siete
Apagó el secador de pelo ni bien sintió los mechones suaves entre sus dedos. Eliazar suspiró, suavemente se colocó el buzo de algodón color crema, el short pijama y medias blancas y térmicas que calentaron los deditos de sus pies. Salió del baño y se arrojó a la cama, frotando su naricita rojiza contra la tela blanca y limpia. Libremente dejó salir sus feromonas, inundando el lugar con su aroma para transformarlo en un dulce y delicado nido. Acomodó los almohadones a su alrededor, las innumerables frazadas y mantas. El Omega se acurrucó, completamente sonrojado por el calor inmenso en aquella gran cama. Acarició su vientre unos segundos, mirando el techo.
Tenía un cachorrito dentro suyo. Un bebé. Aún no podía creerlo, no cabía en su cabeza la posibilidad de traer a una pequeña criatura al mundo, de su cuerpo, su fuerza. Sus dedos repasaron la piel suave de su pancita, ¿sería niño? Pensó en la posibilidad de tener un bebé que se pareciera a él, al menos en lo físico. Por ahora, debería buscar ropita blanca, neutro; elegir un cuarto de la casa para decorar o simplemente traer una cunita al suyo propio para ver al cachorrito siempre.
Sus mejillas se prendieron al pensar en el padre del bebé. Cierta vergüenza atravesó sus cachetes, su cuerpo. Le gustaba la idea de tener a su bebé lo más cerca posible, pero solo esperaba que el Alfa no lo atacara en aquella habitación por las noches, al menos con su bebé cerca. Eliazar mordió sus labios, apretando las piernas. Una pequeña ola de tristeza inundó su cuerpo, sus ojos cayeron a la ventana que daba a la inminente intemperie. El cielo despejado completamente iluminado por cientos de estrellas. Deseaba de todo corazón que su bebé no fuera como él.
De repente, un golpe sordo se oyó en la puerta. Eliazar elevó la cabeza, apenas dio el permiso para que pasaran cuando el aroma picante acarició su nariz. Su cuerpo se encogió, sus piernas se apretaron y lo miró con grandes ojos. El alfa se asomó apenas, sus hombros grandes revelaron brazos pálidos y fuertes. El minino se quedó quieto, esperando alguna reacción.
—¿Quieres...? —empezó el Alfa no muy convencido. Sus ojos viajaron del rostro de Eliazar a sus piernas regordetas. Su alfa enloqueció como un animal desesperado, ansioso por empujarlo contra la cama y apretarlo contra él—. ¿Necesitas algo?
Unos segundos de silencio.
—Cuna... una cuna, y ropita de bebé —susurró el Omega apretando las manos en su vientre. El hombre asintió, sus ojos repasaron los rizos formaditos de Eliazar, su bello rostro. Los colmillos dentro de su boca presionaron entre sí, ansiosos por romper la piel de su cuello. Apenas dio unos pasos, su alfa estaba risueño, a gusto por el simple hecho de pensar que había llenado ese vientre de un cachorro suyo. Lo posesivo le carcomía la cabeza, ansioso, se inclinó frente al Omega. Se puso en cuclillas bajo su atenta mirada asustada. Eliazar empezó a emitir una gran cantidad de feronomas que rozaban el miedo, los nervios. Eso generó extrañas sensaciones dentro suyo—. ¿Al... Alfa?
—Tu aroma es diferente —murmuró. Acercó una mano a sus piernas, el Omega dio un saltito, apretándolas al instante. Lo miró en un segundo y su agarre se reafirmó tras un suave gruñido que brotó de su garganta. Los ojos de Eliazar se cerraron, sus mejillas se decoraron de un suave carmín y su cuerpo empezó a temblar ligeramente. No prestó tanta atención a ello, las yemas de sus dedos se abrieron paso por los muslos suaves hasta llegar al vientre. Empujó suavemente del Omega y se metió entre sus piernas. Podía notar el pequeño vientre pronunciado que ahora tenía. Lo acarició con lentitud, Eliazar lo miró preocupado, rojo por completo.
