nueve

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Yo nunca entiendo nada.

Pienso que es la edad, tal vez. A mí no me gusta lo complicado, lo que me hace doler la cabeza. Como mirar las noticias, ahí, en la tele vieja que mi mamá y yo teníamos en casita. Problemas por todos lados había siempre. Que guerras por acá, que venden nenes, que les quitan la ropa y no sé qué. A mí nunca me gustó ver eso. Que soy muy sensible, mi mamá decía.

Yo le quiero mucho a mi mamá. Muy bonita es ella, se parece a mí. O yo me parezco a ella, creo que es. Siempre me dijo que yo le quité la belleza, los rulitos, los ojitos brillantes. Osito me decía. Y no sé por qué si siempre se me notaban las costillas del hambre. Que de oso no tengo nada. Capaz las ganas de comer. Siempre sonreía mamá. Nunca nada era problema para ella. Si no había luz, íbamos a buscar leña y prendíamos fuego. Así vivían los cavernicolas decía.

Muy buena era mi mamá. Y no entiendo por qué le pasó eso. Que le atacaron, y ella es sensible como yo. De repente una tarde me dijo que se iba a comprar algo y pum, nada. No la vi en dos días. Me morí de hambre sin ella y siempre, siempre la esperaba al lado de la ventana. Pensé que se había ido, como papá. Le lloré mucho a mamá esa vez, y no entiendo. Cuando llegó habían muchas marquitas rojas en su piel. Parecía un arbolito de navidad, le dije para que se riera conmigo. Pero las manchitas rojitas, verdes, violetas y amarillas no eran como lucecitas, estas dolían y no sé por qué le hacían llorar mucho. Yo siempre me golpeaba sin querer y tenía el cuerpo lleno de eso, pero no entendía porqué yo no lloraba y ella sí. Si mamá era fuerte.

Yo no sabía qué más hacer para que se riera conmigo. Primero mamá lloraba mucho, después nada, solo se acostaba y no movía ni un pelo. Ni siquiera cuando mi panza me dolía por no comer, ni cuando me caí por las escaleras y no desperté hasta la noche. Yo también me llené de lucecitas esa vez. Después se levantó, enojada, y gritaba mucho. Nos encerraba en casa y a veces solo nos juntábamos en el sillón viejo. Yo me acostaba y apoyaba la cabeza en sus piernas. Y me miraba ella. Me acariciaba la cabeza, los rulos.

-Creo que vas a ser igual a mí -me dijo una vez. Yo le sonreí. Qué lindo ser como mamá, pensé. Que mi mamá es fuerte.

Creo que a los trece le entendí. Yo no iba a la escuela, ni leer sabía bien. Pero mi mamá me habló de cómo era el mundo. Me lo contaba como un cuentito y para mí eran las re historias. Nunca salía, nunca. A mí no me gustaba salir, muy fea la gente. Todo me daba ganas de llorar. Tal vez sí soy sensible después de todo. O un tonto. Yo la miraba a mamá contarme las cosas, que los betas, que los Alfas, Omegas, que el celo, los nidos, el embarazo. Había uno que parecía muy bueno, lo mejor, y yo quería ser lo mejor para mamá. Pensé que iba a ser de esos con voz rara, los dominantes, los Alfas. Que así te protejo le dije a mi mamá.

Y no. Mi mamá lloró mucho cuando se me calentó el cuerpo y se me mojó la ropa interior. Ella estaba más asustada que yo, creo. A mí mucho no me preocupó, si siempre voy a estar con ella, que si me voy se muere. Y si ella se va yo también me muero. Pero no sé qué pasó, que dos años después mamá me sacó de casa, con la mochila con un poco de ropa y fuimos a un lugar raro.

Habían un montón como yo, como mamá ahí. Todos éramos casi iguales. La misma estatura, los hombros delgados y chicos, el cuerpito flaco. Yo los miraba a todos con atención, algunos venían solos, otros acompañados.

-Eliseo -me decía mi mamá, acomodándome la campera vieja. Yo miraba para todos lados, mucha gente-. Ahora va a venir un camión. Quiero que te subas, que agarres los papeles que te di y te quedes callado.

Yo la miré. Le pregunté si venía conmigo, pero me dijo que no podía. Que no le alcanzó el dinero para los papeles. Yo me negué, no quería irme sin ella ni subir a un camión lleno de gente que ni sabía quiénes eran. Me dijo que el país no era seguro, que nos iban a agarrar no sé para qué. Y que el lugar a dónde iba era mejor, más libre me dijo. Y yo no entendía a qué se refería con libre. Nunca quise entenderlo y tal vez sí fui un poco bobo, porque no quería saberlo. No me gustan las cosas complicadas. Ni la sangre, ni lo que me da cosita. Y aunque me hiciera el tonto, yo no podía dejar de notar que todos los que estaban ahí, que eran como yo, tenían muchas lucecitas en el cuerpo. Moretones, me corregía mamá. Eran moretones.

Yo no tenía casi nada. Y lloré mucho, algunos me miraban, con sus ojos grandes y hundidos. Como si me pidieran a gritos que me callara, que no entendía nada. Cuando llegó el camión subieron desesperados y yo no comprendía. Era el único que se quería quedar. Miré a mi mamá, y ella me empujó suavemente a la fila. Me dijo que me amaba, que me cuidara, que yo era lo mejor que le pasó en la vida y que por eso quería protegerme y darme lo mejor. Todo con lágrimas en los ojos, y yo me olvidé de casi todo, pero eso no. Esas palabras resonaron en mi cabeza desde el segundo que subí y que vi su cara demacrada por última vez. Lo pensé mucho esa noche, y sospeché que lo pensaría eternamente hasta que me muera, porque sabía que no iba a ver más a mi mamá. Porque los que eran como yo siempre tenían esa sonrisa triste, la carita demacrada, la piel llena de lucecitas. Y que mi mamá sabía que yo no iba a poder cuidarme del todo, porque nunca entendía nada.

