Capítulo 1, «Llamas antiguas»



Año 2023 después del Cristo



Era una mañana remotamente tranquila y apacible, pero ajetreada y caótica por partes iguales. Insisto, nunca pensé que tendría que envolver toda la ropa en cuestión de cinco minutos para bajar a toda prisa del piso de mis padres, despidiéndome con dos besos en las mejillas a cada uno y un sólido abrazo familiar, pillar un taxi, dialogar con el conductor de mientras para no aburrirme ni sentirme estresado, bajar del vehículo en pleno centro de Bilbao y saludar a esa otra gente que más me importaba de camino al aeropuerto, esperando en conjunto al autobús.

Me llamaba Eric Kateak en ese tiempo, y como podéis apreciar, jóvenes aventureros, aquel no fue un día cualquiera en mi apretada agenda. Me encontraba nervioso, ruborizado, con el pulso desmedido y la sangre desbaratando el cerebro. ¿Por qué estaba así?, me gritaba al tiempo que subíamos en grupo al primer autobús de la parada traduciendo las credenciales para alquilar un asiento libre cualquiera hasta el dichoso aeropuerto que nos esperaba. ¿Por qué no podía simplemente conformarme con lo que me había tocado?, me decía de vez en cuando. Y ¿por qué no abandonaba el boxeo después de tantas cicatrices que me partieron los labios y me rompieron el tabique? Pues, mirad, que tuviera en mente una buena cuestión no significaba que poseyera en manos la mejor de las respuestas. Era joven, muy inmaduro y un bruto por fuera, pero algo sensible según la gente que me conocía por dentro. Lo mío no era pensar, sino actuar en consecuencia. Por eso nunca adquirí un amplio abanico de amigos y siempre andaba con aquellos que sí me respetaban por haber sido un fiel compañero y no un oportunista cretino...

Los edificios del centro de Bilbao, altos, tachonados en sus balcones por arquitectura europea, iban y venían mientras el tiempo seguía transcurriendo inexorable como un reloj de arena y las oportunidades se alejaban como agua entre los dedos tras las finas ventanillas. Cobardía y coraje en un único ser, un despropósito que era capaz de arremeter en las peleas cercadas del ring hasta el agradable ronroneo metálico de la campana, pero que no podía declarar los sentimientos más acérrimos a la chica que me gustaba. Ella en cambio se veía hermosa, lo recuerdo como si fuera ayer: sus ojos electrizantes me clavaban la mirada, su cabello ondulado se resbalaba como una cascada llena de lujos y sus labios, ay, sus labios..., rechonchos, carnosos y rosados como pocos. Y ni siquiera he descrito todavía algunos de sus otros rasgos, como los pómulos altos o la barbilla acentuada sobre su mandíbula, o sus lindas cejas que te sonreían de vuelta.

Maite Betirako parecía más bella el día de la despedida que otras veces, y entrelazando sus dedos en mi hombro, me recordaba que lo nuestro podría haber sido algo posible con un poco de esfuerzo y más valentía de la que podía ofrecer.

Ya habíamos sido pareja, sí, cuando estábamos en bachillerato, durante dos años consecutivos de besos que poco a poco se tornaron en discusiones pasivas por detalles inocuos para esa relación. Sin embargo, un año antes de aquel día prometido lo dejamos, pues ella estaba afectada por el fallecimiento de su padre en la cuarentena y, tan sencillo como darse con un canto en los dientes, ambos decidimos que debíamos tomarnos un tiempo para reflexionar y saber qué era lo que queríamos hacer en adelante, sin arrepentirnos luego de otro sinfín de desdichas. Y fue durante esos años libres que empecé la carrera de boxeo, donde crecí a pasos agigantados y descubrí la pasión que me hacía latir de muchas otras formas que antes no hubiera creído posibles. Por caprichos del destino, los grandes pesos aguardaban en la otra punta del mundo mientras yo debía enmendar aquel rato tan temido para mis seres queridos.

Me dolía, pero no me apetecía llorar. Las lágrimas solo servían para volver más duras las despedidas, aunque también podían curtirnos en los peores y en los mejores momentos, dependiendo de cuán duro resultaba tan evento.

