3. Arcano XIII
Lo normal hubiera sido no pegar ojo. Estaba en un mundo donde la magia era tan común como respirar y en el que iba a quedarse una temporada viajando con cuatro desconocidos, de los que sospechaba que uno iba armado, y otra dormía a un metro de ella. De hecho, estuvo dándole vueltas a los ojos marrones con reflejos azules de Azogue, los caramelos del General Beta, el encuentro con Apocalipsis y la información que Amanda se negaba a darle. Pero, al final, el cansancio a causa de los cincuenta kilómetros viajados por primera vez a caballo sumió a Casandra en un sueño agitado en el que caía sin cesar por pasillos oscuros por culpa de no tener ni pizca de magia.
Despertó con un molesto dolor en la zona de los ojos y la frente por no haber descansado bien. La luz se colaba a través de sus párpados como cuando su madre entraba en su cuarto a levantarle la persiana. De repente, tuvo miedo de abrir los ojos, encontrarse en casa y desilusionarse profundamente porque su aventura hubiera sido un sueño de su desequilibrado cerebro. Palpó entre las sábanas, preparada para que se le partiera el corazón cuando sus dedos se toparan con la pared verde, pero el colchón seguía y seguía... Se dio cuenta de que la cama era inmensa, que su mano estaba vendada en vez de escayolada, que había dormido con vaqueros de extrañas costuras y que los pasos que oía por el cuarto no eran los de su madre.
–Buenos días, Casandra. Hace un día espléndido y no hay FOBOS esperándonos –le anunció la voz alegre de Amanda.
"¿Y se supone que eso son buenas noticias?" ¡Pues claro que lo eran! Seguía en el lado mágico de la Frontera. Abrió los ojos con una sonrisa en los labios, raro era el día que se levantaba así. Se alisó la ropa con las manos, se lavó la cara y se peinó para bajar a desayunar. Cuando abrieron la puerta, se encontraron con Víctor plantado delante de ella.
–Justo iba a llamar para asegurarme de que no os habíais dormido.
Casandra se preguntó qué hora sería, seguramente una ofensiva teniendo en cuenta que estaba de vacaciones.
–Parece que hemos tenido suerte y no hay Dobermans esperando fuera –celebró Amanda.
–No, no hay ninguno ahí fuera, de momento. Y menos mal; si no, la leyenda de Casandra sería conocida por todos para mañana.
–¿Leyenda? –preguntó la aludida, rompiendo su tradición de no comunicarse verbalmente hasta no haber desayunado.
–Te recuerdo que eres la chica que se enfrentó como si nada a un sádico FOBOS Alfa –el joven de ojos grises le sonrió, pero su cara también tenía un tono gris. ¿Sería por haberse afeitado?
En un salón al que se accedía pasando por delante de la recepción se servía el desayuno buffet. Los cuchicheos se duplicaron al instante de entrar ellos. La transfronteriza odiaba a muerte la sensación de que estuvieran hablando de ella y en aquella ocasión era cierto, pero, como Víctor le recordó, murmuraban la heroicidad de haberse enfrentado a Apocalipsis. Localizaron a Diego al fondo y se sentaron junto a él. Se suponía que tendrían que aprender a convivir durante el largo viaje.
Los clientes mencionaban en alto lo que deseaban y el platillo, tazón o cestillo acudía flotando a ellos.
–Amanda, pide un cacao para mí –susurró la adolescente con la vista clavada en el mantel de cuadros azules–, por favor.
Su compañera se solidarizó y pidió por las dos, incluido un periódico.
–Joé, ésos de allí no dejan de mirarme –se quejó Casandra echando un puñado de cereales en el cacao y observó cómo se hundían.
–Están dudando si pedirte un autógrafo –bromeó la joven, pasando una página del periódico con la zurda y sosteniendo una tostada en la diestra.
–Pues no me parece para tanto cenar frente a un FOBOS –movió la silla para que Víctor, sentado al otro lado de la mesa, la ocultase de las miradas.
–¿Ni siquiera si la cena te sabe a tu sangre? –planteó su barrera humana.
–Me gusta el sabor de mi sangre –exageró Casandra antes de meterse en la boca una cucharada cargada de cereales empapados.
Se escuchó un chapoteo y el mantel quedó salpicado de cacao.
–Mira que eres manazas –se quejó Diego.
–Lo siento –se disculpó Amanda, tratando de arreglar el destrozo con una servilleta–. Estaba concentrada leyendo sobre el debate de la Ley de Control de Especies Peligrosas... –murmuró rescatando lo que quedaba de su tostada.
