Llamada de auxilio
«La mente es un sirviente maravilloso, pero un amo terrible».
ROBIN S. SHARMA
La gota de sangre resbaló por su antebrazo, recorrió los pliegues de su piel madura, rodeando la mancha irregular que sobresalía en su muñeca, y cayó en picado sobre la superficie del lavabo, donde se diluyó en la corriente de agua. Así sucedió con todas las demás hasta que ella se dio por satisfecha y dejó las pinzas a un lado. Esa mañana había tenido suerte, pues había logrado capturar varios especímenes, los cuales había introducido en un pequeño bote de cristal. Los de pastillas no le gustaban, porque eran opacos y no se podía ver claramente a través de ellos.
Contenta con su logro del día, Martha limpió las pinzas en alcohol al setenta por ciento y las guardó. Después buscó la botella de clorhexidina y se dio un baño con la solución. El procedimiento duraba casi una hora, dado que no podía dejar ni un pedacito de su cuerpo sin limpiar con el antiséptico. Solo así se atrevía a salir de su vivienda, aunque ella apenas se aventuraba al supermercado y la farmacia de la esquina (cuando era necesario). El resto del tiempo lo dedicaba a la limpieza de la casa: a pasar la aspiradora, revisar los colchones y lavar las sábanas en el ciclo de agua caliente. Sin embargo, ese día tenía cita con su dermatóloga, de modo que se vistió con ropa de calle y se recogió el cabello en un moño apretado.
El viaje en subterráneo era una tortura, porque todo potenciaba el contagio: el espacio reducido, los asientos mugrosos, el aire encerrado. Por eso buscaba el lugar con menos concentración de personas, pero no siempre lo conseguía. Tal fue el caso esa mañana; el único espacio disponible que había logrado encontrar fue junto a una mujer embarazada, una muchacha que apenas comenzaba a vivir. Martha pensó en la tremenda tragedia que sería si esa joven se contagiaba con su enfermedad, por lo que se apretujó lo más que pudo contra la baranda de metal, encogiéndose en sí misma mientras apretaba su bolso desgastado.
La joven -que Dios la bendijera- giró el rostro hacia ella y le sonrió, una rareza en esos medios de transporte. Por lo general la gente de la ciudad andaba ensimismada, sin apenas fijarse en la persona de al lado, algo que en los últimos tiempos Martha había aprendido a aprovechar. Al principio se le había dificultado emular ese desinterés; apreciaba la amabilidad, hablar con las personas en la fila del banco. Sin embargo, la necesidad la obligó a adaptarse y cambiar sus costumbres. Ya no le costaba ignorar a los demás.
La distancia entre su vecindario y el hospital de dermatología eran cuatro paradas. Martha las contó una por una, ansiosa por bajarse del vagón infernal. Para cuando llegó a la tercera, tenía la espalda empapada en sudor. La piel comenzaba a picarle, lo cual aumentó su ansiedad a niveles insoportables. Se moría por rascarse, por aliviar la comezón que se volvía cada vez más intensa. Pero como eso aumentaría el riesgo de contagio, apretó los dientes y se estiró los puños del jersey, contando los segundos que faltaban para llegar a la estación.
***
Esta vez la doctora no podría negar la evidencia, pensó Martha al tiempo que abría su bolso y sacaba el botecito que había protegido durante el viaje. Lo levantó a la altura de los ojos para mirarlo al trasluz, arrugando la nariz en disgusto al ver los asquerosos bichos retorciéndose en el fondo del envase. Las larvas eran translúcidas, excepto por la cabeza, que era negra con dientecillos afilados. A simple vista no se podía distinguir ese detalle, mas sí bajo el microscopio. Ella misma lo había comprobado en uno que le había costado una buena tajada de su pensión.
La doctora ingresó en la sala un tiempo después. Era una mujer joven, en sus cuarenta, rubia y de ojos claros, con una piel envidiable; probablemente producto de los tratamientos a los que se sometía. Y así debería ser, se dijo Martha. ¿Quién confiaría en una dermatóloga con el cutis reseco y lleno de manchas?
-Buenos días, señora Hoover, me alegra verla de nuevo. ¿Cómo se siente? -saludó la más joven con una sonrisa educada.
-Estoy bien, gracias a Dios -contestó Martha. Esa era su respuesta automática a esa pregunta, sintiese como se sintiese.
