4. Acecho
Amanda dudó durante un par de minutos, pero al ver que Víctor retaba a David a una partida de cartas y que Diego le daba al vino para ahogar sus quejas respecto a que Casandra hubiera salido en busca del vampiro, se decidió. Observó la lucecita de la pulsera volviéndose paulatinamente amarilla y se puso en pie.
–¿A dónde vas? –se interesó Víctor, atento a su mano de cartas.
–Al baño, ¿tengo que especificar a qué? –lo parafraseó saliendo.
–Por mí, puedes hacerlo –respondió él socarrón.
Amanda cerró la puerta tras de sí con suavidad.
†
Casandra se detuvo en el vestíbulo, cerró los ojos un momento e inspiró hondo. Hizo acopio de valor para salir a los jardines, bajó los escalones con cautela y recorrió el camino que llevaba al pueblo, esperando encontrar velas encendidas o cualquier señal que le indicara a dónde tenía que ir.
Pero, aquella noche de luna casi llena, el escalofrío en la columna vertebral la hizo estremecerse sin avisos previos. Sabía que no era un escalofrío fruto de su miedo, sino una alarma de la cercanía del vampiro. Se giró hacia la izquierda y, entre los árboles, sentado en un banco, le pareció distinguir una silueta oscura.
Extendió la mano ante ella y le prendió fuego. A pesar de que las trémulas llamas verdes no iluminaban mucho por culpa del temor, fue suficiente para que reconociera a Pablo.
–Vaya, tienes buen oído –apreció él acercándose–, y veo que avanzas con el fuego.
–Hago lo que puedo –respondió con humildad.
–Supongo que también estarás trabajando en evitar que te lo apaguen.
–Eso va incluido –respondió, sin fiarse porque aparentara acudir en son de paz, los escalofríos continuaban desmontándole la columna.
–Ya...
Casandra notó la opresión en el pecho, pero como ya se lo esperaba, lo soportó estoica. Las llamas ondularon con violencia, furiosas por sentirse amenazadas. Él sonrió divertido y redobló la presión. Ella desvió la mirada, incómoda, empezaba a tener problemas para respirar.
–Muy bien –felicitó el vampiro y estrechó el cerco.
Casandra se llevó la mano libre al pecho, sentía una garra helada oprimiéndole los pulmones. Quería pedirle que parara, pero sabía que se reiría de ella. Luchó por mantener el fuego con toda su energía, crispó los dedos y apretó la mandíbula.
–Sí que vas mejorando –aceptó despreocupado el vampiro.
Ella reprimió una mirada de odio y entonces vio que las pálidas manos de Pablo estaban en tensión, tanto que se le marcaban los tendones. Él se dio cuenta y las relajó al instante, anulando la presión.
–Puedes quedártelo, me gusta la luz que da –concedió y echó a andar hacia abajo–. Vamos, me apetece dar un paseo por el pueblo.
Casandra lo siguió en silencio. En parte asustada por lo que pudiera tramar, en parte sorprendida porque él hubiera intentado disimular que no había podido con ella.
†
–Tengo la corazonada de que Amanda no ha ido a donde ha dicho –comentó David tomando una carta de la baraja bocabajo.
–Ha cerrado la puerta para que no veamos que ha ido al castillo en vez de a su cuarto –confirmó Víctor tomando otra.
–¿Estáis diciendo que va a salir? –exclamó Diego con la mirada enturbiada por el vino.
–No me digas que no te habías dado cuenta, Capi –dijo el moreno–. ¿Cartas sobre la mesa?
El rubio asintió.
–No la creía tan loca –gruñó Diego–. O tan cuerda –masculló fastidiado–. Joder, habrá que ir a ayudarla.
–Pareja de nueves –declaró Víctor–. Eres muy divertido cuando te achispas, Capi.
–Full de reinas y ochos –contestó David–. Tranquilo, tengo la corazonada de que no llegará a salir.
–Mierda –se quejó su contrincante por haber perdido–. ¿Miedo a los vampiros? –planteó a continuación.
–Quizás –la voz del tahúr fue un tanto dubitativa, frunció el ceño.
–Por si acaso –Diego apuró vino y se levantó con pesadez. Salió de la estancia a paso vivo, sin armas y sin reprocharles que no se preocuparan por su compañera.
–Menos mal que se ha ido –dijo David pinzándose el puente de la nariz.
–¿Temías que te detuviera por estar haciéndome trampas? –respondió Víctor suspicaz.
–No, porque no estoy muy seguro de mi segunda corazonada –repartió de nuevo las cartas y se puso serio–. Y no te estoy haciendo trampas.
–Ya, claro –tomó la mano–. La Fortuna está de tu parte.
–Exacto –David miró sus cartas y amplió una sonrisa.
–Ya me gustaría ver qué tal se porta la Fortuna en una pelea cuerpo a cuerpo –comentó Víctor, mirando su mano de cartas con indiferencia.
–Oh, es una dama muy caprichosa –respondió despreocupado el tahúr.
†
Las esperanzas de volver pronto a su habitación se desvanecieron al internarse en las callejuelas del pueblo. Casandra llevaba el antebrazo izquierdo envuelto en suaves llamas verdes para proporcionarse luz mientras caminaba con el vampiro a su derecha. Con cada escalofrío, el fuego se agitaba movido por el aterrado vendaval de su interior.
–Cuéntame, ¿qué tal tu día? –preguntó él con ligereza y las manos metidas en los bolsillos delanteros de su pantalón negro.
–¿Eh?
–¿Qué te ha pasado hoy? ¿Los vanias ya se han decidido a echarte de su castillo? –se interesó el vampiro.
–No –respondió reticente.
–Anda que no son raros –murmuró con su acento silbante.
Casandra se encogió de hombros, se alegraba de que los vanias no la echaran todavía.
–Pero algo habrás hecho –insistió Pablo.
–Pues... practicar hechizos –contestó a media voz.
–A parte de fuego, ¿qué más?
Casandra bajó la mirada, no quería hablar con él. Prefería que le hiciera la pregunta de rigor, responderle que no, escuchar la escalofriante amenaza velada y que la dejara volver a su cuarto. Estaba sufriendo con aquel paseo de apariencia pacífica.
–Mover... cosas –murmuró al final.
–¿Moverlas o expulsarlas, apartarlas, empujarlas...? –se acercó a ella.
–L-Lo segundo –confesó alejándose un paso.
–Me lo suponía. Si con lo que estás pasando, te dedicaras a mover las cosas con delicadeza en vez de apartarlas con violencia, me sorprendería de tu sangre fría.
La adolescente frunció el ceño buscando la burla en sus palabras, pero parecía un simple comentario.
–Hablando de eso, me gustaría desayunar.
Casandra se tensó y puso un par de metros entre ellos. Pablo le dedicó una mirada malévola.
–Estás de suerte –aseguró olfateando el aire nocturno–, alguien nos sigue –informó relamiéndose.
†
Diego bajó al vestíbulo. Intentó abrir la puerta del almacén, no perdía nada por probar, pero por muchos hechizos de desbloqueo y derribo que utilizó, ninguno dio sus frutos. Se resignó a enfrentarse a la noche armado tan sólo con su mal humor, los años de experiencia y el lado camorrista que ansiaba meterse en problemas para repartir unas buenas hostias.
Pero dio igual el valor que le echara, porque se encontró la puerta principal cerrada también. Tironeó, empujó, pateó y el portón que siempre estaba abierto continuó cortándole el paso.
–¿Qué hostias...?
Al ver que los hechizos tampoco funcionaban allí, se acercó con malas intenciones a uno de los ventanales.
–Perdón... –dijo una temblorosa voz a su espalda.
Diego se giró y descubrió al vania pelirrojo a los pies de la escalera portando un farol. Se saltó las normas de cortesía y fue directo al grano.
–¿Por qué hostias está cerrada la puerta? –masculló señalándola con brusquedad.
–¿Cerrada? –repitió Nicolás desconcertado, se acercó a ella y tiró sin conseguir nada–. Qué extraño.
–Dime dónde hay otra salida –dijo, prácticamente ordenó.
–Si ésta está cerrada, lo más probable es que hayan atrancado todas. Debe de ser una medida contra el shen'snerun –razonó a media voz.
–La cuestión es que Casandra está ahí fuera con ese shenloquesea.
Nicolás puso cara de dolor al escucharlo.
–Y posiblemente Amanda también –añadió Diego.
La expresión del vania terminó de desencajarse. Se estranguló la muñeca derecha y ahogó una exclamación.
–Los pactos no protegen a los compañeros de un devas –cuchicheó aterrado el vania.
–Por eso mismo tengo que salir.
–A ti tampoco te protegen –le advirtió Nicolás retrocediendo.
–Ya lo sé –respondió feroz–, pero no temo a ese chupasangre.
–Ven conmigo –pidió mientras subía las escaleras corriendo.
–¿A dónde vas? –le espetó siguiéndolo.
Fue guiado por pasillos más estrechos e íntimos, hasta una habitación.
–¿Éste es tu cuarto? –preguntó Diego al ver una cama y un escritorio.
El vania asintió.
–¿Y para qué...? –se silenció el Capitán al ver que Nicolás sacaba un espejito cuadrado de marco simple.
El vania pasó los dedos por el marco, pero no murmuró nada. Por lo visto, era un espejo de llamadas memorizadas. Qué más podía tener alguien que no utilizaba la magia.
–Vamos, Annelien... –lo escuchó rogar.
–No me digas que esa jodida cría está implicada –gruñó Diego.
–¡No! –exclamó Nicolás escandalizado y acto seguido se estranguló la muñeca derecha.