–Sí, claro, ha sido eso lo que te ha distraído –murmuró Víctor malicioso.
–Que se dejen de una vez de estúpidos debates y la impongan –gruñó el Capitán.
–La verdad es que no vendría mal que se dieran prisa –añadió la joven con timidez.
Casandra miró a su compañera de reojo, estaba claro que algo la aterraba y empezaba a definir con claridad la respuesta. La joven se alteraba cuando mencionaba sangre o un corazón que no latiese, mostrándose especialmente susceptible durante la noche. Torció la sonrisa a la izquierda, había descubierto por qué la zona peligrosa era considerada como tal.
–Mirad que sois radicales –les reprochó Víctor–. ¿No entendéis las libertades de las que privará esa maldita ley?
Casandra no alcanzaba a leer la noticia sobre la que hablaban, además, sus ojos fueron atraídos por el título de una columna de opinión que rezaba "¿Nuevas pistas sobre el Ladrón Fantasma?".
–¿Radical? Es lo que merecen esos bichos –respondió Diego con dureza.
–Van a incluir a los espíritus del bosque y de los ríos –rebatió el joven.
–No creo que a ellos les afecte que tomen ciertas precauciones a la hora de darles trabajo –consideró Amanda con un toque sarcástico.
–Puede que los espíritus no vayan a pedir trabajo, pero sí...
–¿Quién? –le interrumpió el Capitán–. Dime uno solo de esos monstruos que tenga pensado ganarse la vida honradamente.
La mirada de Víctor se endureció.
–Nunca sabes cómo te puede llegar a afectar esa ley en el futuro.
–Si alguna vez llega a afectarme, preferiría que me frieran a tiros –contestó antes de dar por terminado el desayuno y salir del salón sin despedirse.
–Qué insoportable –bufó el joven.
"Según el testimonio de D. Vera, un conocido miembro de la policía, la edad del ladrón de guante blanco más famoso de los últimos tiempos se acercaría más a los veinte años que a los cuarenta que se le estiman", leyó Casandra. "Poco le importa a este policía que los robos atribuidos al Fantasma se remonten más allá de las dos décadas. Pero, ¿acaso nos podemos fiar de las declaraciones de un policía con complejo de pistolero chatarrero cuyos violentos métodos acabaron con dos muertos y una treintena de heridos en una fiesta, entre los que había un niño de doce años? Por lo que tengo entendido, le han suspendido por tiempo indefinido, pero creo que estaríamos mucho más seguros si le enviasen una temporada a Redención".
–¿Pero qué le pasa a ése? –preguntó David sentándose junto a ellos–. Un café con leche y galletas –pronunció en alto–. ¿Siempre está de mal humor?
–Es un amargado –respondió Amanda pasando la página–. Va a ser un horror viajar con él.
–Puede que tenga problemas personales –opinó el rubio.
–Todos tenemos problemas y no vamos siempre con ese aura tan negativa –rumió la joven y apuró lo que quedaba de su cacao de un sorbo.
Cuando terminaron de desayunar, Casandra se puso en pie y metió los brazos en la sudadera negra. Tal y como esperaba, un montón de miradas se clavaron en ella. Escondió las manos en los bolsillos y cruzó el salón para salir y subir de nuevo a la habitación.
–Lo has hecho queriendo, ¿verdad? –le inquirió Víctor alcanzándola en las escaleras.
–¿Eh? ¿A qué te refieres? –preguntó Casandra colocándose automáticamente la máscara de niña buena e inocente.
–Ponerte la sudadera de protegida de los FOBOS delante de todos.
–¿Tendría que esconderla? –planteó con falsa preocupación.
–Ten cuidado. Si interesas demasiado a los Dobermans, te pondrán a prueba, y no será agradable.
Detenida frente a la suite, a punto estuvo de confesarle que jamás se interesarían demasiado por ella, ya que no tenía ni pizca de magia, pero sólo dibujó una sonrisa amable y asintió junto con un pausado parpadeo.
–Tendré cuidado –prometió y entró en la habitación.
Mientras recogía el equipaje, Amanda entró con paso decidido.
–Hoy se ve a la gente más tranquila, el FOBOS se habrá marchado –supuso y Casandra asintió–. Si se mantuvieran fieles a su palabra, nos cobrarían la habitación como una sencilla, pero, en el caso de que no tengamos esa suerte, sígueme el rollo, ¿vale? Tú serás la tranquila, que se te da bien mantener la calma –añadió haciendo que la adolescente alzara las cejas.
