Third rose
La pequeña se aferraba a su biberón con ambas manos como temiendo de que alguien fuera a quitárselo, siempre estaba tan hambrienta que llegaba a tomarse dos biberones en menos de una hora. Aquello le recordaba a una única persona, al alfa que había hecho posible aquel milagro entre sus brazos. Martín muchas veces llegó a comer hasta tres platos de sus comidas favoritas cuando venía de largas operaciones que le habían llevado todo el día o más. Siempre tan hambriento, tan deseoso de llevar buena comida a su boca.
—Quiero olvidar a ese amigo del que abusé de su confianza, pero tú te empeñas en parecerte a él —comentó Arthur observando los brillantes y profundos ojos verdes de su hija, los cuáles eran innegablemente iguales a los de Martín Hernández.
La pequeña parecía entender su divertida frustración y se sonrió estirando sus diminutas manos intentando tocar el rostro de su madre. Pero aquel dulce ambiente se interrumpió por el repentino llamado del intercomunicador de su departamento. Arthur, algo preocupado, se acercó hasta él y levantó el tubo sin dejar de sostener a la niña entre sus brazos.
—¿Hola? —inquirió más que saludar esperando que no fuera Alfred, estaba al tanto de que en las últimas semanas había estado rondando por la zona preguntando por él en cada negocio que frecuentaba para hacer sus compras.
—¡Arthur! —exclamó Martín fingiendo alivio—. Que bueno al fin te encuentro, no sé nada de vos hace meses, fui al restaurante hace un rato y me dijeron que habías vuelto a tu departamento —continuaba dirigiéndose a él con voz amistosa conteniendo esas ganas de gritar que se alojaban en su garganta.
—Estaba un poco cansado de todo y me fui unos meses a Londres, no te preocupes por mí —respondió con voz temblorosa sintiendo como sus piernas se aflojaban del miedo. ¿Qué hacía tan tarde en la puerta de su edificio? ¿Por qué preguntaba por él tan repentinamente? ¿Habría sospechado algo? No, eso es imposible, se decía a sí mismo tratando de calmar los nervios que se estaban apoderando de cada rincón de su cuerpo.
—Me hubieras avisado, che. Estaba preocupado por vos. ¿Me dejas pasar y nos tomamos unos mates? ¿O un té de esos raros que a vos te gustan? —cuestionó rogando por dentro que no se notara la ansiedad en sus palabras.
—Es muy tarde, Martín... —murmuró con una voz al borde del llanto, nunca había estado tan asustado como en ese momento. El argentino al otro lado del intercomunicador notó su estado, no le gustaba poner a nadie de esa manera, pero a la vez dichos cambios en su voz no hacía más que confirmar sus peores suposiciones.
—Arthur, dejame pasar, por favor. No quiero acudir a métodos legales para ver a mi hija —dijo finalmente cansado de fingir.
Se hizo un gran silencio, el intercomunicador continuaba encendido, podía escuchar el lejano sollozo de Arthur y, finalmente, se hizo presente ese pitido eléctrico de la puerta del edificio que le permitía entrar y llegar corriendo escaleras arribas hasta el departamento de Arthur Kirkland, el dueño del restaurante donde comió durante nueve años, mismo dueño que ahora tenía entre sus brazos al fruto de su esperma.
Al llegar no tuvo que golpear su puerta, el inglés la había dejado abierta y lo esperaba sentado en el mismo sillón de dos cuerpos donde Martín había caído retorciéndose de dolor por su Rut, mismo donde había decidido aprovecharse del estado momentáneo de debilidad e inconsciencia de su mejor cliente. Entró a paso lento, sin hacer demasiado ruido, temía perturbar la tranquilidad de la pequeña que continuaba bebiendo la leche de su biberón.
—¿Qué quieres? —inquirió Arthur entre temeroso y enfadado apretando a la bebé contra su pecho.