Diego se preguntó qué le habría dolido más al vania: haber dicho que ella estaba implicada o haberla insultado. Nicolás pasó de nuevo las yemas de los dedos por el marco del espejo, que sacudía con temblores nerviosos cada vez más fuertes.
–Annelien, ¿por qué no me respondes? –se lamentó al borde de una crisis de ansiedad.
†
Al prestar atención, Casandra pudo escuchar los pasos acercándose. Antes de poder plantearse qué hacer, Pablo la arrastró a las sombras de un callejón. El grito que se le escapó fue silenciado por la mano helada del vampiro. Ella se quedó tiesa por el terror, con los escalofríos electrificando la médula de todo su esqueleto.
–Sssshh, cazar es un arte, así que no me fastidies la noche –le susurró Pablo al oído.
Casandra se debatió al borde de un ataque de pánico, no soportaba que la tocara, mucho menos si con un brazo la retenía contra él y con el otro la enmudecía.
–¿Vas a estarte callada? –preguntó él con dureza.
Asintió sumisa, lo que fuera para que la soltase. El vampiro la liberó con fluidez, pero con una mano la pegó a la pared.
–Gracias por llevar la sudadera negra –le susurró Pablo con malicia.
La adolescente cayó en la cuenta de que él se camuflaba por completo en la oscuridad gracias a su ropa, excepto la cara y las manos, que eran unas manchas pálidas. Ella, por culpa de la sudadera FOBOS, se camuflaba en parte. Aquello no le gustó nada.
–Me pregunto... –empezó él con la mirada ansiosa clavada en la calle más ancha. A juzgar por los pasos y la luz vacilante que se reflejaba en las superficies, el noctámbulo se acercaba– si será alguno de tus amigos –terminó con perversa curiosidad.
Casandra se sobresaltó y, si no salió a advertir del peligro, fue porque el vampiro volvió a retenerla y taparle la boca.
–Culpa suya por ocurrírsele salir a estas horas –siseó dibujando una sonrisa inquietante que le dejó los colmillos a la vista–. Apaga el fuego para que pueda desayunar.
†
Amanda salió del comedor y fue directa al vestíbulo, llevaba todo lo que necesitaba encima, camuflado como bisutería. Se encontró la puerta abierta de par en par a la noche y no se detuvo ni un segundo a pensar si lo que estaba a punto de hacer era una temeridad.
Para cuando puso un pie fuera del castillo, ya había desplegado a su alrededor media docena de barreras. Una para evitar que el ruido del roce de sus ropas o sus pisadas al andar la delatara, otra para no dejar huella alguna en los caminos de tierra, una tercera para camuflar su olor, también había otra para disimular su calor, una quinta para detener la trayectoria de cualquier proyectil y la última desdibujaba su figura a ojos de los demás, confundiéndola con el paisaje. No había desarrollado el manejo de los conjuros de invisibilidad total, ya que los detectores los cazaban con más facilidad, por lo que en su plan no entraba encontrarse de frente con nadie. Además, un chorro de luz fantasma guiaba sus pasos, tenía preparadas sus pulseras para la defensa y estaba entretejiendo un maleficio. Aquel derroche de magia tan variada era agotador, pero, por un lado, ya estaba acostumbrada y, por el otro, lo veía totalmente necesario.
Bajó al pueblo siguiendo la luz amarilla que le indicaba dónde estaba Casandra. Sus peores temores se avivaron al comprobar que se dirigía al sur. ¿Se desviaría después a la Mansión del Este?
Amanda se escondió en un portal al escuchar voces; cuando se metía en el papel de Fantasma, desaparecía del mapa para todos. Pasaron dos jóvenes alumbrados por faroles. Esperó a que se alejaran para deslizarse con cautela de vuelta a la calle. La lucecita estaba naranja, lo que indicaba que su amiga estaba en alguna de las calles cercanas.
Caminó con sigilo pegada a las paredes, calculando una posible ruta por los tejados. Suponía que Casandra estaría con el vampiro y no sabía cómo se le daría acechar a uno.
De repente, una sombra surgió de uno de los callejones.
†
Casandra no quiso apagar el fuego, confiaba en que él no pudiera extinguirlo, y si servía para salvar a alguien... Aunque entonces la cena sería ella. Pablo optó por crear una pantalla negra que eclipsó su luz. La muchacha se debatió un poco más, aplastada contra la pared, pero no pudo evitar quedarse paralizada por el terror al ver aparecer a las figuras.
Al comprobar que no era ninguno de sus amigos, se relajó un poco. Había temido que alguno de sus escoltas se tomara su trabajo demasiado a pecho y hubiera salido a protegerla. Pero aquellos hombres iban a ser la cena... Entonces, en un flash repentino, reconoció a los dos chicos.
Pablo se relamió, los dejó avanzar y se tensó para saltar. Pero antes la miró a ella, pareció pensárselo mejor, relajó su postura y los dejó marchar sin un rasguño. Casandra se relajó otro poco.
–Bueno, si no me los desayuno a ellos... –la acorraló aún más y se cernió sobre su cuello.
Del susto, las llamas le treparon creando una coraza verde y ondulante que la salvó de un mordisco seguro.
–Era broma –dijo el vampiro alejándose un par de pasos–. A ti te reservo para un momento especial –añadió dedicándole una sonrisa torva.
Casandra respiró con dificultad y se llevó una mano a la zona amenazada para calcular la velocidad a la que iba su acelerado corazón. El vampiro se desentendió de ella y se asomó a la calle para vigilar a los dos jóvenes que habían pasado a escasos metros.
–Vamos –ordenó agarrándola del brazo, ella tiró en dirección contraria por instinto–. Voy a enseñarte a cazar.
–¿Qué? No quiero, no quiero.
De nada sirvió que pretendiera resistirse, Pablo la arrastró hacia donde quiso, que no fue la calle por la que se habían ido los desafortunados chicos, sino la pared de enfrente. Él se encaramó al muro con facilidad, con los pies y una mano, ya que la otra se encargaba de tirar de ella.
De repente Casandra se encontró arrodillada en lo que, si cerraba los ojos y se fiaba del sentido del equilibrio, parecía ser el suelo. Pero no, estaba arrodillada en la pared color crema.
–Te he transferido fuerza alejandrina –explicó él poniéndose en pie, paralelo al verdadero suelo–. Mientras estés conmigo, podrás hacer estas cosas.
Casandra se dejó llevar aturdida, casi ni se enteró de que habían llegado al tejado. Notaba un punzón clavado en la frente, taladrándole la mente hasta llegar a los recuerdos sepultados. Se llevó la mano libre y llameante a la cabeza para presionar.
–No me digas que te has mareado.
Negó con la cabeza. Tenía la mirada perdida en la noche. No era la primera vez que estaba en un tejado a esas horas. Pero, ¿quién había sido su acompañante en la ocasión anterior?
–Venga, que se nos escapan –le metió prisa él.
La hizo caminar agachada siguiendo la luz de los faroles. ¿Víctor? ¿Era él el del recuerdo? "Te he transmitido un poco, debería durarte un par de minutos sin necesidad de que te toque". Sí, era él. "A esto se le llama fuerza alejandrina, la misma que usan los vampiros". Trastabilló y hubiera caído al vacío si Pablo no la hubiera sujetado.
–¿Se puede saber qué te pasa que parece que estás borracha?
–Recuerdo... –respondió Casandra sin importarle que fuera él.
–Ah, estupendo, pero ahora no te voy a dejar descansar.
Hubo una sacudida extraña. ¿Un terremoto? Al mirar hacia abajo descubrió que las tejas eran de otro color. Frunció el ceño.
–Ya casi hemos llegado –tiró de ella unos metros, subieron por un tejado a dos aguas y bajaron por el otro lado.
Una calle se abrió ante ellos, para salvarla, el vampiro la tomó por la cintura provocándole más escalofríos y saltó. Una sacudida. Tejas de otro color. Aquello era nuevo, nunca había cruzado calles de un salto por los tejados. Salió del recuerdo difuso justo a tiempo para darse cuenta de que dentro de la casa sobre la que estaban había actividad.
–Deja que te ayude –Pablo le colocó las manos heladas en las orejas.
Ella intentó apartarse, los escalofríos eran terribles, directos a las cervicales como electrocuciones. Pero, para cuando lo consiguió, ya le zumbaban los oídos.
–¿Qué...? –se calló al escucharse hablar demasiado alto–. ¿Qué has...? –susurró y escuchó su voz a un volumen más adecuado.
–Agudizarte el oído –respondió él, sentándose con los pies colgando por el alero, de cara a las tierras del sur.
–...próxima vez venís vosotros a nuestra casa –oyó decir a una voz bajo sus pies, una voz conocida.
–¿Qué pasa, ahora te da miedo salir? –se burló otra voz más grave.
Casandra parpadeó, juraría que estaban a un par de metros de ella y no un par de pisos por debajo.
–Ven, siéntate –Pablo le indicó las tejas azules junto a él–. Y apaga el fuego.
Ella se sentó, manteniendo una distancia prudencial respecto al vampiro, pero el fuego lo mantuvo ardiendo.
–¿Quieres que alguien te vea encaramada a un tejado en plena noche?
Casandra se lo pensó mejor y lo apagó por vergüenza. No quedó sumida en la oscuridad gracias a la luna casi llena, que se alzaba en un cielo plagado de estrellas, a un palmo del horizonte de árboles.
–Fer, no sé si te has enterado de que hay un vampiro por aquí –dijo otra voz conocida.