Porque sabía que si me quedaba ahí con ella tarde o temprano terminaría como esos nenes en la tele, que los encuentran en la basura con el cuerpo frío y violeta.

Y la angustia me cerró la garganta. Lloré hasta que se me fueron las ganas de hacerlo y abracé mi mochila con todas las fuerzas del mundo. Adentro se arrugaron todos los papeles. Todos los que eran como yo miraban los suyos, serios, con los ojos acuosos. Todos olían a miedo, como yo. Al lado mío había un chico más grande, pensé, con la piel color miel y los papeles en la mano. Miré que eran documentos, identificaciones. Yo saqué los míos, todos arrugados. Sabía leer un poco, pero en mi cabeza, como un bobo. Que si leía en voz alta se iban a reír de mí. Y yo no entendí por qué estaba mi foto ahí si había otros datos. Yo no sabía quién era Eliazar y porqué ahora yo tenía ese nombre. Tampoco sabía por qué ahora estaba en sus veinte, si apenas había pasado la mayoría de edad.

Pero me quedé callado. Tal vez nadie tenía que saber eso. Seguro era un secreto entre mi mamá y yo, el último de todos. Y que ahora Eliazar era el que iba al país libre, sin nenes muertos en la calle, ni armas ni guerra. Tal vez sin tantos Omegas con luces de navidad en la piel. Eso me animó un poco días después. El viaje fue muy largo y solo nos dejaban salir de noche. Entrar al país libre era muy difícil y cansador. Pero durante ese transcurso pensé en un plan. Iba a trabajar, suponiendo que ahí dejaban que los míos trabajen. Ganar plata, buscar dónde vivir y después volver por mamá, o enviarle la plata.

Unos cuantos días después nos dijeron que habíamos llegado. Y yo no entendí. Una mierda era el país nuevo, puro desierto. Después uno al lado mío me sacó de la ignorancia y me dijo que estábamos en la frontera. Pero no había nadie ahí. Tampoco sabía lo que era eso. Todos espiábamos por algunos agujeritos que tenía el camión. Hacía calor y de repente el silencio se interrumpió por la voz suave de uno.

-¿A dónde van a ir cuando lleguemos? -preguntó. Yo miré todas las reacciones. Algunos se acurrucaban contra sí, ignorando la pregunta. Otros, en cambio, alzaban la voz tranquila.

-Con un familiar.

-Mi pareja.

-Dicen que los Alfas son mejores por acá -comentó uno, lo miré con atención. Hablaba de los dominantes-. Que puedes dejar que te toquen y te dan dinero por eso.

Me horroricé al escuchar eso. Algunos se encogieron como yo, no sabía si era porque habían visto cosas en la tele, como yo, o porque lo habían vivido. Pero la sensación se fue al instante.

-¿Te tocan y pagan? ¿Un Alfa? -preguntó uno, noté la cantidad de marcas que tenía por todo el flaquito cuerpo. En sus muñecas delgadas, su cuello fino marcado de manos, su rostro. Tenía una sonrisa burlona y parecía contar un chiste, pero la tensión me mataba-. Eso no es verdad. Si uno te quiere, te agarra. ¿De dónde sacaste que te van a dar dinero?

-Un primo mío me contó -respondió, el país libre parecía una locura-. Que hay muchos Omegas metidos en eso, y ganan bien.

-¿Eso es bueno? -pregunté y los que hablaban me miraron. El flaquito rápidamente me miró todo el cuerpo. Seguro notó que no tengo marcas. Y me dio miedo sentir su mirada, automáticamente me arrepentí de preguntar.

-No lo sé. ¿Te sentirías bien ganando dinero por dejar que un baboso y apestoso Alfa te destroce el cuerpo? -me preguntó, yo sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas. El otro soltó un bufido.

-Mejor es. A mí me agarraron un montón de veces, si me hubiesen pagado cada que me tomaban las piernas, ahora podría comprarme un camión de estos y sacar a toda mi familia de ese país de mierda.

Todos se quedaron callados. Pero a mí me aturdió aquellas palabras. ¿Podría pagar un camión de estos? Eso era mucho dinero. Parecía algo bueno, por el tono en que lo decía. Eso fue lo que pensé y nunca me arrepentí tanto de haber preguntado.

Siempre supe que mi ignorancia me iba a llevar por malos caminos. Que nunca dejé de ser un cachorrito asustado, a pesar de que a veces me arrastraba como un animal herido para que me tomaran entero. A pesar de que hiciera cosas de grande. A veces me sentía chiquito, inferior, y tal vez hubiese sido mejor quedarme con mi mamá y que me mataran a su lado.

Porque, en aquel tiempo, cuando bajé del camión y me dejaron solito yo no supe qué hacer. Ni a dónde ir. No sabía leer bien, no entendía en gran parte lo que decían los papeles que mamá me había dado. Solo estaba ahí, parado en medio de un pueblito.

-¿No tienes a dónde ir, Cachorro? -escuché. El Omega que había hablado en el camión se dirigió a mí. Era un poco más alto que yo, de piel color miel, carita redonda y pelito corto. Su ropa estaba sucia, como la mía, y tenía ojeras bajo los ojos. Mirada de panda, decía mi mamá-. ¿No?

-No -murmuré. Él negó con la cabeza, y sus labios se volvieron finitos como parásitos en la panza de un perro muerto. Me dio la espalda, con su bolso en mano. Yo le seguí como un patito y pareció no molestarle a él.

-¿Cómo te llamas? -me preguntó, ambos cruzamos la calle. Me agarré del borde de su campera y corrí más rápido. Los autos iban y venían. Mis ojos estaban como dos huevos, era un pueblito bastante oscuro, extraño. Y el atardecer le daba un aspecto medio antiguo. Él notó mis dedos en su ropa y lo vi mirarme con una expresión rara-. ¿Y cuánto tienes?