—Que me expliques por qué me mentiste, vos no te estabas cuidando, si lo hubieras hecho ella no estaría acá —respondió tomando asiento al frente de él sin pedir permiso, sentía que al estar parado se estaba casi imponiendo sobre el inglés, y estaba lejos de querer hacer algo semejante.
—Porque quería ser madre, y mi ex pareja era un beta, nunca pude quedar embarazado de él.
—¿Y entonces solo me usaste sin consultarme?
—A ti te agarró tu Rut en mi casa, nunca pensé en hacer algo así... —continuaba explicando casi en susurros, se sentía acorralado.
—Es lo que diría un alfa que violó a un omega que entró en su celo en la calle. No es una justificación —espetó con rabia.
Arthur quedó perplejo por aquel paralelismo que planteó Martín, lo había comparado con viles violadores, no podía creer que le dijera algo semejante, por lo que rápidamente se paró y gritó desde lo más profundo de su garganta:
—¡No soy ningún violador! ¡Yo no te hice daño!
La niña en sus brazos rompió en llanto a razón del susto que le había provocado tal conmoción de su madre, Martín casi por instinto se la quitó de sus brazos y comenzó mecerla en los suyos murmurando con voz suave que todo estaba bien, que tenía que estar tranquila porque papá estaba ahí con ella para protegerla de cualquier mal. Y ese deseo de cuidarla, provocó que el cuerpo de Martín excretara suficiente feromonas como para inundar cada rincón del departamento de Arthur, pero el aroma de éstas le eran completamente desconocidas, su fuerte aroma metálico ahora era un agradable aroma fresco, casi como el de una madrugada antes de despuntar el alba.
—Dicen que los alfas cuando son padres suavizan su aroma para que sus hijos no teman de ellos, pero jamás lo había presenciado —dijo el inglés en completa calma, todo su miedo se había disipado por esas feromonas que lo abrazaban y se depositaban en lo más profundo de su cerebro.
—Se siente raro... —susurró Martín viendo como la niña se iba quedando completamente dormida en sus brazos. Aquello era lo más hermoso que sus ojos habían presenciado nunca. Su hija era hermosa, un regalo que sentía no merecer pero que aún así quería guardar para él.
—Perdón por lo que hice...
—Perdón por compararte con un violador.
—Pero si abusé de ti, de tu confianza, de tu estado de vulnerabilidad.
—Yo también quería ser padre... —confesó acariciando la pequeña mejilla de su hija. No podía creer lo suave que era ésta y lo preciosa que se veía al dormir—. No es justo que hace días vos estás con ella y yo no puedo verla.
—Tienes razón... —murmuró para no despertar a su bebé—. Vamos, necesitamos relajarnos —le propuso guiando sus pasos hacia su cama.
Al llegar allí, ambos pares de mano pusieron a la pequeña en medio de la cama de dos cuerpos con muchísimo cuidado y se acostaron uno en cada lado. Martín estaba completamente perdido en la belleza de la niña, no podía creer que la mitad de su material genético fuera suyo, y que algún día, tal vez, tuviera su mismo aroma si se desarrollaba como alfa.
Arthur, a pesar del miedo que había tenido unos minutos antes, ahora comenzaba a sentir un extraño calor en su pecho, un calor que se sentía bien, y que le obligaba a sonreír mientras seguía con la mirada la mano del argentino que delineaba con la punta de su dedo las facciones de su hija.
—Me alegra que sea tuya... —soltó de pronto motivado por la intimidad de aquel instante.
—Bueno, a mi me parece medio piola que sea mitad británica —susurró con picardía.
—¿Medio piola? —repitió indignado. Martín se sonrió y contuvo una risilla cargada de maldad, Arthur frunció su ceño y abultó sus labios, pero luego fue él quién no pudo contener una genuina risa de felicidad, una risa que sorprendió al argentino, ya que hacía mucho tiempo que no escuchaba expresiones de felicidad a su alrededor.