–Bah, pero va a por la chavala esa, ¿no? –respondió la voz grave y despreocupada, ascendiendo junto con el sonido de pasos por la escalera.
–Ya, pero... –la primera voz conocida se atascó.
–¿Qué pasa, Hora, consideras tu sangre un buen reclamo?
Casandra se asombró de que pudiera haber alguien que bromeara así. Hubo silencio cuando las risotadas de Fer se acabaron.
–Esta tarde nos hemos encontrado con ella –terminó respondiendo la segunda voz conocida.
–No jodas –intervino una cuarta voz–. ¿Os habéis cruzado con ella?
–Peor.
–Venga, Carlos, no te hagas el misterioso y canta.
–No me hago el misterioso, es que ha sido peor –se quejó ofendido–. Estábamos preguntándole a un vania por ella... y apareció.
Se escuchó otra profunda risotada por parte de Fer.
–Así que os la estabais buscando.
–¿Y os dijo algo? –se interesó la cuarta voz.
Casandra se encogió avergonzada.
–Que si le indicábamos el camino a la biblioteca –contestó Hora.
Otra risotada de Fer.
–Os acojonasteis porque os pidió indicaciones –se mofó.
–No, está claro que lo hizo para interrumpir –se defendió.
–Peor me lo pones, os pidió indicaciones para interrumpir porque no tenía agallas de deciros a la cara que os callaseis.
–Sinceramente, creo que exageráis –intervino la cuarta voz.
–Felipe, dijo que no quería que murmuráramos sobre ella –insistió Hora–. Y que no convenía enfadarla.
La aludida se ocultó tras las manos, abochornada, irritada, e porque el vampiro riera por lo bajo.
†
–Annelien... –gemía Nicolás, intentando que el espejo le diera señales de ella.
Mientras, Diego calculaba un salto por la ventana de aquella habitación. Había unos cuantos metros de caída, necesitaría un buen Levis pernícitas para no partirse los huesos.
El vania soltó una exclamación de júbilo.
–¡Annelien!
–Evan, Nicolás. Ladshen nütmen.
–¿Luen dein vashuen?
–¿Os importaría hablar en un idioma que comprenda? –los interrumpió Diego antes de que siguieran.
–Había salido a recibir a una invitada –explicó la joven adivina–. Has hecho tú lo mismo, por lo que oigo.
–¿Te refieres a...? –Nicolás lanzó un vistazo a Diego.
–Sí, me refiero a él. No ha llegado a romper la puerta, ¿verdad? –preguntó risueña.
–¡Tú! –gruñó el Capitán abalanzándose sobre el espejito–. ¡Tú has cerrado la puerta!
–No, yo no he sido.
–¡Pues si no has sido tú, alguna de tus marionetas!
–Por favor... –empezó Nicolás.
–Te he salvado –respondió Annelien–. Como ya te habrá dicho Nico, los pactos no protegen a los acompañantes de los devas.
–¡Amanda está fuera!
–No grites en mi cuarto, por favor –rogó el pelirrojo.
–¿No me has escuchado decir que he salido a recibir a una invitada?
La imagen del espejo giró y apareció la joven.
–Hola, Diego –saludó algo avergonzada.
–¿Se puede saber qué coño haces ahí fuera? –interrogó procurando bajar la voz.
–Eh... ¿qué versión prefieres? –tanteó Amanda.
–La verdadera.
–He seguido a Casandra por si necesitaba ayuda...
–¿Es que no sabes que esos putos pactos no te incluyen?
–Sí, lo sé, pero te juro que he tomado precauciones.
–¡¿Qué precauciones si la manipuladora te ha encontrado?!
–Por favor... –rogaba Nicolás.
–¡Es adivina! –se defendió Amanda–. Supongo que me vio venir.
–Tiene razón, lo supe cuando fui a hablar con ella –confirmó Annelien.
–Abre la puerta –le ordenó Diego.
–No te preocupes, yo la acompañaré para que no le pase nada –prometió la vania.
–No me fío de ti, seguro que estás de parte de Azogue –gruñó él.
–¿De parte de una shen'snerun? –se escandalizó Annelien.
–Pues sí.
–Eh, Capitán, no hace falta que te preocupes tanto por mí –intervino Amanda adueñándose del espejo.
–¿Que no me preocupe cuando hay un vampiro suelto y estás con una manipuladora?
–Vera, sé cuidarme sola –aseguró la joven con seriedad.
Él resopló. Si se lo decía así, no podía negarlo.
†
Casandra bostezó, el derroche de magia y la tensión la tenían agotada, y permanecer minutos en silencio escuchando hablar a una cuadrilla no ayudaba. Ya habían dejado de mencionarla y se habían pasado a otros temas, sobre viajes y trastos que se habían comprado.
–¿Te aburres? –le preguntó Pablo.
–¿No hemos espiado ya suficiente? –respondió a la defensiva.
–Tienes razón, es hora de entrar en acción –se relamió.
Ella se tensó sin saber a quién elegiría como cena.
–Pero si te estás durmiendo ya, mejor te devuelvo al castillo.
Se sorprendió tanto que no opuso resistencia cuando Pablo la agarró por la cintura para bajarla del tejado. Regresaron caminando por el suelo, en silencio. Al salir del pueblo por el norte, el vampiro se detuvo a olfatear. Casandra lo miró, preocupada de a quién podría estar rastreando. Había una casa con luz en las ventanas.
–Me había parecido oler a tu deliciosa amiga –dijo él encogiéndose de hombros.
Las llamas verdes brotaron furiosas de sus muñecas para abarcar sus manos.
–Eh, que sólo comentaba –continuó caminando–. No creo que sea tan tonta como para salir después de lo que te dije de ella –rio por lo bajo.
Casandra lo siguió de mala gana hasta las puertas del castillo, no le hacía ninguna gracia que mencionara a Amanda. Cuando el vampiro se detuvo, supuso que le haría la pregunta de rigor, pero, en vez de eso, sacó una tarjeta de un bolsillo trasero del pantalón.
–Vete al Pabellón de Trajes y cógete éste.
Ella tomó con cautela la tarjeta donde estaba escrito "172".
–¿Por qué?
–Para que tengas un vestido el día del baile –dijo antes de internarse en la oscuridad–. Shogaz nütmen.
Casandra comprendió que lo último que había dicho había sido "noche intensa", que podría traducirse como "buenas noches" en vampírico. Se metió en el castillo cuanto antes para huir de los escalofríos. Subió rápidamente a la torrecilla iluminándose con antorchas que se prendían en verde al acercarse ella y se apagaban a alejarse. En el salón encontró a Diego malhumorado y a David dormitando en una butaca.
–¿Y los demás?
–Víctor ha subido hace poco a su cuarto –respondió el rubio sin abrir los ojos.
–¿Y Amanda? –peguntó con temor.
Un silencio siguió a sus palabras.
–Fuera –dijo al fin el Capitán.
–¡¿Qué?! ¡¿Qué hace fuera?! –exclamó retrocediendo.
–Pretendía ayudarte –respondió Diego–. No he podido ir a por ella porque las puertas estaban cerradas.
Casandra se llevó una mano a la cara, el vampiro había tenido razón al decir que le había parecido olfatear a su amiga. Un terror helado se apoderó de ella.
–Pues ya están abiertas –dijo saliendo del comedor como una tromba.
†
Amanda le echó un vistazo a la casa después de hablar con Diego.
–Pensaba que todos los vanias vivíais en el castillo –le comentó a Annelien, pasando su atención a la pulsera.
–Mi hermano, mi abuela y yo somos especiales –explicó ella risueña.
–¿Podríamos subir al piso de arriba? –preguntó Amanda con los ojos fijos en la lucecita anaranjada.
–Por supuesto –accedió la vania y la precedió en las escaleras.
–¿Tu hermano es el de la vara, el que se marchó de viaje hará una semana? –continuó la joven mientras subían.
–Exacto. Veo que estás bien informada.
–No tanto como querría...
Amanda buscó la habitación adecuada. Desde un dormitorio, en el que impidió encenderse las luces, se asomó a la ventana.
–Créeme, saberlo todo trae muchos quebraderos de cabeza.
–Lo mismo que desconocer datos importantes –respondió manipulando otra de sus pulseras.
Amanda desenganchó dos cristales redondos enmarcados por cintas de cobre y los unió por un puente del mismo material.
–Mucho más –insistió Annelien.
–Lo que tú digas –rumió enganchándose las gafitas en la nariz.
–Me gustan tus juguetitos –comentó la vania.
–A mí también –Amanda se presionó el puente y las lentes emitieron un fulgor verdoso que le permitiría ver en la oscuridad.
Antes de abrir la ventana, se colocó unos tapones que aumentaban su capacidad de audición. Se subió al alféizar, desde allí se agarró al alero y, ayudada por la fuerza alejandrina que creaban unas pulseras, se izó al tejado con un solo movimiento. Se agazapó contra las tejas naranjas y buscó sobre el pueblo siguiendo la indicación de la lucecita anaranjada. En la otra punta vio un tembloroso brillo verde: el fuego de Casandra iluminaba la noche.
Gracias a las gafas no sólo podía ver en la oscuridad, sino también a mayor distancia. No la perjudicó que las llamas se apagaran, podía ver a la perfección, aunque no a ellos por culpa de los tejados más altos.
Inspiró hondo. Esperaba que el vampiro estuviera con Casandra y no la sorprendiera por la espalda. Buscó con la mirada el edificio que más sobresaliera y se dirigió a uno de tres pisos en mitad del pueblo. Era arriesgar demasiado, pero no le quedaba otra opción si quería asegurarse de que ella estaba bien. Se deslizó por los tejados como la sombra silenciosa de un ave nocturna. Trepó al edificio elegido y rastreó los alrededores, por si acaso, antes de centrar su atención en el sur. Desde allí sí que podía ver a las dos figuras sentadas de espaldas a ella.