-Eliseo -respondí-. Tengo quince. ¿Tú?

-No -comentó el otro Omega, mirando para todas partes. Me tomó de la mano y nos acercamos a la pared de un local. Él me quitó la mochila de las manos y metió mano. Sentí que la sangre se me subía a toda la cara, mis manos se movieron ansiosas. No ne gustaba que tocaran mis cosas-. Te llamas Eliazar, y tienes dieciocho años.

-M...mi mamá... -empecé, él me devolvió la mochila, negando.

-Eliazar no tiene mamá ni papá. Ninguno de nosotros. Mi nombre de Khadir, y tengo veintiuno.

Asentí. No sabía si ese era su verdadero nombre. Me quedé callado cuando se volvió, parecía muy listo. Me pegué a él como sanguijuela, y es que chicos como yo tenían que estar con personas como él, creo. Khadir sabía cómo hablar, cómo tratar con la gente. Miré con atención su forma de caminar, su barbilla alta, las cicatrices en su cuello, sus manos. Yo me encogí, cubriendo mi cuerpo con la campera que mi mamá me había dado. Va, la campera de Eliseo, y su mamá. Extrañaba a su mamá. La campera era jean, mangas largas que me cubrían las manos, color azul. Sospeché que había pertenecido a alguien enorme, porque me quedaba grande y pesaba un poco sobre mis hombros.

Juntamos las pocas monedas que teníamos y la destinamos para dormir una noche en una pieza que Khadir llamó hostal. El lugar olía a humedad y a rata. La habitación solo tenía una cama y el cuarto no era tan grande. Él se bañó primero, tardó mucho. Yo me entretuve mirando la ventana, los últimos rayos de luz se perdían donde el mundo terminaba. El aire del país libre era acogedor, tibio, y hacía que mi piel se estremeciera. Las calles estaban casi vacías y la poca luz iluminaba las puertas de los locales, a punto de cerrar. Observé a dos chicos en la esquina, con poca ropa y el frío le tragó la piel.

Reconocí al instante que eran Omegas como yo. Poco a poco me volvía como un experto en ello, porque sus cuerpos eran casi como el mío. Luego, los vi perderse dentro de un auto que paró. Sentí un nudo en el estómago y retrocedí, siempre que pasaba eso habían cosas malas después. Como muerte o cuerpos mal enterrados. Eso vi en la tele. Pensé que tal vez no se podía evitar en ningún país.

-Ya salí -khadir murmuró. Me volví y automáticamente giré la cabeza en un movimiento brusco cuando salió desnudo del baño. Mis mejillas se pusieron como dos tomates, estaba seguro. Un tartamudeo bajito salió de mis labios cuando comenté un sí. Agarré cualquier prenda de la mochila y no lo miré-. ¿Qué? ¿Nunca viste a otro Omega desnudo?

-N...no. Me da... me da cosa. Tápate, por favor -murmuró, y sus ojos se encontraron. Khadir lo miró como si estuviese loco.

-Vaya, eres raro. ¿Ni siquiera en las calles? -negué con los ojos como platos y muy sonrojado. No pude evitar recordar su cuerpo delgado, moreno. Me metí al baño automáticamente. Su pene era pequeño, como el mío. Tenía muslos gruesos y una cintura delgada. ¿Así me veía yo? Bajé la mirada, me quité mis prendas y observé mis piernas pálidas. Tenía la piel flácida, blandita. Sí nos parecíamos un poco.

Pasé mucho tiempo con él. Con Khadir nada malo pasaba. A él no le gustaba ser Omega, decía que era una maldición, una mierda. Yo nunca lo vi así. A mí me gustaba ser Omega, quería ser uno fuerte, amado, muy en mi interior anhelaba el cariño de una pareja, hombre o mujer, no importaba. Sabía que podía procrear y quería una casita, un cachorrito en mis brazos y alguien que me amara y cuidara como mi madre hizo conmigo.

El ideal se me pegó del país libre, de las películas. Khadir se reía de mí, me decía que era un cachorro tonto. Luego, nos vestíamos, él con poca ropa, y yo con mucha. No entendía porqué. Me dejaba en un café y él se paraba en la esquina de la calle a fumar. De vez en cuando paraba un auto, Khadir se metía y salía a los treinta minutos acomodándose la ropa. Así todas las noches. Los billetes aumentaban, las visitas a diferentes cafés, más ropa, incluso un departamento que yo me encargaba de limpiar.

Una noche me quedé en casa por mi celo. Khadir me había comprado supresores, así que solo me sentía cansado y con sueño. Esa vez no lo acompañé. Y Khadir volvió dos días después, con la ropa desgarrada, el rostro golpeado y todo el cuerpo magullado, mordido y moreteado. No pude evitar pensar en mi mamá. Khadir apestaba a muchos aromas fuertes, a esencias que me hacían apretar las piernas. Lo arrastré hasta el baño como pude, como hacía con mamá a veces. No le conté sobre el arbolito de navidad, ni lo similar que eran sus marcas a las de mi madre.

Simplemente me quedé callado porque sabía que no quería que hablara. Khadir no me miraba, no lloraba, no hacía sonidito alguno. No me decía todo va a estar bien, cachorro, no es nada.

Fue la única vez que no llegó con los bolsillos llenos de billetes. Volvió con el cuello destrozado en mordidas, con la mirada vacía, el cuerpo débil. Lo cuidé durante tres días, atento a su silencio, a su rostro inexpresivo. Al cuarto día ya se levantó, se asomó a la ventana con piernas temblorosas y el sol de la madrugada le iluminó la piel color miel. Me sonrió. Triste, acabado. Me sonrió como mamá me sonreía cada vez que volvía así. Y nunca, pero nunca, pude describir la sensación que aquello causaba.

