3. Aprendiz
Casandra se sentó, obligada por Víctor, y al instante sintió cómo unas sogas invisibles la retenían en el banco. Se apresuró a recolocarse el pelo para que no se le viera la marca del cuello y se aseguró de que los colgantes estuvieran dentro de la camiseta. La adolescente se mantuvo con la mirada gacha, incapaz de cruzarla con ninguno de los presentes.
–¿Cómo te va la vida... Consejero Guillermo, no? –preguntó Víctor con descaro.
Hubo un tenso silencio en el que Casandra se quedó clavada con el tenedor en la mano.
–Mis asuntos personales no le conciernen –le respondió el vania.
La adolescente apretó los puños al escuchar el tono impersonal característico de aquel pueblo.
–Vaya, porque me interesaba saber cómo lo lleva tu conciencia –continuó el joven con tranquilidad, sirviéndose la comida–. Porque lo que hiciste... ¿Pasta? –se ofreció a servir.
Casandra continuaba paralizada por la vergüenza y de repente se encontró con un plato de espaguetis con cebolla, especias y aceite de oliva frente a ella.
–Come, necesitas fuerzas para afrontar el embollo en el que te han metido –Víctor le dio una palmada en el hombro y pasó a servir a Amanda.
Casandra cogió unos pocos con el tenedor y se los llevó a la boca como una autómata. Masticó sin ganas, abrumada por saberse el centro de atención. Además, Víctor no callaba.
–¿Qué tipo de cabrón tienes que ser para borrarle la memoria, mantenerla confiada durante una semana y después llevarla a esa mansión?
Casandra no pudo continuar comiendo, su tenedor se había deformado, como si se hubiera derretido.
–Joder, porque mira que yo soy capullo, pero jamás llevaría a alguien a un lugar apartado y lo dejaría a merced de un vampiro –en ese punto, el Comedor entero tembló de miedo– como un corderito en el matadero.
–Víctor, cállate –pidió, dándole la vuelta al tenedor para poder comer.
–Y es que encima confiaba ciegamente en ti –continuó él.
–Víctor...
–No le tolero que me insulte –dijo al fin Guillermo.
–Ah, ¿te insulto? –respondió bravucón.
–¿Sabes lo que hice? –musitó Casandra conteniendo las lágrimas y las náuseas–. Cuando me dejaste sola con el vampiro en esa mansión... Pregunté por ti, pregunté dónde estabas –engulló la pasta para no sollozar–. Me preocupé... –levantó la mirada para fijarla en Guillermo unos instantes– por ti. Tonta de mí... –bajó los ojos al plato, luchando por no llorar.
No quiso ser consciente de que buena parte del Comedor la había escuchado y que había dejando al Consejero sin palabras impersonales.
–¿Tenemos o no derecho a insultarte? –continuó Víctor.
Guillermo no acertó a responder.
–Porque tu maquiavélico plan se lleva la palma. Desmemoriarla para que no sea una desconfiada... Oye, ¿qué sacáis con esto?
Casandra se llevó una mano a la cara, no podía levantarse para huir, aunque tampoco se veía capaz de cruzar la gran estancia repleta de personas pendientes de ella.
–¿Sois mascotas de los vampiros?
La pregunta de Víctor creó una oleada de horror.
–¿Hacéis lo que ellos os mandan? ¿Qué ganáis, la inmunidad?
–No sabe de lo que habla –respondió Guillermo, agriándose bajo su máscara de impasibilidad.
–¿Debo considerar esto territorio de los vampiros?
El ambiente se estaba caldeando, tanto los ánimos como el aire. Casandra volvió a darle la vuelta al tenedor y tuvo que apartarse el pelo del cuello para no sofocarse.
–Le ruego que no los mencione aquí –dijo el Consejero vania.
–¿Me lo ruegas? –repitió Víctor–. A mí me suena a orden, ¿sabes?
–Hay tratos centenarios que mantienen la paz entre nuestros pueblos.
Casandra temblaba de rabia con los ojos muy abiertos, se consumía de ira, sentía que se quemaba de verdad.
–Por lo que le ruego que no hable si desconoce la situación.
Hubo dos segundos de silencio y, cuando Víctor iba a responder, la adolescente no lo soportó más.
–¡¿Y a mí qué coño me importa?! –bramó descargando los puños contra la mesa. Dos vasos se rajaron, no tuvo claro si los había golpeado–. ¿Qué tienen que ver vuestros tratos centenarios conmigo? –hablar así en público no le estaba haciendo ningún bien, sentía que era un espectáculo inútil, y aquello la enrabietaba más–. ¿Por qué tenéis que meterme en vuestros líos? –crispó las manos marcando los tendones bajo las vendas negras.
–Nosotros no la hemos metido en nada. Ellos la consideraron un primer nivel –aquellas palabras crearon un pequeño murmullo aterrado y caótico– y nuestros tratados...
–¡Me habéis jodido la vida! –las palabrotas le quemaban los labios, pero más la quemaba la furia–. ¡Me borrasteis la memoria!
Más vasos se rajaron y las velas más cercanas se prendieron en verde.
–Hasta hace unos días parecía agradecida por ello.
Casandra abrió los ojos al máximo al escuchar aquello, tembló entera y arañó la mesa. Se extendió el imperio de las llamas esmeralda y los vanias empezaron a levantarse para alejarse de ellas.
–¡Mientras estuve viviendo como vosotros, panda de insensibles hipócritas! –todos los vasos de la mesa donde se encontraba se quebraron derramando su contenido.
–Centraliza el poder –le susurró Víctor, que había salvado su bebida.
–Casandra... lo hice por tu bien –trató de calmarla el Consejero.
–¡¿C-Cómo que por mi bien?! ¿CÓMO QUE POR MI BIEN?
–Cálmate, por favor –pidió Guillermo humanizándose–. Deja que te lo explique. Teníamos que dejar que entrara, pero podíamos hacer algo para evitar que tú... cayeras.
La adolescente se quedó, irónicamente, helada. Aquello fue la gota que colmó el vaso resquebrajado. Las velas continuaron encendiéndose hasta las paredes y entonces se prendieron las antorchas.
–¿Estás diciendo que... habría accedido? –masculló Casandra tratando de controlarse.
–Antes eras otra persona.
–¿Otra persona que habría accedido a ser vampira? –remarcó especialmente la última palabra, con saña, quería que todos los vanias la escucharan. Unas llamas verdes aparecieron en sus palmas y en el interior de las muñecas, sobre las vendas–. Primero, lo dudo mucho –las llamas treparon por el interior del antebrazo hasta el codo–. Segundo, en el caso de que así fuera... –el fuego envolvió las vendas negras sin consumirlas– en el hipotético caso... –inspiró hondo y, a pesar de su apariencia calmada, las llamas se hicieron más intensas y brillantes–. ¡¿Quién cojones os dio derecho para borrarme la memoria decidiendo qué es lo mejor para mí?! –terminó soltando de una tacada.
A continuación, reinó el silencio, roto sólo por el jadeo de Casandra. Guillermo se había quedado petrificado y lívido. El fuego de ella ondulaba con mayor suavidad y su rabia descendió bastante. Fue entonces cuando se dio cuenta de que había conjurado llamas en las manos.
–Ya está... ¿Nos vamos? –murmuró apagando todos los fuegos.
–De acuerdo –accedió Víctor alegremente y se puso en pie.
Casandra pudo al fin levantarse y, con el paso más digno que pudo componer, cruzó el silencioso comedor tras sus dos compañeros. Pero, nada más salir al pasillo, se llevó las manos a la cara, abochornada.
–Mierda, la he liado.
–¿Por qué dices eso? No has quemado nada –le dijo Víctor.
–Lo has hecho muy bien –coincidió Amanda–, has concentrado la energía en las manos.
–He montado un espectáculo –lamentó Casandra.
–Diría que veníamos precisamente a eso –señaló la joven.
Víctor asintió.
–Pero...
–A los vanias que les den –interrumpió él.
–Unos cien metros –dijo de repente una voz masculina.
Se giraron y vieron a Diego y David acercándose.
–Le calculo un radio de cien metros –repitió el Capitán.
–¿Lo habéis visto? –preguntó Amanda.
El rubio asintió.
–Pero hemos salido para ver hasta dónde prendía las antorchas en verde –añadió encantado.
–¿Se ha expandido fuera del comedor? –preguntó Casandra estupefacta.
–Ya te lo he dicho, unos cien metros –dijo Diego.
–Pues os habéis perdido cuando ha hecho fuego con las manos –comunicó Víctor.
–Ya me suponía que lo haría y me interesaba más ver el alcance de su energía –respondió el Capitán.
–¡Doscientos metros de diámetro es genial! –exclamó David.
–Y eso que el enfado no ha sido muy fuerte –dijo Amanda.
–Por eso ella tiene el fuego verde y no azul –le recordó Víctor–. Oye, ¿hasta dónde llegas tú? –añadió para la joven.
–Ay, no lo sé, nunca me he puesto a encender velas en masa.
–¿Probamos? –preguntó encaminándose hacia la torrecilla este.