La otra mujer asintió, se sentó en el escritorio y empezó a leer las notas que la enfermera le había dejado, mientras que Martha apretaba el frasco con fuerza.
-Vamos a ver. ¿Cómo van sus síntomas? ¿Alguna mejoría con la loción que le receté?
La anciana suspiró. Aquella crema no le había servido de nada.
-Lamento informarle que no. Al principio noté menos actividad de los bichos, pero luego regresaron con más fuerza. Son duros de matar. No sé si me entienda.
-Comprendo. ¿Me permite revisar su piel? -preguntó la dermatóloga poniéndose de pie y señalando la camilla de exanimación, junto a la que había un armarito de metal.
Martha aceptó, tras lo que se levantó para sentarse donde le habían indicado. Respiró profundo, aspirando el olor a desinfectante de la sala, un olor que su cerebro había asociado con relajación y confort, en tanto que la doctora se enguantaba las manos y ajustaba la lámpara de exploración.
-¿Qué tienes ahí? -preguntó al terminar.
La aludida siguió la línea de visión de la más joven y curvó los labios arrugados en una leve sonrisa.
-¿Se refiere a esto? -Levantó el botecito, de forma que la otra pudiera verlo mejor-. Nada, unas muestras que le traje. Las recolecté esta mañana.
Las cejas de la dermatóloga se unieron, formando una diminuta arruga en su ceño. Por lo visto todavía no había recurrido al botox.
-Muchas gracias, en cuanto termine de examinarla las miraré bajo el microscopio. ¿Le parece bien?
-Sí, me parece bien. -Martha le tendió el recipiente. Luego se enrolló las mangas del jersey y las perneras de sus pantalones de vestir.
La boca se le secaba con cada centímetro de piel que exponía. Esa era la parte que menos le gustaba de las citas. No por vergüenza, a esa edad era poco lo que podía avergonzarla, sino porque temía que las larvas saltaran y se introdujeran por debajo de la bata de la doctora. Con un cutis tan bonito como ese, sería una pena si eso sucediera.
Las lesiones, pequeñas heridas en distintos estados de cicatrización, aparecían a medida que ella retiraba la tela de sus brazos y piernas. Las más recientes estaban húmedas y exhibían un tono rosado oscuro. La dermatóloga examinó cada una con detenimiento, acercando la lámpara y mirando a través de la lupa. Martha no veía la hora de que aquello terminara, aguantando la respiración mientras se concentraba en las luces del techo.
-¿Encontró algo? -preguntó en cuanto la tortura finalizó.
-No, su piel está libre de parásitos. Aunque eso no es lo que me preocupa. Lo que me preocupa son sus lesiones.
-No es la única, a mí también me preocupan -replicó Martha, pensando en todos los huevos que debían estar incubando allí. La sola imagen le erizó el vello de la nuca-. Pero como ve, los bichitos no descansan; cada vez se propagan más y más.
La otra mujer no dijo nada, solo procedió a aplicar una loción en las heridas abiertas con un bastoncillo de algodón.
-¿Cómo está su ansiedad? ¿Está durmiendo bien? -inquirió después.
-Pésimo. ¿Quién va dormir bien con esos bichos caminándole por encima?
-Entiendo -replicó la doctora-. Me gustaría que reconsiderara la visita al psiquiatra. Piénselo, podría ayudarle a dormir mejor.
Martha torció el gesto. La dermatóloga venía insistiendo con eso desde su tercera visita. Lo más probable la creía una loca senil. Pero nada podía estar más lejos de la verdad. La evidencia estaba allí, en el bote de cristal que le había traído.
-No hay nada que considerar. La respuesta es no. Mi enfermedad es física, no mental.
-Muy bien -contestó la doctora con voz resignada-, seguiremos con el tratamiento tópico. Le daré una loción más fuerte que la ayudará con la comezón y la cicatrización de las heridas. ¿De acuerdo?
-Sí, está bien. Solo una cosa más, antes de que me vaya, ¿no va a examinar las muestras que le traje?
La más joven hizo un gesto de desagrado que no le pasó desapercibido a Martha. Seguro estaba cansada de atenderla y quería deshacerse de ella. Todos los médicos eran iguales.
-Oh, disculpe, lo olvidé. Ahora mismo lo hago. -Cogió el bote de encima del armarito y desapareció por la puerta.