—Vas a despertar a la bebé... —atinó a decir tratando de calmar su corazón, se había agitado de improvisto, supuso que era mera adrenalina al estar cerca de su hija.
—Yes, sorry... —bisbiseo secándose unas lagrimillas que asomaban en los bordes de sus largas pestañas rubias.
—Desde mañana trabajaré un solo turno en el hospital, así que estaré aquí entre las dos o cuatro de la tarde. ¿Te parece bien?
—¿Todos estos años has trabajado doble turno por voluntad propia? —inquirió casi con incredulidad.
—Al principio lo hice para terminar de pagar mi departamento, luego simplemente me acostumbre y si volvía temprano me encontraba solo hasta la noche, así que no valía la pena —expresó con una tristeza casi palpable.
—¿Por qué no tuviste un hijo con tu omega?
—Él no quiere hijos, mucho menos estar embarazado, no quiere engordar. Está un poco obsesionado con ese asunto.
—Entiendo...
Martín luego de aquella breve conversación se quedó en silencio observando a la bebé y, poco a poco, se dejó vencer por el cansancio. En esa noche tal vez había tenido el sueño más dulce de toda su vida hasta el momento, y no necesitaba más. Pero como si la vida no estuviera de acuerdo con su simpleza, le regaló un meloso despertar con el suave susurro melodioso de la voz británica en su oído.
—Disculpa, no quería molestarte, pero me parece que en una hora entras a trabajar... Si no mal recuerdo —continuaba hablando con suavidad para evitar que sobresaltara innecesariamente.
—Si, gracias... —respondió con una voz ronca refregando su ojo derecho. Arthur le regaló una breve sonrisa que se le hizo más linda que cualquiera otra que hubiese esbozado por su causa en el pasado—. ¿Y la bebé? —preguntó al notar que se encontraba solo en medio de la cama ajena.
—Está en el living jugando con unos juguetes que estimulan su desarrollo psicomotriz
—Alguien anda frecuentando foros de madres primerizas...
Arthur no respondió al comentario sarcástico de Martín y solo rio brevemente antes de ponerse de pie y acercarse a su ventanal para correr las cortinas. El argentino, ya más despierto, no pudo ignorar que el inglés llevaba un pantalón corto holgado que apenas cubría su parte trasera. Sus esbeltas y pálidas piernas le hacían salivar más de la cuenta. Algunas imágenes de esos dos intensos días de su Rut volvían a su mente, especialmente aquellas donde repartió besos y mordidas sobre aquellos muslos antes colgar esas piernas sobre sus hombros para penetrarlo con mayor profundidad y comodidad.
—¿Estás bien? —cuestionó el británico notando como todo la habitación comenzaba a inundarse de ese nuevo aroma a frescura mentolada que despedía Martín.
—Si, si... ahora me levanto —respondió tras aclarar su voz para disimular su nerviosismo.
—Vamos, te preparé un desayuno argentino, no quiero causarte nauseas con un muy nutritivo desayuno inglés.
—Ya te dije que eso es un almuerzo, no mezcles peras con bolitas.
Ambos rieron por ese agradable ambiente. Martín no podía recordar la última vez que había tenido una mañana tan tranquila y donde todo era más claro y luminoso de lo usual, incluso Arthur parecía brillar mientras servía un café con leche para él. Era tan extraño ver un desayuno sobre la mesa, generalmente bebía un café de máquina en el hospital y compraba algunas medialunas en la panadería de la esquina.
—¿Sabes que no me has preguntado hasta ahora? —inquirió de pronto Arthur sentándose en aquella mesa que dividía la cocina del living-comedor. Martín se encogió de hombros ignorando que era aquello en lo que no había indagado—. El nombre de tu hija.
—Mierda, primer acto de mal padre —dijo agarrándose la cabeza con arrepentimiento.
—No seas exagerado.
—¿Y cómo se llama?
—Rose, because she is the smallest rose in my imperial garden.
—Es precioso... —murmuró viendo a su hija jugar con unos sonajeros de distintas formas y relieves.
