ocho
Se quitó los zapatos antes de entrar a su hogar. Gibrán estiró su cuerpo y apretó sus costillas con las manos. El ruido de sus huesos fueron música para sus oídos, sintiéndose más ligero. Respiró profundo y una pequeña sonrisa ladina se presentó en sus labios cuando notó las feromonas que rodeaban el aire. Bajó la mirada al suelo, claro que iba a darse cuenta.
El Omega se despojó del bolso, del ligero abrigo. Suavemente caminó por el oscuro hogar, silencioso y frío. Todo estaba envuelto en su aroma, pero había cierta pizca de picante que le retumbó en la nariz y lo sorprendió en un principio. Se detuvo frente a la puerta de la habitación de su cachorro y ahí lo vio. Tan alto como lo recordaba, de espalda ancha y hombros grandes. Su cabello estaba bien cortado y traía una sudadera negra junto con pantalones deportivos oscuros. Estaba sentado en la pequeña cama.
—Dean —murmuró, recostando su cuerpo en el umbral de la puerta. El alfa no lo miró.
—Es injusto lo que me pides —lo escuchó responder. Levantó una ceja, asumiendo que estaba hablando de los documentos del divorcio.
—A mí me parece muy justo.
—Es mi cachorro también, no puedes negarme las visitas —bramó, al fin sus ojos se encontraron. El Omega lo miró desde arriba, con su aire de grandeza como siempre. El Alfa frunció el ceño y automáticamente se puso de pie. Su cuerpo pareció crecer más, pero ni su presencia ni sus feromonas causaron cambio alguno en su compañero—. No firmaré una mierda.
—Me dices esto... después de desaparecer dos meses. Mi cachorro ni siquiera recuerda tu rostro. Eres un extraño para él.
Dean inspiró el aire profundamente. Lo vio apartar la mirada, llenándose de frustración, ira, cualquier cosa que lo quitara de las casillas. Gibrán trató de ocultar la sonrisa que quería formarse en su rostro. Se relamió los labios.
—Teníamos un trato —murmuró Dean con su voz grabe. Gibrán alzó las cejas.
—No conmigo, con mi padre —acabó—. Supongo que al final no le gustaste tanto.
—¿Y crees que estarás bien con otro Alfa? —cuestionó, el Omega se encogió de hombros, despreocupado. Tenía tal aire de tranquilidad que eso alteró al alfa frente a él. Dean apretó los dientes—. Te tomarán. Ninguno de los míos aceptará casarse contigo y no tenerte de rodillas frente a él. Eres una burla... te creíste dominante toda tu vida, crees que puedes ser como los míos, follando Omegas y mirando a todos como si fueras lo mejor. Cuando en realidad tu naturaleza te vuelve sumiso y débil.
—Claro que me creo lo mejor —Gibrán se enderezó, sonriendo—. Si no fuera más que tú, no me estarías rogando para que no me divorcie de ti. A ti no te importa mi cachorro, te duelen los millones que me quedaré y los que perderás cuando papá deje de invertir en un fracaso como tú.
Dean lo miró con sus grandes ojos intensos. El destello rojizo vibraba en sus pupilas y su aroma se volvía pesado cada segundo. Gibrán frunció el ceño, ocultando las manos en su espalda, le temblaban ligeramente. Sus mejillas apenas se tiñeron de un carmín. Sabía que poseía dominación y poder. Sabía que sin él Dean perdería mucho, demasiado, que en cierto punto, podía sentir miedo en él. Gibrán lo miró ansioso, claro que él era el dominante. El más fuerte. Él, con su cuerpo suave y su belleza delicada, con su Omega temblando y su mirada tenaz. Tenía una naturaleza indiscutible, pero ningún infeliz lo doblegaría a su gusto. Porque si Dean daba un paso, él ya se encontraba a veinte más delante que este. Así lo había criado su padre.
—Cállate —murmuró Dean en un gruñido. Los vellos de la nuca de Gibrán se erizaron uno por uno. Su rostro se sonrojó y apenas la estabilidad se quebró en él. Había usado su voz en él. En él. El rostro de Gibrán se convirtió en enojo, ira, y de un segundo a otro volvió a su calma de siempre. Pero dentro suyo, su Omega temblaba. Observó cómo el tinte de aquellos ojos se volvieron escarlata pura. Peligro, aromas picantes y dominantes que lo harían entrar en calor y arrodillarse de terror y miedo. Gibrán le ofreció una sonrisa torcida, ansioso. Su cabeza era un lío de pensamientos, acciones y sentimientos. De un segundo a otro, se calmó. En sus tiernos y viles ojos se instauró un brillo extraño, una intención asquerosa y nefasta.