Para cuando ella regresó, Martha se había abierto las heridas del brazo derecho con las uñas. Había intentado contener el impulso de rascarse, sin embargo, la sensación de las larvas moviéndose debajo de la piel era demasiado intolerable. Menos mal que llevaba mangas largas. Si la doctora llegaba a ver lo que se había hecho, la reprendería como a una niña pequeña.
-¿Y bien? ¿Qué tipo de parásito es? -Apenas la dejó entrar al cuarto.
-Ninguno. La muestra está limpia, no hay rastros de infestación. Es una buena noticia, ¿no cree?
A Martha le dieron ganas de llorar. Su teoría era cierta: las larvas se desintegraban cuando no estaban en contacto con su fuente de alimento. Quiso decírselo, pero como sabía que la dermatóloga volvería a insistir con lo del psiquiatra, aceptó el resultado y se marchó, cargando con el frasco y una receta inútil en el bolso.
***
Al día siguiente, luego de finalizar su rutina mañanera, Martha decidió tomarse un descanso y recostarse un rato a resolver el crucigrama del periódico. Ese era su pasatiempo favorito, una costumbre que había adquirido de su difunto esposo, quien no pasaba un día sin completar uno. Lo recordó como si fuera ayer, sentado con su tazón de café y sus lentes en el viejo sillón de la sala, y el frío de la soledad recrudeció en su corazón. Extrañaba tanto a su Charles, sus manías, los regueros que dejaba por la casa, sus discusiones políticas. Ahora no tenía quien roncara a su lado ni quien la despertara a las cinco de la mañana con su tos seca. Lo único que quedaba era el silencio, un silencio inquietante del que huía encendiendo el televisor u oyendo las noticias en la radio.
Cuando Charles murió, nueve meses atrás, sus amigas del bingo dominical la visitaban al menos un día a la semana. No obstante, toda amistad requiere un esfuerzo, y Martha estaba demasiado deprimida para mostrar interés en nada, por lo que no se mantuvo en contacto y las perdió; pérdida que agradeció cuando ocurrió la infestación.
En un principio pensó que eran chinches, de modo que contrató a un exterminador. Sin embargo, los malditos bichos no morían y continuaban irritando su piel. Así estuvo por un tiempo, gastando dinero en exterminadores hasta que descubrió las larvas. La primera vez por poco se desmayó. Se estaba curando un arañazo en el brazo cuando notó que algo se retorcía en la carne. Entonces buscó sus lentes y inspeccionó el área para descubrir que, efectivamente, tenía una especie de larva en la piel. El gusano, casi trasparente, parecía querer introducirse debajo de la epidermis.
El timbre del teléfono de línea la trajo de vuelta al presente. Pocos llamaban a su casa, entre ellos operadores ofreciéndole productos que ella no necesitaba, pero como cabía la posibilidad de que fuera Junior, dejó el periódico con el crucigrama a medio hacer en la mesita auxiliar y se levantó a responder la llamada.
-¿Aló? ¿Quién me habla?
-Soy yo, Junior. ¿Cómo estás?
El rostro de Martha se iluminó al oír la voz de su único hijo.
-Junior, qué gusto escucharte. Yo estoy bien, gracias Dios. ¿Y ustedes? ¿Cómo están los niños? -respondió entusiasmada. Se podía decir que ese era el momento más esperado de la semana.
-Estamos bien. George regresó del campamento y Andrea al fin dijo su primera palabra.
-Ay, qué alegría. No puedo esperar a que me llame abuela -replicó Martha, pensando en lo mucho que desearía poder hacerles una visita. Sus nietos estaban creciendo rápido y no los veía desde el funeral. No porque su Junior no la invitara a su casa (lo había hecho en varias ocasiones), sino porque ella siempre encontraba una excusa para suspender el viaje al último momento. Con esa enfermedad extraña que la aquejaba, ¿quién no? El corazón se le estrujó al pensar en los estragos que sufriría la familia de su hijo si alguno de ellos la llegaba a contraer. Pensó en sus nietos, en sus dulces y hermosos nietos sufriendo lo mismo que ella, y casi se echó a llorar. Así que respiró hondo y se tragó su dolor, ya que por más que la afligiera verlos crecer en fotos, no podía tomarse el riego de contagiarlos.
-Ya pronto lo hará -rio Junior-. Por cierto, te llamé para avisarte de que haremos un viaje familiar a la ciudad. Hace tiempo que no nos vemos y pensamos que sería buena idea quedarnos unos días en tu casa.
