dos
Siquiera pude abrir bien los ojos cuando corrieron las cortinas del gran ventanal en la habitación. Solté un jadeo, cerrando los ojos con fuerza cuando la luz del sol chocó contra la sensibilidad de mis orbes. Me escondí nuevamente entre las almohadas, gimiendo entre sudores y poca energía al oír el choque pegajoso y húmedo de otro cuerpo chocar contra el mío.
Las sábanas debajo de mi cuerpo estaban mojadas por completo. Entre el semen, el sudor, la terrible transpiración cubierta de feromonas dominantes me embriagaban por completo los pulmones. Mi boca se abrió, buscando aire y soltando el hilo de saliva que cruzaba el placer de sentirme lleno y sucio. Bajé la mirada, mientras el hilo pegajoso del semen chorreaba por mis piernas y miembro. Las embestidas lentas y profundas golpeaban el interior de mi útero una y otra vez, rompiendo cada vez más mi cuerpo. Llenándome de la esencia cálida que me cubría el estómago y enloquecía a mi Omega con otra ilusión más. Llevé una mano a mi vientre, abultado, abusado hasta el último centímetro que siquiera luché cuando sentí los dedos apretar los hematomas en mi cintura.
—Sucio puerco —oí a mi lado. Me volví, mi cabello contra mi rostro. Mis dientes, mi boca, toda la saliva mojando mi barbilla. No sabía qué imagen estaba brindando al gemir con el cuerpo tumbado en la cama y el trasero entregado a un Alfa. Otro estaba a mi lado, recién llegado, con la ropa puesta y bien bañado. Su aroma picante entró por mi nariz y gemí quedito frunciendo el ceño. Las mejillas se me calentaron más y mi pequeña mano tomó la suya. Llevé dos de sus dedos a mi lengua, mojando las yemas, chupando la piel para que me atragantara y me ahorcara después—. ¿Sigues tan caliente después de tantos días? Eres un depravado.
No respondí, saqué los dedos de mi boca e hice a un lado el rostro. Las embestidas se volvieron más profundas y fuertes, mi rostro se frunció dolorosamente cuando el Alfa a mi lado me agarró del cabello con fuerza y volvió mi cara hacia la suya. No pude evitar jadear, sollozar por el placer y el dolor de sentir el nudo abrirse dentro de mí. Me ahogué, la saliva se me escapó y mis ojos se cristalizaron, sin poder reconocer ya el rostro de mi dueño. De mi señor, mi hombre. El miembro que tanto me jodía el interior creció, se hinchó dentro de mis paredes y me llenó la cavidad de toda su semilla. Mis ojos se perdieron, me sentí mareado, caliente, tan perdido al notar la calidez del semen que mi cuerpo empezó a temblar.
—¿Te gusta que te llenen el útero? ¿Mnh? —susurraron a mi lado. El aliento caliente contra mi oído me hizo estremecer. Lo miré, tan perdido que él se carcajeó y yo traté de sonreírle. Mi ceño empezó a fruncirce de dolor cuando el nudo de hinchó más. Mis piernas, mi cintura, todo mi cuerpo mojado en transpiración, lubricante y semen tembló ante lo ahogado que me sentía por la intromisión. El aroma de dos alfas dominantes a mi lado hacían que mis huesos dolieran, que se me derritiera el vientre y el apetito sexual—. Oh Eliazar... Mira nada más cómo estás.
Dejé que sus dedos degustaran mis lágrimas. Empecé a sollozar bajito, tan silencioso que sus ojos se dilataron por completo y me sonrieron. Su mirada de pegó al Alfa que estaba detrás de mí, con los pantalones abajo y la mirada rojiza y tan perdida como la mía. Mi amo observó el húmedo movimiento de las embestidas que me atinaban. Mis piernas regordetas temblaban y las mejillas de mi trasero estaban rojas por los golpes. No pudo decir nada ante las marcas en mi cintura ni las mordidas en mi hombro. Me había entregado sin más, completamente desnudo, sensible e inofensivo. ¿Tenía una pizca de esperanza en defenderme? No. Simplemente accedí porque así sería menos doloroso y problemático. Mis ojos se perdieron y los cerré, buscando un poco de calma porque la sensibilidad de mi entrada me jodía el cuerpo.