—A mí... no me dominarás con tu apestoso aroma y tus gruñidos de perro mugriento —susurró, apenas dio dos pasos. Sus ojos se dilataron, su aroma dulce se volvió agrio, como si las flores se pudrieran. Gibrán elevó la mirada, los aromas de ambos chocaron de repente, mezclándose, volviendo el aire tan pesado que lo estaba asfixiando. El Omega levantó la barbilla, desafiándolo—. Yo no soy como Eliazar.
Lo vio fruncir el ceño. Su respiración se volvía más pesada. Gibrán ladeó la cabeza, si lo provocaba, podrían pasar dos cosas. La primera, era recibir tal paliza que terminaría desfigurado. Era una opción que no le agradaba del todo, pero significaría un divorcio definitivo, una denuncia que lo haría ganar más. Arruinaría su vida como alfa abusivo, inventaría rumores sobre abuso sexual, maltrato infantil y sería acosado socialmente. Gibrán apretó los dientes, el simple pensamiento hizo que su estómago gozara de sensaciones increíbles.
Y la segunda... era dejar que otro se ocupara.
El pequeño Omega aguantó la risa, pero se le escapó. Cubrió su boca, apretando su estómago y retrocediendo sin más. Dean avanzó como un depredador sangriento, empujándolo con fuerza contra la pared y tomándolo del cuello brutalmente. Gibrán sintió que su labio se cortó por culpa del impacto de su cabeza. Todo su cráneo empezó a palpitar. Duro, fuerte. Tan agonizante que su mirada se cristalizó bajo la tenacidad de sus intenciones. Los dedos alrededor de su cuello se apretaron fuertemente y su garganta dolió, picó tanto que escupió la sangre contra la boca del animal frente a él.
Dean lo soltó, pero su mano bajó a su cadera. Le apretó tan fuerte que posicionó la palma sobre los dedos. Tenía una respiración fuerte, alterada, los gruñidos florecían en su garganta lentamente. Se cubrió de fatiga y su expresión fue algo indescifrable la primera vez. Gibrán relamió sus labios, acariciando la piel de su garganta. Sus ojos se clavaron en la gran bestia frente a él. Sentía que su piel palpitaba. Dean era un Alfa enorme, sabía de sus extraños fetiches, sus gustos en la intimidad. Tal vez por ello se buscó un prostituto, uno manoseado por todos. El Omega suspiró, sonriendo.
—Estás tan agitado que ni siquiera sentiste su aroma en mí.
Él levantó la mirada al instante. Su mirada rojiza pareció intensificarse, las venas en su cuello, sus manos ansiosas. Todo se puso en total explosión. Gibrán se sintió excitado al verlo alterado, le pareció gracioso. Sin embargo, su pequeño cuerpo se presionó contra la pared. Dean olisqueó el aire y sus feromonas pesadas lo embriagaron salvajemente. Las mejillas de Gibrán se calentaron y un gruñido fuerte vibró por toda la habitación cuando sus manos fueron acorraladas contra las del Alfa. Este volvió a empujarlo contra la pared, apretando su cuerpo. Su nariz se aventuró por su cuello, su ropa, lo olisqueó como un maldito animal. Gibrán soltó una risotada.
—Tenías razón... Dean—murmuró. El Alfa lo miró. Era mucho más alto, más fuerte. El Omega elevó el mentón, su mirada risueña y cubierta de intenciones se volvió tan suave como una pluma—. Sobre Eliazar...
—¿Eliazar...? —gruñó por lo bajo. Sus ojos rojos dilatados, sabía que ya había sentido su aroma en su ropa, su piel. Gibrán se sonrojó al simple recuerdo de sentir sus labios.
—Es tan cálido... —respondió, mojando sus labios. El Alfa captó sus movimientos, sus labios rosados, su manera de actuar frente a ese tema. Lo examinó de la misma manera que Gibrán lo estaba haciendo en ese momento. Pero uno de los dos estaba confundido, y el otro, en cambio, preparaba la lengua venenosa y la mirada ansiosa ante la fatalidad de sus intenciones—. De ser Alfa... también le hubiese reventado el vientre en cachorros.