El mundo de Martha se sacudió bajo sus pies. Guardó silencio por unos segundos, sin saber cómo reaccionar. Una cosa era negarse a viajar a Phoenix y otra negarse a recibir a su hijo. ¿Qué excusa se iba a inventar esta vez? No podía decirle que la casa estaba infectada sin preocuparlo, ni pedirle que se quedaran en un hotel cuando tenía dos cuartos desocupados y amueblados.
-Mamá... Mamá, ¿me escuchas?
-Sí, te escucho. Continua.
-Como te iba diciendo, queríamos aprovechar nuestras vacaciones para ir a visitarte. Si no hay algún inconveniente, desde luego. No sabes, mamá. George no para de preguntar por ti y Lillian quiere que le enseñes otra de tus recetas. Ya sabes cómo son las madres de los comités, siempre compitiendo por el premio al mejor pastel.
-Oh, yo encantada -respondió Martha, a sabiendas de que con esas palabras se acercaba más al fondo de su tumba-. ¿Para cuándo tienen pensado hacer el viaje? -quiso saber. Tal vez fuera a mediados de agosto, se consoló. Eso le daría tiempo para pensar en alguna solución.
-Este fin de semana. No queremos esperar hasta adentrado el mes; con los preparativos para el regreso a clases, se nos haría difícil hacer el viaje.
Martha no sabía si reír o llorar. Como mucho, tenía tres días para poner sus asuntos en orden.
-Entiendo. No te preocupes, hijo, cuando vengan tendré todo preparado.
-Muchas gracias, mamá. Creo que ya te voy dejando. La hora de almuerzo se acabó y tengo que volver al cubículo. Te llamo más a la noche, ¿de acuerdo?
-Sí, está bien. Hablamos a la noche. Qué Dios te bendiga. Te amo.
-Yo también te amo. Adiós.
Y con esas últimas palabras, empezó la cuenta regresiva.
***
Inmediatamente después de cortar la comunicación, Martha se dejó caer en una silla y se llevó las manos a la cabeza. Sus pensamientos se entremezclaban unos con otros en un círculo vicioso. «¿Qué voy a hacer?», se repitió a la vez que se mecía de atrás hacia adelante, hasta que recobró la compostura y su mente se aclaró. La visita de su hijo era un hecho inevitable; echarse a morir no iba a cambiar la situación, de modo que empezó a trazar su plan. Si algo ella había aprendido en sus años de educadora, era la importancia de la preparación. Tal vez no pudiera impedir que su familia viniera, pero sí podía disminuir su riesgo de contagio.
Los primeros dos días los pasó lavando la ropa de cama y reacondicionando las habitaciones que ocuparían su hijo y su familia. Cambió las cortinas, pasó la aspiradora y desinfectó los colchones con el limpiador de vapor, para después pasar un paño empapado en una solución antiséptica por las superficies. El tercero lo invirtió en el resto de la casa, asegurándose de que todo estuviera libre de insectos y movilizando sus artículos de higiene y exploración al baño del cuarto principal. Ese no tenía ducha, solo un retrete y un lavabo, por lo que tendría que modificar su rutina diaria. Un bajo precio a pagar, si se comparaba con la posibilidad de que su hijo descubriera esa parte de su vida.
Al final, luego de una última inspección, cayó rendida sobre la cama. Sin embargo, por muy cansado que estuviera su cuerpo, su mente no se apagaba, pensando en el posible contagio de sus seres queridos. Lo que para otro anciano era una fuente de alegría, a ella le provocaba ansiedad y odio hacia sí misma, pues desde que había desarrollado esa enfermedad, el miedo se había convertido en una constante en su vida, reduciéndola a una sombra de lo que ella era.
El cansancio le fue ganando la batalla a sus preocupaciones, de forma que sus párpados se cerraron y logró conciliar el sueño. Aunque su descanso no duró mucho, porque tan pronto como se hicieron las tres de la madrugada, una comezón insoportable la hizo arrancarse las mantas. Aterrada, se levantó y encendió la luz. Se miró los brazos, rojizos e inflamados allí donde se había rascado. Peor fue cuando buscó la lupa para examinarse la piel. Larvas, decenas de asquerosas larvas sobresalían de la carne. Sin perder más tiempo, Martha empapó una gaza en la solución desinfectante y empezó a tallarse las extremidades. Entonces se le ocurrió una idea que casi le paralizó el corazón. ¿Y si los demás cuartos se habían contaminado? No, eso no podía ser, ella no había entrado en ellos desde que los había limpiado. No obstante, la duda ya había hecho mella en su interior, así que bajó al sótano para buscar el insecticida.