—N-no... —lo oyó susurrar tan bajito que apenas pudo notar su voz quebrada. Lo soltó al instante, pero no se alejó de sus piernas. Eliazar lo veía con nerviosismo, lo sentía aterrado. Tal vez, demasiado. Numerosas veces lo había expuesto al peligro, a cosas peores que lo reventaron violentamente. Todas ellas no evitaron que volviera a él con los ojos cegados y el cuerpo dispuesto. Ahora un pequeño pedazo de carne lo separaba de esa realidad lejana. Sus ojos destellaron, sentía la vibración de un gruñido en su garganta, pero lo evitó. En cierto modo, ver su cara asustada y preocupada, rojiza por los sentimientos, lo provocó en el interior. Algo resonó en su estómago. Era su Omega. Suyo. Y no podía evitar la ansiedad que le daba no poder tocarlo y dominarlo como siempre.
—Vale —susurró. Se separó de él. Eliazar quedó tendido en la cama, esperando ser atacado en cualquier segundo. Pero ese momento nunca llegó.
No lo vio los dos meses siguientes. El Omega no pudo negar que su ausencia lo afectaba en cierta manera. A veces el pensamiento del abandono cruzaba por su cabeza. Por las noches lo recordaba más. Tal vez porque en aquella cama todo se volvía frío, porque temía de la oscuridad y de su bebé. ¿Tal vez estaba con el otro? ¿Con ese Omega? ¿Con el otro bebé? Le tenía miedo, respeto y terror, pero su Omega anhelaba su calor durante el embarazo. Quería sentirlo, que su pequeño lo reconociera por su aroma, su voz. Muchas veces Eliazar imaginó otros escenarios, otros universos donde él era precioso en todas las formas. Donde su bebé era el único en el mundo de aquel Alfa, donde no habían Omegas mas bonitos con anillos de matrimonio en el dedo y el derecho de llamarlo su marido. Su Alfa.
Pensó que tal vez él jamás tendría algo así. Una relación normal. Desde chico había estado en las manos de muchos, y finalmente creyó que todo mejoraría si solo le pertenecía a uno. Que tal vez no era tan feo y desechable como creía, y que podría tener cachorritos y una casita donde vivir. La casa y el cachorro lo tenía, pero no podía entender el vacío que habitaba una parte en su corazón.
Hubo una vez que lo quisieron de verdad. Pensó. Fue efímero y sincero, pero él era joven y tonto. La primera vez que un Alfa lo tocó, se espantó, la segunda, la tercera también. En la octava ya creía no sentir nada, pero el miedo estaba. Tal vez por ello no se fue con aquel por ese entonces. Porque el miedo lo arrastró al rechazo, a pensar sobre ello unas cien veces y a arrepentirse de no haber dicho que sí los siguientes años de su vida, destrozado por completo.
Negó con la cabeza, si eso hubiese pasado, ahora no tendría a su bebé. Tal vez, no uno concebido desde tanto deseo. Tanto anhelo. Eliazar acarició su vientre, con la mirada puesta en la ventana, en aquel portón negro.
De repente, vio que un auto negro se detenía en la calle. Automáticamente asomó el rostro, el portero le dio paso y su Omega chilló en su interior. Algo dentro suyo sintió terror y alegría. Su piel ardió, necesitada de sus feromonas. El alfa por fin había vuelto con él. Suavemente se alejó, buscando sus pantuflas y colocándose una bata caliente para cubrir su vientre hinchado. Había imaginado tantas escenas en su cabeza, que por un momento había olvidado lo tosco que era. El rizado bajó las escaleras con cuidado.
Sus pasos resonaron por todo el hogar. Atravesó pasillos, salas, todo para detenerse en la entrada y llevar dos manos ansiosas a su cabello para arreglarlo. En parte, debía agradecer por los regalos. Tenía la cunita al lado de su cama y un gran bolso repleto de ropita y pañales pequeños. El minino apretó su vientre, caminando hacia la entrada.
Cuando abrió la gran puerta, una ráfaga de viento le erizó la piel. Entrecerró los ojos y retrocedió, no debía exponerse al frío. Cubrió su vientre con las dos manos y elevó la mirada. Ahí lo sintió, feromonas dulces emanando de aquel auto. Incluso a tantos metros pudo sentir el aroma a flores. Cuando la puerta se abrió, lo primero que notó fueron pies pequeños tocar el suelo de su hogar. Algo en su interior hizo chispas y su rostro se deformó en angustia y desagrado cuando una mirada fría cortó contra la suya.
