II - Amanda 2

Uno de los eventos que viví en mi niñez y que jamás olvidaré pasó a mis 5 años. Mamá estaba embarazada. Ya se había confirmado que sería un varón. Quizás debía sentirme alegre con la noticia, pero no era así. En mi interior experimenté por primera vez los celos. Con respecto a ellos, tengo una teoría. Creo que los celos son la principal razón por la que muere el amor. Juraría que, si revisamos las estadísticas, este sería el asesino en serie más temido en las historias de romance, con más relaciones fallecidas a causa de su actuar. Si no es así, que el equipo de policías y detectives de cupido me lo refute.

En fin, era pequeña e ingenua, pero capaz de entender los sentimientos de papá. Siempre quiso tener un hijo varón. Si hago un balance en lo que significó todo lo que hizo en nuestra relación de padre-hija, me queda claro que fui su princesa, y que no pude pedir más. Pero para entonces, ser testigo de la sonrisa que se dibujó en su semblante el día que le dieron la noticia de que esperaba un hombrecito, causó el sentimiento extraño más difícil que había tenido hasta entonces. Nació en mí un profundo deseo de capturar su atención. Fue por ello que le pedí acompañarlo en una de sus tantas aventuras, en las que no me incluía por ser una niña.

El negocio de mi papá consistía en administrar una granja. Nuestra casa era sencilla, pero teníamos un patio bastante grande. Curiosamente tendré que empezar a describirte mi hogar por ahí. Teníamos un gallinero donde llegamos a colocar hasta veinte gallinas ponedoras, sitio aparte ocupaban unas cuantas gallinas más cuya tarea era reproducir polluelos. La producción de huevos alguna vez llegó a ser de docena y media al día. Había una pequeña jaula cercada donde nos alcanzaban dos cerdos y un lechón. Cada navidad sacrificábamos uno, pero eso no lo supe hasta que estuve bien mayor. Teníamos una huerta donde cultivamos tomates, chiltomas y especias. Alcanzaba también un granero donde acopiábamos granos básicos, suficientes para un trimestre, y un cobertizo que siempre estaba con candado y que no conocí por dentro hasta que papá murió. Lo que me falta mencionar es que también poseíamos gallos. Dos, tres y hasta cuatro a la vez. Los he dejado de último por una razón. Odiaba a los gallos. Primero porque eran los culpables de que la mayor parte de mi infancia tuviera que madrugar. Quizás no era su culpa, pero tuve que tomarla en su contra para no pensar que el responsable era mi papá. Y segundo, porque no me gustaba lo que les hacían a las pobres gallinitas. Seguro que entiendes de lo que estoy hablando.

Pues bien, el momento en que por fin sentí empatía por ellos tuvo que llegar. La aventura a la que acompañé a mi papá y a la que él accedió llevarme solo después de uno de mis peores berrinches de la infancia, consistía en una pelea clandestina de gallos.

En la ciudad de Darío, donde yo vivía, la mayor área era rural. Caminamos varias calles de tierra y uno que otro empedrado para poder por fin llegar a la gallera. Como era de suponer, no había muchos niños, y los que había, eran varones. Excepto por una, la que me salvó del tormento. No pude soportar ver a un gallo morir desangrado. Justo estaba viendo, con una pizca de compasión en la mirada, al gallo de papá, que esperaba turno, cuando una niña gordita, pero mayor que yo, me tomó del brazo y me invitó a seguirla. Desvié mi mirada para ver si papá me concedía el permiso, pero estaba tan emocionado con el espectáculo, que no se percató. Entonces accedí.

—Sé que no lo disfrutas. Ven conmigo. Estarás a salvo. Te devolveré con tu papá en cuanto esto termine —Me dijo, y en su mirada confirmé que podía confiar.

Caminamos, y por un momento fui tímida. Al otro lado de la calle había un árbol frondoso, y debajo, varias rocas lisas grandes, ideales para sentarse. Fuimos allí.

—Mi nombre es Susana —Se presentó sonriendo. Sus dientes encaramados se llevaron mi atención—. ¿Hay ratones en tu casa? ―preguntó, pero yo seguía estudiando cada una de sus facciones—. Al parecer sí que los hay, y se te han comido la lengua —sentenció, y se recostó en la roca más grande, clavando su mirada en las hojas de aquel árbol que nos cobijaba, protegiéndonos del sol.

