Capítulo 2, «Llamas futuras»



 Año [...] después del Cristo



Y desperté.

No fue como nacer, desde luego, ni tampoco lo podía comparar con recuperar la mente tras una larga jornada de sueño profundo o una resaca. Las muñecas y los tobillos no estaban respondiendo a las estimulaciones vasculares de la sangre, la cabeza me lanzaba tenues punzadas mientras me ahogaba en un mar rojo imposible de apreciar, las pestañas palpitaban y hubo una molestia en los hombros que me retenía en aquel espacio tan viscoso y espeso donde apenas podía respirar sin asco. Traté de forcejear, ante el constante chillido de una alarma que me reventaba los tímpanos, como en la invasión al aeropuerto. Luego un chasquido me desorientó los sentidos y, en cuestión de segundos, una intensa corriente eléctrica me perforó los omóplatos como un aguijón que me partía los huesos. Rogué en silencio, para colmar tal sufrimiento, pero mi voz no llegaba a escapar de aquella jaula donde andaba metido. La guinda del pastel llegó cuando, de pronto, el líquido que me cernía se desprendió como agua de un estanque gigante y fui conducido hasta el exterior por las garras de una presión burbujeante.

Caí al suelo, podrido y desecho, bañado en sangre que no me pertenecía y tan mareado que no podía ni sostenerme, ni erguirme derecho, ni mover un músculo sin comenzar a oír una especie de pitido dentro de la cabeza que me instaba a quedarme quieto y relajar el cuerpo, con la respiración atorada exclamando por aire que no estuviera seco. Las articulaciones, atrofiadas por obvias razones, dormían más de la cuenta.

Bocabajo, separé los párpados y la rendija verdosa de la luz parpadeante se filtró entre el dosel de pestañas, abriendo paso a un escenario tachonado por paredes metálicas y un suelo adosado por paneles de cerámica blancos en intrínsecos patrones redondos. Era un lugar extraño y poco tranquilo, pero no podía contemplarlo en su máximo esplendor estando tirado. Apreté los puños y desplegué los dedos en reiteradas ocasiones, hasta que el timbre de los nervios me recorrió las venas y comencé a ser.

Tosí, diez veces en total, antes de inclinar las piernas y arrodillarme. Volví la cabeza con un peso fornido encima de la espalda, quedé absorto y rocé aquella sorpresa horripilante. Dos largas raíces crecían de las cervicales, como huesos cilíndricos que se ampliaban hasta el inmenso tubo de ensayo donde había sido conectado hace años, pero la raíz que las había sujetado estaba cortada y ahora parecía que blandía dos terribles alas, dignas de un ángel caído. De cuclillas, finalmente alcé el cuello y observé aquellas extremidades artificiales con cierto recelo, que cayeron como algas serpenteando a mis costados y me recordaron el dolor de todos esos sucesos.

Disfrutaría la venganza.

Por Maite, por Eneko, por Asier y por mis padres adoptivos.

Casi tropecé probando a caminar. Debía guardar fuerzas unos minutos, mientras el campanazo de la alarma resonaba por los pasillos, para acostumbrarme al dolor de esos tentáculos de metal y lidiar con la fatiga floreciente de un bello durmiente. Afortunadamente, al menos pude reparar en las puertas de marcos curvos, en los equipos dispersos que contenían decenas de inscripciones innombrables y en la ausencia de luz blanquecina correspondiente a las paredes. Estaba en una habitación cerrada, básicamente, y en cuarentena, supuse en aquel instante. No había ventanas, pero escuchaba el ligero pitido de otro motor viajando lentamente por la penumbra. Me estiré de los pelos, excavando entre los sesos desfigurados de la memoria.

El reflejo de un espejo nítido en la pared contigua me concedió una imagen obtusa de la apariencia que me pertenecía, y allí pude sorprenderme más, si todavía cabía esa posibilidad. Me veía anciano, con piel rugosa, con pilas de músculos endebles que se caían como pliegues de ropa encuerada y cabellos canosos por doquier. Apoyé los dedos sobre el cristal y me arañé las profundas ojeras que se acentuaban como sombras encima de un ceño perdido, y forjé una mueca de desagrado ante tales pintas, donde los cables que aleteaban de la parte trasera del cuello no se veían rudos, sino ausentes de entereza, como las extremidades fofas, la barriga de piel ósea y la figura desgarbada.

Ese hombre no podía ser yo... Simplemente, no.

¿Cuánto había transcurrido desde el incidente?

Cómo quise, avancé anadeando las piernas y meciendo las caderas y los cables hasta que golpeé las compuertas en seco. No hubo respuesta alguna al respecto. Repetí el coscorrón contra la superficie de acero pulido. No hubo respuesta alguna al respecto. Lancé una sórdida patada con el talón del pie izquierdo, perezosamente, casi cayendo en el intento. Y, como os podéis imaginar, nuevamente no hubo respuesta alguna al respecto.