Bello. Cruel. Imponente y dominante. Fue lo primero que cruzó por su cabeza. Caminaba con seguridad, con la barbilla alta y la delicadeza de la realeza en su cuerpo. Eliazar retrocedió, quedándose sumido en la oscuridad de su hogar. Cada pisada quebró un espacio de su corazón, lo cortó y destrozó. Ahí estaba el verdadero Omega, el otro, el que tenía el anillo y el hijo legítimo. Le bastó aquel miserable minuto en darse cuenta el porqué siempre lo mantuvieron a él en la oscuridad y a ese en el mundo. No lucía como un vulnerable y sumiso Omega como él, como todos lo chicos que había conocido.
Todo en ese Omega gritaba respeto, fuerza, admiración. Caminaba con la seguridad de un Alfa, con el orgullo de la jerarquía más poderosa. Eliazar se sintió diminuto, y rápidamente corrió lejos de él antes de que lo viera. Huyó como un cobarde, subiendo hasta su habitación y cerrando la puerta con cuidado. Sus ojos se llenaron de lágrimas y la vergüenza y el miedo inundaron su cuerpo. ¿Por qué debía ser así? Siempre se sintió con el orgullo de decir que tenía la atención y el placer del Alfa. Que eso era mucho más importante que un anillo, que ser presentado en sociedad como Omega de familia. Se había convencido de ello tanto tiempo y en un segundo todo se derrumbó.
Dio un salto cuando escuchó que golpeaban su puerta.
Silencio.
No dijo nada, sin embargo, esta se abrió de par en par. Pudo apreciarlo más de cerca, de pie, con su altanería y su increíble presencia. Eliazar se encogió en su lugar, apretando su vientre, cubriendo sus piernas, todo con la bata. Sus mejillas se prendieron y sus ojos lo recorrían centímetro por centímetro.
—¿Tú eres la puta de mi marido? —lo oyó hablar, voz ronca y lenta. Tenía una mirada intensa, feromonas fuertes que lo descolocaron. Eliazar retrocedió tanto que sus piernas chocaron contra la cama. Por un momento, le hubiese sido gratificante que sintiera el aroma del Alfa impregnada en la habitación. Pero no. El rastro de su presencia se había borrado con los días—. Permiso.
Entró a la habitación. Eliazar frunció el ceño, rojo del enojo de verlo entrar en su zona. La puerta de su habitación se cerró y se sintió insultado cuando su mirada penetrante le recorrió el cuerpo entero.
—Quítate la bata —ordenó. El rizado se encogió.
—¿Qué...?
—Quiero ver tu vientre.
Negó automáticamente. El Omega levantó una ceja.
—Quítatelo, niño —ordenó. Eliazar se mordió la mejilla interna de su boca. Se sintió inferior bajo su fuerte mirada, de la misma manera que su ser apelaba ante el Alfa. ¿Quería ver si se encontraba en estado? Rápidamente la hizo a un lado. Su vientre apenas hinchado se mostró bajo la remera blanca y el short de seda. Sintió en su mirada tanta indiferencia que sus manos temblaron, las ocultó detrás de su espalda—. Vaya.
—Dijo que sería una buena madre —murmuró. Tal vez era lo único valioso que tenía en ese momento. El omega frente a él asintió.
—Tienes que serlo, claro, después de todo Dean no funciona como padre —respondió, mirando con atención la cuna al lado de la cama—. ¿Hace cuánto que no lo ves?
Eliazar se sonrojó.
—Poco —mintió. En realidad no lo veía desde hacia semanas.
—¿Poco? Curioso... no siento su aroma aquí, ni siquiera en ti. Tal vez ya se consiguió otra puta para mantener y reventar en cachorros.
No pudo evitar sentirse insultado. Sus mejillas ardieron, pero se tragó las palabras. La imagen del Alfa envuelto entre las piernas de otro Omega le causó un leve malestar en el estómago.
—¿Por qué estás aquí?
—Para pedirle el divorcio a Dean. Mi abogado le envió el documento hace dos meses, pero no hubo respuesta y no lo vi desde entonces.
—¿Te vas a separar de él? —murmuró.