—Me llamo Amanda —Por fin hablé.

—Acuéstate —dijo ella, y con un par de palmadas me indico un lugar a su lado. Obedecí enseguida.

—Es hermoso aquí —afirmé.

Y era verdad. Por primera vez tomé conciencia de que vivía en un lugar muy bonito. Mis ojos se deleitaban en la frescura de las hojas moviéndose con el viento, tantas y tan juntas que apenas se miraban huecos blancos o celestes. Cierta magia permitía que tus ojos, aun solo viendo ese punto, expandieran su alcance hacia todos los horizontes en los cuatro puntos cardinales. Las montañas a lo lejos, impetuosas, me invitaban a reflexionar en mi pequeñez. Esa pequeñez delicada que no te hace sentir inferior, sino valiosa, digna de ser custodiada. Por buen rato nos quedamos en silencio, así, viendo un mosaico natural que te acariciaba con su esencia. Luego, ella empezó a cantar. Se trataba de una pequeña canción de cuna que en su letra hablaba sobre el esplendor de la luna y el arrullo de las aves cuando se pone el sol. Mi mamá nos cantaba esa canción. Al menos sé que se la cantaba a mi hermano desde que estaba en su vientre, y debí suponer, por alguna razón, que alguna vez me la cantó a mí, pues fue la canción más fácil de aprender. Empecé a cantar con ella, y cuando terminamos, nos volvimos a ver, y sonreímos. Creo que es la manera más hermosa en que puede nacer una amistad. A los minutos, papá salió desesperado, gritando mi nombre, y noté en su cara de alivio cuando me encontró, lo mucho que me amaba. Es otra cosa que debo agradecer a Susana, pues sin haberme escapado con ella, quizás ese momento inolvidable jamás hubiera existido. Hubo también alivio en mi semblante cuando vi regresar con vida, e intacto, al gallo de papá. Aquel acto de mi parte lo salvó de esa pelea. El resto de su destino lo ignoro. No volví a acompañar a papá a aquel lugar, al menos no al interior de la gallera. Papá vio con buenos ojos la amistad que comenzó aquel día, y se volvieron a repetir momentos así.

Esto podría explicar por qué se me hacía fácil acceder a las iniciativas de Susana en todo momento. Se había ganado mi entera confianza, y el hecho de que fuera unos cuantos años mayor que yo, la dotaba de cierta autoridad para guiarme, darme consejos. Nunca se me ocurrió pensar que ella, como la niña que era, también podía equivocarse. Juntas hicimos travesuras que metieron en líos a nuestros padres. Pero, lo que quiero contar acá, tiene que ver con nuestra adolescencia.

Susana resultó ser una chica enamoradiza, y pronto me vería perjudicada por su influencia. Como me llevaba tres años, también iba adelantada en la escuela. Por lo tanto, cuando entré en la secundaria, me sorprendió verla rodeada de chicos mayores. Aunque ella estaba en tercero, tenía varios pretendientes del cuarto y quinto año. Aquello, sin duda, no tenía pie ni cabeza para mí, pero empecé a meditar en su físico, y a preguntarme la razón por la cual se volvió tan cotizada.

Su cabello era negro, lacio, y aparentaba siempre estar planchado. Sin embargo, me constaba que Susana nunca usó una plancha. Era regordeta, de piel blanca, ojos negros y tenía cierta gracia para caminar, que no solo captaba la atención, sino que cautivaba a los chicos, quienes no podían evitar posar su mirada en ella. Sus caderas solían ser protagonistas en su ligero andar. Incluso, sus dientes encaramados se le miraban bien, pues al reírse, unos camanances pronunciados arreglaban su aspecto en general. Si pudiera comparar su rostro con el de alguna actriz famosa, sin duda mencionaría a Keira Knightley. A propósito, ambas leímos juntas Orgullo y prejuicio, y cuando al fin salió la película, fuimos tres veces al cine, y luego, la vimos en DVD unas veinte veces más. Yo siempre le decía: "Te pareces a Lizzy, sólo que ella es más alta". Ella siempre respondía "Pero yo tengo más tetas" y soltaba una risita. Quizás por eso, siempre se lo decía.