–Mira que eres pesado. ¿No te has quedado a gusto con lo de antes?
–Quiero ver hasta dónde llega el poder de la Doberman que nos han colado –aseguró él.
Amanda gruñó algo ininteligible y se adelantó unos pasos.
–No habéis terminado de comer, ¿verdad? –les dijo David–. Arriba tenemos una especie de tarta de hojaldre y verduras.
–Se me ha quitado el hambre... –murmuró Casandra.
–No digas idioteces, vas a comer –le ordenó Diego.
†
La llevaron a su comedor particular y la hicieron tragar una ración de aquella tarta, seguida por una naranja y pastel de chocolate.
–Me estáis cebando –se quejó ella–, y no creo que yo lo necesite.
–Claro que lo necesitas –le respondió Amanda–, con la energía que derrochas ahora y con...
–No querrás desfallecer frente al vampiro, ¿verdad? –intervino Víctor.
–Cállate –refunfuñó Casandra–. Y eso me recuerda que tengo que seguir con las leyes –dijo poniéndose en pie.
–Cuando se te asiente la comida, ven a entrenar –invitó el moreno.
–Y a aprender magia –añadió la ladrona.
–Hacéis buena pareja vosotros dos –les dijo antes de salir.
–¿Eso ha sido un intento de puñalada? –escuchó preguntar a David.
Casandra puso los ojos en blanco y continuó hasta su habitación. No había querido apuñalar a nadie, sólo había dicho algo que le parecía verdad. Aunque, quizás, teniendo en cuenta que no cesaban de discutir como críos, sí que había querido picarlos un poco.
†
–Vamos, vania, dinos cómo es.
–No sé de qué me hablan –respondió Nicolás, afanándose en barrer los talleres.
–¿Cómo es ella? ¿Se le notan ya los rasgos vampíricos? –insistió el otro humano con morbosa curiosidad.
–No sé de qué me hablan –repitió por enésima vez, amontonando las virutas de madera.
–No nos mientas, ya nos han dicho que eres su mensajero –insistieron persiguiéndolo.
–Temo que los han informado mal –contestó ateniéndose a la impersonalidad de su raza para protegerse.
–No, no, no. Nos han informado bien, así que sé un buen vania y cuéntanos lo que sabes.
Agobiado, Nicolás recogió los montones de virutas con el paletón y los echó al cubo.
–Yo no sé nada –se defendió.
Estaba tentado de decirles que Casandra no se parecía en nada a un shen'snerun, pero eso sería confirmar que estaba en contacto con ella y, a partir de ese punto, no lo dejarían en paz.
–¿Qué pasa? ¿Has hecho un pacto de silencio con ella?
–¿Te castigará si revelas sus secretos?
–Déjenme... por favor –rogó y se agarró la muñeca derecha para controlar sus nervios.
"¿Por qué no aparece alguien y me quita a estos dos de encima? Algún Consejero", deseó mientras continuaba barriendo.
–¿Le da ya a la sangre?
–¿O la mira con deseo?
Ambos rieron.
–Dicen que se ve con el vampiro todas las noches.
Nicolás cerró los ojos con fuerza, no dejaban de repetirle las palabras tabú y se estaba poniendo enfermo. Se aferró al palo de la escoba, las risitas despreocupadas lo mareaban.
Entonces se escuchó el ruido de varias escobas al caer, seguido de exclamaciones de sorpresa y miedo por parte de los humanos. Al abrir los ojos, Nicolás se encontró a Casandra cruzada de brazos en la puerta de entrada a los talleres.
–Lo siento, he tropezado y los he tirado sin querer –se disculpó ella con demasiada seriedad.
Se hizo el silencio mientas Casandra fulminaba con la mirada a los dos hombres, después se agachó para recoger lo que había tirado.
–Me he perdido, ¿puede alguien indicarme dónde está la biblioteca?
Otro tenso mutismo.
–Vosotros dos, ¿me podéis guiar?
–Eh... ¿p-por qué no se lo dices a él? –preguntó uno de los humanos.
–Porque no me llevo bien con los vanias –respondió ella con sequedad–. Creo que el motivo es evidente –se apartó el pelo para que pudieran ver la marca del cuello.
Nicolás bajó la vista, abochornado, sabedor de lo enfadada que debía de estar con él.
–¿Él no es tu...? –empezó el otro humano.
–¿Mensajero o similar? –cortó Casandra con cierto desdén–. No sé de dónde os habéis sacado esa estúpida idea.
–Eh...
–¿Quizás del mismo sitio de dónde habéis sacado que le doy a la sangre o le muestro interés? –les gruñó con saña.
–Oye, siento que nos hayas malinterpretado, sólo queríamos...
–Me da lo mismo lo que queráis –le interrumpió cargando con la pila de libros negros que había dejado sobre una mesa–. Lo que yo quiero es que dejéis de rumorear sobre mí. No conviene enfadarme –añadió saliendo del taller.
Nicolás se quedó helado por la dureza de sus palabras.
†
Casandra fue directa a la biblioteca, a paso vivo y sin importarle que los tomos de leyes vampíricas pesaran un quintal. Estaba tan abochornada que la consumía la vergüenza. Se sentía estúpida por haber hecho aquella intervención, debería haberse callado o limitado a tirar las escobas, pero no amenazar. Maldijo el momento en el que había reconocido la voz de Nicolás y había pretendido sacarlo del apuro.
Su humor empeoró un poco más cuando vio cómo la bibliotecaria se sobresaltaba al entrar ella. Casandra le dedicó una mirada de exactamente tres segundos y se internó en el laberinto de pasillos hasta que el peso de los libros le resultó excesivo y los dejó sobre una mesa perdida entre estanterías.
–¿Necesitas más libros? –preguntó una voz a su espalda.
–Sí, por favor –sin volverse, había reconocido a Lillien, justo a quien esperaba encontrarse–. Dejar estos y coger otros tantos –sacó el papel con los títulos ya consultados tachados y unos cuantos más apuntados en el hueco que quedaba.
–Estás realizando un gran estudio –consideró la vania leyendo la lista.
–La verdad es que no me estoy quedando con casi nada, demasiada tralla en tan poco tiempo –suspiró–. Busco lo que me pueda librar de él.
–Dudo mucho que haya una ley que aparte a los vampiros de por vida –respondió Lillien tomando la pila sin esfuerzo alguno y echando a andar por los pasillos.
–Lo sé, lo sé, pero no se me ocurre qué más hacer...
–¿Aprender a utilizar la magia o a luchar? –propuso doblando la esquina.
–Supongo que sí... –murmuró siguiéndola–. Pero llevo en este lado de la Frontera menos de un mes, no creo que pueda aprender mucho.
–El control de la magia no tiene nada que ver con el lado de la Frontera, podrías utilizarla en el tuyo –Lillien se detuvo frente a una estantería cualquiera–. Sostenme éstos –pidió dejándole la mayoría de la pila.
–Me refiero a que soy una absoluta ignorante.
–Lo que mucha gente olvida es que la magia trata más sobre sentir que sobre saber –dijo elevándose sobre una tabla para devolver un par a su sitio y sacar otros tres.
–Pero requiere entrenamiento y yo no tengo tanto tiempo.
–Con fuego verde como poder natural, te valdrán un par de hechizos para manejarte ahí fuera –la vania se bajó de la tabla, con una mano cogió la pila menguante y con la otra le ofreció los tres que acababa de coger.
–Veo que las noticias vuelan por aquí –respondió con cierta vergüenza.
Continuaron adelante.
–Sobre todo si haces una demostración en el Comedor –se detuvo no muy lejos y dejó a su cargo un par mientras los demás los devolvía a su sitio.
–Ah, claro... ¿estabas allí?
–Lo estaba –respondió Lillien desde lo alto–. ¿Cuánto se expande tu onda de magia?
–Según me han dicho, cien metros de radio.
–No está mal –consideró descendiendo con un libro grueso–, un buen chorro teniendo en cuenta que hasta un par de días no tenías nada.
–No siento que sea mía... –Casandra cargó con el nuevo tomo y le dio lo que quedaba de la pila de devolución.
–Pues lo es, sería imposible que la magia de otra persona durase en ti más allá de unas horas sin un pacto.
–¿Seguro que no...?
–No, no has hecho ningún pacto con él –aseguró Lillien yendo a por lo que quedaba de la lista.
Casandra no la contradijo, aunque no lo veía muy claro.
–A lo que iba, que con un par de hechizos podrías sobrevivir ahí fuera –retomó mientras alcanzaba el último tomo–. No te creas que la gente corriente son grandes hechiceros, la mayoría viven con hechizos automatizados.
–Como en nuestro lado –añadió haciendo un esfuerzo por sostener la torre de libros.
–Podrías empezar por el Levis pernícitas –le recomendó Lillien, ayudándola con la mitad de ejemplares.
–¿Y cómo empiezo? ¿Qué es lo que tengo que sentir con este hechizo? ¿Tengo que hacer algún movimiento en especial?