De pronto, mientras me concentraba en los transeúntes extravagantes que ocupaban las calles, me airaba por el calor fuerte que pegaba y aceptaba los reclamos de la chica que también me amaba, Eneko Villalobos saltó de su asiento ante el respingo de un badén que provocó el rechine de las ruedas y se giró sobre el asiento afelpado del vehículo para vernos directamente con aquellos mechones negros que flanqueaban sus ojos castaños. Tenía unos aires juveniles muy poco sutiles, unas características faciales que gritaban a los cuatro vientos la ausencia de su madurez, y una prepotencia que volvía su sonrisa arrogante de cabo a rabo. Pero era mi mejor amigo por algo, por la hermandad que establecimos desde la ESO de Amorebieta. A él lo discriminaban por ser orgulloso con su natalidad española, pues en País Vasco serlo es sinónimo de fracaso, y a mí por carecer de cualquier ego. Dos gotas de agua que concordaban casualmente.

Los días se retuercen cuando uno menos lo avecina.

—¿Qué tal va la cosa, parejita? —perforó el escaso espacio que nos separaba con sus comentarios mordaces, suscitando una sola risa y unos cuantos reproches.

—Ya me gustaría —contuve el sarcasmo y me tapé los labios con un sello jurado de fidelidad.

—¡Eric!

—¿Qué? Admítelo, parecíamos unos muermos sin decirnos nada. Menos mal que alguien ha roto el ambiente animando un poco la fiesta.

—Es que esto no es una fiesta... —Maite rodó las hiladas espinas de sus pestañas hacia el asiento colindante del pasillo y recuperó la vista hacia Eneko, quien estaba envuelto en un halo cristiano de felicidad.

—Más razones por las que alegrarnos. Será la última en mucho tiempo, y me gustaría disfrutarla de verdad. Juntos —le dije de todas formas.

Sus dedos descendieron por el grueso del brazo y me acariciaron las yemas de la mano, mientras tornaba las comisuras labiales y me provocaba un revoltijo de emociones en los abdominales. Cómo uña y carne, sabíamos que la partida nos rasgaba las paredes sentimentales y nos calaba hondo en el corazón; no obstante, debíamos asegurarnos de que ese rato fuera eterno a pesar de que ya casi habíamos salido a la carretera principal e íbamos rumbo a la autopista general para adentrarnos en el aeropuerto, pues divisé que los altos edificios y los rascacielos armados en inmensos ventanales que rebotaban los menguantes colores cerúleos se desprendían a medida que el sonido del motor se atenuaba. Ese tiempo necesitábamos convertirlo en arte, disfrutando al máximo entre los cuatro. Por eso, aunque me dolía, me acomodé separando un poco las manos de Maite, clavé los dedos como garras de búho sobre la cabecera del asiento de enfrente y observé al otro invitado.

—¿Y qué tal Asier? ¿Tan dormilón como siempre?

—Con el móvil, imbécil —contestó el susodicho, sin devolverme el ceño fruncido que lo distinguía del resto por su mal genio. Revisaba sus mensajes privados por una conexión VPN a través del teléfono; sí, no se fiaba de absolutamente nada de nada.

Solté una carcajada soez ante su comentario, cotilleando su contenido.

Asier Baratxategi, por gusto, había comenzado a escribir libros desde los quince años y en aquel tiempo aún no tiraba la toalla, ya que amaba la prosa moderna, la antigua, la forma en la que las sílabas fluían al compás de las palabras que leía en su memoria y cómo las memorizaba para luego apuntar cada detalle minúsculo o reciclar expresiones que ni él mismo nunca imaginaría ilustrar en sus piezas. Las grababa para siempre. Era socialmente ausente, un marginado, pero jamás guardaba malas intenciones tras sus puyas en forma de navajazos. Y lo sabía porque él fue la primera persona que se lanzó a la piscina municipal cuando me ahogaba, cuando no éramos más que unos críos de entre seis y ocho años y apenas solíamos correr sin tropezar jugando al "tú la llevas". Desde entonces, sentía una deuda incapaz de facturar con él y lo invitaba a todos los grandes eventos por los que pasaba, desde entrevistas con la prensa hasta películas que me interesaban. No le gustaba participar, trataba de disimular, pero tampoco se quejaba. Es más, casi en todas las ocasiones salía esbozando una tenue sonrisa de alborozo.