—Eliazar —lo escuché susurrar nuevamente. Fruncí el ceño y gemí dolorosamente cuando salieron de mí. De repente sentí que las manos que me sujetaron la cintura con tanta insistencia me abandonaron. El semen se desbordó de mi interior, enjuagando mi piel y resbalando suavemente como lluvia contra ventana. Bajé la mirada, llevando una mano temblorosa a la zona. El peso detrás mío desapareció, pero el rastro blanquecino seguía en mi interior. Mi Omega se retorció, mis feromonas, mi poca energía quiso dar un alto en aquel instante.
Caí contra la cama devastado. Los ojos me pesaron de repente y los cerré con la intención de dormir mil noches. Siquiera me importó el semen dentro de mí, ¿Qué importaba tenerlo en mi útero? Me arrancarían la alimaña con pinzas en unas semanas. Si tenía suerte podría morir. ¿No sería aquello normal? Una muerte predecible que me desataría del destino del hombre que tomó de la cintura.
Coloqué mis manos en su pecho, negando. Él me besó las mejillas y lo sentí removerse en la cama. Un gran peso se colocó frente a mí, cuando abrí los ojos pude ver sus pantalones desabrochados y su gran miembro palpitante esperándome dentro de la ropa interior. Siquiera me preguntó si podía aguantarlo, simplemente pegó mi rostro, sosteniendo mi cabello y demandando que abriera la boca para él.
Fue tan amable para sacarlo de la ropa. Mi lengua de hundió en la cabeza del miembro, lo humedecía constantemente entre la saliva y el presemen que me daba. Dejé que me follara la boca, que hiciera lo que quisiese. Las lágrimas resbalaron por mis mejillas y se adentraron en mi boca cubierta de su sabor. Podía sentir su sudor, el aroma de su cuerpo, sus feromonas. Ya no tenía las fuerzas para excitarme nuevamente a pesar de que mi dueño tenía su miembro duro acariciando mi garganta. Embistió mi boca, cuando lo sentí llegar apretó mi garganta con su glande y la explosión de sabores pasó al interior de mi cuerpo. Volvió a llenarse mi estómago de la esencia de un Alfa y evité vomitarlo frente a él cuando lo sacó. Simplemente lo miré, perdido, entre lágrimas y jadeos mientras un hilo de semen colgaba de mis labios hinchados a su pene húmedo. Lo sentí acariciar mi rostro.
—Lléname de placer de nuevo —susurró. Yo sentí que se sentaba a un lado mío, bajando un poco sus pantalones y tomando su pene medio dormido y despierto. Lo miré cansado por unos segundos, esperando que cambiase de opinión al verme marcado y agotado. Pero jamás la petición nació de aquellos ojos lujuriosos. Tampoco me negué. Simplemente me arrastré hasta su cuerpo y me subí a sus piernas. No me importó mancharle la pelvis con el semen de otro alfa. Me froté contra él, tanteando su gran tamaño con mi entrada preparada y lista para recibir otro alfa una vez más. Su miembro se humedeció por completo y lo sentí duro contra mis muslos. Lo acomodé, adentrando todo por completo y aguantando la respiración de abrir las paredes de mi útero a otro visitante que venía a llenarle el interior. Lo miré agitado, tan sonrojado que le causó gracia verme adolorido, cansado y dispuesto a complacerlo. Empecé a follarme, tratando de pegar saltos profundos que hacían que sus uñas se clavaran en mi piel y sus ojos se volvieran peligrosos contra mi cuerpo.