–Deja que te enseñe –le respondió la vania guiándola de vuelta a la mesa, a la misma de antes o a otra que se le parecía mucho en aquel laberinto.
Casandra dejó los tomos y esperó instrucciones.
–Lo importante es que sientas la ligereza en tus manos –empezó a explicar Lillien–. No te pases o lo expulsarás.
–Lo justo para que se quede flotando, ¿no?
–Eso es. Cierra los ojos y céntrate en ello.
Le hizo caso, bajó los párpados y se esmeró en recrear la sensación.
–Es más importante la vibración de tu magia que las palabras o los gestos –continuó la vania–. Pronunciar las palabras sirve cuando las relacionas con el sentimiento y vibración adecuados.
–Y te automatizas.
–Un símil apropiado.
La transfronteriza lo tuvo fácil para imaginar que sus manos eran livianas y tenían la capacidad de flotar. Por lo visto, imaginar era algo que se le daba muy bien.
–Creo que ya... –susurró, como si palabras más fuertes hicieran peligrar la energía de sus manos.
–Ahora haz un gesto sutil hacia arriba.
Casandra alzó las palmas un par de centímetros, varias veces.
–Titula a esa sensación y a ese gesto como "Levis pernícitas".
–Levis pernícitas –repitió tratando de gravarlo a fuego junto aquel ritual–. Levis pernícitas.
–Ahora pruébalo con un libro –indicó Lillien poniéndoselo sobre las manos–. No abras los ojos.
La muchacha obedeció, se centró en sentir la ligereza, movió las palmas hacia arriba y susurró el hechizo. El pesado tomo no se puso a flotar, pero sí que se volvió repentinamente ligero.
–Inténtalo con un poco más de intensidad –le recomendó Lillien.
Casandra repitió el proceso, esa vez pronunciando las palabras mágicas con más ímpetu.
Las tapas de cuero se separaron de su piel. Casandra abrió los ojos al instante y vio cómo el libro flotaba a unos centímetros de sus palmas.
–Oh... –se quedó boquiabierta–. ¡Ah! ¿L-Lo he hecho yo? –preguntó atónita.
Lillien asintió, puso una mano sobre el grueso volumen y lo hizo bajar.
–Contrarresta mi empuje sin tocarlo.
Casandra inspiró hondo, entrecerró los ojos y empujó a distancia. Ya fuera porque la vania no estuviera hundiéndolo realmente o porque su magia fuese efectiva, el libro no bajó más. Comenzó a sentir cómo el calor se concentraba en las manos junto con un cosquilleo y temió prenderle fuego. Entonces Lillien apartó la mano y el tomo salió disparado hacia el techo. Cuando sobrepasó la altura de las estanterías volvió a caer por su propio peso, llevándose sus brazos hacia el suelo.
–¡Ah! –lo agarró con los pelos y no se dio con la frente contra la mesa por escasos centímetros–. ¿Por qué no se ha quedado flotando? –preguntó afectada por el susto.
–No era el libro lo que flotaba, sino tú la que lo alejabas. El Levis pernícitas crea una fuerza contraria a la de la gravedad, que puedes utilizar como fuerza de expulsión o conferírsela a los objetos para que floten.
–Fuerza de expulsión... –repitió Casandra con un murmullo, le había recordado a Amanda–. ¿Y cómo se le confiere esa fuerza al libro?
La vania la hizo sujetar el tomo con la diestra y colocar la siniestra sobre él.
–Mientras que con la de abajo ejerces la fuerza, con la de arriba le impides que se eleve. Así le conferirás la energía.
–¿Como una inyección? –propuso Casandra.
–Tus símiles me parecen adecuados. Tienes una gran imaginación.
–Gracias –esbozó una sonrisa y se empeñó en cumplir las indicaciones al pie de la letra.
Cuando sintió el libro presionando su mano izquierda durante varios segundos, se arriesgó a apartarla. El tomo se elevó un palmo y se quedó suspendido en el aire con suaves vaivenes. Con cautela, retiró la mano de abajo. El libro descendió unos centímetros, pero no más, y allí se quedó. Casandra amplió la sonrisa.
–Buen trabajo –la felicitó Lillien–. La energía inyectada durará unos minutos, después, caerá.
Casandra parpadeó. De repente le había venido una imagen a la cabeza. Una ventana abierta a la noche. "Te he pasado mi energía, no caerás, confía en mí", le había dicho alguien. ¿Víctor? Se llevó las manos a la cabeza para paliar el dolor.
–¿Un esfuerzo excesivo? –se preocupó la vania.
–No... He recordado un poco y eso siempre me provoca dolor de cabeza –explicó, parpadeando con fuerza hasta disipar la imagen.
–Aun así, es suficiente por hoy –le hizo poner las manos bajo el libro flotante y lo cargó con los demás–. Mi compañera debe de estar inquieta al ver que no sales.
–Ya siento darte problemas –musitó Casandra.
–A mí no me los das –respondió Lillien guiándola hacia la salida–. En todo caso, le causas inconvenientes a Nicolás.
–¡Pero si yo...!
–Lo sé, tratas de mantenerlo separado de ti.
–¿Me paso aparentando llevarme mal con él? ¿No es creíble?
–Es perfectamente creíble, tu mirada dura tiene aterrado a mi pueblo –le confió sin aparentar estar demasiado afectada–. Pero Nicolás es... demasiado curioso y emocional para ser un buen vania.
–¿Acaso vosotros no lo sois? Me refiero al grupito...
–No somos buenos vanias, por eso Joel tiene que marcharse de viaje cada poco. Nicolás lo está descubriendo justo ahora y puede costarle caro.
–Pero... ¿y vosotras?
–Annelien y yo... –Lillien dibujó una sonrisa misteriosa–. A veces ser raro te salva de ser rechazado.
–¿Eh?
–Hasta aquí te acompaño, ¿de acuerdo? –dijo la vania y regresó sobre sus pasos sin aclararle nada.
Casandra salió del laberinto de estanterías. La bibliotecaria la miró entre atemorizada y estupefacta, seguramente se preguntaba cómo habría conseguido recolectar semejante pila de libros.
†
Regresó a su habitación sin hacer caso de los murmullos, que la molestaban bastante; estaba más centrada en planificar un horario donde el entrenamiento de cuerpo a cuerpo y de hechizos se compaginaran con el estudio intensivo y acelerado de leyes. Empezó por alternar una página de los tochos infumables con la práctica de los dos hechizos que conocía.
Primero apuntó la pequeñas variaciones en el tema de las marcas (en la actualidad no se recomendaba más de tres) y seguidamente encendió y apagó las velas para comprobar que no se le hubiera olvidado.
Después, remodeló por tercera vez el punto del convenio con los licántropos. Por lo visto, tras guerras y treguas, en la actualidad estaban en la segunda opción, por lo que los licántropos adoptaban una posición neutral, como ya había dicho Xoan Romasanta. Para descargar su frustración, Casandra probó a conjurar fuego con las manos, pero le costaba no derrochar su poder encendiendo las antorchas de toda la torrecilla.
Cuando se leyó la recomendación de no tratar al marcado con agresividad, se alivió en parte, en una ínfima parte, por lo que se volcó con el Levis Pernícitas, un hechizo que requería de más calma. Hizo levitar el libro y estuvo leyéndolo así hasta que, a los diez minutos, cayó sobre sus piernas al disiparse la energía.
El dolor de cabeza le impidió continuar. Más que a lo farragoso de los textos, se debía a la ansiedad acumulada por sentir que no estaba haciendo nada de utilidad. Se puso en pie y se paseó por su cuarto tratando calmarse.
–Fuego, tengo que hacer fuego –se dijo extendiendo los brazos vendados ante ella–. Sin encender ni una sola vela, toda la energía concentrada en mis manos.
Inspiró hondo, se concentró y... las velas más cercanas se prendieron.
–No, así no –Casandra se desesperó un poco.
El tocadiscos mágico empezó a sonar por su cuenta. Supuso que se trataría de un tema relacionado con el fuego. La música era roquera, con potente bajo y una batería rítmica que la hizo cerrar los ojos y dejarse llevar. El coro gritaba al unísono, incendiándole el alma. El cantante le transmitía seguridad. El bajo le daba aplomo. Hizo un intento y supo que las velas se habían encendido cuando el fulgor verdoso le traspasó los párpados.
–No, así no –se dijo, pero no desesperó; su cuerpo se movía al son de la canción.
El tema pareció querer ayudarla, callaron el bajo y la batería, la guitarra repitió los acordes una y otra vez haciéndole caer en una especie de trance y el cantante susurró.
–Burn, burn, for us, for them, for you –coreó Casandra por lo bajo. El resto de instrumentos se unieron–. Burn, burn, for us, for them, for you –el volumen fue subiendo más y más–. Burn, burn, for us, for them, for you!
Junto con sus berridos enardecidos y los de toda la banda, los brazos se le incendiaron con una potente llamarada verde. Sin haber encendido ni una sola vela. Lanzó un grito victorioso, saltó en el sitio y jugó con el fuego que no la quemaba. Simuló tocar todos los instrumentos mientras saltaba, giraba y correteaba para liberar toda la angustia producida por la impotencia.