Bajaron a la recepción y, tal y como Amanda había predicho, quisieron cobrarles la suite a precio de suite.
–¡¿Qué?! –exclamó la joven como si la pillase totalmente por sorpresa–. Ayer nos dijeron que ibais a cobrarla a precio de una habitación simple.
–Mi compañero de tarde no me ha dicho nada.
–Pues debería, porque ayer nos dijo que...
–Señorita, han dormido en una suite, como comprenderá, no podemos regalársela.
–No nos hubiéramos quedado de no ser porque nos dijeron que iban a cobrarla como una habitación normal. ¡Esto es un timo!
Casandra estaba paralizada por la vergüenza. Amanda le había dicho que fuera la parte tranquila, pero no sabía cómo actuar. Además, cada vez las observaba más gente, asomándose por la puerta del salón del desayuno o quedándose en el vestíbulo al bajar de sus habitaciones o llegar del exterior.
–Señorita, le ruego que se tranquilice.
–¿Por qué no pagamos y...? –murmuró Casandra.
–¿Y qué? No podemos permitírnoslo.
La idea que se le ocurrió la golpeó tan de repente que la adolescente a duras penas controló su mueca torcida.
–Tú paga. Cuando nos encontremos con Apocalipsis, puede que nos eche una mano –susurró Casandra humilde, pero, por la reacción espantada de los que los rodeaban, todos lo oyeron.
–Uy, sí, a saber qué pide a cambio –exclamó Amanda acodándose en el mostrador de la recepción. En sus ojos vio que le gustaba el plan.
–Bueno, lo más seguro es que acabemos llorando sangre.
–Si te descuidas, por los oídos. Y querrá venir a pagar él mismo.
La inquietud se extendió como una ola fría.
–Joe, no querría... –Casandra miró compasiva al recepcionista–. Ya sabes cómo se las gasta –cuchicheó alzando las cejas, como si hablara de aquella vez que nunca había ocurrido.
–Pues ya me dirás qué hacemos, porque seguimos sin poder pagarlo. ¿Llamamos a la Central y hablas con algún General con el que te lleves bien?
Casandra sólo conocía a uno de ellos y jamás se atrevería a pedirle dinero, pero, viendo la cara del recepcionista, no tendría que llegar a hacerlo. O eso esperaba.
–Puede que Mélifer se preste, pero no me apetece deberle un favor –rezongó. El corazón le latía con fuerza, como si pegara mazazos en vez de bombear sangre.
–Pues cruza los dedos para que no se encargue Red...
Casandra hizo un esfuerzo para que su rostro reflejase pánico y creyó que incluso había logrado empalidecer.
–Si me deja usar un espejo un momento... –pidió Amanda.
–Espera, espera –interrumpió Casandra agarrándola por el codo–. Yo puedo aguantar lo que esos locos me echen encima –le susurró entre dientes, pero el silencio era tal que sus palabras llegaban a todos los presentes–, pero esta gente no tiene la culpa.
–No tenemos otra opción. No vamos a irnos sin pagar, ¿no?
–Sí, ya, pero... –miró de reojo al público, aunque en realidad no los veía, era un gesto puramente teatral–, ¿qué pasará si aparece Red? –no tenía ni idea de quién era, pero sí la certeza de que alguien muy temido.
–No lo digas como si los fuera a matar –respondió Amanda nerviosa y ella compuso la expresión de "poco le faltará"–. ¿Me deja un espejo? –se dirigió al recepcionista, que tenía una expresión de terror casi cómica.
–Creo que preferiría que viniera Apocalipsis, es más... fiable.
–Eh, señor, ¿está ahí? –Amanda le pasó la mano por delante de la cara y el hombre dio un respingo–. ¿Hay espejo o no?
–E-Eh, no. Q-Quiero decir, que acabo de recordar que mi compañero me dijo que la suite sería a precio de habitación normal –añadió de carrerilla.
–¿En serio? –exclamó Amanda complacida.
–No queremos molestar... –dijo Casandra, pero no creía que pudieran molestarlo más aún–. Podemos conseguir el dinero. Llamamos a-
–¡No! –el recepcionista tosió y recuperó más o menos la compostura–. Cortesía de la casa –añadió con temblorosa suavidad.
–Muchas gracias, hablaré a mis amigos muy bien de este sitio –prometió Amanda y le dedicó una amplia sonrisa.
–No hace falta, de verdad... –murmuró cobrando.
El público se apartó dejándoles paso, desvelando que junto a la puerta de salida estaban Víctor y David.
–¿Te digo que no llames la atención de los FOBOS y utilizas su nombre para conseguir una ganga? –le reprochó el primero de ellos cuando hubieron salido a la calle.