Se hacía el duro.

Me balanceé sobre la cabecera para incordiar su plácida lectura.

—Vamos, dime algo. No puede ser que me vaya y te quedes tan callado. Eso es demasiado habitual, y esta situación no es nada habitual.

Pude escuchar como sus cejas crujían como cigarras. Estaba rebasando la sólida línea que trazó en su mente, adrede, como ocasionalmente.

—¿Y qué quieres que te diga? —susurró con voz de rabia, mezclada de incertidumbre—. Me voy a aburrir como una ostra cuando te vayas...

—Pues disfruta un poco ahora.

Ante su silencio sepulcral, tensé los hombros, agaché la nuca, incliné la espalda y bajé de la cabecera a la que me aferraba para dejar paso a las dudas y a los posibles temas de conversación que un marginado podía entrelazar con un grupito resiliente como lo era el nuestro.

Y ahora diréis, ¿por qué malgastar saliva en hablaros de gente que no importa mucho en la historio que os voy a contar a continuación? Bueno, supongo que solo se trata de empatía por las personas que a mí sí me llegaron a importar en su momento, que me fueron definiendo con el transcurso de las estaciones hasta que me convirtieron en un hombre de provecho que no olvidaría todos aquellos favores. A cada uno lo amaba por separado, y les deseaba lo mejor de lo mejor con total fervor. Solo... no quería imaginarme un mal final, incluso si ese día acababa de aproximarse.

Otro corto vaivén de minutos surcó el tiempo al mismo ritmo que el viaje y, finalmente, Asier retomó la palabra que había dejado tendida en el aire.

—Algún día me gustaría ver la Tierra desde el espacio.

—¿Y eso? —dijo Eneko sin medias tintas, ensanchando sus ojos de roedor en las tres direcciones concurrentes que nos representaban. A veces me preguntaba si era tan hiperactivo como ufano a admitir la facilidad con la cual se desconcertaba; aunque, otras veces, se me olvidaba y simplemente lo dejaba ser—. ¿Delirios de sueños pasados?

—No, es solo lo primero que he pensado mirando tras la ventana. Las nubes son hermosas, pero me pregunta cómo sería verlas directamente desde arriba, desde más allá del cielo, con todo ese amasijo de oscuridad congelándome las vértebras. Suena conmovedor.

—No. Eso suena tétrico.

—Definitivamente no sería mi mayor pasión —irrumpí repentinamente, sonsacando la risa ahogada de Eneko—. Sin embargo..., kabenzotz, el sol debe ser muy bonito desde un poco más lejos. No me importaría observar las estrellas y nuevas constelaciones desde la luna. ¿Os imagináis las vistas?

—Serían preciosas —adujo Maite, a su derecha, tanteando con la mano su brazo en reiteradas ocasiones. Ella volvió los ojos, sin previo aviso, soltándose con un rostro de decepción—. Como perlas gigantes brillando en un mar de oscuridad. Lo malo es que son tan lentas que te acabarías aburriendo al cabo.

—No sé... —continuó Asier, desasosegado-. Yo creo que un eclipse debe ser todavía más increíble desde tan alto.

—¡Oh, sí! —exclamé en alto—. Un anillo de fuego desde un pedrusco rosa tiene que ser impresionante. Te compro la idea y, de hecho, te la robo.

—Una polla como una olla. Tú ya estás cumpliendo tu sueño, deja reposar a los míos —masculló chasqueando los dientes mientras más risas se nos escapaban con el brío que había tomado la conversación por su grata colaboración y simpática ironía.