Ajustó las lentes mágicas como si fueran prismáticos hasta distinguir los detalles. Pudo ver a Casandra llevándose las manos a la cara. ¿Lloraba? El vampiro reía por lo bajo. ¿Qué le habría dicho? ¿O quizás estuviera relacionado con el tejado sobre el que estaban sentados?
Los observó hasta que consideró que ya se había arriesgado suficiente, no quería darle al chupasangre más oportunidades de amenazar a la adolescente. Comprobó por última vez que no le estaba haciendo daño a Casandra y regresó a casa de Annelien. Se descolgó por el alero, entró en la habitación por la ventana y la cerró con rapidez.
–Comprendo que Azogue te pusiera en la escolta –dijo la vania saliendo del dormitorio.
–Ah, ¿sí? –respondió suspicaz siguiéndola y quitándose los tapones.
–¿Qué otro humano podría acechar a un vampiro? –planteó la vania, entrando en un saloncito, en el que encendió la luz.
–Ya... –aceptó Amanda mientras desmontaba las gafitas para convertirlas en partes de una de sus pulseras–. Y por eso no lo entiendo.
–Claro, ¿por qué no eligió a unos pardillos que no fueran capaces de plantarle cara? –Annelien se sentó en el sofá y le indicó que ocupara el lugar junto a ella–. Quizás porque, si no, Casandra no habría llegado hasta aquí.
Amanda hizo un gesto ambiguo. Si rememoraba todos los líos en los que se había metido... "Aunque, por eso mismo, le va a costar quitarnos de en medio", se dijo con gravedad.
–¿Quieres algo de beber? –ofreció su anfitriona.
–No, gracias –respondió permaneciendo en pie.
–¿No te fías de mí?
La joven alzó las cejas un segundo y se miró las pulseras, la variación del tono de la lucecilla hacia el rojo le indicaba que Casandra se acercaba.
–Qué tonta soy, eres el Ladrón Fantasma, ni siquiera deberías estar en mi casa –comentó Annelien para sí misma.
Amanda le lanzó una mirada de reproche por pronunciarlo en alto.
–¿Por qué has salido a la calle? –la interrogó.
–¿A recibirte? Mmmh, ¿cuela si te digo que por cortesía? –preguntó la vania con expresión adorable.
–No –respondió tajante.
–Me lo suponía –aceptó y se puso seria–. Corrías el riesgo de que el vampiro te viera.
–¿Corría el riesgo? –repitió escéptica.
–No te creas que eres infalible.
–¿Y tú? Eres adivina, deberías saber si iba a pillarme o no. "Correr el riesgo" es demasiado inexacto.
–Oh... Sí, tienes razón –reconoció Annelien.
–Ahí tienes por qué no me fio de ti –dijo saliendo al pasillo para buscar un cuarto que diera a la calle principal.
–¿Preferirías que te detallara la escena? –ofreció la vania.
–No, gracias, no tiene sentido si no va a ocurrir –murmuró Amanda y se arrodilló bajo una ventana.
–Al paso que vas... –dejó caer Annelien desde el vano de la puerta.
–¿Qué, voy a provocar que ocurra? –la retó mientras desenganchaba unas lentejuelas doradas de una de sus muchas pulseras.
–Me gustaría decirte que sí, para que te anduvieras con cuidado, pero yo nunca miento –aseguró la adivina.
–¿Sólo omites información? –propuso distraída, al tiempo un brazo para pegar una de las lentejuelas en el cristal.
–Aunque supongo que al Fantasma no habrá que recomendarle prudencia –añadió Annelien como si nada.
Amanda asintió desentendiéndose de ella y se levantó lo justo para colocar otra lentejuela que le permitiera otro punto de vista.
–Agáchate, por favor –le pidió la ladrona, sacando el espejito redondo del bolsillo trasero del pantalón y se colocó los tapones.
Annelien se sentó y acurrucó en silencio para esperar. Amanda vigiló la calle desde el espejito durante un par de minutos, hasta que Casandra y el tipo pálido entraron en el campo de visión de las lentejuelas. Gracias a los tapones, pudo escuchar la corta conversación que se dio delante de la casa.
–Me había parecido oler a tu deliciosa amiga.
La aludida se tensó al escuchar aquello. ¿Cuándo se le habría escapado un poco del rastro de olor? Quizás cuando Annelien la había hecho pasar a su casa...
Casandra hizo que las llamas se alzaran en respuesta. Amanda aprovechó la luz para examinar al detalle al chupasangre.
–Eh, que sólo comentaba –continuó el vampiro y salió de su campo de visión–. No creo que sea tan tonta como para salir después de lo que te dije –su risita se perdió al alejarse demasiado.
Amanda cruzó una mirada con Annelien, que parecía divertida, como si jugara al escondite. Permanecieron quietas un par de minutos, hasta que la lucecita empezó a tornarse anaranjada.
–¿Quieres que te acompañe al castillo? –ofreció la anfitriona.
–No hace falta –susurró saliendo del cuartito, agazapada, por si acaso.
–He prometido que lo haría.
–Delatarías mi posición.
–Ya te ha olfateado, ¿quién no te dice a ti que esté esperando? No puedes saber dónde está él.
La ladrona se detuvo. Annelien tenía razón, había que colocarle un localizador al vampiro.
–Vuestros pactos sólo te protegen a ti. ¿Vas a hacerme tú de escudo?
–Podría, ya lo conozco. ¿Quieres que te lo presente?
Amanda prefirió no responder, le parecía absurdo, pese a que sospechaba que hablaba en serio. Aquella niña era capaz de cualquier cosa.
–Tú sabes dónde está, ¿verdad? –planteó, reconsiderándolo.
Annelien asintió con mucha seguridad.
–¿Y podrías ayudarme a no encontrármelo de frente?
–¡Entonces es que voy contigo! –exclamó ilusionada.
Las dos chicas salieron de la casa. La ladrona llevaba todas sus barreras para que, por lo menos desde la distancia, pareciera que la vania paseaba sola. Subieron al castillo en silencio, el mismo que reinaba en los jardines. Se detuvieron un instante frente a la puerta.
–Buenas noches –le susurró Amanda.
–Ladshen nütmen –le respondió Annelien con una amplia sonrisa que no le inspiró nada bueno.
Amanda vio de reojo que su pulsera detectora de problemas se iluminaba en azul en algunos abalorios metálicos. Aquello significaba que sobre ella...
De repente, una mano la agarró con brusquedad para arrastrarla.
†
Casandra volaba escaleras abajo, saltaba los escalones de cinco en cinco y derrapaba al doblar las esquinas. A su paso, las antorchas se prendían con potentes llamaradas verdes, agitadas por un vendaval inexistente.
Llegó al vestíbulo en tiempo récord. La puerta continuaba abierta al exterior y fuera podía verse a alguien difuso. Se alivió un poco al reconocer a Amanda. Pero entonces sobrevinieron los escalofríos: Pablo estaba cerca, muy cerca. Le pareció ver cómo una sombra cruzaba por el otro lado del rosetón y se abalanzó sobre su amiga.
La agarró sin contemplaciones y tiró de ella hacia el interior. No llegó a celebrar el haberla salvado al meterla en la barrera que rodeaba el castillo, una fuerza invisible la apartó de ella propinándole un fuerte empujón que la dejó sin aliento.
–¡Casandra! –escuchó exclamar a la ladrona–. Perdona, no sabía que eras tú.
–Veo que no necesitas... mi ayuda –jadeó incorporándose a duras penas.
–Lo siento mucho, ha sido un acto reflejo, pensaba que...
La adolescente reparó en que había alguien más en el exterior.
–¡Annelien, entra!
La vania le sonrió y negó con la cabeza.
–Está ahí fuera –aseguró Casandra, que aún sentía los escalofríos, mucho más suaves, por lo que se había alejado.
–Ya lo sé –contestó despidiéndose con la mano, aunque no quedó claro si se dirigía a ellas o alguien que estuviera en el primer piso.
–Entonces... –empezó la adolescente.
–Déjala –Amanda le puso una mano en el hombro–, sabe cuidarse. Además, él no puede hacerle nada a los vanias.
–Ah... –aceptó aturdida, todavía jadeaba por la carrera y le dolían las costillas por el golpe que se había llevado–. Au, debería haberte gritado para avisar de que era yo –dijo regresando a las escaleras.
–No, has hecho bien al no decir nada –respondió la ladrona enganchándose de su brazo, algo que se le hizo familiar–. Si no, le habrías avisado a él también, por lo que se habría dado más prisa, en vez de acechar.
–¿Sabías que estaba ahí? –preguntó Casandra.
–Lo he detectado en el último instante, de ahí el golpe que te has llevado tú –explicó con una mueca de disculpa–. Por lo menos la pulsera que te di se ha comido la mayor parte. ¿Te ha acompañado hasta la puerta?
Casandra asintió.
–Claro, se habrá quedado rondando por aquí y por eso me ha visto. Maldita Annelien, ella sabía que estaba cerca y no ha dicho nada. Aunque, claro, también sabría que tú ibas a arrastrarme dentro –razonó para sí misma.
Casandra quedó impactada por la tranquilidad con la que se lo estaba tomando.
–¡Casi te pilla! –exclamó con una nota de aterrada, en mitad del castillo donde los vanias dormían.