—Sí, no aguantaba ver su feo rostro alrededor mío —comentó avanzando por la habitación. Eliazar apenas se percató de ello, ensimismado en la idea del Alfa y él unidos como familia, como matrimonio. Cierta calidez inundó su pecho ante la ilusión, y de la misma manera se esfumó al encontrar la mirada risueña de ese Omega frente a él—. Mnh... ¿Cómo te llamas?
—El... Eliazar —susurró. Sus miradas se encontraron. Se encogió en su lugar ante la presencia de aquel. Había algo en sus ojos que le dieron escalofríos y un gran torrente de calor que abofeteó sus mejillas. El rizado frunció apenas el ceño, dando un saltito de sorpresa cuando dedos finos lo tomaron del mentón.
—Eliazar... —relamió sus labios. El Omega más bajito se encogió de hombros, sintiendo de repente un ambiente pesado, incómodo. Había en aquel suave toque un deje íntimo, a pesar de que esperó hostilidad y violencia de su parte—. Sé que estuviste con muchos alfas desde chico, ¿pero alguna vez un Omega te dominó?
Su boca se abrió para protestar ante tal pregunta, pero nada salió de ella. Eliazar enrrojeció por completo, sus mejillas se tiñeron de carmín y el ajeno sonrió victoriosamente. Numerosas imágenes chocaron en su cabeza al instante. Hubo una vez... no lo recordaba del todo. Le habían dado algo de beber y luego todo era borroso y pocas cosas podía recordar. Pero una de ellas era la sensación de la suavidad, de ser sudomizado por otro de los suyos y enjuagar su lubricante con el de otro Omega. Pero siempre había otros mirando. Su Alfa había sido uno de ellos.
—N...no —tartamudeó, no muy convencido. El ajeno sonrió, bajando la mano a su vientre. Eliazar lo tomó de la muñeca al instante, alertado y el simple acto reflejo lo sorprendió—. Ahí no.
—Lindo —susurró. De un rápido movimiento enterró la mano entre las hebras doradas de la nuca de Eliazar y lo jaló con fuerza hacia atrás. Este jadeó dolorosamente y suaves labios chocaron con fuerza contra los suyos. El simple acto le erizó la piel, lo confundió, lo alertó, todo en tan solo cinco segundos donde sus salivas se mezclaron y ambas lenguas se encontraron. Eliazar llevó ambas manos al pecho del Omega y empujó con fuerza. El otro separó sus labios, ansioso. Sus pupilas dilatadas estaban acompañadas de una sonrisa traviesa.
—¡Tú...! —protestó y cubrió sus labios con los dedos. Su mente se llenó de confusión. Su Omega se exaltó, todo su rostro se cubrió de un carmín fuerte. Tantos tiempo sintiéndose inferior, ardiendo de celos, tristeza... todo por el Omega frente a él. La madre del cachorro del que anhelaba que fuera su alfa. Lo detestaba, lo odiaba, pero ahora lo único que predominaba era la confusión de sus acciones.
Lo peor de todo fue sentir el calor en su estómago.
Eliazar apretó las piernas. Su cuerpo acostumbrado, entrenado a la sumisión completa que cualquier acto de dominación ejercía sobre él. Apartó la mirada al instante, ansioso.
—Fuera —murmuró tan bajito que temió que no lo escuchara—. Fuera...
—Puedo sentir tus feromonas... —mencionó, lo sintió cerca. Su cuerpo se estremeció, tal vez porque desde tan joven su piel reaccionaba a cualquier toque. Lo habían entrenado así, de aquella manera tan débil, tan sumisa. Eliazar sintió tanta vergüenza de sí mismo, tanto enojo. Sentía el peligro, sentía la dominación... pero acompañada de un dulce aroma, de un cuerpo delgado y apenas centímetros más alto que él. Era peligro, pero su Omega temía más por la jerarquía dominante que por uno de los suyos.
Pero esa persona lo miraba como un Alfa deseaba a un Omega. Eliazar entrecerró los ojos, ¿tal vez le gustaban los suyos? Algo dentro de sí llegó a la conclusión de que aquella característica era una de las causas del porqué el Alfa siempre venía a por él tan necesitado. El rizado lo miró, curioso. Claro, era un Omega que no podía satisfacer a un Alfa. ¿Pero por qué se casó con él si tenía otros gustos?