Casandra desvió la mirada a causa de la vergüenza.
–Nos prometieron una suite a precio de normal, no podían echarse atrás –se justificó Amanda.
–Pero luego no digáis que no os avisé. Seguramente ya tendréis algún Doberman vigilándoos –advirtió Víctor.
Rodearon el hotel para dar de frente con las caballerizas.
–Habéis estado geniales –intervino David–, os echáis buenos faroles.
La joven sonrió alagada y la adolescente pensó que no era tan estúpida cómo le había parecido en un primer momento, lo más probable es que tuviera una fachada tan buena como la suya propia. Empezaba a encontrarle aspectos útiles a su escolta.
–¿Por qué siempre tardáis tanto? –gruñó Diego al verlos entrar, ya había ensillado a su caballo y atado bien su equipaje.
–Problemas de última hora –explicó Amanda.
–No me lo digas, habéis tenido que recordarles lo amigas que sois de los Dobermans para que os regalen la suite –dijo tirando de su montura para sacarla fuera–. Estaba cantado.
Casandra sonrió un poco al reparar en Tempestad, era tan majestuosa... La adolescente pasaba de que un príncipe azul fuera a rescatarla en un corcel blanco, preferiría mil veces al que montara una yegua como aquélla.
–¿Te gustaría subirte a ella? –le preguntó Víctor.
–Eh... sí, bueno, quizás sea mejor que no, soy novata y se ve que la pone nerviosa que me acerque –respondió turbada, acababa de caer en la cuenta de que era él quien montaba en Tempestad.
–Eso es porque la han tratado mal durante mucho tiempo, es normal que se resista a que la toquen.
Casandra sufrió un ramalazo de tristeza al sentirse identificada y casi no se enteró de que él le decía que le dejaría probar a la hora de comer.
–Ahora no, que si no, Diego nos mata –Víctor le guiñó un ojo cómplice y un escalofrío subió por la espalda de Casandra.
–S-Sí –Casandra se apresuró a preparar su caballo para la jornada que les esperaba, que, según las palabras del Capitán, iba a ser muy larga.
–Hoy llegaremos a la llanura –anunció Diego al salir del pueblo.
–¡Pero si eso son más de cien kilómetros! –exclamó Amanda.
–¿Tú trabajas a contrarreloj o qué? –le soltó Víctor.
–No vamos a poder –añadió David–, y no creo que Casandra lo aguante.
La aludida entrecerró los ojos, acababan de pronunciar las palabras que le incendiaban la sangre.
–Pues tendrá que hacerlo. Lo que no te mata te hace más fuerte –respondió Diego encabezando la marcha.
–No le hagas caso. Haremos los kilómetros que podamos –le prometió Amanda amable–, y si ves que no puedes...
–Podré –aseguró Casandra con sequedad–. La única queja que oirá el Capitán será la que se me escape cuando me caiga y me parta el cuello.
–Así lo espero –masculló el aludido.
–Pero no tienes por qué... –David calló cuando ella lo miró con frialdad.
–No me esperaba menos de alguien que se va proclamando amiga de los Dobermans –bromeó Víctor.
"Ya veremos cuánto aguanto", pensó Casandra, pero se negó a exteriorizar su inseguridad. Cabalgaron monte arriba, hasta que el terreno volvió a descender y pudieron ver el valle que se retorcía entre verdes montañas.
–Esto me recuerda mucho a mi valle –comentó echándose la capucha por la cabeza para protegerse del sol–, con más árboles y menos rascacielos.
†
Por la altura del sol, calculó que serían las diez cuando empezaron a descender al valle. De aquél pasaron a otro más amplio y, ascendían rumbo al siguiente, cuando los tres adultos consiguieron que Diego detuviera la marcha. Casandra no dijo nada, seguía en sus trece de no quejarse, a pesar de que ir al trote le hubiera desencajado la espina dorsal, las piernas le dolieran horrores, tuviera hambre y el sol le picara en la cara. Estaba comprobando lo terca que podía llegar a ser. Se pararon en un cúmulo de casas que había en medio de un prado en pendiente en el que pastaban ovejas.
Casandra desmontó e hizo discretos estiramientos, pero vio que no era la única con dolores. David se quejaba de que le dolía el culo, Víctor se llevó la mano a la pierna izquierda como si le hubiera dado un tirón y Amanda refunfuñaba por el hambre.
