seis



El silencio del hogar no lo sorprendió. Observó la sala con cuidado, las luces estaban prendidas, los muebles lustrados y ninguna otra cosa fuera de lugar. Suspiró pesadamente, dejó el maletín sobre un sillón aterciopelado y avanzó directo a las escaleras. El alfa se quitó la corbata, frotando su cuello adolorido y cansado de la rutina laboral. Dentro de su hogar había cierto aroma a fruta fresca, no pertenecía a su Omega ni a su cachorro, mucho menos a los empleados que se encargaban de la limpieza. Era un aroma sintético que se le metía por las fosas nasales y le aturdía el cráneo.

Automáticamente frotó su nuca, liberando una gran cantidad de feromonas para marcar las zonas con su olor. Se adentró primero a la habitación de su cachorro, abrió la puerta con cuidado y divisó el bulto pequeño que respiraba lentamente sobre una cama pequeña e infantil. El Alfa se acercó, observando la mata de cabello lacio y oscuro, mejillas regordetes y manitos pequeñas. Se inclinó y depositó un beso suave sobre la cabecita, lo marcó con sus feromonas y cubrió su cuerpo con otra manta. Su bebé tenía cerca de un año y medio, ya lo llamaba papá y su médico le felicitaba por ser un niño saludable y energético. Era lo suficientemente grande para darle la ilusión de tener un pequeño Alfa como primogénito. Sonrió apenas y salió de la habitación, dio algunos pasos hasta que llegó a la suya propia.

Cuando entró solo sintió un leve aroma a caramelo y uva, sus pupilas se dilataron y se relamió los labios mientras cerraba la puerta tras de sí. El hombre se quitó el saco, observando con suma atención al Omega recostado sobre la cama matrimonial. Traía puesto una bata de seda color crema, tenía el cabello oscuro y lacio, rostro definido y delicado, como todo Omega. Su Alfa empezó a emitir feromonas para él, su pareja, su esposo. El pequeño apartó la mirada hacia él, receloso, tan frío a pesar del increíble aroma que su cuerpo destilaba.

—Gibrán —susurró. Observó las piernas delgadas que se escapaban de la seda, piel tersa y pálida. El Omega lo miró de arriba abajo, volviendo su cuerpo y recostando su cabeza contra el umbral.

—Alfa... ¿Cómo te atreves a aparecer durante mi celo? —preguntó, notó que sus mejillas estaban prendidas. Sus pezones se volvieron erectos cuando se él acercó. El hombre se detuvo frente a la cama, aspirando el aroma mientras el placer se adentraba en su anatomía. Gibrán ladeó la cabeza—. Sucia escoria... hueles al animal que tienes cautivado.

—No quiero hablar de eso —respondió, quitándose la camisa y desabrochando sus pantalones. Se arrastró por la cama, acercando su nariz por las piernas tersas y hermosas. Gibrán lo miró con asco, pero ansioso por sus toques. Suavemente lamió la zona, acariciando los muslos con ganas. El Omega llevó una mano a su cabello, apretando las hebras. Su mirada irritada demostraba la hostilidad que sentía, pero los placeres carnales hicieron que desatara su bata y abriera las piernas. Acercó bruscamente al Alfa a sus partes íntimas, presionando su nuca y guiando sus labios hacia su humedad. Gibrán gimió, abriendo apenas la boca cuando la lengua del hombre acarició su sensibilidad.

El Omega se retorció, gimiendo y temblando. Su boca entreabierta dejaba salir suaves jadeos que se metieron en la cabeza del Alfa. Este enroscó las manos en los muslos regordetes, degustando el sabor de su esposo. El Alfa acercó un dedo a la zona, elevándose para besar el vientre y subir hasta los pezones erectos. El rostro del menudo y delicado castaño estaba sonrojado, pero sus ojos no destilaban nada más que desprecio en su placer momentáneo. Todo su cuerpo ardía y presionó su miembro erecto contra su cuerpo.

—Quítate —gimió bajito, el Alfa hundió la lengua en uno de aquellos botones rosados en su pecho. El castaño se retorció, sus caderas involuntariamente se frotaron contra la elección del Alfa—. Vete, no quiero acostarme contigo.