—DEJADME SALIR. HIJOS. DE. PUTA.

Me desesperé, como un pez de agua salada capturado en las redes de un famoso pescador, y exigí respuestas que dudaba siquiera si llegaban a traspasar aquellas formaciones revestidas de decenas de aleaciones. Fue como una marea de miedo que me iba escalando poco a poco, como una garra de tesón que me invadía a medida que estrellaba los dorsos de la mano pidiendo con un llamado, como una ola de viento exigente que reclamaba su derecho a cabalgar la bóveda del cielo junto con las nubes que lo adornaban.

Pero nada funcionaba, y cada vez un nudo me oprimía más y más la garganta...

Hasta que, finalmente, la puerta brilló ribeteada en tonos celestes, un pitido resonó en la estancia, y el panel se elevó justo enfrente. Allí, un largo pasillo se crispaba en redondo a medida que una extensa selección de puertas, cerradas probablemente a cal y canto, se apostaban en paralelo a cada cinco metros, respaldadas por unas líneas gruesas de colores rojizos que rebotaban los colores inminentes de la alarma: parecían las venas de un ser de proporciones monstruosas, donde yo solo era un alimento más del montón que se filtraba del estómago a los intestinos, y el suelo se laminaba con más baldosas de cerámica, negras y rojas como el rocío de la tarde. Me encontré descubriendo aquellos pasillos en cuestión de minutos por vaga curiosidad, examinando los sellos de las cerraduras y rebuscando una explicación coherente, o esquivando algunos muebles de bordes lisos y tapices que, a plena vista, parecían encerrados en vitrinas de cristal, postergando su futuro deterioro.

Troté, recuperando la noción del tiempo y el control del cuerpo tranquilamente a pesar del estridente sonido que palpitaba en aquel canal laberíntico de pasillos. Y por fin, un ventanal apareció...

No había nada al otro lado, quería creer cuando llegué de refilón a lo que sería el límite de la estructura, solo observé cientos de puntos reducidos a meras cenizas empujándose en un mar de infinita oscuridad, unas piedras flotando al azar entre corrientes curvilíneas y una masa de fuego titánica que las engullía como un Dios griego comiéndose a sus hijos. Era el mismísimo Sol, un emblema de plasma deslumbrante más grande que nunca antes. Pero la sorpresa devino en absorción cuando un atisbo azul jaspeado en grumos verdes y blancos surgió al otro lado del sol, con una luna destrozada en cientos de fragmentos como esquirlas o centenares de canicas que iban ciñendo la esfera, la atmósfera. Se trataba de la Tierra, decrépita y en las últimas. Incluso podía distinguir a Júpiter y a Saturno, sin embargo, no había Mercurio ni Venus... El Sol los tragó, supuse, aterrorizado con la catástrofe y retrocediendo por el frígido disparo de los instintos.

Ahora sí, no entendía nada de nada. ¿Cuántos años debieron de transcurrir para que las cosas estuvieran así de mal, cuántos milenios o eones para que el Sol adquiriera tal tamaño colosal? Nunca fui un genio en astrología, pese a la pasión enfermiza que padecía por la ávida lectura en mis ratos libres, fuera de los entrenamientos de boxeo, así que no lo sabía a ciencia cierta, y ese desconocimiento me causaba pánico.

«Algún día me gustaría ver la Tierra desde el espacio», fue la oración que Asier nos dedicó antes de todo aquel atentado donde nuestros días acabarían para comenzar a ser mecidos por un nuevo viento.

Una presión me tensó los huesos.

No podría disculparme con nadie. Nunca. Ni papá, ni mamá, ni Maite, ni Eneko, ni Asier.

Me deslicé por los pasillos arqueados después de sacudir la cabeza, optando por concentrar absolutamente las ganas en escapar del dichoso lugar, aunque en lo hondo supiera que tal hazaña sería imposible considerando el estado del Sistema Solar, y revisé cada puerta bloqueada que podría haber empleado como escondite acérrimo en caso de que un invasor de aquellos del accidente se mostrase de repente: esas bestias de rostros de anfibios, siluetas humanoides y mentalidad ausente de moralidad. Hasta que, tras caminar un largo período de tiempo en vueltas que no parecían llegar a ninguna parte, un ladrido rebotó por las paredes como fotones de un rayo que perforaba la nave. Me arrastré, por un resquicio de miedo, a esconderme tras la esquina de un armario colindante, mientras echaba los cables que aún tenía colgando de los hombros sobre la espalda para no ser delatado por su vistosa presencia y afinaba los oídos.

