy útil un nuevo idioma, y no te quedarás como una operaria para siempre, deberás crecer". Sabía que mi papá, en su lugar, me hubiese dicho lo mismo.
2012 fue el año en que logré conseguir ese trabajo. Te contaré lo que pasó. En enero se abrieron vacantes para nuevas líneas de producción. Pensaba que la mejor forma de no fallar el día de las pruebas, con mi peor defecto, era viajar con Susana. Pero ella fue firme:
—Ni creas que llegaré tarde al trabajo por tu culpa. Si no pasas por mí a tiempo, me iré sin ti. En todo caso, la gente que llega a pruebas la atienden hasta las 8.
¿Pues qué creen? Sucedió de nuevo. Mamá me exigió que dejara listo el desayuno antes de irme, que me encargara de alimentar a los animales y que dejara ordenado mi cuarto y el de mi hermano. En una familia del campo, como era la mía, probablemente encontrarás algunas costumbres machistas. También, probablemente, la jefa del hogar tendría mucha culpa de ello. Era nuestro caso. Mi hermano nunca ordenaba su cuarto, ni lavaba su ropa, ni se metía en la cocina. Sus tareas eran más "masculinas", además, continuaba sus estudios en la universidad. Eso, para mamá, era un pequeño atenuante en cuanto a designar responsabilidades. Yo tenía más obligaciones que él. Mientras el trabajo no fuera mío, nada iba a cambiar. Que el proceso de conseguirlo implicara salir temprano de casa, a ella no le importaba. Pues bien, ni pasé a tiempo por Susana, quien con un mensaje me confirmó que salía cuando apenas servía el desayuno, y tampoco logré llegar a las 8 en punto a la empresa. Aunque logré tomar un bus que me dejaría a tiempo, me quedé dormida en el camino. Les juro que intenté permanecer despierta. Cuando mis ojos se abrieron, reconocí que estábamos más allá del lugar donde debía bajarme. El ayudante me dijo: "se le pasaron dos paradas". Tuve que caminar de regreso un par de cuadras, hasta que un taxi apareció.
Cuando llegué a la empresa, vi cerca del portón algunas cuantas personas.
— ¿Ustedes esperan para las pruebas? —indagué.
—No. Nosotros no trajimos la documentación completa —contestó uno—. Tú, ¿vienes a pedir trabajo?
—Sí —dije, mientras confirmaba, nerviosa, torpe y apresurada, que llevaba conmigo todos los documentos—. Pero al parecer vine tarde.
—Vaya que lo tuyo es la puntualidad —mascullaron. El sarcasmo tenía hedor. Risas burlescas revelaron la basura de personas que eran. Estuve a punto de llorar cuando escuché una voz extraña, no cercana, sino a través de un radio. Reconocí el artefacto gracias a mi experiencia viendo películas de policías.
—Revisa si tienes a alguien más afuera con documentación completa. Necesitamos un operario más hoy mismo. Cambio.
—Entendido. Cambio —respondió el guarda del portón —. ¿Alguien con su documentación completa? —preguntó.
— ¡Yo! —grité, con la emoción de una niña que por primera vez se sube a un juego mecánico.
—Muéstreme —pidió. Yo accedí a entregar mis documentos. Después de revisarlos, abrió el portón y con un gesto me invitó a pasar. No pude evitar dedicar una mirada especial a los tipos del sarcasmo. Una vez dentro, contemplé lo enorme que era la empresa. Una amplia calle con hermoso jardín se desplegaba ante mis ojos. A mi derecha, un galerón inmenso se extendía hacia más allá, donde, a lo lejos, un par de chimeneas se mostraban, y de las cuales emanaba humo. ¡Bienvenida a la industria! Me decía a mi misma. A mi izquierda observaba un comedor inmenso, donde bien alcanzaban más de mil personas en todas las mesas dispuestas. ¡Esto es un pequeño mundo dentro de nuestra ciudad! Afirmé. Y quizás estaba en lo cierto.