Entraron en una sombría cantina en la que los embutidos colgaban sobre la barra. Casandra enseguida localizó la mesa en la que se quería sentar, una al fondo, como siempre; lo que la sorprendió fue que sus compañeros de viaje se decantaran por la misma antes de que ella hubiese dado ni un solo paso hacia allí.
–¿Qué les sirvo? –preguntó con tono amable el dueño acercándose.
–Vino tinto –respondió Diego dejándose caer en el banco.
–Una cerveza para mí –dijo David.
–Yo quiero un zumo de frutas del bosque –añadió Amanda.
–Yo... agua –murmuró Casandra. Siempre se ponía nerviosa cuando tenía que decirle a un camarero lo que quería.
–También agua para mí –se unió Víctor–. ¿El baño, por favor?
Después de las bebidas, comieron. Casandra aprovechó el momento, cara a cara con ellos, pero escudada tras la acción de alimentarse, para descubrir algún detalle más. Recordó que era la segunda vez que Amanda pedía zumo y reparó en que sus uñas brillaban doradas según les diera la luz, cazó los ojos de David escudriñando el lugar como si no se fiara ni de su sombra, contabilizó tres vasos de vino por parte del Capitán y se preguntó por qué Víctor comía tan poco.
Casandra aún no se había recuperado del cansancio cuando Víctor la hizo levantarse para salir.
–Vamos, antes de que al Capitán Gruñón le dé por seguir adelante hasta que caigamos muertos –dijo él acercándose a Tempestad a paso vivo, ya no parecía tener molestias con el tirón de la pierna.
La yegua bufó cuando vio que Casandra se le aproximaba, pero Víctor la tranquilizó haciendo que a la adolescente le viniera a la cabeza "El hombre que susurraba a los caballos". Él la ayudó a subir y, una vez arriba, a Casandra la traicionaron sus labios al sonreír de verdad, ampliamente. Tempestad era preciosa, absolutamente negra y tan elegante... Pero la felicidad poco le duró. En cuanto él se alejó dos pasos, la yegua se encabritó lanzándola al suelo de una violenta sacudida.
Cerró los ojos y se encogió por instinto, esperando el brutal golpe contra el suelo, pero aterrizó con suavidad sobre la hierba. Aun así, se quedó quieta, con el corazón latiéndole a mil.
–¡Casandra! –le gritó Víctor desde algún lugar muy lejano–. ¿Estás bien?
Ella abrió los ojos, enfocó la vista y descubrió que él le ocultaba el sol. Parpadeó y sacudió la cabeza para despejarse.
–¿Me oyes? –preguntó preocupado inclinándose sobre ella.
–Sí... –respondió incorporándose, se sentía extraña, el miedo había dejado paso a una fuerza arrolladora.
–Lo siento, no pensaba que fuera a reaccionar así –se disculpó Víctor poniéndole una mano en el hombro para evitar que se cayera de espaldas.
–No pasa nada, estoy bien –aseguró y se miró los brazos–, esta vez no me he roto nada –frunció el ceño–. ¿Por qué no me he roto nada?
–He amortiguado tu caída con un hechizo. De verdad, lo siento mucho.
Casandra sonrió, era absurdo que se disculpara así, se encontraba genial.
–Que no me pasa nada. Sólo una cosa –puntualizó, se sentía un poco borracha–, se supone que tengo que romperme el cuello delante de Diego y que sea su culpa.
Víctor se relajó y se atrevió a sonreír. De repente, sin previo aviso, razón aparente ni casos precedentes, Casandra lo abrazó llevada por unas ganas irrefrenables de estrujarlo entre sus brazos.
–Gracias –le dijo antes de darse cuenta de lo que hacía, enrojecer y apartarse como si le hubiera dado calambre.
–¿Por haber hecho que un caballo te tire al suelo? –se sorprendió él.
–Por haber hecho que me sienta viva –murmuró avergonzada, pero lo suficiente borracha de adrenalina como para confesárselo.
Víctor la miró atónito a los ojos y la vergüenza de Casandra pasó a ser turbación. Acababa de darse cuenta de lo hermosos que podían llegar a ser unos irises del color del acero.
–¿Disfrutando de la hierba? –interrumpió la voz de David.
Víctor se puso en pie como movido por resorte y casi se le olvidó ofrecerle la mano a Casandra para ayudarla a levantarse.
–He intentado montarme en Tempestad, pero me ha tirado –explicó ella antes de que el rubio sacara conclusiones erróneas de que estuvieran mirándose a los ojos desde tan cerca.
–Montad –ordenó Diego pasando entre ellos sin molestarse en preguntar qué había ocurrido–. Seguimos adelante.