Luego de reflexionar en ello, terminaba concluyendo: "Pues no es la chica más linda del instituto, pero su gracia vuelve locos a varios". Y entonces comenzaba, inevitablemente, a pensar en mí, y en mis atributos. Mi pelo era castaño, y con poco volumen. Por lo general, mi peinado consistía en una coleta alta, y alternaba con trenzas, para después verlo un tanto rizado. Esa era mi obsesión. Mi piel era muy blanca, incluso más que la de Susana. De vez en cuando se dibujaban estrías que parecían pintadas con leche. La forma de mis ojos era redondita y el color en su iris era café claro, profundamente claro; una de las cosas que más disfrutaba era tomarme fotos cuando les daba la luz tenue del sol. Era delgada, muy fina, bien pude ser una modelo. Lo que no ayudaba a ese sueño era que mi caminar hacía que mi figura se viera algo desgarbada. Lo que más amaba de mí era mi cintura. De hecho, no es mucho lo que pueda amar de mí. Talvez podría incluir mis labios, carnosos, y con un tono de terciopelo rosa al que no le bastaba más que agregarle un poco de brillo. Mis cejas eran delgadas, mi nariz un tanto aguileña, mis orejas pequeñas y mi cuello era alargado. Si me lo pienso bien, era bonita, y estaba a punto de descubrirlo.

Mi primer año de secundaria se desenvolvió en forma natural, sin sorpresas. Tuve que adaptarme a esperar a que Susana terminara sus citas para poder pasar tiempo con ella. Con el ajetreo de mi hogar, eso no era un problema. Yo siempre tenía algo que hacer. Aprobé sin apuros. La verdadera historia de mi rebeldía inicia en segundo. Susana empezó a presentarme a sus amigos. Las citas dobles empezaron a ser más frecuentes. Al cine, viajando en autobús hasta la ciudad de Matagalpa, y después a alguna heladería o restaurante. Fue cuando di mi primer beso. La experiencia fue torpe, pero a la vez, reveladora. Aunque sé que dejé un poco más de saliva del que debía en su boca, que hasta se notó el gesto que hizo para limpiarse los labios después, sabía que había causado algo en él que no tenía reparo. ¿Es suficiente un beso para enamorarse? No lo sé, pero puede, que al igual que yo, el chico no haya podido dormir esa noche. En mi cuarto todo parecía más grande. Divagaba en mis pensamientos sobre el cosquilleo en mi estómago, el temblor de mis piernas, o lo erizada que se me puso la piel con ese beso. Pensaba en su rostro, y de pronto, como en avalancha, se me vinieron pensamientos de un futuro. Todos giraban en torno a una pregunta que nunca me había hecho hasta entonces. ¿Cómo debía ser el hombre que quería para toda una vida? Ahora que me remonto a ello, quizás respondería que al menos, debía ser como papá. Pero la vida te enseña que la persona ideal para acompañarte por el resto de tu vida no debe estar en función de un estereotipo u otro, y, por mucho que ideemos a nuestro príncipe azul, la verdad es que todo sabe mejor cuando dejas que el destino te sorprenda. Eso sí, se vale mucho de que pongas el listón bien alto, para no conformarse con cualquiera. Quizás yo no debía conformarme con aquello, ni dejar que embargara la sensación de un beso, pero lo hice.

Sergio era un muchacho muy atractivo. Sus ojos verdes seguro eran los culpables de que tuviera tantas enamoradas. Cuando Susana me dijo: "Este tipo, Sergio, me preguntó por ti, quiere conocerte", yo no podía creer que alguien tres años mayor se fijara en mí. Era aparte, deportista, jugaba al fútbol, al béisbol y al baloncesto, y su complexión física me hacía suspirar. También iba al gimnasio, así que lo que no lograba con el deporte, lo compensaba con sus rutinas de ejercicios. Con el pensamiento de una niña estuve segura de que tenía mucha suerte, y que jugando a la primera, había conseguido el premio mayor. Bastó una salida más, un par de fiestas y muchos besos para que por fin me pidiera que fuera su novia. El vaivén de sentimientos empezó a jugar conmigo, y darme las primeras lecciones sobre lo que significa el amor. Uno siempre cree que conoce al amor, y es que, desde la perspectiva de cada quien, se le llama amor a muchas cosas. Por eso, es probable que cuando estés leyendo lo que te comparto, tú difieras conmigo en el concepto de amor.