Aquel día cocinamos juntos, miramos una película, dormimos en el viejo sillón agrietado de la sala. Abrazados como dos cachorros. Khadir era mi persona favorita en el mundo, era como mamá. Fuerte, bonito. Yo quería ser como él. Aquella noche acomodamos la mesa ratona en medio, y nos sentamos enfrentados en el suelo. Preparamos fideos instantáneos, podía recordar bien el sabor del pollo picante, la sopa caliente en los labios. Un momento Khadir se detuvo.

-¿Quién te cuidaba allá? -murmuró. Sus ojos me miraron directamente.

-Mi mamá.

-¿Y nunca salías?

-No -negué. Ni siquiera pude recordar cómo era mi vecindario-. Mamá decía que era peligroso.

-Y es verdad -respondió Khadir mirando su sopa. No pude evitar observar las heridas en su rostro. Mis ojos se desviaron a la gasa en su cuello, ahí, donde decenas de mordidas le habían deformado la piel-. ¿Sabes quién me hizo esto?

-Una mala persona.

Fue lo primero que pensé. Khadir me miró, su ceño se frunció levemente, como si supiera algo que yo no sabía. Sus ojos me recorrieron el rostro entero y yo bajé la mirada.

-Eliazar... -empezó, me encogí en mi lugar-. ¿Tú... sabes lo que un Alfa puede hacer contigo?

No supe qué clase de pregunta era esa. Lo primero que pensé fueron en las noticias de la televisión. En los Omegas encontrados en descampados, cortados en pedazos, dentro de una bolsa de basura negra o arrojado en el río de la ciudad donde vivían. Sentí un escalofrío pasar por toda mi espalda.

-Me pueden matar -susurré-. Y arrojarme... en una bolsa negra a la basura.

Khadir apartó la mirada a la mesa, su ceño fruncido en dolor. Apreté los labios, creyendo que tal vez había respondido erróneamente.

-Pero... -empezó de vuelta el Omega-. ¿Sabes lo que te harían antes de eso?

No respondí. Lo miré con los ojos como platos, el rostro silencioso. Negué con la cabeza, ni siquiera conocía a tantos Alfas. Apenas si había hablado con alguno. Mis mejillas se tiñeron de un suave carmín, me sentía un ignorante total, un tonto. Miré el cuerpo de Khadir, su expresión dolorosa, cansada. Algo malo se instauró en mi pancita y la froté con cuidado. A veces mamá solía hacer la misma expresión.

-Me lastimarían... mucho -respondió.

-Necesitas un trabajo -comentó Khadir levantándose y tomando su plato. Me quedé estático, sin comprender, apenas me volví lo vi arrojar el objeto en el lavabo-. De mesero, lavaplatos, lo que sea. No te quedarás aquí más.

-¿Por qué? -pregunté bajito.

-Porque no conoces una mierda del mundo, Eliseo -comentó, mirándome con enojo. Mis manos temblaron, me sentí invadido, atacado. No comprendí porqué se enojaba conmigo-. Cuando hablaste por primera vez en el camión, preguntándome como un maldito mocoso si lo que decía estaba bien... claro que no. No está bien. Pero así es el mundo, ¿Okay? Me han violado desde pequeño, me convirtieron en un prostituto que no cobraba ni un centavo. Y ahora lo hago porque... porque no hay otra cosa que sepa hacer. Solo sirvo para que me quiten la ropa, me tomen y poder salir vivo de ello.

Las lágrimas ardieron en mis ojos. Mis uñas se enterraban en la carne de mis palmas y temblaba. Temblaba débilmente. Khadir llevó una mano a su cabeza, negando.

-Cuando bajaste del camión y te quedaste de pie ahí... tan indefenso, pensé... mierda, a este lo van a destrozar vivo. Y es tan fácil... querer encerrarte, Eliseo. Para que nadie te dañe. Para que... no sepas lo que un Alfa puede hacerte con malas intenciones bajo las manos. No sabes nada del mundo, no tienes cicatrices en tu piel y el aroma de un Alfa en mi cuerpo hace que cierres las piernas. No te causa asco, repulsión. Todo... porque no conoces el mundo que hay afuera. Y realmente espero que puedas conseguir a alguien que te valore, te respete y te enseñe cómo vivir. Y esa persona... Eliseo, no soy yo.

-¿Por qué no? -pregunté bajito, mi voz temblaba.

-Estoy muy roto, cachorro. Y siento que en cualquier momento... me rendiré. Y te dejaré solo, a tu suerte. Y que si te digo todo lo que sé no querrás salir nunca. No querrás conocer esas tontas ideas que tienes en la cabeza, sobre una familia y un cachorro. Y para mí son tontas e imposibles... porque me han jodido. Y un Omega como yo jamás podría desear eso que tú anhelas. Tú... amas demasiado en un mundo seco y muerto. Y para mí eso es malo, pero tal vez tú tengas mejor suerte que todos nosotros.

Aquella fue la última noche que lo vi.

Desperté al día siguiente entre el silencio, pensando que tal vez se había ido a caminar como siempre. Hasta que vi los cajones vacíos y una nota pequeña sobre la mesa ratona. Por un momento, mi pequeño corazón creyó que leería un perdón, un te amo, algo que le dijera que Khadir en realidad no quería irse. Pero lo único que encontré fue un poco de dinero con la palabra "alquiler" escrita en el papel blanco.

Esa fue la primera vez que sentí que me rompían el corazón. Me enterré en la cama, totalmente devastado. Lloré hasta que ya no salió nada de mis ojos. Me quedé allí hasta que se acabó el dinero. Hasta que un día me pidieron armar mi bolso y salir de allí. Visité los cafés que solía concurrir con él y pregunté si sabían algo. Me fue difícil comunicarme, apenas sabía el idioma. No había noticias. Nada. Nadie. Ni siquiera tenía celular para marcarle. Ni siquiera sabía su verdadero nombre, ni quiénes eran su familia. Nada.