Luego de aquello desayunaron conversando de cómo serían sus vidas de ahora en adelante, ya que nada volvería a ser igual. Martín ese día se fue para volver a las dos de la tarde tan rápido como se lo permitió el tránsito porteño en hora pico. El personal del hospital incluso se sorprendió de no contar con el cirujano Martín Hernández en el segundo turno.
Lo primero que hizo el argentino al llegar nuevamente al departamento del Arthur, fue tomar a su hija en brazos con la ilusión de no volver a soltarla nunca, aunque cuando su celular marcaba las ocho de la noche, tenía que retirarse en contra de su voluntad. Cada día en que aquello se repetía, menos deseaba volver junto a Manuel, omega al que escasamente deseaba; y omega que parecía siquiera darse cuenta de la cantidades exageradas de perfume que utilizaba para que no detectara ni su nuevo aroma de alfa, ni el fuerte aroma a rosas que se le pegaba del Inglés.
En algunas noches Arthur lo convencía de quedarse en el departamento junto a la niña, volvían a compartir la cama y la bebé se acurrucaba en medio de ellos. Esas madrugadas eran tan incómodas y bonitas a la vez que no podía describirlas con palabras, porque en su interior nacían unos deseos irrefrenables por alzar su mano y acariciar el cada vez más precioso rostro del británico. Otras mañanas era Martín quien insistía en pedir el día al notar que Arthur se encontraba adolorido por su reciente cesárea, por más que ya hubieran pasado más de dos semanas de aquello, aún tenía dos o tres semanas más para recuperarse por completo. Pero el inglés rápidamente rechazaba la insistente ayuda que le ofrecía.
—Siempre puedo darles unas libras o euros extras a mis empleados y ellos hacen lo que les pida. No tienes que preocuparte tanto por mí —le explicaba recostándose en el sillón. Luego Martín se acercaba a él para revisar los puntos de la incisión. Arthur sentía escalofríos cada vez que la yema de los dedos del argentino se paseaban por su bajo vientre.
—¿Eso no es aprovecharte de la inflación de este país? —comentaba Martín en broma acomodando la remera del inglés tras hacerle aquel pequeño chequeo, aunque también tapaba su vientre porque una vocecita en su interior le pedía a gritos que besara esa increíble piel expuesta.
—No, solo hago uso de mi superpoder de moneda extranjera —argumentaba con ingenio guiñando uno sus ojos.
—Todo poder conlleva una gran responsabilidad.
—Lo tendré en cuenta, tío Ben.
Nuevamente las risas cómodas rodeaban el ambiente, Martín deseaba que aquello no acabara nunca. Pero su trabajo demanda la primera parte de su día y Manuel la última. Era consciente de que pronto tendría que eliminar a algunos de los dos, y su trabajo no era opción, necesitaba un medio de subsistencia.
A pesar de que se dijo a sí mismo de que debía poner en orden su tiempo, tres meses habían pasado en aquella doble vida. Sentía que su autocontrol estaba más cerca de irse por la borda, Arthur comenzaba recibirlo cada vez más coqueto, con ropas más ajustadas ahora que no le dolía su cesárea; incluso podía jurar que se maquillaba de forma sutil, pero temía de que solo fueran ideas suyas.
—¿Y cómo te sientes estos días? ¿No crees que volviste muy pronto al restaurante? —inquirió Martín sentándose a la mesa donde lo esperaba una cena apetitosa de carne al horno con papas.
—Solo voy unas horas al mediodía antes de que vengas a la casa —respondió buscando un vino en su pequeña vinoteca personal—. Ya te dije que no tienes que preocuparte tanto por mí.
—No puedo evitarlo... —murmuró casi como deseando no ser oído, pero el inglés había llegado a entender su balbuceo.