Las llamas se extendieron trepando por su cuerpo. Eufórica por ser una bola de fuego verde, se rio a mandíbula batiente hasta quedar tirada en el suelo. Con los ojos llorosos le pareció que las lenguas variaban de esmeralda al naranja en las puntas. Al silenciarse la canción, se extinguió, quedando mucho más relajada. El tocadiscos se quedó mudo tras cumplir su misión.
Casandra jadeó satisfecha de sí misma, deseosa de mostrar su nueva habilidad mejorada a su escolta. Pero al incorporarse sintió un incómodo tirón en el lado derecho del cuello. Contempló la posibilidad de haber hecho un mal movimiento hasta que recordó la segunda marca.
Se incorporó y se acercó al espejo del baño con paso inseguro. Ella misma prendió las llamas que la alumbraron, pero dejó que tomaran el habitual brillo blanco, ya que el fulgor verde resultaba inquietante en recintos cerrados. Se apartó el pelo y comprobó que la marca había conquistado todo su cuello. Cerró los ojos, suspiró y, sin más muestras de abatimiento, buscó vendas en el botiquín.
Fue en ese momento cuando llamaron a la puerta de su habitación. Gritó "pasa" sin preocuparse de quién podría ser, sólo su escolta se acercaba a ella ahora. Por eso se asombró al ver a Nicolás, muy nervioso a juzgar por su expresión y el temblor de sus manos.
–Hola –saludó el vania.
Atónita, Casandra salió del baño y se aproximó a él con un rollo de vendas negras en la mano.
–Hola –hizo una asombrada pausa–. ¿Qué haces aquí?
–L-Lo siento, s-supongo que ha s-sido un error venir... –se disculpó retrocediendo.
–Eh, no te estoy echando. Sólo te he preguntado qué haces aquí.
–¿N-No estás enfadada?
–Estoy muchas cosas, pero, ahora mismo y contigo, enfadada no.
–¿Ah... no? –insistió Nicolás algo más tranquilo.
–¿De dónde sacas eso?
–He v-visto cómo l-las antorchas s-se...
–¿Encendían? –terminó Casandra.
Nicolás asintió.
–¿Y?
–P-Pues que he supuesto q-que... t-te habrías enfadado... c-como en el Comedor.
–Estaba entrenando –explicó amable, sonriendo al comprender el motivo de la confusión–. Precisamente estaba practicando para no prenderlo todo a mi alrededor.
–Ah... vale –el vania se retorció las manos y se sonrojó de vergüenza.
–¿A qué has venido? Pensaba que me habías dicho que no podías acercarte a mí.
–Sí... así sigue siendo... –se estranguló la muñeca derecha–, p-pero...
Viendo que no arrancaba, Casandra le tendió las vendas.
–¿Me ayudas? –preguntó con suavidad, no quería espantarlo–. A ocultarme esto –se señaló el cuello.
–Eh... oh... –vaciló desviando la mirada.
–Aunque supongo que si no puedes estar cerca de mí, tocarme es aún peor –murmuró y regresó del baño–. No pasa nada, ya lo haré yo sola.
–N-No, por f-favor...
Al mirarlo, el vania pelirrojo tragó saliva.
–No quieres –dijo ella–, ¿por qué...?
–Sí que quiero. Quiero ayudarte, pero...
–No te dejan.
–No me atrevo –Nicolás bajó la cabeza, vencido.
–Yo no voy a hacerte nada. Mira, me reflejo en los espejos, soy pacífica.
Esperó su reacción con esperanza. Nicolás asintió y se acercó un paso, pero no fue capaz de levantar la vista. Ella le dio las vendas y se levantó el pelo en un moño improvisado y sujeto por la zurda. Él desenrolló la venda y, con excesiva cautela, se dispuso a rodear su cuello con ella. A la muchacha le hubiera gustado decirle que el vampiro no la había mordido, que no había ningún problema con su garganta aparte de las intrincadas líneas que la rodeaban, pero aquel tema también era tabú para ella.
–No me estrangules –pidió en su lugar.
–Descuida –musitó Nicolás.
Estuvieron en silencio durante varias vueltas de las vendas, hasta que él se atrevió a hablar.
–Entonces... ¿no estás enfadada?
–Ya te he dicho que no.
–Me refiero a... lo de antes... con esos dos humanos.
–Ah, eso. Estaba fingiendo, tonto.
–¿De verdad?
–¿Tan buena actriz soy?
–Es que... pensaba que estabas enfadada p-por... haberte... –le temblaban las manos sin control.
Casandra le tomó la muñeca de la derecha, haciendo que se sobresaltara, pero también que dejara de temblar al instante.
–Nicolás, si hubiera sido real, podría haberte acusado de traidor, de abandonarme... pero si la excusa que pongo es que eres vania, es teatro. ¿Te vale como código secreto?
–S-Sí, supongo que sí.
Lo soltó al notar su incomodidad y recordó que, por lo que le habían dicho, ella antes tenía fobia a que la tocaran.
–Una pregunta –dijo pensativa mientras miraba a ambos en el espejo.
–¿Sí? –Nicolás terminó el vendaje y se separó un paso.
–Si creías que estaba enfadada ahora mismo, ¿por qué has venido y no has esperado, no sé, a que me calmara?
–Porque... –él se encogió de hombros– cuando enciendes las antorchas, asustas a todos y haces que se alejen y se escondan por si acaso. Por lo que... he podido venir sin ser visto –dibujó una ligera sonrisa de disculpa.
A Casandra se le escapó una risita y lo felicitó por el buen mientras comprobaba que las vendas no la asfixiaran.
–¿Y... qué tal te va? –tanteó Nicolás.
Se notaba a la legua que el vania intentaba ser atento antes de huir. No se lo reprochó y procuró ser breve y positiva.
–Estoy practicando mis primeros hechizos –dijo pasando al dormitorio–. Lillien me ha enseñado el Levis pernícitas.
–¿Lillien? –repitió asombrado.
–Sí, ella misma.
Supuso que lo sorprendía que una vania no sintiera ningún temor por relacionarse con una marcada.
–Oh, pues... yo... tengo que irme ya o... –balbuceó incómodo.
–Lo entiendo, no te arriesgues más –aceptó Casandra.
–V-Vale, m-me alegra saber que no estás enfadada y...
–¿Enciendo las antorchas para alejarles? –propuso ella.
–Sí, por favor –respondió agradecido.
Casandra inspiró hondo, juntó las palmas como si fuese a hacer una plegaria y abrió los brazos con ímpetu. Las antorchas prendieron en verde al instante, haciendo que él se sobresaltara. Ella no dijo nada al respecto y fue al pasillo a comprobar que allí también hubiera surtido efecto.
–Hecho –proclamó satisfecha.
–Gracias –dijo Nicolás apresurándose a salir.
Lo acompañó hasta la puerta de la torrecilla. No había nadie a la vista en los pasillos iluminados en verde. Se despidieron con un gesto y ella regresó con pasos lentos a su habitación. Por el camino fue apagando y encendiendo las antorchas para asegurarse de que ningún vania saliera de su escondite.
†
–Le has cogido gusto a encender y apagar velitas –apreció Diego desde el salón, sentado a la mesa.
–Quería ayudar a Nicolás a salir de aquí sin ser visto –explicó entrando.
–¿También antes de que él subiera a tu cuarto? –inquirió suspicaz.
–Ah, practicaba conjurar fuego con las manos.
–¿Y? –la observó con una seria mirada de interés.
Como respuesta, Casandra extendió los brazos con las palmas hacia arriba y, mientras tarareaba la canción de antes, fue concentrando su poder en las muñecas. Cuando las notó cargadas, sacudió las manos y sus brazos se incendiaron al momento en esmeralda.
–Progresas rápido –apreció Diego.
Casandra sonrió, apagó el fuego, cogió una taza de la mesa y la sostuvo en su palma derecha concentrando en ella la energía mientras con la otra mano evitaba que se levantase antes de tiempo. La observó fijamente mientras notaba la mano ligera.
–Levis pernícitas –conjuró y la taza se puso a flotar.
–Progresas muy rápido –se asombró Diego.
–Hago lo que puedo –contestó encogiéndose de hombros.
–¿Cómo lo has conseguido?
–Lillien, la ayudante de bibliotecaria, me ha enseñado.
–¿Una vania? –exclamó él.
–Sí, a mí también me ha sorprendido.
–¿Y... qué tal te va? –tanteó Diego.
–¿Con qué exactamente?
–Con las leyes esas, por ejemplo.
–Bien y mal. Me estoy enterando de demasiadas normas en mi contra.
–¿Ninguna a tu favor? –gruñó el Capitán.
–No puede convertirme contra mi voluntad.
–¿Y dónde está la trampa?
–Que es su deber convertirme si estoy moribunda.
–Ya veo –su mirada se endureció.
–Tiene prohibido hacerme cualquier cosa que me lleve a un estado moribundo, pero... los accidentes ocurren –terminó Casandra con rabia.