—Menudo cachorrito—susurró abrazando mi cintura y follando con fuerza mi cuerpo. Solté jadeos fuertes, dignos de sentir su miembro golpear con insistencia mi interior. Mi pene empezó a responder ante la brutalidad de los actos, ante el salvajismo de sentirme preso e inmóvil por sus acciones. Por sus malos tratos, su necesidad de dominar y la mía de ser dominado. Dejé que me jodiera completo, que me insultara, me apretara los muslos y me llenara el vientre. Al fin y al cabo, había algo en él que despertaba en mí la sumisión, que hacía que bajara la mirada y soltara un jadeo ahogado al oler su aroma. Después de todo había quienes estaban destinados a arrodillarse contra el suelo mugriento, a humillarse, abrir la boca y tragar por completo los mandatos de quienes nacieron para gobernar, para mandar. Yo era de los primeros y él de los últimos. Yo me arrodillaba y él me miraba desde arriba. No me molestaba, no decía nada ante ello. Simplemente aceptaba el hecho.
Porque cuando él me soltó y me apretó contra la cama mi deber era pegar la boca abierta, sedienta y cubierta de gemidos. Me levantó las caderas, apretando mi cintura con sus manos y embistiendo mi cuerpo con tal fuerza que tuve que llevar una mano a mi vientre para presionar y calmar el dolor y el placer de ser penetrado hasta el fondo. Su clara insistencia me mataba el útero, me dejaba marcada las caderas y la piel de su aroma. Como si quisiera borrar toda marca de las manos anteriores. Dejé que su brutalidad se me escapara de los labios en gemidos bajos y casi silenciosos. Nunca alzaba la voz, ni era de hablar mucho. Tal vez por eso le gustaba, porque era simple, acudía de lleno a mi naturaleza y la aceptaba sin ningún problema. Le gustaba mi cuerpo porque era pequeño y aguantaba, porque tenía caderas grandes, piernas regordetas y a los Alfas le gusta eso. Nunca supe porqué. Tal vez porque caderas anchas significaba crías, pero él no buscaba crías de mí, a pesar de que toqueteaba con deseo y me cubría el útero con su semilla. No faltaba vez que lo hiciera, que me tomara con fuerza y me dejara un cachorro en el vientre. Me lo arrancaba después, como él decía. No, el hospital me lo quitaba.
A veces incluso una noche me bañaba, tomaba la leche con miel de todos los días y al otro aparecía en una camilla fría sin poder moverme con la pancita doliendo. Me sentía triste por la cría, tan chiquita, como un grano de pimienta rojo y baboso, eso era. Una cosa insignificante pero que él le tenía miedo. Bueno, no era que le tenía miedo. Sino que le agarraba como raro que yo tuviera uno de esos, porque del otro no. El otro tenía una panza grande, muy grande. Está que revienta, parece una naranja a veces le decía y él se reía.
Pensaba que tal vez tener uno de esos era malo y que por eso me lo quitaba. Si ya era feo decirle adiós siendo tan chiquito no quiero pensar si crece y crece y me deja como una naranja igual que al otro. Pensé en eso mucho, y también en el porqué él no le tenía miedo al de él y a los míos sí. Nunca le pregunté, tenía miedo de decirle. Había cosas que no se decían aunque mataran.
Cuando sentí algo calentito en mi interior me di cuenta que terminó. Fruncí el ceño, un poco agitado y mareado, ya me dolía un poquito pero se sentía cálido adentro. Él salió y me tiré al lado, cerrando las piernas y llevando una mano a la zona. Toqué apenitas y se me llenó los dedos de algo espeso y blanco. Miré y él me quitó la mano, me abrió las piernas y sus ojos miraron con atención. La vergüenza fue mucha, a pesar de que ya me conocía todo. Había cerrado las piernas pero él me gruñó, apretando con fuerza mis rodillas rojizas. Me quedé quieto esta vez mientras él miraba como todo salía. Solo observé el techo que tenía muchos dibujitos, la ventana, los pajaritos que volaban. Cuando sentí el picante el olor pesado mi nariz se frunció, como las veces que probé limón y me picó la lengua. No me gustaba el limón. Pero olía a limón y a él le gustaba. Lo miré desde abajo, un poco adolorido, sediento y agitado. Pensé que tal vez se iba a dar cuenta que no podía más, pero no se dió. Bajé la mirada, él ya se había posicionado entre mis piernas pero llevé mis dos manos a su pecho. Susurré un no bajito, con un poquito de miedo porque nunca le decía que no. Alfa me miró, analizando mi cuerpo una vez más, apretando los muslos de mis piernas. Lo sentía palpitar, su olor puro me picaba. Él tomó mi mano y la llevó a su miembro, empecé a tocarlo, apretando suavemente y yendo más rápido. Al cabo de unos minutos me empapó los dedos y lo bajé en silencio.