†
Horas más tarde, cuando hubieron cruzado un larguísimo valle, el sol rozaba las cimas y Casandra estaba a punto de quejarse, se detuvieron en un pequeño pueblecito que colgaba de una pronunciada ladera. Fue un alivio que el Capitán no los forzara a ir hasta la llanura.
–¿Muy cansada? –preguntó Víctor, asomándose a la habitación que compartían las dos mujeres.
–Un poco –respondió Casandra a pesar de estar agotada.
–Te espero en el patio trasero.
–¡¿Eh?! ¿P-Por qué?
–Para continuar con el entrenamiento –respondió desapareciendo por el pasillo del pequeño hostal.
–Parece que le has caído bien –opinó Amanda.
–Sí... no sé por qué.
–¿Cómo que no sabes por qué? –repitió la joven, dejando de sacar su equipaje de la mochila–. ¿Acaso se necesita un motivo?
–Eh... –¿Cómo explicarle a una chica alta, delgada y extrovertida sus dificultades sociales?– Víctor me espera –murmuró.
–Espera –Amanda le cortó el paso–. ¿Qué ocurre?
–Nada –musitó, bajando la vista al predecir una crisis de ansiedad.
–No me lo creo. Mírame.
Casandra cerró un momento los ojos. Podía descargar el peso de su soledad sincerándose, pero dudaba que ella lo comprendiera y no quería desnudar su alma si se iba a encontrar la pared de siempre. Se colocó bien su careta de joven despreocupada y alegre, levantó la cabeza y miró a la joven a los ojos marrones.
–No pasa nada. Estoy cansada y encima me hacen entrenar –aseguró con ligereza logrando dibujar una sonrisa, a pesar de que sentía que se la estaba abriendo con bisturí.
–¿Entonces a qué ha venido lo de hace un momento?
–¿Eh? Bueno, es que... no me esperaba ser aceptada siendo del otro lado de la Frontera –improvisó Casandra, desviando el tema.
–¡Menuda tontería! Si lo dices por cómo te trata Diego, ten en cuenta de que nos trata a todos igual.
Casandra asintió adoptando la expresión de "lo tendré en cuenta la próxima vez" y se escapó al pasillo con la mayor naturalidad posible. "Si fuera sólo por la actitud del gruñón, yo no sería así", pensó y la máscara se le resbaló hasta los pies. Le costó unos segundos de soledad en las escaleras recuperar la serenidad; pero tenía un grave problema: la fachada se le escurría de los dedos y no sabía si sería capaz de mantenerla frente a Víctor. Pero dio igual, cuando salió al patio trasero, en penumbra ya, se olvidó de la maldita máscara de porcelana.
Lo encontró sentado en el muro bajo que separaba el patio de la pendiente boscosa. Víctor miraba el suelo, o podría ser que a ninguna parte, ya que se cubría la cara con las manos y el pelo le caía por delante. Casandra se aproximó despacio, quizás lo mejor fuera dejarlo solo. Pero había algo en él que la atraía a la vez que la espantaba, una intuición que la reconcomía en lo más profundo de la conciencia. Tragó saliva.
–Víctor... –llamó a media voz.
Él se irguió un poco y la miró entre los dedos, las sombras ocultaban la mayor parte de su cara. Casandra a punto estuvo de hacer la estúpida pregunta de "¿Estás bien?".
–¿Mejor dejamos el entrenamiento para otro día? –preguntó ella clavándose al suelo.
–Eh... no –Víctor se irguió completamente–. Sólo estoy cansado.
Por cómo sonó la palabra "cansado", una luz de alarma se encendió en la cabeza de Casandra, se parecía demasiado a la forma con la que lo decía ella misma.
–¿Cansado de qué? –preguntó cautelosa, desmantelando voluntariamente su fachada por primera vez ante otra persona.
Víctor no respondió de inmediato, la miró directamente a los ojos, como si tratara de comunicarse por telepatía. Ella sintió un pinchazo en el pecho que le cerró la garganta.
–Del... viaje, del largo viaje, pero pronto llegaremos a la meta –respondió él con un susurro.
Casandra frunció el ceño, sospechaba que iba con doble sentido, ella era experta en utilizarlo, pero no sabía a qué se refería.
–Bueno, basta de descansos –dijo Víctor poniéndose en pie, repentinamente animado–. Empecemos con el entrenamiento.
Casandra recogió los trozos de su máscara, la pegó con celo y se la puso para volver a ser la buena chica que no sabía nada de depresiones. Repitió los puñetazos directos y los ganchos, además de aprender un nuevo golpe: crochet, que consistía en golpear la cabeza del adversario invisible haciendo un movimiento semicircular, asestándoselo en el pómulo u oreja.