–En ese caso creo que lo mejor es que continúes con el entrenamiento –recomendó poniéndose en pie.
–Supongo que sí. Pero... si le ataco, puede responder y... Ah, no, actualmente sólo si le intento matar.
–Ya, pero ¿qué se considera intento de asesinato? Vamos –Diego salió del salón y bajó el pasillo en espiral–. Esos dos no se cansan de entrenar y mira que ya son la hostia. David, en cambio, no da un palo al agua. No sé si esconderá un gran potencial o si será tan inútil que ni lo intenta –le confió mientras caminaban hacia la estancia que se habían apropiado como campo de entrenamiento.
–¿Y tú? –preguntó con curiosidad.
–Yo ya sé suficiente, el problema es que estoy perdiendo agilidad –respondió dirigiéndose hacia la puerta.
–Eh... ¿yo... alguna vez... he peleado contra ti? –preguntó Casandra, con las manos a la cabeza para tratar de paliar el dolor punzante.
–Un par de veces –contestó deteniéndose a esperarla.
–¿Y qué... tal lo... hacía? –tuvo que apoyarse contra la pared.
–Todo lo bien que se puede esperar de una novata sedentaria y sin coordinación.
–Eso no suena muy bien –inspiró hondo para no desmayarse otra vez.
–Tenías ideas bastante locas que pillaban desprevenido –reconoció él.
–Ah... –el dolor y el mareo remitió al no concretar ningún recuerdo.
–¿Entramos? –propuso Diego con cierto tono preocupado.
–Sí, sí –Casandra sacudió la cabeza para despejarse.
†
Al otro lado de la puerta encontraron a Víctor y Amanda enzarzados en una pelea física y mágica. A Casandra se le hizo patente de nuevo lo extraño que le resultaba ver derrochando tanta vitalidad al joven. Detuvieron el entrenamiento al verlos entrar.
–¿Preparada para enfrentarte a mis éffigis? –preguntó Víctor.
–Supongo –Casandra se encogió de hombros y fue a por un palo de escoba con el que defenderse.
Tal y como había dicho Diego, David estaba sentado en un rincón, entretenido con sus cartas.
–Preparada, lista, ¡ya!
Un ser antropomorfo y traslúcido se formó ante ella dispuesto a atacarla. Casandra empezó a ponerse nerviosa al verlo avanzar, en realidad aquellos entrenamientos no le gustaban, accedía por sobrevivir. El éffigis intentó agarrarla y ella le sacudió un varazo, pero no con la suficiente fuerza como para derribarlo, ni siquiera para hacerlo retroceder. En seguida se quedó sin palo e indefensa.
Instintivamente, buscó a su escolta con la mirada. La creación de Víctor aprovechó para golpearla en el brazo con su propia vara.
–¡Au! –retrocedió para tratar de evitar los ataques.
El éffigis no tuvo piedad, continuó golpeando, pero no lo hacía con fuerza. Pinchaba, tocaba, atosigaba... Ella se sentía avergonzada, abochornada por lo inútil que era... Se cubrió con los brazos y cerró un instante los ojos. Las lágrimas inundaron sus párpados. Tan, tan, tan inútil... Su espalda chocó contra una pared.
–Ya. Para. Ya –musitó encogida–. Para, para, para.
Tan inservible. Podían utilizarla de saco de boxeo tanto como de saco de insultos. Hazmerreír. Inútil. Escoria.
–¡Para! ¡Para! –intentó agarrar la vara para que dejara de pincharla y se hizo daño en los dedos–. ¡Que pares! –chilló y pilló el palo por un extremo.
Estaba segura de que aquel ser se reiría o diría "¿o si no qué?" con chulería, pero se limitó a tirar hacia sí mismo. Ella apretó la mandíbula y, al tiempo que tiraba en sentido contrario, mandó una patada al estómago traslúcido. El éffigis se resintió, pero no soltó la vara, tiró con más violencia de ella.
–¡Que no!
Una llamarada verde recorrió el palo de escoba, consiguiendo que la invocación soltara al fin. Casandra mantuvo las distancias, armada, y pudo echar un vistazo a su alrededor con los ojos llorosos. Se encontró a Víctor forcejeando con Amanda, se secó las lágrimas y los miró extrañada. ¿Se habrían puesto a entrenar otra vez?
–Ves, ves, ha podido. Te lo he dicho –se defendió él.
–Y yo te digo que es tortura –masculló ella.
–Oh, vamos, que sólo es un poco de presión.
Por el rabillo del ojo, Casandra percibió movimiento y se apartó justo a tiempo para evitar el embate del éffigis. Afianzó la vara con las dos manos y arremetió contra él. El primer golpe en las costillas fue bien, en el segundo le pareció que él iba a poder pararlo, así que añadió fuego al movimiento. Le acertó en un antebrazo y aquella parte se volvió rojiza.
Se ensañó. No tenía muy claro a dónde apuntaba, quería que cayera al suelo y desapareciera para que la dejara en paz. De repente, el varazo envuelto en llamas se apagó, él ser traslúcido agarró el palo y se lo arrancó de las manos.
–¡¿Eh?! –exclamó Casandra retrocediendo con rapidez.
–Tu fuego se puede apagar, ¿sabes? –le dijo Víctor, que continuaba el pulso contra Amanda.
–Pero antes no...
–He hecho que suba de nivel.
–¡Eso es trampa! –se quejó la adolescente.
Evitó el golpe y trató de encajarle un puñetazo en la cara. El resultado fue que, sin saber muy bien cómo, acabó tirada en el suelo. Dolorida, se apartó rodando cuando vio el palo directo hacia ella, pero aquello no solucionó nada, porque volvió hacia ella. El golpe seguro que iba a doler, tenía que apartarlo...
–¡Levis pernícitas! –conjuró cubriéndose con los brazos en equis.
La vara rebotó contra el aire y golpeó al éffigis en la cara, coloreándosela también en rojo claro. Se puso en pie ignorando el dolor y se acercó al ser traslúcido. Aquella vez sí que consiguió asestarle un puñetazo en la cara, tornándosela granate, y como no se había quedado a gusto, añadió otro en la barbilla con la zurda. El éffigis trastabilló y ella lo ayudó a caer con una patada en el estómago.
–¿Ya? –preguntó un poco desquiciada recogiendo el palo.
El ser se incorporó, pero no llegó a levantarse porque Casandra lo bateó sin piedad en la cabeza. El éffigis se disolvió.
–¿Ya? –repitió volviéndose hacia su escolta, que la miraba de una forma extraña.
–¿Se lo ha cargado? –preguntó David.
–No, lo ha dejado inconsciente –respondió Víctor–. Te dije que podía –le insistió a Amanda.
La joven frunció los labios, fastidiada, y se dirigió a Casandra.
–Levis pernícitas para golpearle con el palo, eso me ha encantado.
–A mí no –refunfuñó ella–. No me gusta esto –dejó caer la vara.
–Eh, no irás a rendirte ya, ¿verdad? –inquirió el Capitán–. Lo has hecho bien.
Casandra no respondió, sentía que había hecho el ridículo con el lloriqueo y los ataques sin sentido. Por lo visto, odiaba aquella sensación.
–¿Y el vampiro? –le recordó Víctor.
Ella se estremeció al escucharlo nombrar.
–¿El vampiro qué? Es mucho más fuerte y rápido que eso –señaló el lugar donde se había disuelto el éffigis.
–Algo es algo –consideró David desde su rincón.
–¡¿Algo?! –exclamó ella.
–¿Y los a los que no les guste que estés marcada? –planteó Diego–. Pueden atacarte. O borrachos armados.
–O asesinos –añadió Víctor.
Al instante notó un par de manos agarrándola por detrás, una se le hundió en bíceps, la otra le tapó la boca. Casandra abrió mucho los ojos al recordar. Calle de las afueras que moría en un descampado. Mansiones abandonadas a ambos lados. Un desconocido que le hablaba, que la atacaba cuando intentaba marcharse...
Ella lo agarró por el antebrazo de la mano que le tapaba la boca, clavándole los dedos con saña. Le dolía la cabeza como si se le estuviera partiendo por la mitad. Lo sujetó con fuerza pegándolo a ella y de repente todo se volvió de un sinuoso verde. El éffigis se debatió intentando soltarse. Casandra le asestó un codazo en las costillas, se inclinó a un lado y levantó el brazo contrario para encajarle otro en la cara sin dejar de arder.
Se libró de su agarre, se giró y puso espacio entre ellos dos. Pero entonces la invadió el terror a que el asesino supiera algún maleficio fulminante. Pero ella sólo conocía el fuego y...
–¡Levis pernícitas!
Aquel hechizo no sirvió para nada y el éffigis se le echó encima. "Fuerza contraria a la gravedad", le había dicho Lillien. "No sirve para alejar en horizontal", se dijo mientras forcejeaba desesperadamente contra él. "Pero quizás sí..."
–¡Levis pernícitas! –repitió encajándole un gancho en el barbilla y, como si de repente fuera diez veces más fuerte, el ser traslúcido se elevó un metro y cayó hacia atrás describiendo un arco igual que en las películas.