No obstante, por un instante de ceguera, me percaté de la estresante corriente de aflicción que soportaba en los hombros y me resigné a exentar la humedad secándome los párpados. Un amigo no debía llorar en los peores momentos de debilidad, cuando los caminos iban a distanciarnos abruptamente por los pasos de las metas que habíamos elegido. Si la decisión era mía, ¿qué derecho tenía a mojarme la cara enfrente de ellos? ¿Cómo iban a sentirse si me veían tan desolado por la despedida? ¿Cómo iban a estar tranquilos si no quería abandonarlos por viejas añoranzas y sumo talento?

Entonces, me di cuenta que no me disgustaba del todo la idea de quedarme.

El motor rechinó. Al otro lado del parabrisas, un cruce nos encaminaba al dichoso aeropuerto por una ruta plagada de curvas que nos instó a quedarnos quietos como estatuas mientras seguíamos la conversación. Además, por los laterales de los arcenes, unas verjas como muros de acero se levantaban y nos tapaban el paisaje por ambos flancos.

—Oye, ¿y tus padres? —expresó Eneko—. ¿Están de acuerdo con no venir al aeropuerto?

—Diría que sí —manifesté, no muy seguro de lo que realmente meditaban. Arqueé las cejas apoyando el hombro sobre la ventana y bufé, contemplando la nada rotunda que la decoraba tras la fina cortina de tela—. O sea, los quiero muchísimo y todo eso. Ellos me han apoyado en todo, pero siento que sería demasiado doloroso alargarlo más de la cuenta, a pesar de que tengamos tantas cosas que decirnos mutuamente. Porque, aunque nos consideremos como tal, siempre existe esa pequeña desconexión sanguínea estorbándonos. Es incómoda para mí, y no sé si ellos se sentirán igual. Es mejor así: no quiero hacerles daño, no más que cuando me ven con los labios rotos y el ojo morado.

Otra leve pausa barrió el ánimo que nos vestía minutos atrás.

—Es muy noble de tu parte preocuparte, pero deberías llamarlos al menos —me sugirió Maite, apretando el entrecejo, con signos frustrados de regaño—. Odiaría que mis hijos se fueran a México para darse de hostias con personas que le sacan dos metros de alto solo por un "no quiero preocuparos".

—Pues...

Yo lo aceptaría; temblé considerando que, en realidad, jamás diría tales barbaridades, que lucharía por su bienestar y protección hasta el fin de mis días, y reconsideré llamarlos a último minuto para disculparme por ser tan egocéntrico. Por lo menos. Luego deseché la idea, arraigado al inconsistente pensamiento del horrible resultado que podría desembocar si me lanzaba a la aventura descubriendo que no solo prefería permanecer en la cuna, en País Vasco, sino que también me debatía oscilante de miedo, ya que desconocía si esa posibilidad me encerraría en una coraza de inseguridades a la hora de escoger decisiones cruciales para el porvenir como las que me dividían en ese instante. Pero sería lo mejor, sí o sí. No puedo arrodillarme y volver con la cola entre las piernas ahora que he tomado un camino fijo. Lo siento.

Agaché el norte que me erguía, abstraído, ya no tan indeciso.

Maite consideró el semblante frío que entornaba y, con gracia, desplegó su teléfono de la funda rosa que lo cernía mostrando un cúmulo de noticias y comentando al respecto, cada cual más confuso que el anterior: la mayoría eran bobaliconas, sin amor propio, que cualquier individuo inteligente ni se molestaría en revisar solo con echarle un ligero vistazo al título; platillos volantes y objetos no identificados pintando las nubes, grabaciones extrañas de eventos paranormales; un hombre con las manos desnudas convocando las llamas, como si aquello fuese posible; una nueva marca de dentífricos compuestos de materiales de ancha densidad, severamente saludables y muy recomendables; un hombre que se había golpeado en las pelotas tratando de deslizarse por la barra de las escaleras, solo para que su madre fuera a regañarlo al hospital mientras lo golpeaba con una zapatilla y las enfermeras se movían aplacando su ira; más platillos volantes; películas de zombies; desapariciones en Oriente; lucha libre; humanos con poderes bizarros; anime; más anuncios... No era la mejor forma de aprovechar el poco tiempo que nos quedaba, pero al menos lo intentaba con total fervor y esa muestra de aprecio podía respetarla.