Khadir se había vuelto cono un fantasma en mi vida. Y hubo momentos que me pregunté si realmente había existido.

Recorrí todos los cafés del pueblito. Una noche entré a un bar, con bolso a un costado y apenas unos billetes en el bolsillo. Pregunté por Khadir al tipo alto que preparaba bebidas. Este negó con la cabeza, mirándome con el ceño fruncido, tal vez insultado por mi mal acento y pobre intento de comunicarme. La Omega a su lado me miró de pies a cabeza.

-¿Tú eras el compañero de Khadir? -preguntó la muchacha. Yo la miré sorprendido, conocía mi idioma y asentí al segundo-. No sé dónde está. Pero la última vez que estuvo aquí dijo que buscabas trabajo, ¿quieres ser mesero? Tenemos un cuartito para que duermas ahí, pero te cobraremos por ello. Necesitamos uno en ese puesto u otro que se encargue de limpiar los baños.

-Mesero -susurré al instante. Ni siquiera tuve tiempo para pensarlo bien, pero las palabras de Khadir resonaron en mi cabeza.

No me fijé por el dinero, ni por el olor a humedad del cuarto, nada. Por un tiempo creí que podría volver a encontrarme con Khadir en aquel bar. Pero era un lugar lujoso y sabía que Khadir no gastaría un centavo en un bar así, sino que vendría acompañado. Buscaba su piel color miel en todas las personas que entraban. Buscaba su voz, su forma de andar. Lo buscaba en las calles, en los cafés. Había aprendido un montón de palabras nuevas, pero me costaba hablar y expresarme. Aprendí a escribir los nombres de las bebidas en una letra desastrosa y doblada. Pero mi jefe no parecía disgustado con tener un Omega extranjero e ignorante. Tal vez porque me pagaba poco y trabajaba mucho.

Dos meses después, sin supresores, me desmayé en mi pequeña habitación. Sentía la mirada perdida, el cuerpo caliente y traspirado. El olor a humedad estaba mezclado con mi aroma dulce, lo cual hizo que me doliera la cabeza. Estuve así dos días, hasta que Evelyn, mi compañera, me inyectó supresores que me quitaron el calor y la humedad. Esa vez reviví como un muerto.

-Peque, ¿ya me ves? El jefe te quiere trabajando, y compró esto para que te mejores. ¿Puedes hacerlo, no? -me preguntó, sentada a un lado de mi cama. No dijo nada ante la desnudez de mis partes bajas. Yo me cubrí con cansancio, asintiendo-. Vamos, ve a lavarte y ponte la ropa.

Se fue. Me quedé dos minutos recostado hasta que los supresores hicieran efecto.

Tenía las piernas débiles y me dolían mis partes íntimas. Mis mejillas se calentaron, lo primero que hice fue lavarme las manos, los dedos cortos que ni una pizca de placer me daban. Mi cuarto de baño era tan pequeño que tenía que lavarme sentado y con una palangana. Limpié la humedad de mis piernas, froté mi piel, todo. Me sentí liberado después de ello, aunque un poco mareado y sonrojado. Aún seguía en celo, pero supuse que no pasaría nada con la medicina. Me coloqué el uniforme, que no era eso en sí, sino una remera negra con el logo del bar y pantalones cortos y negros.

-¿Estás bien? -preguntó Evelyn cuando me acerqué a ella. Asentí, tomando un trapo para secar los vasos de vidrio. Había mucha gente y la música parecía más fuerte que en otros días-. ¿Puedes atender la mesa del fondo? Lleva esto.

Asentí, tomando la bandeja con bebidas. Un par de miradas se dirigieron a mí, me sentí chiquito por un instante. Cuando llegué a la mesa correspondiente, saludé con el mejor acento posible. Miré de soslayo a un Omega adulto, de cabello rubio y lacio. Tenía un traje blanco y delicado ceñido al cuerpo y olía bien. Su mirada risueña me miró de arriba a abajo, automáticamente desvié los ojos a la bandeja. Tal vez había notado mi asqueroso intento de hablar su idioma, ¿me había equivocado en algo? Miré a Evelyn a lo lejos, pero ella estaba preparando bebidas.

-¿Tú eres nuevo? -escuché su voz suave. Al principio no entendí lo que dijo, así que solo asentí. Una mala costumbre que tenía cuando me ponía un tanto nervioso. Mis mejillas se calentaron y mi piel ardió, tal vez solo era mi Omega preocupado por el celo. No tuve que haber salido de la habitación. Fue mala idea, me hubiese quedado acostado, descansando, esperando que el aroma dulce se me saliera del cuerpo. El cliente parecía alguien importante y Evelyn había enviado un tonto como yo, me iban a llamar la atención. Apreté la bandeja en mis manos y me incliné un poco en respeto.

Me volví un poco ansioso. Mis piernas temblaron y mis ojos se llenaron de lágrimas. Evelyn me vio a lo lejos, con el ceño fruncido en preocupación. Me llamó con un movimiento de cabeza y me apuré con los pasos. Ya empezaba a traspirarme el cuello, ya sentía mis partes íntimas húmedas. La exposición a varios aromas de golpe me devastaron. Evelyn ya había salido detrás de la barra y hablaba con Adrian, mi otro compañero.

Y de un segundo al otro, sentí que me empujaban contra la mesa vacía a mi izquierda. Mi cara chocó contra la superficie fría y mi labio se cortó. Elevé la mirada y todo mi cuerpo se paralizó, sentí una presión monstruosa contra mi cuerpo, contra todo mi ser. Fuertes manos me tomaron de la cintura, grité al instante y rápidamente lo quitaron de encima mío. Adrian empujó al sujeto con violencia y Evelyn me jaló contra ella. Mis mejillas estaban rojas, y mis piernas se rindieron por completo. Sentí sus delgados brazos rodearme de la cintura y arrastrarme al cuarto del depósito. Me llevó a mi habitación y me dejó contra la cama.