Al golpearse contra el suelo se volvió enteramente granate, pero todavía no era suficiente. No le dejó levantarse, corrió hasta él y, con el puño envuelto en llamas, lo golpeó en la cara, disolviéndolo. Suspiró aliviada.
Se giró al escuchar aplausos, bajó la cabeza avergonzada y se extinguió su fuego.
–A eso le llamo yo exprimir hechizos al máximo –dijo Víctor sin dejar de aplaudir–. Un puñetazo con Levis.
–A mí me ha gustado lo de agarrarte a él y asarlo a la parrilla –rio David.
–Lástima que tu fuego no sea más fuerte –añadió Diego.
–Así nos evitamos accidentes –opinó Amanda acercándose a ella–. Creo que lo primero que has intentado ha sido alejarlo, ¿no?
Casandra asintió y se removió nerviosa al ver por el rabillo del ojo que había un nuevo éffigis azulado dispuesto para la lucha.
–Arceo –conjuró la ladrona dirigiendo una mano hacia él–. Así no podrá acercarse –le explicó a la transfronteriza–. "Arceo" mantiene a distancia las cosas a las que apuntes, en un radio de tres o cuatro metros, dependiendo de la potencia del hechizo.
La adolescente asintió con ímpetu para demostrarle que la seguía.
–¿Podemos movernos o la jaula está pegada al suelo? –preguntó con interés recuperando el aliento.
–Podemos movernos, la jaula se viene conmigo –respondió con una sonrisa–. Me gusta el símil de jaula portable, aunque más bien es como si hubiera una barra inflexible entre nosotros.
–¿Y él no podría empujar ese barra obligándote a moverte?
–Puesto que lo he conjurado yo, se supone que la barra, o jaula, está de mi parte, pero si tuviera el suficiente poder...
–Se puede volver contra ti –terminó ella.
–Eso es. Además, retiene a la persona, pero no las cosas que podría lanzar, como hechizos o armas.
–Vamos, que sólo es seguro contra quien pelee cuerpo a cuerpo, sin armas, piedras ni hechizos.
–Exacto, pero puede ser útil si se combina bien.
–Como todo, supongo.
–Yo quería enseñarte ahora el Impelio –continuó Amanda.
–Vaya, pensaba que ibas a enseñarle el Repelio –intervino Víctor.
–Mira que eres bestia –le respondió la ladrona.
Casandra los miraba a ambos con curiosidad, esperando explicación.
–¿Y el Amoveo? –propuso David.
–Eso es para mover cosas a distancia –Diego le metió una colleja.
–Si quisiera ser un bestia, diría que le enseñáramos el Depellere –continuó el Víctor.
–¿Queréis dejar de decir estupideces? –se quejó Amanda–. Intento darle un curso acelerado de hechicería.
La transfronteriza cerró los ojos para ordenar sus ideas.
–A ver si me he enterado –dijo cortando la discusión–. El... Amoveo mueve cosas a distancia –hizo un gesto con la mano como si apartara el aire–, lo que es bastante evidente.
–También puede mover personas –añadió la joven.
–El... Impelio, ¿no? Empuja, pero no tanto como el Repelio.
–El Impelio empuja objetos o personas que estén quietas o se acerquen lentamente, mientras que el Repelio rechaza lo que se acerque.
–O se esté quieto –apuntó Víctor.
–Incluidos hechizos, armas arrojadizas...
–Así que no es una barra, sino... ¿un chorro a presión? –recapituló Casandra y sonrió cuando recibió asentimientos–. Y el Depellere es todavía más fuerte, ¿no?
–Más bien –empezó Amanda–, aleja a los objetos y personas...
–Hechizos, piedras y armas arrojadizas también –añadió Víctor, ganándose una mala mirada por interrumpirla.
–Que estén quietas o en movimiento –continuó, marcando cada palabra para no olvidarse ninguna–, en un radio de dos o tres metros.
–Dependiendo de la potencia, podrían ser veinte o treinta –apuntó Víctor.
–Como una onda expansiva –resumió Casandra ignorando deliberadamente sus piques.
–Exacto –celebró Amanda.
–Ah, pues es fácil. Entenderlo, porque ya veremos cómo es ponerlo en práctica.
–¡El movimiento se demuestra andando! –declaró Víctor.
–¿A qué viene eso? –le increpó Amanda.
–A que me apetecía decirlo y que... –sonrió malicioso– me he cargado tu Arceo.
–¡Serás...!
–¡Traxo! –conjuró Víctor apuntando hacia Amanda, que fue arrastrada hacia él–. Mira, pequeña, éste también podrías aprenderlo.
Casandra dejó de mirar cómo la joven se debatía justo a tiempo para esquivar al nuevo éffigis. "Vale, vale, a ver...", se dijo alejándose de él sin darle la espalda.
–¿Qué movimiento tengo que hacer? –preguntó retrocediendo.
–¿Tú qué crees? –le respondió Diego.
–Impelio, Impelio... –practicó dándole empujoncitos al aire.
–Mejor Repelio, porque te lo voy a echar encima –advirtió Víctor.
–Ah... Repelio. Repelio. Repelio –repitió torciendo un poco para que no la arrinconara–. ¡¿Qué movimiento?! –insistió estresada.
–¡Concentra la energía! –le recordó Amanda.
–¡Eso intento, eso intento! –sus brazos quedaron cubiertos por las llamas verdes.
–¡Pero echa la energía por las palmas! –añadió Diego.
–¡Que la magia es nueva para mí! –les recordó agobiada.
El éffigis hizo un quiebro, obligándola a cambiar de dirección y encajonarse en una esquina.
–Ay, ay –Casandra empujaba el aire a destiempo–. ¡Repelio! ¡Tiempo muerto! –pidió al ver que no era efectivo.
–¡Lo siento! –dijo Víctor despreocupado.
–Mierda –masculló ella cuando el ser traslúcido la agarró por los brazos y le hincó los dedos.
Se le bloqueó el cerebro, el hechizo no le salía, era una inútil y... Clonc. Le arreó un cabezazo a la cara sin rasgos. La sensación fue extraña, no se trataba de un sólido, se parecía más a aire comprimido. Pero aquello no importaba, se había mareado y sólo quería quitarse aquel bicho de encima para poder descansar.
–¡Repelio! –gritó con fastidio, como si le dijera "déjame en paz".
El éffigis le arañó los brazos al salir despedido dos metros hacia atrás.
–¡Más fuerte! –la animaron.
–Más fuerte –rumió–. ¡Repelio! –repitió dándole un violento empujón al aire, mandando al éffigis despedido otros cinco metros–. ¡¿Ya?! –preguntó ignorando los aplausos de David y Amanda mientras se acercaba a ellos.
–No, a ver si ahora te sale a la primera –dijo Víctor.
Ella frunció el ceño.
–¡Repelio! –gritó Casandra empujando hacia él, que un instante después trastabilló hacia atrás sin caer–. Mierda, más fuerte –masculló.
–No, ha estado bien, lo que pasa es que lo he visto venir y lo he contrarrestado –explicó Víctor sonriente.
–Chupi –dijo sin sentimiento–. Me ha salido a la primera, ¿no?
–Vale, te dejaré descansar y volveremos a probar en frío.
Casandra volvió a suspirar y se dirigió hacia la puerta.
–Me voy a duchar o algo así –murmuró saliendo.
†
Una vez en su cuarto, decidió que no le apetecía continuar con el estudio de las leyes, así que podía llenar la bañera y estar a remojo un rato. Se desnudó quitándose también las vendas de los brazos y el cuello y se aisló en el agua espumosa durante incontables minutos.
Procuró no darle demasiadas vueltas a la situación para no provocarse dolor de cabeza. Pero no podía evitar preguntarse qué haría si aquella noche el vampiro volvía a citarla o cómo se habría manejado su antiguo yo. ¿Habría dicho que sí? Se estremeció al plantearse la posibilidad. No, imposible, seguramente antes era una chica dura, que quizás diera un poco de miedo, pero que por ello mismo le habría plantado cara al vampiro sin amedrentarse.
Se sumergió entera cuando el agua comenzó a enfriarse y aguantó todo lo que pudo. Al final, vació la bañera, se aclaró con la ducha y salió. Estaba tan cansada que se quedó plantada en mitad del baño, sin importarle encharcar el suelo. Observó el espejo con extrañeza, el reflejo que le devolvía se le hacía raro, no tanto porque fuera falso, sino porque resultaba algo novedoso a lo que aún no se había acostumbrado. Quizás fuera por haber perdido la memoria.
Empezó a secarse, con la mente flotando sobre los hechizos que estaba aprendiendo, cuando sus ojos recayeron sobre unas líneas que tenía en las caderas. Parecían cicatrices, pero no eran como la que le cruzaba el muslo, recta y color café. Éstas eran más sinuosas y se veían mejor a contraluz y si se estiraba la piel. ¿Cicatrices muy antiguas? Pero por qué iba a tener tantas, si su vida...