–Te noto distraída –dijo Víctor cuando, al mandarle hacer flexiones, ella asintió con aire ausente.
–¿Eh? Sólo estoy... cansada –respondió, aunque en realidad seguía dándole vueltas a las palabras de su entrenador.
–Ya... Entonces da un par de vueltas por el patio y entremos a cenar.
†
–Todavía no me creo lo bien que te lo has tomado –le dijo Amanda cuando subieron al dormitorio que compartían, tras haber cenado–. Es como si siempre hubieras vivido aquí.
"Siempre he deseado vivir aquí", pensó Casandra descalzándose.
–¿Cómo tenía que habérmelo tomado: gritar "brujería" y asustarme porque los platos vuelen? –planteó mientras rebuscaba en su mochila hasta dar con la ropa que iba a ponerse después de la ducha.
–Por ejemplo.
–En mi lado de la Frontera han inventado máquinas que tienen usos casi mágicos y tenemos que asimilarlo –se encogió de hombros dirigiéndose al baño–. Mientras no me reten a un duelo de hechizos, estaré bien.
–Pero las luces no se encienden a tu paso –le recordó siguiéndola.
–Bueno, así desarrollaré el resto de mis sentidos, no hay mal que por bien no venga.
–¿No preferirías que... yo estuviera ahí dentro mientras te duchas? Me pongo en una esquina y no te molesto.
–Eh... –pensar que Amanda pudiera ver su carne paliducha, fofa y peluda en demasiadas zonas, mientras que ella tenía ese cuerpazo, la hizo sentirse muy violenta– no.
–Pero...
–No, gracias, me las apañaré –le cortó brusca y le cerró la puerta del baño en las narices.
Sumida en la más absoluta oscuridad, comenzó su odisea de encontrar el váter, bajar la tapa y dejar la ropa sobre ella. Después tuvo que dar con las toallas, que había localizado en unas baldas de la esquina antes de entrar. Las dejó sobre la ropa con sumo cuidado para que no se cayeran al suelo. A continuación, buscó el bidé, en el que amontonó la ropa que se fue quitando. Por último, recreando las imágenes en tres dimensiones en la oscuridad de su mente, entró en la bañera, corrió la cortina y giró los grifos. Tal y como se esperaba, soportó con los dientes apretados que cayera agua fría al principio.
Era inquietante ducharse a oscuras, sintiéndose desnuda y desprotegida; su mente inventaba mil y un monstruos surgidos del desagüe, las paredes o de las mismísimas tinieblas, pero, al mismo tiempo, los desestimaba y creaba figuras protectoras. Por eso se sobresaltó cuando oyó unos golpes en la puerta y se encendieron las luces cegándola.
–Casandra... ¿puedo entrar? –le preguntó su compañera.
–Pasa –suspiró resignada, pero así pudo encontrar al fin el jabón–. ¿Quieres utilizar el váter? Puedes apartar mi ropa al lavabo.
Se escuchó la puerta al cerrarse. Sabía que ella estaba dentro porque podía ver sus propias manos enjabonadas.
–No he venido por eso.
"Si fueras un hombre, ya estaría pensando en cómo arrancar la barra de la cortina y arrearte con ella, pero, por ser mujer, voy a darte un cincuenta por ciento de confianza. Puede que hayas venido a reírte de mis lorzas".
–He creído que te resultaría más fácil ducharte con luz. Aunque ya veo que lo has conseguido sin problemas.
–Me apaño bien en la oscuridad.
No hubo respuesta y Casandra continuó enjabonándose, por eso la pillaron por sorpresa las siguientes palabras.
–¿Lo haces queriendo? –preguntó Amanda, su voz sonaba afectada.
–¿Qué? –iba a aclararse la cabeza, pero se detuvo para escucharla con claridad.
–Que te quedes fría por la noche, vestir de negro, decir que te manejas en la oscuridad, que el sabor de tu sangre te gusta...
Casandra podría haberle respondido que tenía mala circulación, que se sentía cómoda vistiendo de negro, que era demasiado inteligente, orgullosa y acomplejada como para pedirle ayuda y prefería probarse a sí misma tanteando las tinieblas, que el sabor de su sangre no la apasionaba, pero que no le hacía ascos tampoco. Podría haberle respondido todo eso y tranquilizarla, pero se sentía demasiado indefensa, desnuda, fofa y miope.
–¿Te molesta? ¿Te toqué anoche con las manos heladas? –preguntó torciendo la sonrisa.