Me agité, caliente, jadeante. Junté mis rodillas contra el pecho, temblando. Evelyn se levantó, oí voces, gritos, enojos. Escuché la voz del Jefe y me cubrí el cuerpo con miedo. No entendía nada de lo que decía, pero sí ese nombre. Eliazar. Eliazar.

Nada estuvo bien después de esa noche. El Jefe cobró los daños ocasionados de mi sueldo y no me dirigió la palabra. Yo le pregunté a Evelyn cómo se pedía disculpas en su idioma, pero ella suspiraba y me decía que no hacía falta. Trabajé como un loco después de eso, pensando que podía compensar los daños que hice. Dos días después del incidente, en el baño, noté las marcas de grandes manos en mi cintura. Antes estaban rojas, ahora estaban violetas y dolían. El corte en el labio tenía cascarita, la cual lo molestaba al comer y a veces, sin querer, se la arrancaba. No pude sentirme bien al comprender las marcas en mi cuerpo, a las lucecitas que empezaban a tornarse verde sobre mi piel. Mis primeras marcas, pensé.

Aquella noche salí a trabajar normalmente. Evelyn estaba en la barra, como siempre.

-La mesa del fondo -murmuró. Yo tomé la libreta y me dirigí ahí. Me sonrojé al notar al mismo Omega de aquella noche. Esta vez traía un traje negro, igual de delicado que el otro. Tenía una gran cantidad de anillos en todos los dedos.

-Buenas noches, ¿Qué va a pedir? -pregunté, la lapicera a punto de tocar el papel con su tinta. Me ofreció una sonrisa de lado y me sentí un poco feliz. Tal vez lo había dicho bien. Evelyn siempre me decía que se notaba a leguas que no era de ahí, de ese país. Pensé que tal vez se debía a mi piel pálida y sin vida.

-¿Estás bien? -me preguntó. Asentí, tomé su orden y antes de irme arrojó un papelito contra mi pecho. Me sonrió y yo me incliné con respeto. Al llegar a la barra dejé la bandeja y miré el papelito. Apenas podía entender algunas letras.

-Eve -murmuré. Ella me miró, pero siguió sirviendo cerveza en un gran vaso-. Eve, ¿Qué dice aquí?

-A ver -ella tomó el papelito con rapidez, distraída. Sus cejas se alzaron y me miró sorprendida-. ¿Quién te dio esto?

-El cliente de la mesa del fondo, el que siempre está solo.

-Vaya, Eliazar. Qué coqueto eres, dice que te quiere invitar un trago luego de tu turno, afuera. Yo aceptaría, no cualquiera llama la atención de esa persona.

Me sonrojé, volví la mirada a la mesa del fondo, pero todo estaba tan oscuro que apenas pude ver su rostro. Seguí trabajando hasta que se hicieron las once. Adrian tomó mi lugar después de eso, diciendo que no eran horas para que un Omega trabajara. Evelyn me guiñó un ojo cuando me quité el delantalcito. Iba a entrar por la puerta del depósito cuando ella llamó mi atención.

-¿No irás?

Negué con la cabeza.

-¿Por qué?

-Es un Omega -murmuré, encogiéndome.

-¿Y?

-No sé hablar bien el idioma.

Evelyn suspiró, asintiendo. Observó las cajas de cartón que estaban en el depósito y me miró.

-¿Puedes sacar eso antes de irte, por favor?

Asentí. Tomé las cajas de cartón y las desarmé con cuidado. Las até antes de agarrarlas. Salí por la puerta a un costado del local, justo detrás del estacionamiento. El frío chocó contra mi piel y busqué un lugar seco dónde colocarlas. Sabía que siempre pasaba un viejito por las mañanas a agarrarlo.

-¿Ya puedo ir por ti? -escuché detrás mío. Salté apenas del susto y me volví, presionando mi espalda contra la puerta. A cinco metros estaba el Omega de la mesa del fondo, con su traje negro que le quedaba muy bien. Miré su camioneta negra, tan brillante a las luces de los faros que pensé en lo limpias y suaves que debían ser.

-Ahm...

-¿Quieres beber? -murmuró apartándose. Vi dos botellas de cerveza.

-No bebo -respondí, sabía lo que significaba la pregunta, y respondí como pude. Él se rió y me sonrojé. Tal vez lo había dicho mal.

-Tengo licor también, sabor chocolate, como tu aroma -comentó, sacando una botellita de su traje y bebiendo un trago-. Ven, no muerdo.

Me acerqué con cuidado. El aire golpeó contra mi rostro, sentí su aroma dulce, asombroso. Mis mejillas se calentaron. ¿Qué me podía hacer un Omega? Era igual que yo. Me apoyé contra su camioneta, a su lado y tomé la botellita de licor. Era un Omega como yo, pero mucho más alto y más adulto. Bebí un sorbo y el gusto me quemó y agradó. Mis ojos se dilataron y sonreí por lo bajo.

-Rico.

-¿No eres de aquí, no? -preguntó, ni siquiera sabía lo que significaba eso. Él pareció entender-. ¿Extranjero?

Oh, eso sí entendía. Le habían gritado de eso muchas veces, acompañado de insultos y maldiciones.

-Sí.

-Mark -mencionó el Omega llevando una mano a su pecho-. ¿Tú?

-Eliazar -murmuré automáticamente-. Tengo dieciocho. No mamá ni papá.

-Lo supuse -susurró Mark. Bebió del licor, mirando el cielo. Noté las arrugas a los lados de sus ojos, sus manos eran delicadas y grandes. Me sonrojé cuando me miró y me sonrió, tendió el licor y lo tomé. Di un sorbo bajo su atenta mirada. Era un Omega muy bonito, olía bien, aunque no entendía nada de lo que decía. Mis mejillas se prendieron cuando alzó un dedo y tocó la herida de mi labio-. ¿Te duele?