"Estrías", se dijo pasando los dedos por ellas. No eran cicatrices, eran grietas. "¿Por qué tengo? Si son cosa de embarazadas y..." Se llevó las manos a la cabeza cuando sintió el hachazo en mitad de la frente. Cerró los ojos con fuerza y apretó la mandíbula al máximo, reprimiendo el mal recuerdo que amenazaba con emerger. Gorda. Emitió un gritito al sentir cómo se desgarraba por dentro.
Salió del baño a trompicones y se puso la ropa interior prácticamente a ciegas, no podía abrir los ojos por culpa del zumbido de mil avispas con taladradoras que tenía en su mente. Logró enfundarse los vaqueros antes de caer en la cama para intentar ahogarse con la colcha.
Gorda. Gorda, repetían voces inexistentes con un tono obsceno que le abrasaba el alma. Se presionó la cabeza con ambas manos mientras emitía un grito agudo con la garganta. Se revolcó por el colchón tratando de empujar los malos recuerdos al pozo del olvido. Recitó los números en vánico para que centrarse en ellos la ayudara.
–Gau, beth... helt, lagor, began... –jadeaba al borde de una crisis de ansiedad– sagan, zidet, zukan... bad... bagjar, ghel.
Inspiró hondo, parecía que lo peor había pasado, pero no quiso fiarse.
–Gau, beth, helt, lagor, began, sagan, zidet, zukan, bagjar, ghel –recitó de carrerilla.
Unos golpes en la puerta interrumpieron la tercera ronda.
–Casandra.
Reconoció la voz de Víctor.
–¿Qué? –preguntó dolorida.
–¿Puedo pasar?
Parpadeó y se incorporó sin apartar las manos de las sienes.
–Un momento –pidió alcanzando una camiseta verde de manga corta.
–¿Te encuentras bien? –se preocupó él.
No intentó responder, cruzó la habitación y le abrió la puerta.
–Evan –dijo Casandra a modo de saludo.
Víctor frunció el ceño, pero no le dio importancia.
–¿Qué pasa? –preguntó al ver su mala cara, con el pelo húmedo totalmente revuelto y un rictus de dolor.
Como respuesta, se apoyó contra el marco de la puerta y se presionó la frente con una mano.
–¿Has recordado? –tanteó Víctor.
–¿Yo antes estaba gorda?
–Pues... tenías algunos kilos más que ahora –contestó extrañado–. ¿Eso es lo que has recordado?
Asintió con un gesto difuso.
–¿La gente... me ha tratado mal por eso? –quiso saber Casandra.
–En este lado de la Frontera nadie te ha dicho o hecho nada por eso, pero... no sé cómo era tu vida antes –terminó con una mueca de disculpa.
Casandra suspiró y retrocedió un paso.
–Por eso no recuerdo nada de ella... –murmuró algo más calmada–. ¿A qué has venido?
–¿Puedo pasar? –pidió Víctor.
Casandra se encogió de hombros, estaba desganada. Le hizo un gesto para que entrara y ella fue a sentarse en la cama.
–Primero deja que te haga un hechizo sanitario de vitalidad –dijo él aproximándose.
–¿Lo qué?
–Deja que te coja de las manos, calcularé tu nivel de energía vital –explicó tomándoselas–. Has derrochado mucha energía para ser el segundo día con magia.
Ella aguantó como pudo. Unos incómodos cosquilleos le subían por los brazos y se convertían en escalofríos en la columna vertebral. "Con que esto es mi fobia al contacto". Mientras, el joven había cerrado los ojos y murmuraba unas palabras, ajeno a su incomodidad.
–No estás tan mal como me temía –comunicó él–, aunque seguramente será por las dos marcas.
Casandra se revolvió inquieta y giró la cabeza hacia la ventana. Atardecía y desde su balcón podía observarse el bosque donde se escondía la Mansión del Este. Sintió la necesidad de cerrarla.
–Oh, perdón, se me habían olvidado tus problemas de contacto –se disculpó Víctor soltándole las manos al notarla tensa.
–Eh... no... es que se hace de noche y mejor cierro –respondió levantándose para hacerlo, aunque la verdad fue que se sintió mucho mejor al librarse de él.
–Ya, claro –aceptó Víctor, aunque no parecía muy convencido–. ¿No recuerdas que hay una barrera rodeando el castillo?
–Sí, ya... pero me siento mucho más segura así –murmuró y le costó regresar junto a él–. ¿Algo más?
–Sí, algo más –le tendió un paquete envuelto en tela–. Por cierto, ¿a qué ha venido ese saludo en vánico?
–Bueno, es que... pensar en otro idioma me ayuda con los malos recuerdos –explicó mientras desenvolvía lo que parecía ser un librito muy viejo–. Por la dificultad y tal –le buscó el título, no lo tenía, era una antigua libreta escrita hasta los topes–. ¿Y esto?
–Mira tú qué casualidad, porque lo que yo te traigo es un diario en vánico para que practiques en tus ratos libres.
–Entre los entrenamientos y el estudio de leyes, ¿no? –comentó mientas lo ojeaba–. ¿De quién es?
–Ah, no sé, de alguna chica de hace trescientos años. Así que no debería preocuparte violar su intimidad, no creo que le importe ya. Además, me lo he encontrado por ahí.
–¿Por ahí? –repitió Casandra mientras comprobaba que pillaba palabras de vez en cuando.
–¿Te acuerdas del almacén que hay ahí abajo, en esta torre?
Casandra asintió.
–Pues estaba la puerta abierta, he entrado a fisgar, he encontrado esto y he pensado que te podría interesar.
–¿Un diario de trescientos años? –cuestionó ella.
–El idioma no ha cambiado prácticamente nada en ese tiempo y supongo que tendrá un lenguaje mucho más ligero que cualquier tratado que haya en la biblioteca.
–Ya... –lo cerró–. ¿Y por qué quieres que aprenda vánico, no tengo suficiente con los entrenamientos, los hechizos, las marcas, las leyes...?
–Verás, es paradójico, pero los vanias y vampiros comparten idioma.
–¡¿Cómo?!
–Lo que oyes. Son como dialectos, porque cada uno tiene sus palabras, sus expresiones... pero la base es la misma.
–Eso es... muy raro –dijo para no pronunciar "imposible"–, con el miedo que les tienen.
–Ya ves –Víctor se encogió de hombros.
–Qué cosas –murmuró observando la cubierta forrada en cuero–. Entonces... ¿lo que quieres es que aprenda...?
–Vampírico –asintió él sin tapujos–. Con que te aprendas la base supongo que te valdrá.
–¿Para qué? –preguntó inquieta y se encendieron las velas para contrarrestar la penumbra del atardecer.
–¿No has oído nunca eso de conocer al enemigo?
–Eh... pero ya leo sus leyes –se quejó Casandra.
–Nunca es suficiente, sobre todo con gente como ésa –respondió Víctor yendo hacia la puerta–. Pronto cenaremos –le advirtió antes de salir.
†
Casandra dejó el supuesto diario sobre la cama y regresó al baño para peinarse el pelo húmedo. Suspiró unas cuantas veces, continuaba sintiendo que aquella situación le quedaba muy grande. Volvió a vendarse los antebrazos y el cuello; después, bajó al salón.
No se sentó directamente a la mesa, se quedó mirando el cielo azul oscuro. Entraban en el terreno del vampiro.
–¿No tienes hambre? –preguntó David extrañado.
Miró a su escolta unos segundos antes de volver la cabeza hacia el exterior. Se le había hecho un nudo en el estómago con el anochecer.
–Vamos, tienes que reponer fuerzas –la instó Amanda tomándola del brazo para guiarla a un asiento junto al suyo.
–Te he pedido un revitalizante –añadió Víctor señalando una copa que contenía un líquido anaranjado. Él estaba dando buena cuenta de la cena.
Casandra se lo bebió en silencio, incapaz de levantar la mirada.
–Esta noche no salgas –le ordenó Diego.
–¿Y si os amenaza? –murmuró apesadumbrada.
–Le meto una bala entre ceja y ceja –aseguró con voz gutural.
–No tienes armas –le recordó Víctor con la boca llena–. Además, dudo que puedas acertarle a un vampiro.
El Capitán le dedicó una mirada fulminante, aunque dio la impresión de que sus ojos escondían un secreto. ¿Sería capaz de acertarle al vampiro?
–No vamos a salir de noche del castillo –optó por argumentar David–, ni nos acercaremos a mansiones tétricas de día.
–Pero algún día tendremos que marcharnos de aquí, ¿no?
–Y ese día recuperaremos nuestras armas –respondió Amanda.
La adolescente negó, demasiado peligroso. Apuró el revitalizante y observó la sopa con desgana.
–¿Qué haría la antigua? –murmuró Casandra dándole vueltas al líquido amarillento con la cuchara.
–Comentarios sarcásticos –contestó Víctor al instante.
–¿Y eso de qué sirve? –preguntó con desdén, segura de su inutilidad.
–Mmmmh, es complicado –él se lo tomó en serio–. Alivia la tensión de los que tengan humor macabro...