Dean retrocedió. Su rostro se transformó. Su aroma se volvió agrio, fuerte, tan intenso que el sudor frío resbaló por su espalda. Gibrán sonrió, buscando quebrar aquella mente, aquellos deseos, cualquier cosa que le causara la satisfacción de sentir que ese Alfa era menos que él. Ambos se miraron. La misma hostilidad, el mismo rechazo que sintieron la primera vez que se vieron, hacia tantos años. Lo recordaba. Lo recordaba como fuego ardiente en sus memorias. El candidato perfecto según su padre. Uno que haría cualquier cosa por estatus, por el dinero, por un matrimonio arreglado que le prometía prosperidad y un cachorro que le obligaron a tener para concretar la firma en un papel. Sintió tanto rechazo en su cuerpo por aquella especie animal, por ese gran cuerpo, esa mirada salvaje, sangrienta.
Su Omega lanzó un aullido en su interior.
—No te acerques a él —Dean gruñó, escupió el piso con asco y Gibrán se carcajeó. Le ofreció una sonrisa irritante cuando este se encaminó hacia la puerta de la habitación. Sus ojos dilatados observaron su silueta desaparecer. Gibrán apenas dio dos pasos, tomando el pequeño espejo decorado con figuras de conejitos y estrellas. La luz que se filtraba de la ventana le permitió ver las marcas rojizas en su cuello.
De repente, su teléfono empezó a sonar. Gibrán lo tomó rápidamente, una sonrisa suave se formó en sus labios. El Omega cubrió las marcas con su mano cuando la videollamada le mostró el rostro de su pequeño cachorro. La habitación se llenó de suaves feromonas, un aroma dulzón, tierno, entre el miedo, el enojo y la ansiedad que antes dominaba el ambiente.
Eliazar, por otro lado, apenas abrió los somnolientos ojos con pereza. La fatiga le gobernó el cuerpo y un frío sudor recorría su cuello y nuca. Sus párpados ardieron al abrirlos, sentía su lengua seca, su cuerpo traspirado. Apenas elevó la cabeza, las puertas que daban al balcón estaban abiertas y el viento generaba que las cortinas bailaran entre ellas, fuertes, suaves. El Omega ronrroneó, volviendo a enterrar el rostro en la almohada. Debajo de las mantas todo su cuerpo se mantenía caliente. Sus mejillas se calentaron, suave carmín decoró su rostro cuando uno de sus dedos toqueteó la humedad entre sus muslos. Pegajosa, espesa, tan transparente que supo que se trataba de su lubricante natural.
El pequeño rizado se sentó. Destapó todo su cuerpo y descubrió que ya no traía ropa interior. Acarició su vientre y bajó la mirada a sus partes íntimas. No sabía por qué estaba húmedo. Supuso que si estaba en estado no podría tener el celo, así que no comprendió por qué su piel ardía y se sentía cansado. Eliazar observó la oscura noche que se presentaba sobre su balcón. Su cuarto estaba frío, olía a tierra mojada, a suaves feromonas dulces que no le pertenecían. El pequeño se relamió los labios, sonrrojándose más. Suavemente acarició su cuello, sus clavículas, mientras se recostaba nuevamente en la gran cama vacía.
Su mirada se cristalizó y sus labios se entreabrieron cuando su mano se deslizó hasta su vientre. Bajó hasta acariciar el poco vello púbico que tenía, sentir su pequeño miembro y al fin alcanzar su propia humedad. Su mirada llena de curiosidad recorrió el techo de aquella habitación, mientras empezaba a acariciar su zona sensible. Su respiración se volvió más pesada, tal vez por los toques, por el calor, por el viento frío que le erizaba la piel y los pezones. Tal vez, incluso, por recordar todas las veces que estaba así, en la misma posición, puesto boca arriba y con las piernas abiertas, con un Alfa jodiéndole el cuerpo. Tantas veces lo habían destrozado en presencia de aquel techo, de aquella brisa que le acariciaba la piel. De aquella habitación que ahora olía a él, ajena a cualquier otro aroma.