Sonreí inconscientemente.

Observando la hermosa franja blanca del inmenso paisaje que surgió de repente, comprendí que al fin llegaríamos al aeropuerto tras la próxima rotonda. Sin embargo, ninguno parecía prestar la más mínima atención a dicha área que nos rodeaba y todavía conseguían sostener la misma conversación con la que llevaban discutiendo durante escasos minutos, desde que se partieron en opiniones por las noticias, en un tira y afloja que aburría tan solo de escucharlos, y suspiré para mis adentros relajando los músculos del cuello.

—Eres demasiado imaginativo, Asier —reclamó Eneko, bañado en un razonamiento sofisticado—. Deja de pensar en letras y concentrarte en lo real. —El susodicho ladeó las cejas, implícito y consternado por la ausencia de motivación en los sueños.

—Pero, ¿has pensado alguna vez cómo sería lanzar fuego por la boca? ¿Lo emocionante que sería flotar por agua y por mar? ¿Hundir la tierra?

—Sí: el primero lo haces viendo anime, el segundo leyendo La Biblia y el tercero consiguiendo trabajo.

—Ese no es el punto...

—¿Y cuál es sino? —interrogó él, desabrochando el cinturón en cuanto el autobús comenzó a reducir la velocidad y el tirón presionó a los asientos donde estábamos aposentados—. ¡No me jodas! Si tuviera poderes, me quedaría sin curro. ¿Y si esos poderes nacieran como dices de otra cepa? Qué vagueza...

—Se dice pereza —le corrigió.

—Pues qué vagueza decir qué pereza.

—Eres incorregible.

—Lo sé. —Guiñó el ojo a la cámara, mientras estiraba las piernas y nos preparábamos para escaparnos por los pasillos antes que nadie y retomar las maletas que habíamos guardado abajo, en las compuertas exteriores del maletero.

La entrada del aeropuerto era amplía en cuestión, y tan basta que los campos verdes que habitaban en los alrededores, todavía teñidos de unos cuantos edificios de dos o tres plantas, parecían diminutos en comparación; el blanco de las paredes se abría en una pendiente invertida sobre unas pesadas puertas de cristal y se levantaban en un techo cobijado que nos cubría de los rayos opacos del sol. Detrás de la parada, un óvalo blanco componía la estructura principal de los aparcamientos, además del famoso túnel bajo tierra que servía de puente directo hacia las entrañas del aeropuerto, y la carretera los circundaba en un precioso lazo de asfalto pulido. Había docenas de coches aparcando y cientos de viajeros recogiendo su equipaje, eyectando sendas de su comodidad familiar y atravesando las puertas que os comentaba, al tiempo que los guardias de seguridad repasaban con la mirada para identificar el posible tráfico ilegal del cual habían sido encargados prever. También pude analizar algunos puestos de comida y entretenimiento tras la cristalera, y las escaleras mecánicas que bajaban del túnel o ascendían hasta la planta donde se abordaban las compras de los viajes.

Pocas veces había recorrido dicha locación en el mapa que normalmente concurría, pero debía admitir que el gobierno sabía montárselo cuando le interesaba quedar bien de cara al público que venía deseoso del resto del mundo. Con ese optimismo, ingresamos en la pirámide invertida, ascendimos por las escaleras mecánicas mientras oíamos el gentío a nuestras espaldas y nos maravillamos hasta con el suelo enladrillado de granito rojo o la modernidad ociosa del interior. Entonces, apenas terminamos de alcanzar la cima, nos topamos con un espacio mucho mayor infestado hasta las sienes de largas filas de pasajeros que buscaban los números azulados correspondientes a sus vuelos o atendían en unas pantallas de nombres amarillentos los minutos que escatimaban para sus últimos momentos antes de arrojarse de lleno a la empresa. Es más, aquella marabunta no fue lo primero en llamarme la atención, ni la cantidad inmensa de guardias de seguridad inspeccionando las posesiones ajenas cuando uno se metía en los pasillos que conducían a los aviones. Lo que me cautivó fue el techo y las curiosas formas en las que la luz se filtraba entre finas rejillas de flores. Si tuviera que describir cómo se veía aquel espectáculo, diría que era como estar dentro de un acantilado retorcido y la luz fuera el agua salpicada contra aquel medio precipicio, colándose entre los azotes de las olas hasta formas grietas y boquetes que iban serpenteando patrones hasta sus raíces.