—Está bien —susurró. Asentí, se quitó de encima mío y se acomodó la ropa. El dolor llegó un momento después cuando intenté sentarme, ahogué las sensaciones, frunciendo el ceño y luchando para levantarme. Me temblaban las piernas, no las sentía tanto. Me agarré de los muebles y llegué como pude al baño. No tuve tiempo de esperar a que mis huesos respondieran. Me tiré en la tina, y ahí prendí el agua caliente para lavarme. Solo esperé, mirando las mordidas en mi piel, las marcas. Tan normal que no me asombró.
Sentí su aroma por todo el cuerpo, no pude quitármelo ni con jabón, simplemente permaneció ahí. Cuando terminé mis piernas ya respondían, me levanté con cuidado, tomando una toalla y rodeando mi cuerpo. La señora que limpiaba ya había cambiado las sábanas y había abierto las ventanas. Me miró por un segundo y apartó la cara agarrando la ropa sucia y las sábanas, limpiando a tiempo récord porque Alfa decía que nadie me iba a hablar ahí.
Me encogí de hombros y busqué mi pijama, era temprano pero había estado toda la noche despierto. Me puse los pantalones holgados color celeste y la remera blanca de él, me tiré en la cama y cerré los ojos. Muerto quedé. De repente me di cuenta que me dolía todo, los huesos, las piernas, la entrada e incluso la panza. Me removía como un gusano feo sobre la cama, con una mueca, cubierto de sudores y extrañas sensaciones. Apreté mi panza y encogí las piernas, cuando él entró de vuelta ya tenía otra ropa. Suspiré, ocultando el rostro.
—Hey —murmuró, caminando hasta el vestidor y buscando entre toda la ropa algo que no fuera buzos o ropa cómoda. Sacó los pantalones cortos blancos y cerré los ojos, haciéndome el muy dormido. Cuando sentí que tiraba la camiseta y el abrigo supe que no tenía más escapatoria. Lo miré, negando—. Cámbiate.
—Me duele —murmuré tocando mi abdomen. Él se quedó en silencio, bajé la mirada completamente rojo y me levanté para cambiarme. Podía sentir su olor por todas partes, su gran presencia chocando contra la mía para que le hiciera caso en todo. Mi propia naturaleza me decía que aceptara, que hiciera caso aún si no quería. Me cambié, peinando mejor mi pelo.
—Te espero abajo —comentó. Asentí, me puse los zapatos y los até con cuidado. Bajé, vivía en una casona linda, acogedora y que era mía, de nosotros. Yo vivía solito ahí, él venía a veces y se quedaba mucho, otras desaparecía un mes, a veces solo tres semanas. A veces lo extrañaba, pero era un rato poquito y después pasaba. Me gustaba estar solo porque podía leer o pintar, cuidar mi huerta o mirar televisión. Cuando él estaba ni ropa hacía falta que llevara. A veces venía con muchas ganas y me lo tenía que aguantar horas, otras venía y me preguntaba si necesitaba algo. Se la chupaba, me lo hacía y ahí quedaba. Mi Omega le obedecía, pero nada más que eso, él era fuerte, más grande. Con poder. Yo no tenía nada de eso, una cachetada y caía al piso medio muerto.
No dijimos nada durante el camino, solo me subí al auto y prendió la radio. Miré la ventana, las casas, después las ciudad. Casi nunca salía, y si lo hacía era con él, y solo era a veces. Él me miró, noté sus ojos puestos en mi cuello y llevé una mano a la zona. Sentí mi piel tersa, con relieve en algunas zonas por las suaves mordidas. Automáticamente mis mejillas enrojecieron y me encogí de hombros. No hacía falta palabras, ni un A. Me había olvidado de ponerme el collar y ya sentía el nudo en la garganta, no lo miré porque ya sabía que se había puesto de mal humor. Porque era un insulto, una escupida ante él. Era como que yo invitara a otros a tenerme, aunque a veces él permitía que Alfas de todo tipo se me metieran dentro. Pero solo cuando él decía, si no era así fruncía el ceño y no me miraba.