Tan intrínseco, sucio. Eliazar cerró los ojos con fuerza, ahogando un gemido suave en su garganta. Sus piernas empezaron a temblar, sus caderas se movían por sí solas, buscando aquella fricción deliciosa que despertaba en él una gran cantidad de sensaciones que ya no acariciaban su presente. Sus labios se entreabrieron, soltando un sonoro jadeo que se esfumó como las cenizas por el viento. El último segundo, cuando sus dedos empapados dejaron de actuar y su vientre se cubrió de su propia esencia. Su delgado cuerpo se cubrió de espasmos, cansado, el sudor resbaló por sus rizos, pegados a su frente, su nuca. La luna nunca estuvo tan bella como aquella noche.
Y ahí sucedió. Creyó que era producto de su cabeza cuando lo oyó. Que tantas noches enterrado bajo las sábanas, bajo el nido de prendas cubiertas de un aroma picante, esperó su presencia. Fueron pisadas fuertes, ecos lejanos que se volvían insistentes. De repente, no solo era él junto al sonido del viento, a la luna y las estrellas. El pequeño Omega levantó la mirada curiosa hacia la puerta. Pasos fuertes se detuvieron frente a esta, podía ver la silueta, la oscuridad filtrada por debajo. Su corazón latió con fuerza. Su Omega lanzó un aullido apenas notorio, advirtiendo, llamando al Alfa.
Cuando lo vio entrar por aquella puerta su corazón se detuvo por un segundo. Creyó que sería como todas las veces que se lo imaginó. Todas las instancias que su cabeza creó las noches solitarias y frías, las veces donde el único consuelo era acariciar su pancita y cantarle a su cachorrito, para que no sintiera el vacío de su padre. Eliazar lo miró, su rostro transformándose en preocupación, miedo, llanto. Sus mejillas se tiñeron de un fuerte carmesí, puro. Todo su cuerpo se estrujó, su estómago se cubrió de extrañas sensaciones y sus piernas temblaron. Ahí estaba, alto, bello, dominante. Su aroma le estremeció el cuerpo.
Le durmió los sentidos, lo volvió débil, sumiso, tan cristalino como un copito de nieve. Eliazar apretó las manitos contra las sábanas, soltando un suave quejido. Descubrió su cuerpo y se puso de pie, sus rizos cayeron sobre sus hombros, más largos, sedosos y limpios. Eliazar luchó por dar algunos pasos, incapaz de avanzar con aquellas temblorosas rodillas. El aroma puro de su Alfa lo envenenaba por completo, le cubría el cuerpo como niebla espesa. Tanto, que solo estuvo a un metro de distancia de la cama, ahí, tembloroso, bajito y delgado. Su contextura pequeña y delicada causó chispas en aquel hombre frente a la puerta. Dean se acercó, lento, alterado. Las sombras ocultaron su rostro hasta que la luz que se filtraba del balcón le iluminaron los ojos carmesí.
Eliazar se estremeció. Su Alfa estaba mucho más alto, grande. Alzó una mano delicada a su rostro y este cerró los ojos, como si su toque lo calmara. El rizado jadeó bajito cuando este se inclinó. Sus labios se encontraron, húmedos, salvajes. Eliazar sintió la lengua caliente de su Alfa contra la suya y su cuerpo se derritió. Sus piernas flaquearon y fuertes brazos rodearon su cintura. El Omega gimió cuando se separaron, sintió besos en su barbilla, una respiración fuerte contra el cuello.
—Te extrañé... ¿Dónde estabas? —murmuró tímidamente, sus ojitos se cerraron cuando sintió una mordida fuerte contra su hombro—. Ah...
Dean se quedó quieto. Sus manos se apretaron con más fuerza en aquella carne tierna y suave. Ignoró la pregunta del menor, olisqueando su cuerpo, su piel suave y lechosa. De repente, sus dedos se cubrieron de humedad. Sus ojos se entreabrieron, toqueteando los muslos, las nalgas. Eliazar se estremeció, gimiendo y apretándose contra él. Algo dentro suyo se cubrió de ansiedad. Se tornó posesivo, fuerte, tan necesitado que de un segundo al otro avanzó, causando que su pequeño amante cayera de golpe contra la cama.