–"Casi" no es nada, lo importante es haber escapado una vez más.
–Pero... ¡te ha visto!
–¿Y?
–¿No eres tú el Fantasma? –cuchicheó Casandra–. Pensaba que preferías ser invisible.
–Ah, bueno, para él no soy el Fantasma y, a cambio, lo he visto yo a él –respondió con una sonrisilla satisfecha.
–¡¿Cuándo?!
La atónita pregunta no hizo sino ampliar su expresión de orgullo.
–Pues cuando estabais sentados en aquel tejado y cuando habéis pasado por delante de la casa de Annelien.
–¡¿Cómo?!
Amanda se hinchó de orgullo y tiró de ella para llegar pronto al salón.
–Eh, responde, ¿cómo has hecho eso? –exigió saber Casandra.
–Tengo mis trucos, pequeña.
–Lo has visto –repitió, incapaz de asimilarlo.
–Lo he visto –confirmó subiendo la rampa en espiral
–¿A quién has visto? –preguntó Diego a bocajarro en cuanto entraron.
La ladrona no borró su sonrisa satisfecha, se sentó en una butaca y cogió una libreta de la mesita baja.
–Al vampiro –respondió Casandra.
–¿No decías que ibas a tener cuidado? –masculló Diego.
–Ajá –se había concentrado en dibujar–. Y él no sabe que lo he visto.
–¿Cómo que no lo sabe? –preguntó David.
–Cosas mías –las líneas le fluían con facilidad.
–Ya, claro –dijo el Capitán, pero a Casandra le sonó más conforme de lo que debería haber sido.
–¿Y cómo es? –se interesó Víctor.
–Un segundo... –pidió dando los últimos trazos.
Amanda lanzó la libreta sobre la mesita baja. La adolescente se quedó de piedra al ver que el dibujo era clavado a Pablo.
–Parece un crío –consideró Diego.
–Es así –confirmó Casandra–. Justo así.
–Es un chupasangre, no es raro que parezca más joven aunque tenga más años que tú, Capi.
El aludido ni miró a Víctor, estudió el retrato como si fuera un cartel de "Se busca" y él, un cazarrecompensas.
–Por cierto... ¿Alguien sabe qué es esto? –probó la adolescente sacando la tarjeta que le había dado el vampiro.
Tres de sus escoltas negaron con la cabeza, mientras que Víctor levantó la mano como si pidiera permiso para hablar.
–Una tarjeta del Pabellón de Trajes, corresponderá a uno de ellos, el que sea el ciento setenta y dos.
–¿Un vestido? –preguntó Amanda extrañada.
–Eso debe de ser... –murmuró Casandra guardándosela, coincidía con lo que le había dicho Pablo.
–¿De dónde la has sacado? –se interesó David.
Ella suspiró y dio unos pasos hacia la puerta.
–De él –hizo una pausa dramática–. Pretende que vaya con esto a un baile. No sé a cuál –resopló.
–¡No me jodas! –escupió Diego.
Casandra hizo una mueca de desesperación.
–No quiero ir con él a un baile –se quejó–. Odio estar con él. Ni siquiera sabía que hubiera un baile. Y odio los bailes –se quedó helada al pronunciar las últimas palabras, no tenía ni idea de cómo, pero había abierto el pozo de los recuerdos olvidados.
–No tienes por qué ir con él a ninguna parte –le respondió el Capitán.
Ella no dijo nada, se había quedado con la mirada perdida, con miedo a que un pensamiento hiciera que el dolor punzante que sentía en el fondo de la cabeza se convirtiera en un hachazo de parte a parte.
–Sssh –Víctor le hizo un gesto a Diego para que se estuviera callado.
–¿Por qué no te gustan los bailes? –preguntó Amanda con suavidad.
–No, no... –retrocedió al sentir la abrasión, se le nublaron los ojos y se sintió enferma–. No quiero –gimió.
Su espalda chocó contra la columna central de la torre, las piernas le fallaron y se dejó resbalar hasta el suelo, temblando y balbuciendo sin control. Se acurrucó cuando el abismo se abrió ante ella y la inundó con sensaciones horribles. Era algo pegajoso, putrefacto y tibio. Era vergüenza hasta la médula, un terror más irracional que el que la acosaba cuando se encontraba con Pablo, un dolor en el pecho y unas intensas ansias de desaparecer de la faz de la tierra.
Odiaba los bailes, las fiestas, las multitudes... Las risas, los juegos, las bromas... Era un insecto insignificante y asqueroso... Deseaba morir.
†
La escolta asistió estupefacta a la crisis de ansiedad de Casandra. No había mucho que hacer, ya que si la tocaban, se volvería más violenta. Suficiente tenían con que estuviera incendiando la alfombra con fuego verde oscuro ribeteado de amarillo incandescente en las puntas.
–A juzgar por los colores, tiene que ser horrible –murmuró Amanda–. Oscuridad y rabia desquiciada.
–Yo me encargo –Víctor se acercó con cautela e hizo un suave gesto hacia la muchacha–. Sedatio –conjuró, aprovechando que ese hechizo no se consideraba una maldición y que la pulsera cedida por Amanda no pondría pegas.
La adolescente tardó medio minuto en mostrar signos de estarse tranquilizando, pero al fin sus llamas recuperaron el habitual tono esmeralda. Dejó de sacudirse y se quedó en posición fetal tumbada sobre la alfombra.
Amanda se adelantó al verla más calmada. Apartó el fuego a su paso para agarrarla del brazo y ayudarla a levantarse, después la estrechó con instinto protector. Parecía muy frágil con los ojos llorosos y la expresión agotada.
–Víctor, trae la poción por si acaso –pidió mientras la guiaba a su cuarto.
Casandra se dejó guiar con mansedumbre y la mirada ausente. Amanda la hizo lavarse la cara, ponerse el pijama y sentarse en la cama.
–¿Qué tal estás? –le preguntó suavemente.
La adolescente suspiró, ya no parecía tan frágil, pero seguía teniendo un aura de dolor.
–Era horrible –respondió con un susurro–. Y creo que era algo a lo que yo antes estaba acostumbrada.
Amanda permaneció a su lado, esperando paciente a que continuara.
–Si podía con eso, seguro que el vampiro no daba ni la mitad de miedo –se dejó caer de espaldas al colchón–. Pero sería una amargada.
–No, no lo serías –le dijo la joven con voz maternal.
–¿No? Pero si Víctor me dijo que no confiaba en nadie.
–Bueno... lo pasaste mal... pero no eras una amargada. Tenías un humor muy...
–¿Macabro?
–Yo iba a decir "inteligente".
–Un humor que desarmaría a un vampiro –añadió Víctor entrando en el dormitorio con la botella de la noche anterior.
–No entiendo cómo es eso posible –respondió Casandra recostándose contra el cabecero.
–Es algo demasiado retorcido para que ahora tu mente pueda comprenderlo –dijo él con tonillo guasón sirviéndole un vaso de Somnia.
–Psssse –desdeñó y aceptó el vaso, resentida–. Si pudiera desarmar a un vampiro, también podría contigo –refunfuñó.
–Y lo hiciste. Y con Amanda también. Y con Diego –frunció el ceño un instante–. Con David no. No sé cómo se las arregla ese chaval para pasar desapercibido.
Casandra se encogió de hombros y bebió la pócima.
–Buenas noches –le deseó la ladrona cogiendo el vaso.
–Descansa para darles caña a todos mañana –añadió Víctor con una sonrisa traviesa.
La adolescente bostezó, se tumbó y adoptó una expresión plácida.
–No sabía que fueras tan temeraria –dijo él cuando salieron al pasillo.
–Quería comprobar que no le hacía daño –respondió Amanda–. No me entra en la cabeza que la dejemos sola con ese chupasangre.
–Chupasangre que casi te pilla.
–Tú lo has dicho, casi –puntualizó orgullosa y entró en su habitación–. Buenas noches –añadió antes de cerrarle la puerta en las narices.
Amanda comprobó que las barreras protectoras continuaban funcionando y se encerró en el baño. Se metió en la bañera, se acurrucó y trató de convencerse a sí misma de que no había hecho una estupidez. "Estamos empatados, estamos empatados", se repitió obsesivamente. Porque ella podía ser igual o mejor que un vampiro acechando. O eso intentaba creer.
†
Nada más despertar, Casandra recordó la tarjeta con el "172" impreso y gimió desesperada. No sabía cómo sería el vestido que Pablo pretendía que se pusiera, pero no se esperaba nada bueno. Remoloneó unos minutos, pese a que el sol de media mañana entraba a raudales a través de las cortinas azules. Era un milagro que no se hubiera despertado hasta ese momento, supuso que sería por la poción somnífera.
Diez minutos después estuvo en el salón, sentada a la mesa con un buen cacao en frente.
–¿Qué tal te encuentras? –se interesó Amanda.
–Todo lo bien que se puede estar en esta situación, supongo.
–Eso es mucho –opinó David.
–¿Y qué planes tienes? –se interesó Víctor, se notaba qué buscaba.
Casandra suspiró mientras mojaba galletas.
–Dame una hora para que se me asiente el desayuno, anda.
–Hecho –aceptó él.
Casandra subió a su dormitorio, hizo la cama, ordenó un poco la estancia y se quedó mirando los libros de leyes. Lo cierto era que no le apetecía ponerse a estudiar su farragoso lenguaje, por lo que probó con el librito que le había traído Víctor.
"Began kin gausenqum kim lagormiren begancen bagjarghel helt", rezaba la cabecera de la primera página. Sabía lo suficiente de vánico como para comprender que quería decir "cinco de junio de cuatro mil quinientos noventaitrés. "Ain neimenat Ania en ain vat shen'mai".