No sabía si ponerse feliz por estar en los pensamientos más urgentes de Martín, o frustrarse por sentir que todo aquello no eran más que esos famosos "chamuyos" argentinos. Si tanto le preocupaba y quería saber de él, por qué tenía que irse durante la noche, por qué tenía rogarle que se quedara a su lado cuando el sol se escondía. Su cabeza estaba hecha un lío, su cuerpo deseaba con ardor que esa tensión sexual entre los dos se resolviera de una vez, que se resolviera todas las veces que fueran necesarias para no sentirse de ese modo.
El aroma mentolado, su sonrisa de papá orgulloso, su voz ronca al llegar del trabajo, sus chistes de doble sentido, sus puteadas al ver los precios en el supermercado, sus frustraciones al no poder elegir un solo vestido cuando iban de compras, y cualquier cosa que hiciera Martín daba vueltas por su cabeza. Solo había necesitado cuatro meses para darse cuenta que hacía nueve años que conocía al Alfa que necesitaba en su vida.
A veces le daba vergüenza verse en el espejo y notar que se había producido con el único fin de atraer la mirada de él, quería que sus ojos de un profundo cielo verdoso se quedaran pegados a su cintura, a sus piernas, a su rostro, a su boca, a cada rincón de su cuerpo. ¿Era tan malo desearlo para él cuando había otro omega al que le había prometido su amor? Aquello lo llenaba de culpa, pero era Martín él único que podía tomar semejante decisión, él no podía hacer más que esperar y ocupar el rol de madre de su hija.
—¿Vos estás tomando supresores? —preguntó de repente Martín sacándolo de sus pensamientos.
—No los he tomado este mes, ya que el mes pasado me provocaron mucho dolor de estómago. ¿Por qué? —respondió bastante extrañado, el argentino no era de preguntar por sus cuestiones sexuales.
—Tu aroma, puedo sentir que se aproxima... —le informó sin levantar su mirada de su copa de vino.
Arthur se levantó de la mesa y se apresuró a buscar un supresor de efecto rápido en el cajón de su mesa de luz, pero antes de poder inyectarlo en su brazo izquierdo, Martín lo abrazó por detrás.
—¿Qué haces? Necesito ponerme esto —le dijo con voz ligeramente temblorosa, podía sentir como lentamente el calor en su cuerpo comenzaba a aumentar.
—No te pongas eso, quiero sentir tu aroma en su mejor punto... —susurró con aliento caliente sobre su oído derecho.
Arthur sintió como cada parte de él se estremecía de excitación, esperaba que Martín estuviera consciente de lo que estaba a punto de hacer, esta vez no podía excusarse con él se había aprovechado de la situación. Pero no tuvo que decir palabra alguna, al darse la vuelta, el argentino se mostraba seguro de lo que quería hacer en aquella noche. La niña dormía y las personas de afuera ignoraban la traición que allí se cometería. No había nada que pudiera detener lo inevitable.
Martín lentamente recostó al británico sobre aquella cama de blancas sábanas. Sus labios no tardaron en buscar los suyos y sus manos pronto se colaron debajo de sus molestas prendas. El celo de Arthur llegó por la misma estimulación, Martín podía hundir su nariz en su cuello y perderse en ese intenso aroma a rosas recién florecidas. Su erección dolía dentro de sus pantalones, y el interior del británico se humedecía más a cada segundo, a cada toque, a cada beso. Deseaba ser penetrado por el nudo del argentino hasta que el sol los encontrara a ambos desnudos en la cama amándose una y otra vez.
Pronto la espera terminó, y Martín se deshizo de la ropa de ambos y sus cuerpos se hicieron uno. Los gemidos de Arthur llenaron la habitación tanto como su aroma en celo, la mente del argentino estaba obnubilada por aquella fragancia, ni siquiera podía sentir culpa por el omega que dormía en su verdadera cama llenando cada rincón de su casa de un empalagoso aroma a vainilla.
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Nota:
Si, como notarán, habrá un capítulo más y una sorpresa muy especial, pero... Se los voy a decir después. ¡No se olviden de votar y comentar! ¡Muchas gracias por leer!
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