Prólogo, «Hálito de guerra»
Año 1030 después del Jardín
Las campanas de la guerra retumbaban junto a los ardientes tambores del averno. Tronando como una melodía estridente, el grueso de los ejércitos se armaba con laboroso vigor mientras los soldados tomaban las lanzas que les debían, los favores que perdieron cuando todos aquellos indeseados emigraron al sur, al continente de Polion, anhelando una nueva oportunidad de vivir sin temor a la traición, a la esclavitud, a que les ciñeran un collar al cuello y tirasen de ellos como mascotas en cautiverio. Huyeron de una discriminación social cuyas cotas más altas ni siquiera alcanzaban a divisar, pues rozaban las nubes, y regresaron por la justa igualdad que merecían compadecer.
La cordillera Valcáica era una zona cubierta por extensas lomas de piedra caliza y barro pegadizo, por longevos acantilados y despeñaderos rojizos donde la caída anunciaba la muerte más desesperante de todas, y donde, por maravillas del destino, todos aquellos hombres, veclars, tarpiones, golerqs y bestias cabían en el recorrido sumando incontables filas que no terminaban si uno desplazaba la mirada en redondo y trataba de dilucidar un posible final a la larga cola de la procesión. Y el sol, en su cenit, coronaba aquel cuadro irradiando levemente su fulgor veraniego y calentando las manos más frías que orientaban justas sus armas hacia la línea situada en el ecuador, allá donde el Anillo de Bodas rodeaba el cielo como un lazo de compromiso eterno; brillaba de un blanco tan intenso que sus buenos puñados de asteroides no daban cabida a la oscuridad bajo su fino manto planetario. Por suerte, estaban lejos de aquellas falsas sombras, de los Jardines que tanto añoraban conseguir para restablecer su fuente de poder, de los enemigos más peligrosos que podrían encontrarse explorando las costas septentrionales de Cima. Encima, contaban con escasos dirigibles que preferían preservar para aquellos combates que, seguramente, serían muy extenuantes. La tecnología punta robada debía ser un último recurso en todo caso, siempre.
Sabios eran los consejos que Lirikión el Encadenado había obtenido como frutos de los tiempos que corrían, y todavía más densa era su experiencia en los campos de batalla desde la guerra contra Khargentar en el desierto de Filíos. Recordaba vagamente la voz de sus espadas, que le susurraban que se tiñera de sangre ajena tras verse obligado a matar, para sobrevivir, pues necesitaba augurar un futuro mejor. Aunque, realmente, aquella no había sido la primera vez que mataba... Pero ese no era el futuro que hubiera creado, entre el puñado de corrientes que tuvo que trazar con las plantas de sus pies y las falsas garras de sus manos. Él habría abogado por la paz, como siempre solía hacer antes, si aquella posibilidad en verdad hubiera existido alguna vez.
Subido a lomos del frondoso pelaje verde de Clirik, aquellas aspas tan agudas taladraban el arzón de su montura y le perforaban la piel de los muslos. Prácticamente, le escocía entre cada tumbo y el tintineo de la armadura comenzaba a transformarse en una migraña sobresaliente, pero un Rey debía perseverar sosteniendo la prosperidad de su gente, y espolear en pos del avance que requerían todas esas almas en pena. Se rascó la melena y observó al horizonte con sus ojos castaños como dos vórtices sombríos que sabían lo que estaba a punto de suceder.
De tal forma que, ante la luz de un nuevo albor, llegaron hasta las altas murallas fortificadas que partían ambas amplitudes de tierra seca en dos territorios totalmente distintos gobernados por criaturas variopintas de figuras similares. Y, para la curiosidad de muchos, y la obviedad de algunos cuantos aficionados, la anchura total de los arqueros que ocupaban los murales Valcáicos eran la suma de los fieros guerreros de ambas Cyral, los mercenarios contratados en Bronqu y la ayuda monetaria de Gorlakistán. En total, debían haber más de medio millón de soldados apostados encima de las murallas, apuntando con sus flechas y arcos tensos a cada par de miembros de la Gran Avenida. Lirikión sonrió, alzando la marcha al son de un grito de guerra, taladrando los estandartes de cada país enemigo presente en aquella cicatriz gigante que los marginaba del resto del mundo.
Por la libertad.
Arribo las murallas Valcáicas por la libertad.
—¡Por Claaaarl! —gruñó en alto, lanzando una moneda al aire, jugándose su libertad y poniendo todas las piezas sobre un tablero cuyo mandato había recaído por demasiados eones en los Oradores que los vigilaban allende las estrellas marcadas en el cielo.
Este es el cuento del hombre que azotó esas tierras.
Y aquello era solo el preámbulo de la última batalla.
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