-No... -negué, mirándolo con grandes ojos. Bajé la mirada a sus labios gruesos y rojos, era muy hermoso. ¿Tal vez así me veía yo también? Bonito, pienso. Mi cabello rizado estaba amarrado en una coleta, siempre, pero aquella noche solo me había puesto dos hebillas que me amarraban el flequillo. No pude comprender la sensación que me causó su cercanía, su aliento caliente. Bajé la mirada a sus manos. Sí, eran grandes, pero delicadas. ¿Tal vez si lo tocaba no iba a dejarle marcas? Era un Omega como él, seguramente sabía de todo aquello.

-Eres muy bonito -murmuró en mi oído. No sabía lo que eso significaba. Me quedé quieto, sentí su respiración contra la mejilla. No supe qué impulso me agarró, ni qué cosa. Pero me incliné hacia el frente, uniendo nuestros labios. Mark me tomó de la cintura al instante y me besó profundamente. Yo estaba tímido y abrí los labios cuando sentí su lengua. Era mi primer beso, y fue desesperado, necesitado. Sentí las manos de Mark tomarme del cuello, su cuerpo me empuajaba contra la camioneta, sentí su pierna entre las mías, presionándome. Un gemido bajito brotó de mis labios, jadeante.

Las manos de Mark me tomaron de los muslos y me alzaron contra la camioneta. Yo envolví su cintura con mis piernas. Mi cuerpo tembló, volviéndose caliente en aquella noche fría.

Mis manos recorrieron su cuello, su pecho. Lo tomé de la cintura y lo presioné contra mí, apretando mi entrepierna con su cuerpo. De un segundo al otro, el calor y la intimidad que guardaba para mí la solté para ese Omega, ese extraño. Sentía mi miembro duro, sentía el suyo. Sus caderas se movían contra mí y yo gemía contra su boca. Rodeé su cuello con mis brazos, y Mark bajó una mano a mis pantalones, desabrochando, hundiendo la mano en mis partes íntimas. Estaba húmedo, húmedo para un Omega. Ni siquiera tenía tiempo para pensar en ello, solo quería que me tocara.

El sabor del licor se mezclaba con nuestras lenguas. Mis gemidos ante sus dedos en mi entrada, la fricción. Él sacó mi pequeño miembro y se bajó los pantalones. Yo lo miraba extasiado, caliente, y mi espalda se arqueó cuando los frotó a ambos juntos y con fuerza.

Así nos encontramos las siguientes noches. En el frío estacionamiento, hasta las doce. Mark me proporcionaba un placer extraño, suave, rico. Yo le abría las piernas y lo dejaba ser conmigo.

Las cosas llegaron a más después. Mark me buscaba a las once de la noche, me subía a su camioneta y recorría el pueblo, íbamos a la ciudad. Me llevaba a un hotel, como mi primera noche con Khadir en aquel país. Poco a poco le entendía algunas palabras, pero conversábamos de vez en cuando. Él me arrastraba por aquellas habitaciones lujosas, me besaba con fuerza, me quitaba la ropa. Yo me dejaba tocar, me hacía gemir, jadear. Él me enseñaba muchas cosas que no sabía.

El que más le gustaba era cuando me subía a su cuerpo. Cuando me ponía las manos en las caderas y me ayudaba a moverme, a frotarme contra su miembro erecto. A Mark le gustó aquella vez que me penetró. Yo lo sentí dentro de mi cuerpo, ahí, sobre él. No fue doloroso, pero ardió, ardió mucho y me bañó de humedad y placer. Moví mis caderas como siempre hacía, penetrándome, gimiendo, con las manitos sobre el pecho del Omega y sus manos acariciando mis muslos. Me gustaba darle placer, hacerlo sentir bien.

Creí que estaba bien así. Y que no me importaba si no tenía Alfa ni cachorrito, ni casita. Mark me dejaba lucecitas rojas por toda la piel, pero eran buenas, eran de cariño. Así fue, hasta que una noche me dijo que fuera con él. Que vivía en la ciudad, más allá, lejos.

Y no comprendí porqué no acepté. Porque en aquel pueblo aún mantenía la vaga esperanza de que volvería a ver a Khadir. Porque a lo lejos, más allá de las tierras vacías y calurosas, estaba mi mamá. Del otro lado de lo que muchos llamaban frontera. Estaba en un país libre, pero no me sentía capaz de alejarme de aquel extremo. Me negué aquella vez. Mark me lo pidió dos veces más, una entre las sábanas, mientras me hacía el amor. No lo sé. Tal vez tenía miedo. Y dije que no.

Y el silencio se hizo entre nosotros. Aquella vez me dejó en el local a las dos de la madrugada, como siempre. Besé sus labios, pensando en su propuesta. Él sonrió de lado, y se fue cuando entré. Lo pensé mucho esa noche. Si me iba con él sería feliz. Lo era ya, y no sabía que esa idea iba rondar mi cabeza toda esa noche y por el resto de mi vida. Porque Mark nunca más apareció.

Igual que Khadir. Igual que mamá.

A mis dieciocho años, en aquel país libre, yo ya tenía veintiuno. Seguía viviendo en el cuartito pequeño, lleno de humedad. Evelyn se había ido porque se embarazó de un Alfa y este le ofreció vivir juntos. El único que se quedó conmigo fue Adrien, que no hablaba ni una vocal. Me sentí miserable mucho tiempo, tímido, y volví a la monotonía de no entender muchas cosas. Mi Jefe empezó a hostigarme, a mirarme las piernas. Tal vez empezaba a entender lo que Khadir me dijo aquella vez, antes de irse.