Me encogí, cubriendo mi cuello con las manos. Dejé de mirar por la ventana y mis mejillas enrojecieron cuando paramos en aquella casa enorme. No me gustaba, la odiaba.
—Vamos —habló. Yo hice un mueca y salí como pude. No hacía falta muchas palabras, el silencio era normal cuando estábamos fuera de la cama o separados al menos más de diez centímetros. Porque si me tenía me decía de todo. Precioso. Chiquito. Cachorro. Fuera de eso solo lo justo y suficiente. Lo seguí como un perrito miedoso, con los ojos bien grandes con cuidado de no chocarme con el otro y que me escupiera del asco. Me agarré de un extremo chiquito de su camisa y caminé junto a él como un patito. Esperé a que abriera la puerta de la casona y dudé en entrar, pero ya le sentía el olor a enojo así que lo hice sin más.
No había marca de su olor en aquel lugar. Ni una pizca. Podía sentir un aroma ligero a canela, tan elegante que me quedé ahí quietecito, sin sentir nada ni moverme un pelo. Si él llegaba a enterarse que estaba ahí le iba a gritar a Alfa, y él después se iba a enojar conmigo. Lo miré con ojos grandes, atento, buscó algo en el cajón de un mueble cercano y de ahí sacó uno de los tantos collares negros que los Omegas usaban para protegerse de la mordida. Yo aparté la mirada, notando los juguetes, las mantitas de colores que había por todas partes. Ahí estaba el otro y el bebé. El chiquito. El que se parecía a él, los dos eran iguales.
Por lo que sabía no se querían. En realidad no sabía si él podía querer a alguien. Al otro ni lo había tocado, ni una caricia, nada. Habían ido al hospital y ahí le pusieron el bebé, me contó. No entendí muy bien qué cosa habían hecho pero de tener curiosidad sí me ganó. A mí me lo quitaban y al otro se lo metían, nadie entiende al Alfa. Tal vez el que me quitaban se lo metían al otro, pensé una vez. Pero no podía ser, al mío lo habían tirado a la basura. Yo lo ví. Así que solo me quedé quieto y dejé que me pusiera el collar.
—¿Cómo está el bebé? —pregunté, él me miró y me agarró del brazo. Salimos de la casa. No le gustaba estar ahí, no sé dónde dormía cuando no estaba conmigo, pero ahí no. Miré el cielo celeste, habían algunas nubes y los pájaros volaban de acá para allá. Alfa nunca me respondió. Solo me subió al auto y seguimos el camino—. ¿A dónde vamos?
Tampoco respondió. Me sentí nervioso y abrí la ventana para que no se notara en mi aroma. Me encogí apenas, juntando los pies y las manos, suavemente acaricié mi vientre y pensé en todas las cosas en las que pude haberme equivocado. No había vomitado, no comía de más, tampoco mi cuerpo había cambiado, definitivamente no era un bebé. Eso pensé, lo miré apenas sin poder moverme del todo. ¿Qué pensaba? ¿Estaba enojado por preguntar por su cachorro? Jamás se había acercado, el niño no sabía de su existencia. Incluso cuando el otro me miró con asco y me empujó no dije ni hice nada, a pesar de que me dolió mucho. El otro era un Omega que era más que yo, de familia buena, igual que Alfa. No se querían ni se tocaban con un palo, pero los dos tenían anillo en el dedo y se habían jurado amor eterno frente al que sabe todo. Yo no entendía mucho, supuse que era mi condición de inferioridad ante las grandes clases.
Tal vez el otro no le quería porque Alfa era bruto y dejaba que todos me tocaran. Porque me mordía el cuello muy fuerte y la marca no se iba, eso me arruinaba la piel como también el vientre. No me dejaba descansar y lo sentía muy profundo en mi pancita, seguro por eso no le gustaba. O no sé, yo pienso y digo, pero tal vez al que no le gusta es a Alfa. El otro habla mucho y mira mal, yo siento que a él le gusta el silencio. Yo soy silencioso porque no me queda otra. Si hablo mucho a veces pienso que está bien, otras voy y paf, bofetón de por medio. Nadie entiende a los Alfas.