–Me llamo Ania y soy vania –tradujo Casandra en alto.
El diario no era nada extraordinario. Una vania de dieciséis años contaba su rutina; por lo visto, un trabajito impuesto por su Maestro. Fue encontrando palabras cuyo significado no conocía, de modo que se resignó a bajar a la biblioteca a por un diccionario.
La gente se apartaba a su paso, ya no sólo los vanias, también los humanos que por allí pululaban. Se ponían al día entre cuchicheos y todavía había quien soltaba una exclamación al saber que estaba marcada por un vampiro. Llevaba puesta la sudadera de los FOBOS, con ella se sentía más segura. Sabía que a los vanias les espantaba por el color y a los humanos parecían impresionarles sus telarañas verdes.
Entró en la biblioteca con tal sigilo que la mujer que la custodiaba ni se enteró de su llegada. "Mejor así", se dijo Casandra colándose en el laberinto de estanterías. Se encontró con Lillien enseguida, parecía que ya esperaba sus visitas diarias.
–¿Otro libro de leyes más? –preguntó la única vania que le hablaba.
–No, vengo a por un diccionario de vánico.
La joven le hizo un gesto para que la siguiera.
–Entre los que te he dado no hay ninguno en vánico –señaló suspicaz.
–No, no es por eso...
–¿Quizás para comprender qué se rumorea de ti?
Se detuvieron a los pocos metros.
–Tengo un... diario –respondió dubitativa, no sabía cómo podía tomarse aquello. Lillien la alentó con la mirada a continuar mientras elegía el mejor diccionario–. El diario de una vania de cuatro mil quinientos noventaitrés.
–Oh, de hace tres siglos –comentó, no parecía importarle–. ¿Cómo lo has encontrado?
–Estaba en un almacén... uno en la columna central de nuestra torre... –su voz no sonaba muy segura ya que no quería delatar a Víctor.
–Vaya, qué casualidad –dijo con un tonillo extraño, como... ¿divertido?
–¿Casualidad?
–Que hayáis encontrado el almacén abierto, casi nunca lo está –le respondió Lillien con una amplia sonrisa.
–Ah... –algo no le cuadraba, pero no sabía qué, ¿quizás fuera algo de su pasado olvidado?
–Toma, éste te valdrá, cubre todos los términos básicos, es completo y sencillo –le puso en las manos un libraco de tapas color salmón.
–Gracias –Casandra se dio la vuelta, dispuesta a encerrarse en su habitación, lejos de los cuchicheos y las miradas.
Al salir del laberinto de estanterías, se encontró de frente con los ojos de la bibliotecaria, que se quedó helada y adquirió una palidez enfermiza. Casandra tragó saliva y salió sin pronunciar palabra.
†
Con su poder de espantar a las masas, enseguida llegó a la torrecilla este, pero no alcanzó su dormitorio.
–Eh, supongo que el desayuno se te habrá asentado ya, ¿no? –preguntó Víctor asomándose desde el salón.
–Sí, lo ha hecho –admitió con fastidio, dejando allí el libro.
–Cualquiera diría que no quieres aprender a defenderte –comentó él mientras la acompañaba a la sala de entrenamiento.
–Es que lo paso mal... –rezongó Casandra.
–Precisamente entrenamos para que, en un futuro cercano, no lo pases tan mal.
–Ya lo sé... –suspiró.
Víctor creó todos los éffigis que hicieron falta para que ella practicara a defenderse con puños y patadas, la vara de madera y los hechizos. Cada vez que la adolescente se frustraba, enrabietaba o asustaba, lo que venía siendo de continuo, las potentes llamaradas verdes se elevaban azotadas por un viento inexistente.
–Ya... por... favor... –rogó agotada.
Él disolvió a los éffigis y se acercó a ella despacio. Casandra receló, le dio la impresión de que era algún depredador acechando a su víctima. Sacudió la cabeza para eliminar esa idea.
–¿Ya te rindes? –preguntó con suavidad, pero con tonillo malicioso.
Casandra se estremeció.
–Estoy cansada...
–¿Estarás cansada cuando una horda de aldeanos con antorchas vaya a por ti? –continuó mientras la rodeaba.
–¿En serio eso puede pasar? –giró la cabeza para no perderlo de vista.
–Depende de a dónde vayamos después de salir de aquí –se detuvo a su espalda, ella quiso darse la vuelta, pero él le colocó las manos en los hombros para impedírselo–. ¿Y si fuese el vampiro el que buscara pelea?
–P-Pero contra él no puedo hacer nada –balbuceó cuando un éffigis se acercó a ella, aquel era el primero que veía con cara, la misma que Amanda había dibujado.
–Si te rindes, seguro que no –le susurró Víctor y ella volvió a estremecerse por un temor irracional.
–Pero... ¿qué voy a hacer contra él?
–Para empezar, poner en práctica lo que ya deberías saber –la soltó para dejarla sola ante el peligro.
–¿Puñetazos y patadas? –preguntó Casandra retrocediendo unos pasos, no podía quedarse en el sitio, le recordaba demasiado a él.
–¿Lo dices en serio? –la voz de Víctor sonó algo estupefacta.
–Eh... –repasó sus conocimientos–. No, que si le ataco, me responderá.
–¿Seguro?
–Ah, no, sólo si intento matarle –retrocedió otro poco, el éffigis no parecía tener prisa.
–¿Y crees que no hará nada si le pegas un guantazo?
–Eh... pero...
El éffigis se movió hacia ella a tal velocidad que estaba a tres metros de ella y, al instante siguiente, lo tenía a un palmo.
–¡Ah! –se sobresaltó y por ello no sólo se vieron afectadas las antorchas, que prendieron con violentos fogonazos, sino que ella misma se encontró envuelta en llamas para protegerse.
Víctor se carcajeó de ella.
–Si se lo toma como un intento de incendiarlo, puede responderte.
–No es la primera vez que lo hago –murmuró Casandra, ofendida por su propia ineptitud.
–¿Y no se lo tomó mal? –se extrañó él.
–Pues... no.
Limitó el fuego a las manos, lo justo para que el éffigis con pintas de Pablo no se acercara demasiado. Llamaron a la puerta, que no se abrió hasta que dieron permiso. Asomó una cabeza pelirroja.
–Hola, Nicolás –saludó Casandra.
–Evan. ¿Puedo pasar? –preguntó con timidez.
–Por supuesto. ¿Estoy encendiendo las antorchas ahí fuera?
El vania asintió y cerró la puerta tras de sí. "Claro, si no, no habría podido venir sin ser visto", se dijo espantando al éffigis como si fuera una mosca.
–Perdón si molesto, pero...
–No molestas –se apresuró a aclarar Casandra dando unos pasos hacia él–. Estábamos terminando el entrenamiento ya, ¿verdad?
Su entrenador se encogió de hombros, aceptando de mala gana, pero no disolvió al ser traslúcido.
–Annelien me ha contado lo que ocurrió anoche y... –Nicolás se retorcía las manos incómodo– quería saber... Me preguntaba cómo estarías.
–Estoy bien, de verdad –Casandra sacudió el hombro cuando el éffigis puso la mano sobre él–. Bueno, tengo que ir al Pabellón de Trajes...
–¿Sería mucha indiscreción preguntar...? –empezó el vania.
–Él me dio una tarjeta que... –estaba acorralada por el éffigis, al que hizo aspavientos con los brazos para que no la tocara– tiene el número ciento setenta y dos. Supongo que podría ir a echarle un vistazo... Ay, Víctor, páralo –se quejó huyendo de él.
–No me apetece –contestó el joven.
–Nicolás, ¿podrías llevarme a ese Pabellón? –le preguntó Casandra acercándose, el acoso del ser traslúcido la estaba poniendo de los nervios.
–Eh... esto... es que...
–Podrías ir por tu cuenta y que Casandra te siguiera a una distancia prudencial –propuso Víctor al comprender el problema.
El vania se lo pensó, debía de ser muy peliagudo ayudar a una devas, incluso en algo tan simple como encontrar un lugar. Mientras lo meditaba, el éffigis volvió a agarrarla y, como ya estaba harta, actuó sin pensar. Le incrustó un puñetazo envuelto en llamas en plena cara, haciendo que reculase.
Hubo un instante de silencio en el que, atónita, se miró la mano que había golpeado a la representación del vampiro. A Víctor se le escapó una risotada que sonó a "no sabes en lo que te acabas de meter". El éffigis se recompuso y Casandra abrió mucho los ojos al comprender que se iba a poner serio.
–¡Corre! –gritó abalanzándose hacia la puerta.
Nicolás la abrió, estupefacto, ella lo empujó al pasillo y se deslizó fuera con el corazón a mil. Cerró la puerta de golpe y sujetó la manija, por si acaso.
–¿Qué pasa? –preguntó aturdido, con la mano en la muñeca derecha.
–Ese éffigis venía a por mí... y no quiero seguir entrenando –mintió a medias, o más bien, omitió datos, porque no quería que el vania se enterara de que acababa de ver una representación del vampiro.
–¿Entonces quieres que te guíe al Pabellón? –preguntó Nicolás, cambiando oportunamente de tema.
–Sí, por favor –soltó la manija con cuidado, vigilándola por si giraba.
–Te estaré esperando en el vestíbulo. Disimula lo mejor que puedas, te lo ruego.
Ella asintió. Mientras subía a su cuarto para dejar el diccionario, jugó con las antorchas para darle al pelirrojo la oportunidad de salir sin ser visto. Cogió la tarjeta de la mesilla de noche y se dirigió a la planta baja con las manos en los bolsillos.