Era una formula fuerte que debía aplicarse con las ventanas abiertas, pero Martha, en su estado de nerviosismo, olvidó tomar esa precaución y lo roció liberalmente por toda la planta de arriba. Bajó las escaleras, dispuesta a darle el mismo tratamiento a la sala, cuando sintió un fuerte dolor de cabeza, seguido de una opresión en el pecho. Se sentía nauseabunda, mareada, lo cual la obligó a sentarse en el sillón. Sus ojos lagrimeaban y le ardía la garganta, que cada vez se le cerraba más y más. Fue entonces que cayó en cuenta de lo que le estaba sucediendo: el veneno que había usado contra las larvas la estaba matando. Se puso en pie como pudo, agarrándose de las butacas hasta que llegó a la mesita donde tenía el teléfono inalámbrico, al que se aferró con manos temblorosas.
-Nueve uno uno, ¿cuál es su emergencia?
Martha se agarró el pecho, abriendo y cerrando la boca en un intento de llevar aire a sus pulmones.
-No...no puedo respirar -jadeó-. No puedo...
Su visión se tornó borrosa; apenas podía prestar atención a lo que la mujer al otro lado de la línea decía. Estaba muriendo, pensó angustiada. Aunque eso no era lo que más le dolía. Lo que más le dolía era que no había podido ver a su hijo y sus nietos.
-¿Señora?... ¿Señora? -Fue lo último que llegó a oír, antes de que la luz se apagara y la oscuridad se adueñara de todo.
***
Lo primero que notó al despertar fue el penetrante olor a antiséptico. Luego la línea intravenosa que tenía clavada en su brazo izquierdo. Se sentía lenta, con la mente nublada, como si le hubieran llenado la cabeza de humo. Entonces, poco a poco, imágenes y sensaciones resurgieron en su interior: la comezón, la angustia, el insecticida, la asfixia, las larvas. «¡Dios santo, las larvas!», pensó mientras se examinaba la piel de los brazos, donde los bichos brotaban de la carne retorciendo sus cabezas. El estómago se le revolvió y su pulso se aceleró tanto que el monitor de constantes vitales al que estaba conectada alertó a la enfermera de turno. La mujer entró al cuarto y se acercó a la cama de Martha, quien se rascaba los brazos como si quisiera desollarse con las uñas.
-Sra. Hoover, ¿qué hace?
Martha dejó de rascarse y le mostró los brazos, enrojecidos e inflamados.
-¿Qué no las ve? Tengo que deshacerme de ellas antes de que mi hijo llegue -contestó y volvió a la carga. Lo hacía con tanto ahínco que sus heridas más recientes se abrieron y empezaron a sangrar.
-¿De qué está usted hablando? ¿Qué es lo que ve?
-De las larvas, de qué va a ser. Están en todas partes; si no tiene cuidado, se meterán bajo su piel y harán sus nidos allí. ¡Agh! Necesito darme una ducha. ¿Dónde está el baño? -Hizo el amago de levantarse, pero la otra mujer se lo impidió empujándola con suavidad por el hombro para que volviera a recostarse sobre la cama.
-Tranquila, Sra. Hoover, le daré algo para la comezón -dijo conciliadora.
-Ese no es el problema. El problema son las larvas -insistió la anciana. Quería ponerse de pie y tallarse con alcohol o algún otro desinfectante. La enfermera, por su lado, estiró los labios en una sonrisa tensa.
-No se preocupe, en unos minutos se sentirá más aliviada -contestó al tiempo que preparaba una jeringuilla.
Martha entornó los ojos de forma tal que apenas se distigía el color de sus iris.
-¿Qué es eso? Un sedante, ¿verdad? Cree que estoy loca y me va a poner a dormir.
La enfermera no le contestó, se limitó a inyectar el medicamento en la línea intravenosa de Martha, que no tardó en sentir los efectos. Sus párpados se volvieron pesados, tanto así que se le dificultaba mantenerlos abiertos. Se sentía relajada, más relajada que nunca, ligera como una pompa de jabón, y se dejó llevar.