Eneko, Asier, Maite se mantuvieron firmes, me ayudaron a esperar la insufrible distancia que nos apuraba del viaje que me aguardaba a la vuelta de la esquina y me alegraron por un largo rato sin dejarse influenciar por aquel extraño ambiente de pesar, de despedidas y reencuentros que era habitual en los aeropuertos, más concentrados en sustanciar la risa que en discutir por asuntos triviales que ni siquiera les llamaban, dispuestos hasta a disfrazarse de bufones o emerger en harapos fruncidos. No podían desligarse del orgullo, claramente. Pero, al menos, fue un rato la mar de divertido donde traté de disimular enmascarando la triste verdad con júbilo. Hasta que el momento finalmente llegó.

Antes de ser atendido, me torcí sobre los talones, sostuve las manos de Maite, la arrimé a mí para cortar sus rutas de escape y nos miramos profundamente como dos estrellas que desprendían calor de sus ojos para espantar a las sombras que rondaban por el espacio sideral. Nos sonrojamos levemente, ya que sabíamos lo que el otro iba a soltar. Posponer los deseos sembrados del corazón nos aclaraba las tripas incesantemente y nos extirpaba la respiración.

—Es una pena, ahora que me voy... —empecé, murmurante, y me atreví a decir lo que nunca le dije—. Me gustas, Maite, desde siempre me has gustado. Espero que no sea de cobardes que lo diga justo ahora, es solo que... me daba mucha vergüenza. Después de tanto tiempo, de tantas tragedias y enfermedades, suponía que lo mejor era tomarnos unos meses, recapacitar en silencio y mirar hacia el futuro que nos ampara. Y con todo este nuevo ajetreo, creía que ya no podríamos ser nada más. Lo siento si te hago daño, Maite. Ya no volveré a hacerlo.

Me devolvió una sonrisa de dientes perfectos, estrechó aún más las manos y las bajo para que cada cual pudiéramos memorizar bien los rasgos más profundos que poseía el otro, como un pacto de amor más allá de lo cabía soñar y más valioso que la simple amistad. Hasta juré escuchar a Eneko y Asier comiéndose unas palomitas que habían compartido hace rato, cuando fuimos entrando, como si aquello fuera el final de una conmovedora historia de un amor que recién comenzaba a escalar.

—A mí también me gustabas, Eric, pero creo que ya es tarde. —Hubo un momento inundado de ilusión, que se tornó apenado y desolador al cabo; sin embargo, asentí aceptando la situación y los sentimientos que nos abrazaban—. Tú tienes un sueño y yo tengo los míos. Te deseo suerte, y si los dos fracasamos, pues al menos estaremos para consolarnos. ¿No? —Esbozó una sonrisa tierna, que me tocó el alma.

—Claro que sí.

Felizmente unidos, dedicamos un abrazo al que Asier y Eneko se añadieron como estimulantes de una compleja fórmula sin resultado que me derrumbaron sobre el suelo. Nos dividimos, me alejé lentamente de ellos alzando la muñeca y pasé directamente con la dependienta para asegurar que todo iba bien, pues, de todas, formas, aquella no había sido la última de nuestras despedidas y todavía tenía que atravesar el recinto hasta el avión; no obstante, al final de la dichosa ecuación, me llevé una de las peores sorpresas de toda mi vida.

Vuelo cancelado.

Las palabras saltaron en la pantalla como una sorprendente fiera que me arrancaba la garganta y me quitaba todos los sentidos hasta dejarme más quieto que un témpano de hielo varado en medio del océano. Básicamente. Como me decían los abuelos, en aquel momento mi rostro estaba hecho un cuadro y, seguramente, papá se reiría mediante decenas y decenas de mofas alegando que había replicado una cara de perdiz. Pero no fue el único congelado en la fila. Los murmullos de los demás futuros pasajeros y acompañantes taladraron la atmósfera sin pena ni gloria, con clara muestra de agobio e indignación, que provocó el florecimiento de los nervios de tanto los dependientes como de los guardias de aquella gigantesca estación.