Las voces llegaban de una puerta de filtros verdes fluorescentes, afortunadamente, aliviando cualquier signo de estrés; sin embargo, los otros ronquidos me alertaban de sobremanera. No sabía cómo ni cuándo, pero los cables adheridos ascendieron en alerta como colas de víbora al soslayar la puerta abriéndose de par en par.

Dos anfibios salieron, en fila, cargando una jaula de paneles rojos que iban oscilando junto al retumbar estridente de las alarmas y el miedo que corría por sus ojos desorbitados: pues, para mi gran sorpresa, en medio de la jaula se hallaba una bestia postrada sobre sus cuartos traseros como un perro, con un hocico acompañado de dientes en sierra y ocho pares de ojos ululantes que se extendían hasta la punta del morro. Tenía un pelaje verdoso, grasiento y descuidado, enmarañado, desfavorecido y asqueroso que seguramente estaba plagado de pulgas y otras docenas de insectos, infecciones o parásitos espaciales que no quería ni imaginar viendo ya de por sí que el tamaño de aquella bestia doblaba al de sus captores.

Los cables de mi espalda rezumaban como lenguas bífidas y, sin que pudiera sumirlas bajo una merced invasora, se adueñaron de los instintos de venganza más oscuros que me consumían. Véngate de ellos, me susurraban a los oídos. Los quieres muertos a todos, mientras cada vez me sentía más convencido y tentado por sus sílabas electrizantes y sus carraspeos constantes. Y lo peor, que la oportunidad se encontraba justo en las manos con las que no pude alcanzar a salvar a la gente que amaba y también con quienes deseaba pasar el resto de los días.

Avancé, sin miedo a la muerte que me estaba amparando.

Me vieron, extrañados, y soltaron las riendas de acero para desenfundar sus fusiles llevándose las membranas de las manos a la cuesta de los hombros. Frente a frente, cara a cara, unos puntos rojos parpadeantes fueron secundados por un rechinar claro y conciso. Los cables estallaron ante las órdenes que emití, y unas centellas chispearon sondeando el aire. Frené los disparos. Las ranas croaron, desconcertadas, antes de que los cables degollaran sus rostros y les dieran una protuberante descarga que los dejó abatidos y enfrascados en charcos sinuosos de sangre carbonizada.

Al instante siguiente, abastecido por un total rencor que me crispaba las heridas, las estrías y las arrugas, destrocé los muros de la red eléctrica que contenía a la bestia. Para eso, desgarré la fuente de la energía con los cables. Ahora sí, pude notar la diferencia colosal de tamaño que nos separaba, el olor nauseabundo que desprendía y que me hizo tapar las fosas nasales conteniendo las ansias de vomitar, la larga cola peluda que se erizaba como un caracol en torno a sus piernas y la servidumbre que demostraba cuando lo liberé.

Aquel hocico inundado de ojos me miró con entusiasmo y agachó la cabeza tras lamerme los brazos, tras haberme inspeccionado con su agudo olfato y horrorizándose un poco de los cables. Pero me dejó subir a su lomo como si fuera un caballo, a pesar de todo.

Ese día, un vínculo inmortal del cual no era consciente fue forjado. Y el universo, para bien o para mal, cambió para siempre.

Me agarré del pelaje, le indiqué avanzar espoleando montura y trotamos rodeando los pasillos a toda velocidad, buscando una salida de la inmensa espiral en que andábamos encerrados. Pero las alarmas se fueron tornando más intensas a medida que atravesamos más umbrales con esperanza de encontrar la fuente de nuestras dudas, a medida que nuestras mentes raramente se mezclaban en una sola y entendíamos lo que el otro quería confesar, a medida que la sangre se iba regando por las paredes y el paisaje se truncaba dantesco ante nuestra vista.

Hasta que, inevitablemente, los cables fueron incapaces de reaccionar ante el ruido de una puerta dividiéndose a nuestra espalda. Una sensación punzante me recorrió los nervios y me impactó justo en la espalda, mientras caía de bruces tras las patas de la bestia y la visión se iba convirtiendo, otra vez, en un cuento de hadas que se perdía con el vaivén de los segundos y el cambio de las eras.

Nos habían pillado por sorpresa, de una forma tonta e ingenua. Como un ave que había visto la oportunidad, pero que solo había estado jugando dentro de la angosta jaula de su dueño.

La bestia se acercó, gruñendo hacia los perpetradores, y luego me lamió las manos gimiendo por lo bajo. Sonreí, disculpándome en silencio y preguntando si podría cuidar de mis amigos.

Sí, me dijo.

Escuché un temblor, un rugido, unos aullidos. Y una ráfaga instantánea me apagó los sentidos.

El Sistema Solar se convirtió en pura oscuridad, hasta la llegada de un nuevo albor.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top