Eliazar se encogió, levantando los pies y retrocediendo por la cama. Su juvenil rostro lo miró con aquel rostro inocente y risueño, con aquellas mejillas prendidas y los labios húmedos. Dean ladeó el rostro, podía sentir entre su suave aroma el gusto dulzón y desagradable de Gibrán. Podía olerlo en su piel, en su cuello, sus labios. Su Alfa rugió en su interior, vibrando por todas sus venas para tomarlo y destrozarlo por completo. Para marcarlo, cubrirlo de su aroma, llenarlo de su semen hasta que se derramara por sus muslos. La necesidad de monopolizarlo creció entre sus deseos, sus anhelos y dominaciones.
Suavemente se colocó sobre él. Sus manos buscaron tomarlo de las muñecas, acariciar su cintura, su vientre. Su mirada rojiza bajó hacia la zona. Ahí estaba el cachorrito, lo había olvidado. Podía notar la leve hinchazon que tenía a comparación del vientre plano que antes poseía. Dean llevó una mano a la zona, generando que el pequeño se encogiera, mirándolo con preocupación. Era un pequeño vientre, un bebé chiquito aún. Apenas se notaba la pancita. Su Alfa rugió en su interior. ¿Podía confiar? Eliazar era demasiado sumiso, débil, sus ojos lo miraron con intensidad. No pudo evitar mirar sus delicados hombros, su piel pálida y muñecas débiles. Le gustaba así, como también Eliazar llamó la atención de otros por las mismas razones.
Dean sintió que algo ardió en su interior. El simple pensamiento de Gibrán sobre él le hervía la sangre. Podía sentirlo, en su cuello, su boca, sus bellos rizos dorados. Gibrán había tocado a Eliazar, y este tenía las piernas húmedas y olía a lubricante. Su mirada se intensificó.
—Estás húmedo... —susurró, Dean forzó las piernas de Eliazar, abriéndolas más para él. Desgarró la ropa interior y levantó la remera que cubría su pecho. Bajó la mirada a su bello cuerpo, al lubricante espeso que mojaba sus muslos—. Puedo sentir otro aroma en ti, Eliazar.
El Omega no respondió, pero su rostro se puso mucho más colorado. Su mirada se desvió, aturdida, el simple movimiento le alteró los nervios. El ambiente empezó a volverse más pesado, intenso, las feromonas picantes de Dean embriagaron de forma negativa a Eliazar, aturdiendo su cuerpo, sus pensamientos. El Omega gimió, empezando a transpirar. Sus ojitos se cubrieron de lágrimas cuando ambos encontraron sus miradas.
—¿Te dejaste tocar?
Eliazar tembló, sus brazos empezaron a jalar con fuerza, sus muñecas luchando por liberarse de sus manos. Automáticamente negó con la cabeza. Dean aguantó la respiración. Vaya engaño.
—Mientes —susurró, un gruñido empezaba a burbujear por su garganta—. Mientes. Puedo sentir su aroma sobre ti. Lo conozco, no intentes engañarme, Omega. Puedo sentir su asqueroso aroma envuelto con el tuyo, en tus feromonas excitadas.
Dean gruñó, sus venas empezaron a sobresalir, al igual que sus colmillos. Sus ojos rojos bajaron al vientre del Omega. De ser Alfa... también le hubiese reventado el vientre en cachorros. No. No. Era suyo, suyo. Nadie podía tocarlo sin su permiso, y aunque aquello pasara, el Omega vendría arrastrándose hacia él con el útero destrozado en espeso líquido blanco. Dean apretó las manos en aquellas blanditas y pequeñas muñecas, observó ese rostro bello fruncirse en llanto. ¿Tal vez los meses de ausencia le habían hecho olvidar a quién pertenecía? ¿O permitirle tener al cachorro le había llenado la cabecita de ideas equivocadas?
Un minuto de silencio. Ambos se miraron, ansiosos. El rostro de Eliazar cambió de expresión tan repentinamente, cubriéndose de timidez, de miedo, de más llanto. No supo de dónde venía esa reacción, pero le gustaba, le gustaba verlo encogerse bajo sus feromonas, sentirse pequeño. Dean gruñó por lo bajo y Eliazar negó, apretando las piernas y retorciéndose como un gusano debajo de él.