Me volví hacia el grupo tapando el ceño con visible rubor.

Kabenzotz, qué putísima vergüenza. Menos mal que aita y ama no están aquí.

Apresurando la marcha, la dependienta me recomendó guardar todavía las credenciales; me confirmó que hablaría con sus superiores y que, hasta entonces, esperase unos minutos, que no sucedía nada demasiado grave y que habría sido solo un retraso o una incidencia poco relevante con los motores o las alas. Y también, me informó que eso solía ocurrir bastante últimamente y que siempre terminaban cambiando los aviones para dichos vuelos. Luego me encargó esparcir la noticia como un teléfono roto a través de la larga fila de gente y regresé con el grupo.

—¡Vaya birria de compañía! —dijo Aimar casi a gritos, extendiendo los hombros mientras reposaba las manos en sus caderas—. Primero, que el vuelo sale una hora antes, ¡y ahora, que se va a retrasar! Lo siento, tío, pero yo no voy ni aunque te cases o me pagues.

—Lo tendré en cuenta —me reí sin quererlo ni beberlo, al tiempo que la impaciencia seguía creciendo en mí como un globo y pateaba el suelo en busca de un calmante entretenimiento.

Si os cuento la copiosa verdad, no recuerdo bien qué fue lo que estuvimos hablando durante los próximos minutos. La mayoría de fragmentos pasados desaparecieron en una nube de polvo gigante para no regresar jamás y me dejaron con la mente en blanco por años, sin saber qué pensar, ni creer que solo se trataba de un sueño en apariencia muy real. Solo sé que hubo una agitación general, como un temblor, que nos causó miedo y nos suscitó a juntarnos en un lateral, al borde de la cabeza de la fila donde nos encontrábamos, para no ser aplastados por aquella marea de dudas que iban y venían sin parangón.

Y luego, la verdadera historia comenzó.

La tierra bajo nuestros pies, ahora sí, se removió mientras unos cristales cuyo lecho fue el techo salieron disparados a bocajarro como una lluvia de esquirlas reflectantes entre gritos y chillidos atragantados de espanto. Sostuve a Maite y la cubrí con la espalda, como un oso por sus oseznos, y un calor crepitante me raspó los brazos y las costillas en una rápida sucesión de caos descontrolado. Eneko y Asier también se resguardaron pegándose a las islas de las dependientas y esperando que la tormenta menguara. Y cuando así lo hizo, alcé la cabeza con rostro de horror, con abominable sudor, escrutando un cielo decorado por retazos anaranjados y nubes ensangrentadas. Al segundo, agaché el ceño y me encontré con cientos de pares de piernas que escapaban despavoridas de la amplía estancia del aeropuerto, con guardias retirándose al exterior para comprobar qué había sido aquello, con dependientes asustados guiando hacia la salida a los diversos pasajeros que aún no había arribado un avión, con las azafatas enumerando aquellos grupos, y con el líquido espeso regando el suelo de quienes fueron ametrallados por las gotas de aquel diluvio malicioso.

Con algún cadáver tendido y su familia pidiendo auxilio.

Con mi sangre tiñendo el sedoso cabello de Maite.

¿Qué cojones acaba de pasar? Confundido, mientras me sobaba los costados dolorosamente con una mueca, alterné la cabeza en más direcciones e intenté rebuscar entre los escombros de la desesperación una posible razón de la situación. Los terremotos apenas son comunes en la península, y los huracanes europeos normalmente no tienen tanta fuerza como para derribar cristales blindados.