—¿Tu celo? —preguntó. Yo me volví, primero analizando qué quería decir. Sus ojos se pegaron en mí y entré un poco en pánico.
—Es es unos días —susurré haciéndome el distraído. El silencio se formó de vuelta, mi parte favorita porque ahí no pasaba nada. Nunca hablábamos de otras cosas. No sabía cuándo era su cumpleaños, y eso que lo conocía hace mucho. Si salíamos a comer era en un lugar privado y solo yo comía, él me miraba mientras tomaba vino. Cuando pasaba eso yo no tragaba tanto, porque si tomaba y no comía era porque quería olvidar rápido y tenerme por mucho. No me iba a arriesgar a vomitarle toda la cama o el pecho, como una vez pasó.
Pero me regaló un perrito, una vez. Fue después de que me quitaran mi primer cachorro, yo no sabía que era eso, pero lo ví. Casi muero, si no me mataba la hemorragia era la tristeza. Y yo no sabía porqué estaba triste, pero lo estaba. Una tarde vino con una cajita y adentro había uno de esos perritos chiquitos que nunca crecen, que son lindos por siempre.
Para que no estés solo me dijo. Y se fue por mucho tiempo, nadie cuidaba del perrito ahí. Tuve que hacerlo yo porque sino se me moría de hambre el animal. Igual se me murió una noche de invierno, era muy chiquito y hacía frío. Mi celo dura mucho y todo el tiempo, no se piensa en ese momento. Como cuando tenés mucho sueño y la cabeza no te sirve, así, pero con calor y con ganas de que te llenen todo. Así me olvidé de mi perrito entre lluvias y tormentas, muerto lo encontré cuando recuperé el coco. Estaba tan tieso como pan duro y le lloré toda una semana.
Al menos el perrito me ladraba, Alfa ni un suspiro soltaba si no era conmigo abajo. No sé por qué estábamos juntos. Yo no nací acá, soy de otro lugar pero allá no sé qué pasa, que se matan todos. Vine acá siendo muy chiquito, mi mamá pagó un camión para que me trajera. Ahí había mucha gente y tenía miedo de no sé qué de la frontera. Inmigrantes nos llamaban, yo no sabía qué era eso. Cuando fui creciendo tuve que trabajar. Solo lo hice unos días hasta que lo conocí, era mesero y siempre me retaban. Yo no entendía nada y siempre decía que sí, por eso solo me daban dos billetes y las sobras para el perro. En una de esas estaba él, me esperó hasta que salga y así muchas semanas. Hasta que un día me preguntó si lo quería, le dije que sí porque en realidad no sabía lo que preguntaba.
—Programé un encuentro con tu doctor para el mes que viene—me dijo. Me volví con un poco de miedo. No me gustaban los hospitales porque siempre que iba me dejaban muy mal. Me puse con un pésimo humor al instante, pero se me pasó cuando él me miró. Asentí como tres veces—. Te van a esterilizar. Es lo mejor.
Asentí y bajé la mirada. Sí sabía lo que significaba eso. Miré mi brazo y toqué las marquitas de todos los puntitos de aquellas inyecciones que me ponían. Supongo que es lo mejor, que tal vez en una me muero y así voy a vivir más. Sí... Vivir más.
—Está bien —murmuré. ¿Qué podía decirle? Él no podía tener cachorritos conmigo aunque se me pegara todo el día y me dijera que me deseaba. Estaba seguro que me necesitaba más que al otro, pero el otro era mejor que yo. Claro, me aguantaba todo pero el otro se quedaba con el cachorrito y el anillo. También quiero uno, también quiero tener la pancita hinchada con un bebé igual a mí, no a Alfa. Que si sale igual a él me muero. Pero suspiré, apretando las manos y presionando los muslos con tanta fuerza que me dolieron.
Asentí. Total qué importa.
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