Por amor fracasé en los exámenes finales del segundo año, repetí el grado, y con el afán de no estar atrapada en la secundaria, solo para seguir a Sergio a donde fuera, logré aprobarlo. Por el mismo amor reprobé el tercero, y cuando ya no tuve a Sergio en el instituto, el amor me quitó las ganas de seguir estudiando. Mi mamá estuvo de acuerdo en que dejara la secundaria, pues tendría más ayuda en casa, y mi papá no tuvo más remedio que aceptarlo. Sergio me dijo que no tenía de qué preocuparme, que el día que nos casáramos él se encargaría de mí y de toda la familia.

Uno en su adolescencia es muy ingenuo. Empecé mi noviazgo recién cumplí los 13. Estuvimos ocultos de mis padres hasta la fiesta de mis 15, cuando él fue mi pareja de baile en el vals, y tuve que contarles de ello a mis padres para que un beso en público no los sorprendiera. Sergio vivía a solo un kilómetro de mi hogar. Cuando anduvimos ocultos era yo quien le visitaba. Desde que mis padres dieron su consentimiento él llegaba a mi casa. Todos los días me prometía algo para siempre. Yo se lo creí, le creí todo, hasta que, en una cita de nuestro tercer año de noviazgo, descubrí que me engañaba.

Para variar, llegué tarde a aquella cita. Sus palabras cuando me vio llegar fueron: "Sí que te gusta hacerte esperar". Esa perspectiva era nueva, y eso me encantaba de él. Siempre decía las cosas de una forma muy distinta al resto. Para entonces corría el mes de agosto del 2007. La sociedad empezaba a habituarse al uso del teléfono, pero yo no tenía, y el regalo que él me preparó era un Nokia N95. Seguro que me puse contenta, hasta que supe que él ya usaba uno, lo cual ignoraba. Lo tenía en mis manos, comparando colores, cuando una llamada entró. Me sentí muy confundida cuando vi que el nombre que aparecía en la pantalla era el de una mujer; un nombre que no había escuchado antes. Pensé en toda su familia: primas, tías, etc.; todas las que conocía. Luego pensé en sus amigas, aquellas con las que alguna vez coincidimos y me presentó. No recordaba a ninguna Violeta. El teléfono sonaba, y en su rostro denotaba nerviosismo.

— ¿Quién es Violeta? —pregunté, desconcertada.

—Es una amiga —contestó. Sus nervios me fueron confirmados.

—No conozco a ninguna de tus amigas con ese nombre.

—Es una nueva —dijo, sus ojos ya no miraban a los míos.

— ¿Desde cuándo? —insistí.

—Una semana, creo. Pensaba presentártela en cuanto la vieras, uno de estos días, no sé.

— ¿Y cómo para qué te llama? —Mis celos empezaron a aflorar, conecté con aquella niña que le hizo un berrinche a papá por el miedo a perder su atención. Pero esta vez era distinto. Esta vez dolía.

—No lo sé... Deja de preguntar por ella, por favor. No arruinemos el momento.

—Llamaré y preguntaré —afirmé, mientras buscaba el registro y devolvía la llamada. Inmediatamente fui testigo de su ira. Me arrebató el teléfono.

—No lo harás —sentenció. Yo no comprendía que la forma en que actué era muy inmadura. Pero me sentía como una niña a quien le quitan el dulce.

—Entonces me voy —grité. Me levanté, di la vuelta y salí corriendo. Dejé tirado el regalo que me había dado en la mesa. Escuché que me gritó algo como: "No hagas esta escena. Debes confiar en mí", pero no me siguió, me dejó ir. Y en el camino lloré.

Cuando hablé de esto con Susana, ella me consoló. Pero, después de que me sintiera en paz, ella me sugirió algo:

—Sigue siendo una posibilidad que Violeta, la chica esa, solo sea una amiga. Al final, no tienes otra prueba más que una llamada. Aunque te estuviera mintiendo en verdad, siempre hay razones por las que cometemos errores. Al igual que tú, que yo, él es humano. Aunque se haya equivocado, no lo condenes. Si realmente te ama, valorará mucho que le des una oportunidad. Insisto, si es verdad que te mintió, perdónalo. Siempre he pensado que en algún momento de nuestra vida también necesitaremos ser perdonados.

Cualquiera fuera la circunstancia, siempre se notaba que era mayor que yo, más experimentada. Sin embargo, por primera vez sentía que no debía obedecer a mi amiga.

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