Maite, preocupada, me preguntó si me encontraba bien, asentí, nos tomamos de la mano, avisamos a los otros dos y nos retiramos apresuradamente de allí siguiendo al cúmulo de personas que se aglomeraban en la bajada de las escaleras mecánicas, apagadas, y las indicaciones maniatadas y los pitidos de unos guardias inquietos hasta con sus prendas apretadas. Una vez de vuelta en la entrada, la luz anular que se filtraba de las puertas nos espantó por su toque cínico y el silencio en ausencia; sin embargo, fue Eneko quien se adelantó con valor para asomarse a lo que ocurría afuera. Nos tendió una sonrisa que denotaba confianza, su desterrada sutileza, y nos invitó gesticulando con grandeza:

—No vengáis.

Al instante siguiente, una línea vertical de luz cayó como un meteorito y explotó justo donde él se encontraba quieto. La onda de choque fue tan contundente y austera que nos derrumbó como piezas de dominó y, extendiendo un brazo, me escudé de aquellas flechas cristalinas que atravesaron la entrada hasta que chocamos con la pared todavía sin soltarnos de la mano, y la ceguera me escaló como una araña preparándose para inyectar su veneno en mi mirada. Me mareé. Pude entrecerrar las pestañas, al borde de la inconsciencia, al borde de aquel abismo que me separaba del final del camino, y tosí todo lo que tenía adentro manchando la camisa que llevaba puesta.

El rojo se apoderó de la atmósfera, y un verde que descendía del cielo. Al intentar incorporar las piernas, tropecé con las suelas. Entonces, me di cuenta de que la mano que sujetaba, aquella carne que corría por un brazo a diestra y siniestra, terminaba en un codo cortado que borboteaba mares kilométricos de sangre conjugada. Y Maite yacía congelada bajo una inmensa pila de cristales y pedruscos, con fugaces ojos observando a ciegas hacia arriba y labios agrietados por las fatales heridas. Me levanté de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, y de nuevo, y una última vez, hasta que pude alcanzar sus manos. Lloré, cerrando las palmas en sus dedos, depositando un beso en su mejilla y desfigurando el aliento.

Su calor no corría en sincronía.

Su corazón tampoco latía.

Cuanto menos, desplacé la mirada. Exhalé e inhalé sin cauces.

Asier se mostraba igual, descolorido..., y sin piernas rodilla abajo.

Escuché sus alaridos desde apenas cuatro metros de distancia y simpaticé con el propio dolor que lo recorría por la disolución de una parte tan vital de su ser; luego, me volví hacia la entrada y observé largo y tendido la luz entre el rocío de caos, fuego, sangre, cenizas y muerte que nos rodeaba. Unas figuras, de extremidades alargadas, pieles verdes y ojos saltones descendieron, ataviados en harapos azules y armados hasta los dientes con corazas y dispositivos que no supe identificar. Una boca se abrió en el cielo rojizo tras ellos, un disco de color licuado que se camuflaba con la esencia salvaje de las nubes, con puntos que abrillantados de muchísimos más colores y una especie de extremo alargado en su cima. Una de las criaturas, al vernos de reojo, primero apuntó su aguja contra las fuerzas de los guardias que se levantaron. El fusil resplandecía de igual forma que la nave, tiesa como un tuétano entre la espuma del cielo; una estrella ígnea hendió al viento a tales velocidades que el sonido se retrasó por envidia.

Ni siquiera restó carbón de los guardias, y los pocos civiles que aún seguían entre nosotros no cesaban sus gritos de espanto y alarmaron a aquellas criaturas salidas del averno, llegadas de los cielos. Estas se volvieron y dispararon a quemarropa, sin escrúpulos, como bestias sanguinarias encargadas de su sufrimiento. Al cabo de unos escasos segundos, las voces se redujeron a vacías señales de vida y falsifiqué la muerte pegando los ojos, conteniendo las lágrimas, reprimiendo la impotencia que me trepaba por los huesos y lamentando todos esos errores que cometí alguna vez.

No pude disculparme...

Sin embargó, ante el polvo que caía, un tosido gutural me trenzó la garganta y alertó a las criaturas que aún rondaban entre la muchedumbre de cadáveres. Me patearon, entre risas y... ¿croados?

Y al final, el chasquido de un disparo me alcanzó los tímpanos.

Asier.

Y luego vino por mí.

Pero aquello fue solo el comienzo de lo peor.


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