El mayor lo miró, sus manos húmedas en lubricante viajaron al cuello delgado y lo apretaron apenas. Sus labios se encontraron en un beso fuerte y fogoso, necesitado. La madre de su cachorro gimió, tan delicado en sus movimientos que no pudo evitar bajar la mano a sus pantalones y desabrocharlos. Sacó su miembro húmedo y quiso meterlo, pero el Omega lo detuvo.

—Si la metes... te castraré —susurró, las lágrimas le resbalaron por los ojos. Su aroma increíble casi hicieron que sus ojos destellaran. El Alfa apretó su miembro y se puso de rodillas, admiró al Omega debajo de él, con las piernas abiertas, con un aroma asombroso y una actitud aburrida y autoritaria—. Si tanto quieres descargarte... hazlo en la puta que tienes en aquel barrio privado.

El Alfa se quedó quieto unos segundos, algo en su mirada advirtió al Omega debajo de él. Se acomodó los pantalones y se bajó de la cama, el pequeño castaño se inclinó, frunciendo el ceño.

—Lo hice —murmuró, serio—. Espera un cachorro mío.

—¿No te dije que lo esterilices? —preguntó el Omega, acalorado. Lucía molesto, sus mejillas sonrojadas estaban húmedas en sudor. Bufó, arrastrándose por la cama con cansancio. Tomó del cajón de la cómoda a su lado la inyección del supresor más fuerte. Ató su bata y se quedó sentado, ambos en silencio—. ¿Cuánto tiene?

—Algunas semanas.

—Quítaselo, y aprovecha la sesión para esterilizar su cuerpo, si no es que muere —comentó, levantándose y dirigiéndose hacia el baño de la habitación. El Alfa suspiró, arrojándose a la cama—. Hazlo rápido, seguro lo olvidará en unas semanas como siempre. ¿Sabes? Puedes darle un gato a cambio, hay muchos en la calle. Se sentirá bien con eso.

—No quiere hacerlo.

—¿Desde cuándo haces lo que te pide?

—Dice que lo lastima mucho.

—Joder —el Omega maldijo, escuchó que algo se cayó. El hombre volvió la mirada, se estaba tomando un baño con mucha espuma—. Le has dado mucha libertad. ¿Quién se cree? Si no fuera por ti abortaría más cachorros por todos los degenerados que se turnaban para tenerlo en aquel club. ¿Sabes por qué creo que pasa esto? Porque tú le das mucha atención. Ni siquiera vienes a ver a tu cachorro, tal vez lo mejor sería castrarte a ti o envenenarte mientras duermes. Así cobro el seguro y heredo todo tu dinero.

—¿Por qué me casé contigo?

—Para ser más rico —lo escuchó decir, el Alfa elevó la mirada al techo. No veía a Eliazar desde aquella vez, suspiró apenas, acomodando su pantalón. Necesitaba tenerlo—. Ven a hacerme masajes.

Suspiró. Se levantó como pudo, caminó hasta el baño y se arrodilló sobre el suelo. Sus manos rodearon los hombros pequeños, sintiendo la tensión y los músculos apretados. Su Omega gimió, cerrando los ojos por el masaje fuerte y lento.

—Llévalo al hospital esta semana.

—A mi Alfa le gusta mucho, creo que es por eso que...

—Diablos... ¿Por qué me cuentas tu vida? No me importa si es tu Omega o no, si ese mocoso trae un cachorro al mundo mi padre te cortará la cabeza y yo tendré otro esposo más imbécil que tú. No quiero negociar con mi otra opción, y tú tampoco quieres morir, supongo —el Omega se volvió, era cruelmente bello. El Alfa apretó los labios, le había gustado por un tiempo, pero era un demonio. Un dominante, malcriado y lo suficientemente maltratado como para heredar la maldad y el gusto de humillar a otros. Criado entre siete alfas, era imposible encontrar en él una pizca de amabilidad—. Hazlo, también quiero que vengas a visitar a mi bebé más seguido. Si noto una vez más que está triste por ti, haré desaparecer a tu Omega.

—Tengo mucho trabajo.