Se tragó el interrogante. Lo miró nuevamente, su respiración se volvió más pesada. De alguna manera, sintió incorrecto la situación, la intimidad que empezaba a crecer. Aspiró lentamente, sus feromonas dulces eran diferentes a las suyas. Este se acercó, tomándolo de la cintura. Besó las mejillas de Eliazar, la comisura de sus labios. Su lengua rosada y caliente bajó por el cuello del rizado y chupó la piel. El menor se estremeció, cerrando los ojos. Una mezcla de nuevas sensaciones cruzó por su cuerpo. Entre ellas el miedo, el breve deje de placer y la adrenalina de pensar que estaba dejando que otra persona lo tocara.
Su mirada se perdió, cegado. No sabía qué tipo de Omega era aquel, pero su aroma era tan fuerte, puro, tan pesado que le embriagó los pulmones. Sentía que succionaba su piel, que su pequeña mano se apretaba contra su cintura. Eliazar cerró los ojos, imaginando que eran otras manos, otros labios. Hacia tanto no tenía el contacto físico de su Alfa. Que no lo tocaba, que no lo tenía entre sus piernas. Se sentía necesitado de su presencia. Su estómago empezó a llenarse de agradables sensaciones. No pudo evitar cerrar las piernas, apretar sus muslos cuando los pequeños rastros de lubricante empezaban a aparecer. Un suave gemido se escapó de sus labios, cubriendo el ambiente de sus feromonas.
El otro se alejó de su cuello, subiendo por su barbilla para besarlo fuertemente una vez más. Eliazar llevó ambas manos a su cuello, derritiéndose. Se presionó contra él, sus lenguas húmedas y calientes se encontraban entre jadeos y gemidos. Ansiosos ante los toques, esperó sentir una gran erección contra su vientre. Un miembro donde frotar su entrada, su lubricante... pero abrió los ojos, encontrándose con la belleza delicada de un Omega bonito y sonrojado. Con los labios húmedos y la mirada cubierta de deseo. No era su Alfa. Eliazar entrecerró los ojos, callado.
—Eliazar —susurró aquel. Lo soltó, grabó su rostro con la mirada, convenciendo a su Omega que los toques y el pequeño gramo de delicadeza y cariño había sido en manos de otro. El rizado se sonrojó, bajando la mirada. El otro Omega, en cambio, retrocedió. Lo encontró frente a la puerta de su habitación, sacando una pequeña tarjeta blanca de un bolsito negro. Lo dejó sobre la mesita ratona que había a un lado.
—Llámame.
Su mirada dilatada ni siquiera pestañó. Salió de su habitación y Eliazar se desplomó contra la cama, confuso y cansado de repente. Sentía sus mejillas ardientes, y extrañas sensaciones inundaban su estómago. Suavemente acarició su cuello, sentía el relieve del chupón, aún húmedo. El pequeño Omega se quitó la bata, se levantó, lentamente se asomó hacia la ventana. Lo vio subir al auto.
Sus facciones se cubrieron de preocupación. Eliazar subió a la cama, se ocultó debajo de las mantas y escarbó entre las almohadas la camiseta blanca del Alfa que aún, a penas, mantenía su aroma. El Omega se quitó la ropa, se deshizo de toda prenda y hundió la nariz en aquella tela suave, en las pocas feromonas picantes que llegaron a su cabeza. El pequeño Omega gimió, sus ojos se cristalizaron. Se encogió levemente, arrastrando una mano hacia sus muslos empapados. Sus dedos buscaron su entrada y jadeó, ahogado contra la camisa, cuando presionó y se hundió en su interior.
Se retorció, tocándose, pensando en la mano enorme, en el cuerpo de su Alfa contra el suyo. Lo extrañaba tanto, lo anhelaba fuertemente entre el deseo, que lo tocara, que estuviera ahí con él y su bebé.
El pequeño y rizado Omega deseó fuertemente volver a verlo, a sentir su presencia, sus besos. Y lo anheló hasta que el cansancio lo abrazó por completo. Eliazar se durmió, con ambas manos sobre su vientre, protegiendo a su cachorro.
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