—No... no lo hagas. No, no —gimoteó, bajando la mirada desesperada a la mano que le levantaba la ropa. Dean no lo escuchó, completamente cegado de celos, odio, ira por Gibrán, por corregir aquella mancha asquerosa en el cuerpo de ese ser. Se enderezó, soltando al Omega para quitarse la camisa, su pecho desnudo se iluminó gracias a la luna y el rizado ya había retrocedido con rapidez, buscando huir hacia el baño. Apenas estaba a punto de saltar de la cama cuando una mano se apretó en su tobillo y lo jaló hacia atrás. El Omega se ahogó, luchando, pateando con fuerza cualquier cosa física detrás suyo. El llanto creció, el miedo, los ojos rojos eran intensos, enojados, cubiertos de poder que constantemente le volcaba choques eléctricos que lo hacían estremecer y volver el cuello en signo se sumisión. Eliazar pateó con tanta fuerza que lo tomaron de ambos pies. De un solo movimiento lo pusieron boca abajo y ahí fue cuando empezó a gritar. A negar, a llamarlo entre el llanto desgarrado para que despertara, para que lo perdonara.
—¡No podemos! ¡N... no podemos, Alfa! ¡El bebé, el cachorro se lastimará! —sollozó, ahogándose en su propia saliva. Porque eso era lo que más le preocupaba, el miedo inundó su pecho, su estómago, sus huesos. No aguantaría, no lo haría. Tenía miedo, le temblaban las piernas, las manos, todo. No quería perderlo, era su bebé. Su bebé.
Y ahí fue cuando lo oyó. El sonido de la cremallera al bajarse, de los pantalones apartándose suavemente que le transformaron el rostro. Eliazar volvió la cabeza, su rostro caliente, lleno se lágrimas, esperando que el de ojos rojos tuviera una pizca de piedad. Trató de tomar la mano que clavó las garras en su cintura. Primero, con amor, con miedo, pero cuando lo sintió presionarse contra él sus uñas desgarraron la piel delgada de aquella extremidad. Eliazar nunca odió tanto la penetración en su cuerpo como ese momento. Se sintió invadido, lleno, un golpe interno que lo hizo tragar aire duramente y ahogar el llanto contra las sábanas. Una de sus manos fue tomada por el Alfa, presionándola contra la cama. Eliazar era un manojo de lágrimas y gemidos, de tristeza y terror. Una mano temblorosa resguardó su vientre dolorido, ahí donde estaba su bebé, ahí donde podía sentir cómo su Alfa entraba en él duramente, golpeando su útero con insistencia.
El dolor lo desgarró, ¿o tal vez era el miedo? No sabía cuál de los dos. No pudo dejar de llorar, de atragantarse entre la saliva, los gemidos, los jadeos ahogados por las duras penetraciones. Eliazar dejó de gritar, aguantó la respiración, el dolor, sus ojos observaban ansiosos cómo el semen caía como gotas de su entrada, cómo resbalaba por sus muslos cono sudor, tan pegajoso. Su alfa lo llenó de su esencia, lo marcó con todo su aroma, con fuertes embestidas que hacían temblar a Eliazar.
Y cuando terminó... cuando su miembro abandonó su cuerpo, dejando un gran hilo de semen y lubricante entre las piernas del Omega contra la cama, rendido, agitado y llorando. Dean repasó una mano por su cabello, descontrolado. Eliazar trató de levantarse, sus temblorosos brazos alcanzaron sus piernas, y ahí fue cuando observó el resultado, las consecuencias. Su rostro se puso pálido como un cadáver, la sangre empezó a gotear de su interior. Una gran mancha rojiza cubría las sábanas blancas. Eliazar no se atrevió a tocar, no, tampoco podía retorcerse del dolor que atravesaba su cuerpo, ya no podía saber si se estaba muriendo o qué. El dolor no le llegaba al cerebro. No. Pero cuando sintió el aroma a hierro... ahí, entre sus piernas.
—Mi... mi cachorrito—murmuró, vacío. Su rostro se deformó en dolor y sus manos tocaron su vientre, la sangre entre sus muslos—. Mi bebé. Mi bebito, ¿Qué le hiciste? ¿Qué...? ¡Por qué! ¡Por qué me haces esto! ¡¿Qué le hiciste?! ¡¿qué me hiciste?!
Eliazar elevó la mirada, alterado. Empezó a negar rápidamente, se arrastró por la cama, y buscó levantarse, correr hacia el botiquín que estaba en el baño. Pero cuando quiso ponerse de pie, sus piernas no respondieron, se cayó contra el suelo y gritó desgarrado, cubriendo su vientre. La humedad crecía entre sus piernas y sabía que no era lubricante, que era caliente, bastante líquido. Sus ojos asustados observaron la sangre, oscura, fuerte, cubriendo la poca ropa que llevaba.