—Confiaré en que puedas hacerlo. Vete, vendrá mi pareja en cualquier momento —murmuró, el Alfa se levantó. Secó sus manos y salió del baño. Acomodó su ropa, su esposo salió completamente desnudo, se recostó en la cama y se estiró como un gato—. ¿Sabes qué puedes hacer? Dejarle tener al cachorro, pero no verlo más después de eso. Mi padre sabe que tienes un amante, incluso creo que estuvo con él cuando era más crío. Pero si lo desechas antes de que se ponga gordo y panzón, no creo que pase nada. Solo no vuelvas a verlo. ¿Puedes hacerlo, Dean? El dejar a tu Omega.

Lo miró en silencio. No dijo nada ante la mirada ansiosa de aquel demonio, simplemente sonrió cuando la puerta se abrió detrás de él. Sintió un aroma dulzón y su esposo sonrió, sentándose con cuidado. Tenía sus mejillas prendidas, su cuerpo brillaba suave y bonito. Dos Omegas desnudos corrieron hacia la cama, subiéndose. Sus ojos se dilataron cuando el castaño abrió las piernas y guió la boca de uno a su pequeño miembro, el otro empezó a besar sus pezones.

Asintió, saliendo de allí. No volvió a ver a su cachorro, simplemente salió del hogar y se subió a su auto. Pensó durante todo el camino, se sentía ansioso. Cuando se dio cuenta, estacionó frente al hogar donde vivía Eliazar. La última vez que lo vio no iban en buenos términos, incluso pensaba que jamás lo estarían. Él quería matar a su bebé y el otro ansiaba tenerlo para siempre. El portón negro se abrió y entró sin más, se bajó del auto y ni bien entró los criados se acercaban disimuladamente a susurrarle todo lo que había hecho Eliazar, desde sus antojos hasta las manchas de deseo que había dejado sobre las sábanas de su cama.

Subió las escaleras y abrió la puerta de su habitación, donde siempre estaba. Por muchos años creyó que Eliazar era un mocoso tonto, que jamás se daría cuenta de la prisión en la que celosamente lo había encerrado. Los criados lo vigilaban como buitres frente a carroña y él se encerraba en su cuarto porque era el único lugar donde grandes ojos no lo observaban. Nadie sabía lo que hacía ahí hasta que la criada llevaba la comida o buscaba las sábanas por la mañana.

Pero ahí estaba, con sus piernas regordetas, su cintura estrecha y su cabello castaño atado en una coleta descuidada. Pintaba en sus hojas de acuarela frente a la ventana que iluminaba sus dorados cabellos. Tenía puesto el short y la remera pijama de seda blanca. Pudo sentir su aroma dulzón mezclado con otro gusto, el de un Omega en estado. Sus ojos se dilataron, cerró la puerta detrás suyo y el minino se volvió. Su pequeño rostro preocupado, sus ojitos curiosos y llenos de incertidumbre. El pequeño se levantó, llevando ambas manos a su vientre.

—Alfa —susurró. Se acercó, observó la acuarela con cuidado. Era el paisaje de su ventana, todo lucía igual a excepción de una cuna que no existía y la sombra a lo lejos de una madre con un cachorro.

—¿Por qué deseas tanto... un cachorro?

El Omega se sonrojó, bajó la mirada apenas, acercándose tímidamente a su lado. Sintió su dedo pequeño enroscar en su meñique.

—Porque me lo das tú.

—No es por mí. Di la verdad.

Eliazar se quedó en silencio unos segundos. Lo soltó y elevó la mirada un poco desconfiado.

—No hay nada mío en ninguna parte... Alfa. Ni siquiera mi cuerpo me pertenece porque eso lo tomaste tú. Tú decides cuando como, con quién debo tener mis celos, si debo o no tener un cachorro—susurró y llevó una mano a su vientre—. Este bebé... será mío. Y podré amarlo y cuidarlo, decirle que es mi hogar, al igual que yo el suyo. Es mi familia, Alfa. Por eso lo quiero. 

No pudo apartar su mirada él. Eliazar sí lo hizo, apenado. Algo en él le daba pena, le calentaba, y le prendía mucho. Estaba enfermo de la cabeza, pero no podía evitarlo. Eliazar despertaba todo su lado animal y a su Alfa le gustaba todo lo que decía. Relamió sus labios, llevando una mano al vientre apenas abultado del minino, este se estremeció con sorpresa.

—Serás... una buena madre.













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