Al alcanzar las escaleras, vio a Nicolás cerca del almacén hablando con otro vania. Había bajado la mitad de los escalones cuando hubo una más que evidente desbandada, incluido su amigo, que salió a los jardines. Casandra no apretó el paso, cruzó es vestíbulo hacia el exterior como si aquél hubiera sido su plan desde el principio.
El pelirrojo bajaba en dirección al pueblo y ella hizo lo mismo, veinte metros por detrás y sin mirarlo mucho, lo justo para asegurarse de que no lo perdía al doblar la esquina. Nicolás no entró en el cúmulo de casitas ideales, sino que lo rodeó por el este. En seguida dieron con un edificio largo y achaparrado que se destacaba en un prado, a mano izquierda del camino que unía el pueblo con el bosque. "Podrían haberme dado indicaciones y lo hubiera encontrado yo sin problema. Así Nicolás no correría peligro", se dijo recostándose contra el muro de una casa, haciendo tiempo para que nadie se diera cuenta de que entraba en el mismo sitio que el vania al que había seguido desde el castillo.
Un minuto más tarde, retomó el camino. Llamó a la gruesa y algo desvencijada puerta de madera, que se abrió con suavidad. El interior se encontraba en penumbra, alumbrado por una docena de velas que se consumían sobre pilas y pilas de papeles.
–Pasa, pasa, te esperaba –le dijo una voz rasposa desde el fondo.
Casandra se internó en los estrechos, retorcidos e inestables pasillos. Sentada sobre un escritorio avasallado por las torres de papeles, una anciana de rostro amable y enérgico la saludó con la mano. A su lado estaba Nicolás.
–Vienes a por un vestido –no fue una pregunta, sino una afable orden.
–Eh... sí –buscó la tarjeta en sus pantalones.
La mujer alcanzó una cinta métrica y un papelajo de los que se amontonaban, le buscó un hueco en blanco y escribió algo en pequeñito con un lápiz que llevaba sobre la oreja. Se bajó de la mesa y se acercó a ella despacio y sin hacer peligrar ninguna de las torres. La hizo levantar los brazos para tomarle las medidas del pecho, la cintura y la cadera, que fue apuntando en el papel.
–Esto... yo...
–Siento el desorden, niña, en estas fechas siempre me desmadra todo.
–Ah, ya... –contestó Casandra, aturdida. Le sorprendía la actitud de aquella mujer, no se asustaba, no la rechazaba, y parecía mucho más animada que la mayoría de los vanias. Se preguntó si realmente lo sería.
–¿Qué colores te gustan? –se interesó la anciana.
–El verde... y el azul –balbuceó antes de recordar qué hacía allí–. Esto... yo he venido porque me han dado esto –le mostró la tarjeta.
La anciana le lanzó una mirada despectiva al trozo de cartulina y siguió a lo suyo, calculando su altura. Casandra miró a Nicolás, que se encogió de hombros, por lo que esperó pacientemente a que terminara.
–Déjame ver eso –la mujer cogió la tarjeta–. ¿Ciento setenta y dos? –levantó los ojos al techo para rememorar–. Ah, ése. Pues, lo siento, niña, pero no es verde ni azul, te quedará estrecho de cintura y la falda larga.
Casandra estuvo tentada de preguntar si se sabía de memoria las medidas de todos los trajes que custodiaba, pero fue a lo importante.
–No ha sido idea mía, me han dado la tarjeta –se excusó.
–¿Y quién ha tenido la brillante idea? –le clavó una mirada suspicaz–. Ah, el shen'snerum que dejaron entrar. ¿Quién se creerá para decidir qué es lo que mejor te queda? –masculló yéndose al fondo.
Tentada estuvo de decirle que ella no lo quería, que sólo estaba allí para verlo y saber a qué atenerse, por lo que no se enfadara con ella.
–¿No venís? –preguntó la señora, parándose en el vano de la puerta que daba a un largo pasillo.
Los dos jóvenes se apresuraron a seguirla. Bajaron un par de escalones de piedra para acceder a un corredor que ocupaba el resto de la longitud del pabellón. A mano derecha fueron dejando pequeñas salas, algunas cerradas, otras mostraban locales de costura o estrechas bibliotecas. Al fondo, en vez de haber una última sala, unas escaleras de roca desgastada descendían hacia el interior de la tierra. Abajo, una gran puerta de madera labrada les dio paso a una estancia enorme, tanto como un estadio, con el techo sostenido por columnas y arcos de medio punto que se alineaban hasta el infinito.
La anciana los precedió al interior con paso seguro, no había duda de que sabía dónde estaban todos los trajes... si es que estaban por allí. Entonces Casandra se fijó en los círculos metálicos que había incrustados en el suelo como tapas de alcantarilla.
–Ahí se guardan los trajes –le cuchicheó Nicolás.
La guía se detuvo junto a uno y lo golpeó tres veces con el tacón. Casandra alcanzó a ver un "2853" grabado en la tapa, que se elevó hasta los dos metros descubriendo un cilindro metálico del que era la parte superior. La mujer pulsó un círculo y el cilindro se abrió por la mitad convirtiéndose en un armario que contenía un largo vestido de noche azul océano con brillantitos plateados, sus zapatos y demás accesorios.
–Éste te hubiera quedado mejor –dijo antes de volver a cerrarlo–. Pero, claro, el shen'snerum tenía que pedirse el otro.
Casandra cruzó una mirada estupefacta con Nicolás, la forma que tenía aquella mujer de referirse al vampiro la desconcertaba. Él hizo un gesto ambiguo, como si pensara lo mismo pero ya estuviera acostumbrado.
Continuaron adelante, atravesando el lugar de parte a parte.
–¿El otro? ¿Es... especial? –preguntó Casandra dubitativa cuando se acercaban a la pared del otro lado.
–Claro que es especial, tanto en colores como en historia –respondió la señora alcanzando una puerta de tamaño más humano que la anterior.
Al otro lado había una sala bastante menor, de cinco metros de ancho por unos veinte de largo. La pared de la derecha estaba cubierta por listones de madera.
–Nunca había estado aquí... –murmuró Nicolás observando la estancia con temor.
–Aquí están los trajes especiales –explicó la mujer yendo hacia el fondo–. Los repudiados y malditos.
–¿Malditos? –Casandra miró recelosa las maderas, que tenían números ascendente hacia la entrada, pero bastante desperdigados. A su lado tenía el "737" seguido del "801".
–Nada grave, si no, no los guardaríamos aquí. Tan sólo tienen un poco de mala fama –tiró del tablón numerado con el "172" y sacó un armario corredizo–. Aquí lo tienes –dijo abriendo las puertas.
Casandra abrió los ojos como platos al ver un elegante y tenebroso vestido de noche. De base rojo sangre, las enredaderas espinosas negras crecían densas en el borde inferior y se despejaban según ascendían a la cintura, donde se enroscaban y, sinuosamente, alcanzaban el escote recto enmarcando puntos estratégicos. Las mangas eran de rejilla fina, casi malla negra.
–¿Qu-Quiere que te pongas eso? –preguntó el pelirrojo a su espalda.
Casandra asintió y se recolocó la mandíbula, abierta por una mezcla de sorpresa y terror. ¿Tenía que ponerse aquello? En una balda descansaban unos zapatos negros de tacón hibridados con botas de caña alta y sandalias de soldado romano.
–Thai kam lanegot, sane tamnengaian gaue shen'snerum –cuchicheó Nicolás con pavor.
–Nicolás –le reprochó la adolescente al comprender que había dicho "con eso puesto, parecerá una vampiresa".
–L-Lo siento –balbuceó él abochornado.
–Aunque creo que ésa es la idea... –Casandra observó la bisutería unos segundos y retrocedió–. Vámonos.
–¿No te lo pruebas? –le preguntó la anciana–. No te quedará tan mal, un poco largo y ceñido de la cintura, pero eso se arregla con unos alfileres y soltando el corpiño un poco.
–No, es que no lo quiero –retrocedió más negando con la cabeza.
–¿Te enseño los vestidos que te quedarían mejor? –propuso la mujer.
–No... no lo sé –huyó a la gran catedral de los trajes, acababa de recuperar la fobia a las fiestas.
–Casandra –llamó el vania corriendo tras ella.
–No puedo, no quiero –le temblaban las manos y el fuego verde hizo de aquel lugar su imperio.
Nicolás agarró por el brazo.
–Shh, relájate.
–Yo... no puedo, no puedo con esto –gimió hiperventilando.
–Eh, mírame a los ojos –le pidió–. Inspira hondo y mírame.
Le hizo caso, no quería montar otra escena. El pelirrojo no le dijo nada parecido a "todo saldrá bien", se limitó a ayudarla a acompasar la respiración hasta templar sus nervios.
–Gracias –susurró más tranquila–. Veo que tienes maña con esto.
–Los shen'almai tenemos que saber controlar nuestras emociones –respondió Nicolás con seriedad.
Casandra asintió y siguió adelante.
–Perdón por las molestias –se dirigió a la mujer antes de salir–, pero me niego a ponerme eso.
†
Dejó a Nicolás en el Pabellón de Trajes para que nadie más lo viera con ella y subió al castillo a paso rápido.
–¿Qué tal ese traje? –le preguntó Víctor asomándose desde la sala de entrenamiento, Amanda hizo otro tanto.
–Mal –refunfuñó Casandra yendo a encerrarse en su habitación.