Una joven me llamó desde mi derecha. Su rostro se descubría desde la puerta de una oficina ubicada en la entrada. Fui inmediatamente con ella, como la mujer perdida que era, necesitada de guía ante lo desconocido. Con excelente dominio del tema, me explicó que la jornada laboral duraba 9.6 horas, que trabajaban de lunes a viernes, pero si me pedían llegar sábado o domingo, debía aceptar, y dado el caso, percibiría pago doble por horas extras; además fue enfática al mencionar que me exigirían cumplir una meta y que si la lograba alcanzar me darían incentivos. Una vez expresado mi consentimiento, me entregó unas formas y me invitó a pasar, mostrándome un sitio adecuado para que me sentara. El formulario de Solicitud de empleo no era tan difícil de llenar, sobre todo para alguien con un currículo de una sola hoja. Quizás la pregunta más difícil de responder era la del salario deseado. No creo haber sido la única en haber pensado en más de dos mil dólares. Uno mismo se ríe de semejante suma, y al final terminas escribiendo un número decepcionante. Eso iba a hacer, pero luego leí una nota que decía: "No aplica para operarios". Recordé que pagaban el mínimo.
En la pared de enfrente colgaba un cuadro de marco fino y contemporáneo. En él no había ninguna imagen, sino unas leyendas. El encabezado decía: "Los siete hábitos de la gente altamente efectiva". Y luego enumeraba las siguientes afirmaciones:
· Primer hábito: «Sea proactivo»
· Segundo hábito: «Empiece con un fin en mente»
· Tercer hábito: «Establezca primero lo primero»
· Cuarto hábito: «Pensar en ganar/ganar»
· Quinto hábito: «Procure primero comprender, y después ser comprendido»
· Sexto hábito: «La sinergia»
· Séptimo habito: «Afile la sierra».
Al final, citaba un nombre, seguramente el autor de la lista: Stephen Covey. Lo primero que sentí fue alivio, pues la palabra "puntualidad" no aparecía por ahí. Luego aparecieron miles de preguntas. La más ocurrente de todas tenía que ver con la sierra: ¿para qué necesitas una sierra afilada si quieres ser efectivo en el trabajo? ¿Sacarle punta a un lápiz, talvez? En esas estaba pensando cuando la chica, que, por cierto, era muy elegante, me invitó a seguirla, para salir de la oficina. Me bastó cruzar el umbral cuando al girar mi cabeza hacia la izquierda, apareció lo más hermoso que mis ojos habían visto en mucho tiempo. Se trataba de un joven elegantemente vestido. Una camisa manga larga estaba ajustada a su figura delgada, pero muy atractiva. Un pantalón marca levis y unas zapatillas negras y brillantes completaban su exquisito atuendo. Su piel era morena, en tono claro, cual la arena de una playa. La sonrisa que se dibujó al vernos terminó de conquistarme: dientes perfectamente acomodados y de un blanco reluciente. Su mirada era profunda, y te contaba toda una historia con solo verte. Sus ojos eran de un color marrón intenso, un poco más oscuros que los míos. Tenía cejas tupidas y un cabello lacio que se acomodaba con naturalidad en su cabeza, y una nariz fina y respingada que daba énfasis a sus orificios nasales con mucha gracia. Sus orejas eran pequeñas, muy parecidas a las mías, y su rostro era cuadrado. Todo se volvió más precioso cuando le llamaron ingeniero. Algo tan bonito como el mismísimo Ashton Kutcher no pensé encontrarlo en toda mi vida, hasta ese día.
—Ingeniero, ya que esta por acá, ayúdeme con la joven. Acompáñela al módulo de casual y llévela con Brenda, para que le hagan la prueba de costura.
Me invitó a seguirlo, y mis piernas temblaban. Solo Dios y no sé quién más saben lo chistoso que debí caminar ese día. Fue mágico escuchar su voz cuando preguntó mi nombre. Agradecí al cielo tener un nombre tan fácil de pronunciar, porque en otras circunstancias estaba segura de que hubiera tartamudeado. Aun así, no cabe duda que rompí la magia cuando se escuchó mi acento poblano. Él la reparó a lo inmediato cuando volvió a hablar, esta vez, para presentarse. Mientras lo hacía, me preguntaba si hubiera tenido la misma suerte de verlo, si hubiera llegado puntual. Quién sabe, puede que hasta los defectos que uno tiene cumplan un propósito más grande del que podamos imaginar en nuestras vidas.
—Jeffrey, para servirle. Es un placer conocerla.
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