***
-Tardaré un poco más, recién ahora me dejaron entrar a verla. No, por suerte los paramédicos llegaron a tiempo y no sufrió efectos secundarios por la intoxicación. Aunque no está bien del todo... el doctor me dijo que tiene una rara enfermedad.
Con esas palabras Martha salió de su estado de sopor. Abrió los ojos lentamente, mientras continuaba escuchando aquella voz tan familiar, hasta que cayó en cuenta de quién se trataba y el mundo se le vino en encima en una avalancha de dolor. ¡Oh, Dios mío, no!, se lamentó. Junior estaba en el hospital y ella todavía no había eliminado las malditas larvas.
-¿Mamá? -la llamó su hijo-. ¿Cómo te sientes? ¿Necesitas algo? No sabes el susto que nos diste. -Hizo el amago de acercarse, pero Martha lo detuvo diciendo:
-¡No! No te acerques, por favor.
Junior ignoró su pedido y dio un paso al frente.
-¿Por qué no quieres que me acerque? ¿Qué sucede?
-Por favor, no te acerques más, te contagiarás -le rogó ella tapándose con la sábana hasta la barbilla. Tenía sus ojos azul acuoso anegados de lágrimas y se aferraba a la manta como una chiquilla asustada.
En lugar de preguntarle con qué se iba a contagiar, su hijo acortó la distancia entre ellos y estiró el brazo para acariciarle los cabellos grises y despeinados.
-No, por lo que más quieras, aléjate de mí -lloriqueó ella.
Para su alivio, Junior le hizo caso y retrocedió. No la distancia que ella habría querido, mas sí lo suficiente como para tranquilizarla un poco. Lo encaró a tiempo para notar que él la miraba de la misma forma que los doctores y las enfermeras que la habían atendido durante los últimos meses, con una mezcla de lástima y consternación.
-Mamá, sea lo que sea que te esté pasando, buscaremos ayuda. No estás sola.
La mujer se humedeció los labios resecos. Quería decirle que se fuera, que ella no necesitaba ayuda, sin embargo, las palabras se le atoraron en la garganta.
-Pero las larvas... ¿Y si te contagias? -Tan pronto las palabras escaparon de sus labios se arrepintió. De todas las personas del mundo, su hijo era el último al que quería agobiar con sus males.
-No me contagiaré -replicó Junior-. Y si sucede, buscaremos ayuda juntos. ¿De acuerdo?
La oferta era tentadora. ¿Qué no daría ella por poder estar cerca de su familia? No obstante, su enfermedad era un mal que no le desearía ni al más corrupto de los dictadores de la historia. De modo que mantuvo su postura.
-No, eso sí que no. No voy a permitir que ni tú ni los niños se contagien. Mejor méteme en un asilo, así ninguno tendrá que sufrir con la carga.
-Mamá, por Dios, ¿cómo te vamos a meter en un asilo? No te preocupes por el contagio, tomaremos las medidas necesarias para evitarlo. Eso sí, me tienes que prometer que aceptarás el tratamiento que los doctores te recomienden.
Martha retorció la sábana, pues sabía bien el tipo de tratamiento que le iban a recomendar. Su dermatóloga se lo había mencionado en varias ocasiones y estaba segura de que el doctor que la había atendido en el hospital sugeriría lo mismo. Todos la creían loca y nada de lo que ella dijera los haría cambiar de opinión, pensó malhumorada. Por otro lado, había estado a punto de morir a causa de su enfermedad, y ver a su hijo allí, mirándola con preocupación, rogándole para que aceptara sus condiciones, tocó una fibra en su interior. Las cremas no la habían ayudado, era hora de doblegar su orgullo y buscar otra vía.
-Está bien, haré lo que el doctor recomiende.
Junior le dedicó la más cálida de las sonrisas.
-No te preocupes, mamá. Todo estará bien.
«Ojalá tengas razón».
***
Seis meses después, Martha entró a la oficina del psiquiatra para su visita mensual y tomó asiento en uno de los cómodos sillones de la sala.
-Buenos días, señora Hoover, ¿cómo se siente hoy?
Martha cruzó las piernas, descubiertas al igual que sus brazos, y sonrió. Una sonrisa autentica que encendió una chispa en sus ojos azules.
-Mucho mejor, doctor, mucho mejor -contestó.
Y no le mentía. Esa era la respuesta más sincera que había dado en toda su vida.
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