Retomó el estudio de las leyes hasta la hora de la comida, pero, por más que buscó, no había ninguna que dijera claramente que el vampiro no podía obligarla a ponerse un vestido. Mientras no la torturara físicamente para que cediera o la desnudara por la fuerza para vestirla él mismo, no infringiría ninguna norma. Pero eso dejaba un abanico de posibles persuasiones en un vacío legal, y aquello era lo que temía.
–¿Tan feo era? –le preguntó David con su habitual sonrisilla despreocupada cuando estuvieron a la mesa.
–Mala fama, negro y rojo sangre –murmuró telegráficamente mientras hacía desaparecer el puré de verduras.
–Oh... ¿tienen aquí de eso? –se sorprendió Amanda.
Casandra se encogió de hombros, estaba claro que tenían.
–¿Y dónde está el problema? –interrogó Diego–. Si no quieres, no te lo pongas.
La adolescente removió los restos del puré como si quisiera obligar al plato a tragárselo como un sumidero.
–Las persuasiones... No sé si insistirá... y con qué me amenazará.
–Por nosotros no te preocupes –dijo la ladrona–, se va a llevar una buena sorpresa el día que intente algo.
David asintió conforme y los otros no hicieron movimiento alguno, pero sus expresiones indicaban que estaban preparados para un bombardeo.
–Te vendrá bien echar la tensión en otro enfrentamiento –recomendó Víctor incansable, nunca tenía suficiente.
–Deja que se me asiente la comida –le pidió con un suspiro, no podía negarse a entrenar cuando presentía que se acercaban problemas.
†
Subió a su dormitorio con la intención de continuar con las leyes, pero pronto lo dejó, la desesperaban con su inutilidad. Por lo que cogió el diario y el diccionario y se puso a traducir lo que no había comprendido en la primera pasada.
Ania estudiaba para ser médica y tenía una amiga llamada Alexia que se preparaba para el trato con los humanos que llegaban del exterior del territorio. La autora del diario iba a realizar un viaje a las tierras gobernadas por su pueblo, para visitar enfermos y tratar con ellos y sus dolencias.
–Casandra... –dijo una voz temblorosa desde el pasillo.
La aludida levantó la cabeza. Había dejado la puerta abierta para demostrar que no se estaba aislando por el tema del vestido. Se quedó de piedra al ver a Nicolás ayudando a mantenerse en pie a otro chico, uno de los que había espiado la noche anterior: Hora. Ambos tenían una palidez malsana, daba la impresión de que se iban a desplomar en su puerta. Los instó a que entraran sin dilación y bajó algunos libros de leyes al suelo para despejar la cama cuanto antes. El vania hizo tumbarse al humano sobre ella y retrocedió.
–¿Qué ha pasado? –preguntó aturdida.
Nicolás señaló el cuello de Hora, donde Casandra encontró dos agujeritos rojos que la hicieron soltar un grito por el susto. Rápidamente, asumió que Pablo lo había mordido y actuó para aliviar su falta de sangre, recogió los libros y los apiló bajo sus rodillas para que las mantuviera en alto, ya que la sangre primaba en la cabeza.
–¿Algo más? –le preguntó al vania antes de plantearse salir corriendo a pedir ayuda.
Le respondió el ruido de arcadas desde el baño.
–¿Nico? –se asomó preocupada y se lo encontró arrodillado junto al váter–. ¿Te ha hecho algo a ti?
Él negó con la cabeza a duras penas.
–¿Es por lo que le ha hecho a él?
El pelirrojo vomitó sonoramente, lo que tomó por un "sí". Regresó con el herido, que miraba al techo con los ojos desenfocados, luchando por no cerrarlos.
–¿Qué tal estás?
–Tengo... algo... que... decirte –jadeó por lo bajo.
–Voy a traerte un vaso de agua.
–No... espe...ra...
Casandra no le hizo caso, regresó al baño, donde el vania jadeaba sobre el váter con un tono cerúleo en el rostro. Enjuagó el vaso que estaba sobre el lavabo y se lo llevó a Hora. Antes de dejarlo hablar, lo hizo beber.
–Me llamo... Horacio, soy uno de los que... ayer estuvo hablando... con ese... vania.
–Lo sé, lo recuerdo –dijo con el corazón encogido, sospechaba que por eso mismo había sido la comida del vampiro.
–Tengo... algo que... decirte.
–Dime –pero antes le dio de beber de nuevo.
–¿Te has... probado el... vestido?
Casandra se quedó helada y el vaso le tembló en la mano, por lo que optó por dejarlo en la mesilla.
–¿C-Cómo...? –se le trabaron las palabras.
–Él me ha ordenado... que te diga en persona... que te pruebes el vestido... si no lo has hecho... todavía.
Casandra inspiró hondo para calmarse, aquello era lo que tanto temía.
–¿Lo has hecho? –percibió una nota de miedo en la voz de Hora.
–Eh...
–Hazlo –suplicó poniéndole una mano sobre la pierna–, por favor.
–Yo...
–Te lo ruego –transmitía tal temor que la hizo estremecerse.
–¿Qué pasará si no...? –miró por la ventana, hacia el este.
Horacio se encogió como un niño asustado.
–Vale... –Casandra tragó saliva–. Ya me lo has dicho, ahora descansa –le echó una manta por encima y le dio otro sorbo de agua.
Fue a ver cómo estaba Nicolás. Se lo encontró sentado en un rincón, lívido y con la mirada perdida.
–¿Qué tal lo llevas?
–Nunca había visto... eso –el vania se llevó la mano a la boca, por si le quedaba algún resto de la cena.
–Creo que yo tampoco... –Casandra hizo memoria, pero él típico hachazo no acudió–. ¿Crees que estará bien si lo dejo así?
–No lo sé, no lo sé –gimió, agarrándose la muñeca con tanta fuerza que se hizo un torniquete.
–Shh –se arrodilló frente a él–. Inspira hondo y mírame a los ojos.
Nicolás siguió los pasos que antes la había hecho recorrer a ella en el Pabellón. Finalmente, pudo ponerse en pie.
–Gracias... Tú estás muy tranquila... –el vania esbozó una sonrisa–. Será porque antes eras...
No terminó la frase, puso los ojos en blanco y se desplomó. Casandra lo sujetó por los pelos, se alarmó porque estuviera desmadejado y pálido como un muerto, y le sobrevino la ansiedad. Pero no podía dejarlo allí tirado, de modo que lo arrastró hasta la cama y, usando el Levis pernícitas, lo aupó en el lado no ocupado.
Comprobó que ambos respiraran con normalidad, les dejó a mano el vaso de agua lleno por si despertaban antes de que volviera y salió al pasillo para buscar ayuda. Pero no llegó muy lejos, Annelien estaba junto a su puerta, apoyada contra la pared.
–Gracias por cuidar de Nico –le susurró la vania sin mirarla a la cara–. Está pasando por un mal momento.
Casandra se quedó unos instantes sin saber qué decir.
–Necesitan ayuda –dijo al fin–, ir a la enfermería.
–Están bien, has hecho todo lo que tenías que hacer –recuperó su sonrisa de niña traviesa–. La hipovolemia de Horacio no es tan grave.
–Ah... –había algo que no le cuadraba, había vanias que no lo parecían.
–Oye, Casandra –llamó Víctor subiendo–. Ah, hola, Annelien –su voz pasó del entusiasmo a la incomodidad.
–Hashen almen, Víctor.
–Venía a proponerte que entrenáramos, pero si estáis ocupadas... –su expresión era más seria de lo normal.
La mirada de Casandra se escapó hacia la habitación y su boca sufrió un par de espasmos al desesperarse por la evidente amenaza del vampiro. El joven la interrogó con sus misteriosos ojos grises y optó por entrar a mirar.
–Oh... –dijo al ver a los dos inconscientes y se acercó a ver qué tal estaban–. Vaya –añadió simplemente al encontrar la marca del mordisco y negó para sí mismo–. ¿Ahora te dedicas a meter hombres en tu cama? –preguntó guasón.
–¡Víctor! –le reprochó crispada.
–¿Qué? No es que estén muertos. Y el vania sólo se ha asustado un poco si no me equivoco.
Casandra lo fulminó con la mirada y se cruzó de brazos, ¿cómo podía ser tan frívolo?
–¿No te gusta que me lo tome con humor? Es lo que tu anterior yo habría hecho.
Ella apretó los labios, su forma de ser empezaba a desquiciarla un poco.
–¿Víctor es un sharzaden para ti también? –intervino Annelien.
–¿Eh? –un cosquilleo rozó el fondo de la mente de Casandra, había recuerdos relacionados con eso, seguramente de cuando ella lo era–. No, tanto como eso... no.
–Él te altera, te inquieta, te desquicia...
–Casandra es más dura que un vania –rebatió el aludido sin molestarse–. Incluso desmemoriada.
–Lo que me está molestando –interrumpió Casandra– es que te lo tomes a broma cuando ese hombre ha sufrido...
–Bah, no creo. En todo caso, habrá pasado miedo.
La adolescente apretó los puños.
–Y que va a utilizar más amenazas como ésta para obligarme a ponerme el vestido.
–Eso ya me fastidia más –Víctor endureció la mirada un instante–. ¿Qué, entonces vamos a entrenar? –repitió animándose.
Casandra, que se quedó descolocada por sus cambios de humor, dudó. Por un lado, no le apetecía recibir más golpes, pero, por el otro... su habitación estaba ocupada y el miedo le reconcomía las entrañas.
–Supongo –accedió finalmente.
–Que os vaya bien. Yo me encargaré de estos dos –prometió Annelien despidiéndose con la mano.
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