–Me da que ya no tengo de eso –interrumpió Casandra por lo bajo.
–Confunde al oponente, que no sabe qué te guardas en la manga –intervino David con su filosofía de tahúr.
–Desquiciarlo, más bien –puntualizó Diego.
–¡Yo no quiero desquiciarlo! –exclamó ella.
–¿Y por qué no? –inquirió Víctor con ligereza, estaba repitiendo plato.
–Porque no quiero que se enfade –cerró los ojos–, me da miedo.
–No puede hacerte daño, ¿no? –le recodó Amanda.
–Si le tocas un poco las narices, será una pequeña venganza –propuso David.
–¿Me estáis diciendo que le toque la moral a un vampiro? –resumió atónita.
–Has preguntado lo que haría tu antiguo tú –le recordó Víctor.
–Yo antes estaba loca –declaró aturdida.
–Como una cabra –confirmó Diego y hubo varios asentimientos por parte del resto de la escolta.
Casandra negó para sí misma, se llevó una mano a los ojos y suspiró. No sabía qué era lo que había olvidado, pero se hacía una idea de que era lo suficientemente malo como para que su cabeza no funcionara bien. Empezó a tomar la sopa, más por no desfallecer que por hambre.
–No sé si recuerdas una frase que te dije hace unos días –Víctor rompió el silencio–. A veces hay que estar loco...
–Para no perder la cabeza –terminó automáticamente y se sorprendió por ello–. ¿Cómo es que me la sé?
–Supongo que porque te gustó tanto como para tatuártela.
–¿Tatuármela? –frunció el ceño–. Ah, sí, recuerdo. Qué ocurrencias.
Cuando terminó con la sopa, se sirvió una buena ración de pisto, poco a poco se le estaba levantando el ánimo. Pero aquel efímero bienestar poco le duró, unos golpecitos en la ventana acudieron a perturbarlos. Menos Diego y Víctor, los demás saltaron en sus asientos.
–Voy a ver –dijo David levantándose–. Es un cuervo.
Parte de la tensión de Casandra quedó aliviada al saber que el vampiro no se había encaramado a la pared.
–Ha traído una nota –continuó el jugador observando a través del cristal–. ¿Abro?
–¿Qué hostias querrá la maldita Azogue ahora? –masculló el Capitán.
David abrió la ventana con cautela y recibió un picotazo al coger la nota.
–Au –se quejó llevándose un dedo a la boca.
El cuervo se perdió en la noche.
–¿Te ha hecho algo? –se preocupó Amanda.
–No, parece que a los animalitos les gusta saludarme así –miró la nota y su expresión mutó–. Pone que es para Casandra.
Ella alargó el brazo esperando a que se la diera. La desdobló sin pronunciar palabra y la leyó sin que su cara cambiase, era justo lo que esperaba.
"Misma hora y mismo lugar. ¿Hace falta que especifique alguna amenaza contra tus amigos?"
Incapaz de enfrentarse a aquellas palabras ni un segundo más, las puso contra la mesa y colocó su vaso de agua encima, por si se le ocurría escapar.
–¿Casandra? –preguntó su amiga.
Ella los miró un par de segundos y volvió a bajar la vista. Comió en silencio, rumiando su decisión para sus adentros.
–¿Qué pone? –insistió David.
–¿Qué hora es? –preguntó tomando un yogur.
–Oh, oh... –Amanda se llevó la mano a la boca.
–¿Qué te acabo de decir? –gruñó Diego.
–¿Qué hora es? –repitió atacando el yogur con saña.
–Las once menos cuarto –respondió David.
–Es la misma hora –suspiró y se recostó en su asiento.
–No salgas –ordenó el Capitán con aspereza.
Casandra lo observó en silencio, terminó el yogur y colocó las manos sobre la mesa.
–Yo... tengo que pensarlo –declaró y se puso en pie.
–¿Pensar qué? A la antigua tú le habría dicho lo mismo.
–Déjame adivinar, yo no te habría hecho caso.
Diego suspiró exasperado y su frustración se le hizo muy familiar.
–Por lo menos piénsatelo aquí, no te vayas sola a tu habitación –le pidió Amanda.
Asintió y fue a sentarse en una de las butacas.
†
Entrelazó los dedos y se recostó para mirar el techo sin verlo. Su escolta la dejó tranquila, meditando sobre las polémicas lagunas de su mente. No le gustaba lo que había escondido bajo ellas, le daba miedo, la repugnaba, sentía el aliento de la locura. Pero, por otro lado, era muy incómodo vivir con ellas. La única forma de que no la molestaran era pasar los días sin pensar demasiado, comportándose como una vania. Pero aquello era imposible con un vampiro rondando y a falta de pocos días para que los echaran de la Fortaleza Blanca. Suspiró.
–¿Yo... antes era feliz? –preguntó Casandra en alto.
–Eh... –Amanda no se atrevió a responder.
–Uy, qué pregunta... –murmuró David repartiendo cartas.
Diego hizo una mueca amarga y ambigua que no le aclaró nada.
–No –respondió Víctor sin tapujos–. No eras feliz.
–Pero no le digas eso –lo regañó la ladrona entre dientes.
–No eras feliz –insistió él–, traías muchos problemas y complejos desde el otro lado de la Frontera.
–Ah... –ya sabía ella que lo que ocultaban las lagunas era horrible.
–Pero estabas mejorando –continuó mientras Víctor tomaba una carta de la baraja.
–¿Mejorando? –repitió Casandra.
–Cada vez sonreías y confiabas más en nosotros. Creo que era un asunto de amistad, decías que no creías en ella, así que supongo que en tu lado no tenías buenos amigos.
Casandra guardó silencio, la congoja le apretaba el pecho y notó las lágrimas agolpándose bajo sus ojos.
–Cuando te conocimos, no confiabas en nadie y tampoco aceptabas ayuda. Quizás era orgullo, quizás una forma protegerte del daño que te habían hecho. Pero, con el paso de los días, confiaste más en nosotros y aceptaste nuestra ayuda en pequeñas dosis.
Ella lloraba en silencio, los regueros caían de sus ojos como si estos fueran ventanas con filtraciones en un día de lluvia. Se hacía una idea de por qué había sido un sentimiento novedoso para ella que Amanda le prometiera que no la abandonarían pese el peligro. Aunque no comprendía muy bien por qué lloraba, no se había acordado de nada.
–Así que no, no eras feliz, pero estabas camino de serlo, creo yo.
–V-Vale... –musitó Casandra secándose la cara con el dorso de la mano.
Permaneció en silencio sopesando los pros y los contras. Los recuerdos iban a continuar saltando, de ella dependía alentarlos o tratar de reprimirlos. Suponía que según fuera recuperando trozos de su pasado, se iría convirtiendo en su antiguo yo. Era aquello lo que más la hacía dudar, ¿quería volver a ser la chica cínica, amargada y con traumas? ¿Quería ser la chica completa con pasado, por oscuro que fuera? ¿Quería ser la que arreaba candelabrazos a asesinos o la vania desmemoriada y miedica que se encerraba en su cuarto por temor a sí misma? "Esto va a doler", se dijo cuando hubo tomado la decisión.
–¿Hora? –pidió Casandra en alto, interrumpiendo la partida.
–Las once y media –le respondió David.
Inspiró hondo y se puso en pie.
–Eh, ¿entonces te vas? –quiso saber Amanda.
Casandra salió del comedor sin dar explicaciones y subió a su habitación. Cerró la puerta y se llevó las manos a la cara. "Esto va a ser un suicidio", sollozó para sus adentros. Se metió en el baño y se peinó a conciencia, revisó las vendas y se lavó los ojos para eliminar las pruebas de haber llorado, aunque su mayor propósito era hacer tiempo.
Regresó al dormitorio y cogió el diario. Consideró que no tenía tiempo, ni ganas, para empezar a descifrarlo, así que lo dejó sobre la mesilla de noche y fue a por la sudadera de protegida de los FOBOS.
–Vamos, Candelabro, vamos –murmuró como si fuera un conjuro que invocara la valentía de su antiguo yo.
El tocadiscos empezó a sonar con Fear of the dark.
–¡Cállate! –le espetó irritada saliendo de su habitación.
Bajó un par de pisos y se paró en la puerta del salón.
–Entonces vas –dijo Amanda con tono dubitativo.
–¡Dale caña a esa sanguijuela! –le animó Víctor.
Desde donde estaba pudo ver que la nota no estaba donde la había dejado, seguramente la habrían leído.
–Tú aguanta con cara de póquer –le aconsejó David–, le desconcertará.
Casandra asintió medio ausente.
–¿Qué pretendes? –interrogó Diego–. Vas a decirle que no y él te va a amenazar.
–Por eso mismo –murmuró. No las tenía todas consigo.
–Joder, empiezas a retorcerte y ya no te entiendo.
–Voy... a ver si encuentro... –Casandra se retorció las manos– la locura perdida que me haga no perder la cabeza –terminó del tirón y huyó al interior del castillo, sintiéndose una tonta.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top