Tal vez, incluso, terminaría acostándome con mi jefe en aquel cuartito sucio y lleno de humedad. Tal vez jamás saldría de ahí. Y nunca me arrepentí tanto de no haberme ido aquella noche con Mark.

-Eliazar -me llamó Lily desde la barra, una beta alta y morena. Me dejó la bandeja con una bebida marrón. Reconocí el aroma del licor-. Lleva esto a la mesa del fondo, por favor.

Mi corazón se encogió, chiquito. Miré el fondo, bien oscuro como siempre. Tomé la bandeja con manos temblorosas y avancé. Tal vez había vuelto por mí, en su lugar, en aquella mesa oscura donde siempre estaba, dejándome notitas por doquier. Mi Omega se removió en mi interior y me llené de feromonas dulces. Cuando llegué, sin embargo, vi a un hombre inclinado contra la mesa, tomándose de los cabellos. Como si algo lo atormentara.

-Su pedido -murmuré, ansioso por verle la cara. Pero sabía que no era él, que era más grande, de hombros anchos, fuerte. Un Alfa.

Él me miró. Sentí un choque eléctrico por todo mi cuerpo. Mi corazón se encogió y mis mejillas se calentaron. Él abrió los ojos con sorpresa también, pero se le pasó al segundo. Tomé la bandeja y me retiré. Me dirigí al depósito y cuando nadie me vio me apoyé contra la pared, presionando mi pecho. Mi corazón estaba acelerado, fuerte. Mis piernas temblaban y presioné el puño contra mis pantalones. Una ola de humedad me mojó la ropa interior. Pero no era mi celo. Me quedé ahí unos treinta minutos, mi turno estaba por terminar, así que empecé a desarmar cajas para tirarlas afuera.

Cuando oí los pasos de mi jefe, salí inmediatamente por la puerta trasera. Respiré hondo, el aire cálido de la noche me golpeó el cuerpo caliente. Solté los cartones por el suelo y me desplomé contra la pared. Empecé a jadear, a sentir mi cuerpo muy caliente. No. Se había adelantado mi celo. Empecé a entrar en pánico hasta que todo se volvió oscuro. Pero no me había desmayado, sino que una sombra cubrió mi cuerpo.

Un aroma picante, fuerte. Elevé la mirada cubierta de lágrimas, ojos rojos, cabello bien cortado. Su aroma se adentró a mi cuerpo como agua y una oleada de humedad me mojaron los pantalones. Gemí, mirándolo. Era el mismo hombre de la mesa del fondo.

Mi Omega lo llamó.

-Alfa...

Sentí brazos fuertes tomarme de los hombros. El calor me golpeó fuertemente. Me alzó y yo me aferré a su cuerpo desesperadamente. Sus ojos de volvieron rojos, enormes. Me metió de un auto negro, en los asientos traseros. Estaba tan ido para darme cuenta que me había desgarrado la ropa. Sentía sus labios en mi cuello, su aroma bañarme, excitándome más. Me apreté contra él, mi miembro contra el suyo a través de la ropa. Mis manos acariciaron su rostro, estaba tan ido, tan cansado de repente, tan necesitado que traté de memorizar sus facciones. Era hermoso, varonil. Gemí contra su oído cuando me penetró con sus dedos, rápido, fuerte. Ni un segundo más ni uno menos. Lo besé desesperadamente, anhelando el cariño de otras manos en mí.

-Tómame... -susurré, abriéndole más las piernas. Escuché que se desabrochaba los pantalones y de un segundo al otro una increíble y gran presión buscaba entrar en mí. El aire se me fue de los pulmones y me quedé sin voz cuando me embistió de un solo movimiento. Mi espalda se arqueó, totalmente electrificada por la intromisión. No era suave, era bruto. Sus manos me agarraron de las caderas con fuerza y golpeó su miembro hasta lo más profundo de mí. Mi cuerpo caliente y sudado se estremecía, preso del dolor, del placer de sentir que muchas partes nuevas eran estimuladas a la vez. Rápidamente.

Un Alfa me tuvo debajo de él por una hora. Me soltó entre jadeos, cuando el golpe de calor se me fue y me encontraba tan agotado como para levantarme. Mis ojos estaban risueños, extraños. Me sentía embriagado. Él se dejó caer sobre mí. Los cabellos de su cabeza me hicieron cosquilla la mejilla. Aún lo sentía dentro de mí, anudándome. No sabía qué era la calidez que me llenaba la panza, hasta que minutos más tarde salió y entre pocas energías me incliné. Espeso semen salía de mi interior. Lo miré, despeinado y rendido. Tenía los ojos rojos.

-Dean -murmuró. Se acercó para besarme los labios, sentí su mano en mi caliente cuello.

-Eliazar.

-Mnh -su lengua mojó mi cuello. Sentí su aliento en mi barbilla, sus ojos rojos eran como dos hielos escarlata. Me sentí tonto, embriagado, tan risueño que mi Omega se estremeció y le mostró el cuello. Él sonrió.

Nunca entendía a Dean. Tenía gustos extraños, pero mi Omega me volvía risueño contra él. Me gustaba que me tomara, pero lejos de eso no sentía nada. Me sentía preso a instintos que no conocía, y sentía que él también. Nos encontramos así por semanas. Hasta que llegó el invierno y lo vi fuera, en el estacionamiento. Lucía cansado, amargado. Cuando me vio me recorrió el cuerpo entero.

-¿Me quieres? -me preguntó. Ni siquiera sabía qué significaba eso. Nunca entendía lo que me decía.

-Sí -susurré bajito. Él siempre me ponía nervioso.

Él abrió la puerta de su auto. No me dijo nada. Bajé la mirada al suelo mojado, me volví. Más allá la noche estrellada se extendía por las tierras vacías de la frontera. Posiblemente mamá estaba muerta, igual que Khadir. Seguramente Mark me había olvidado, y no quería cometer el mismo error dos veces.

Dean me tendió la mano y yo la tomé.





























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