Sintió gruesas manos tomarlo se los brazos. Eliazar observó a su Alfa y empezó a gritar, a golpear, a rasguñar cualquier cosa frente a él. Sus uñas desgarraron la piel de la mejilla del Alfa, su cuello, su pecho, gruesos hilos de sangre descendieron cono gotas de lluvia y le gritó, enojado, cubierto de cólera. Era su culpa, su culpa. Su maldita y asquerosa culpa. Su Omega se desgarró de dolor en su interior, y lo golpeó, lo golpeó a pesar de que el dolor le partía el cuerpo, que le atravesaba las entrañas y la sangre resbalaba por sus piernas como lluvia.
—¡Eliazar! —rugió el Alfa y todo su cuerpo tembló. El Omega rompió en llanto, negando, sus piernas perdieron fuerza y las gotas rojas colgaban de los dedos de sus pies. Dean presionó al Omega contra su pecho, yendo hacia el baño.
—Te odio... yo te odio. Te odio —murmuró el Omega entre un llanto débil. Temblaba tanto, le dolía el vientre, el cuerpo. Cuando el Alfa lo bajó no pudo evitar romper en llanto, trataba de cerrar las piernas para que la sangre no saliera. Lo veía revolver botellas de pastillas, tirar otras, murmurar con velocidad. Eliazar empezó a marearse, a sentir su cuerpo pesado a ido. De repente, debajo de él había un gran charco de sangre, ¿o era agua? Se sentía húmedo. Su rostro empezó a temblar, sus manos, ansiosas, se elevaron.
Su bebé probablemente ya estaba muerto. Sus ojos viajaron a ese inmenso hombre, su desnudez, su aroma fuerte. Observó su pelvis y su miembro cubierto de sangre. Él lo mató. Lo mató. El Omega sollozó y golpeó con sus pocas fuerzas el brazo de este. Su pecho, sus hombros, quería dañarlo, quería verlo sangrar, pero los ojos se le nublaban. La fuerza se le iba... pero lo empujó. Lo arrebató, cayéndose él también cuando patinó con su propia sangre. Eliazar escuchó un fuerte estruendo, se golpeó contra el duro suelo y se volvió, apenas con la mirada perdida que se le iba de a ratos. Un alarido salió de sus labios. Sentía que algo chorreaba de su cabeza, le dolía demasiado. El Omega se arrastró, un fuerte tirón doloroso le atravesó el cuerpo, el vientre. Eliazar ya no sentía las piernas, sus manos estaban medio dormidas, pero se arrastró. Se arrastró como pudo hasta la habitación, dejando un gran camino de sangre detrás suyo. Tomó el pantalón del alfa en el suelo y buscó el teléfono. La vista se le iba de a ratos, le dolía el vientre, el cuerpo.
Eliazar lo desbloqueó y elevó la mirada al mueble a un lado de la puerta. Ahí estaba la tarjeta, pero su cabeza ya pesaba, su mirada se volvía cada vez más borrosa. Y un momento más tarde, no pudo levantar el brazo. Eliazar dejó caer gruesas lágrimas. Reconoció el icono del celular y lo apretó. Todos los números empezaban a verse borrosos, la respiración se le iba del cuerpo. Eliazar recostó la cabeza y apretó el número más reciente del registro de llamadas. Empezó a escuchar un suave tipeo. No sabía si era el celular, si era su cabeza. Le costaba respirar. Sus ojos dieron vueltas.
Apenas oyó un murmullo.
—Sangre... —murmuró bajito, tratando de recuperar sus fuerzas—. Mucha... sang... ayuda... me.
Su vista se oscureció, su cuerpo ya no respondía. El techo blanco, la sangre tiñendo toda su ropa clara. ¿Se estaba muriendo? Preguntó, ni siquiera era para tanto.
Ya no podía sentir nada. Ni las piernas, ni el estómago, ni una mierda. Los ojos se le iban de lado. Tan fácil, se hubiera animado antes. Muchos años antes. Eliazar soltó un vago suspiro antes de cerrar los ojos. Ya no podía oír las preguntas que venían de la llamada del celular.
Nunca pensó... que iba a ser tan tranquilo.
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