–No... Estuviste muy quieta.
–¿Quieta como una muerta? –propuso y rio entre dientes.
–Eres mala.
Casandra se quedó de piedra, era la primera vez que le decían algo así, siempre la habían tenido por una niña buena y ejemplar. Una vez pasado el asombro, sonrió amplia y malévolamente, sintiéndose halagada. Pero le preocupaba que la tonta de su compañera se hubiera enfadado. Cerró los grifos y dejó que el agua acumulada en su pelo chorreara por la espalda.
–Lo siento, no volveré a bromear –"Seré seria y formal, como siempre".
–No... no dejes de bromear, la risa es buena. Además, tu carácter hizo que te ganaras la aprobación de Apocalipsis. No me hagas caso, sólo estoy un poco... susceptible.
"Acojonada diría yo", pensó retorciéndose la melena para eliminar el exceso de agua.
–¿Preferirías que te dejara a solas? –propuso Amanda.
–Te lo agradecería –contestó y enseguida volvió a quedarse a oscuras.
†
Secarse y vestirse le llevó su tiempo. No encontró la ropa usada en el bidé.
–Oye... –empezó Casandra cuando salió del baño con una toalla enrollada en la cabeza.
–He bajado nuestra ropa a la lavandería –se adelantó Amanda, sentada en una de las camas y con la vista fija en un periódico–, por la mañana la tendremos seca.
–Ah...
Casandra se llevó las manos a los bolsillos, no sabía a qué dedicarse, no tenía ningún libro en el que sumergirse y, por muy cansada que estuviera, era demasiado pronto para irse a dormir.
–¿Qué lees? –preguntó sentándose en la otra cama.
–El entretenimiento popular: El Ladrón Fantasma contra el Ladrón del Antifaz, y los dos contra la Policía, la BAMO y los FOBOS.
–Suena interesante –consideró la adolescente.
–Sí, el Ladrón Fantasma es muy conocido, lleva muchos años en el negocio. Por otro lado, el Ladrón del Antifaz empezaría... –hizo memoria– hará unos cuatro o cinco años. Son los dos ladrones de guante blanco más famosos desde la desaparición de la Banda del Cisne Rojo.
–Curiosos nombres –comentó Casandra, complacida por dar con un tema que las interesara a las dos.
–Uno de ellos siempre deja un antifaz en el lugar del crimen –explicó Amanda sentándose de cara a ella con las piernas cruzadas– y al otro jamás se le ha visto.
–¿Y cómo se sabe que los robos han sido perpetrados por ellos? Si nunca se ha visto al Fantasma, o cualquier otro podría haber dejado un antifaz.
–No lo creo, cada uno tiene su modus operandi y es muy difícil imitarles a la perfección. Además, no creo que nadie sea capaz de llevar a cabo un gran golpe y dejar que la gloria se la lleve otro.
–¿Por qué no? Podría ser alguien muy racional, alguien que quisiera el dinero y ya está. Además, junto con la gloria van las culpas y la condena.
–Si alguien quisiera dinero, podría buscarse otro trabajo más fácil y menos sacrificado.
–Parece que eres una experta en el tema –comentó Casandra burlona.
–Eh... a ver si te vas a creer que me dedico a robar –exclamó Amanda y rio para sí misma–. Ya te he dicho que es el entretenimiento popular. Además, me gusta estar bien informada.
–¿Y qué dicen sobre ellos? –señaló el periódico con el mentón.
–Nada nuevo –lamentó la joven con resignación–. Ninguno de los dos ha dado un golpe últimamente, por no decir que ahora todas las miradas están dirigidas al debate sobre la Ley de Control de Especies Peligrosas.
–¿De qué va esa ley? Me gustaría estar bien informada también para no llamar la atención.
–Veamos, no es que yo sepa mucho del asunto, estos temas me suelen aburrir... pero se podría decir que es una ley que permitirá mantener controladas a las... especies peligrosas –dijo lo obvio.
–¿Como espíritus del bosque y los ríos? –preguntó Casandra, recordando la discusión del desayuno.
–Sí, bueno, yo creo que los espíritus no deberían estar incluidos. Al fin y al cabo, no conozco a nadie que se haya encontrado con uno.
–¿Y cuáles deberían estar incluidos? –se interesó, desenrollando la toalla y dejando que el pelo húmedo le cayera por los hombros.
Como Amanda tenía problemas para responder, Casandra aprovechó para llevar la toalla al cesto del baño.
–¿Los monstruos del armario? –propuso la adolescente plantándose delante de las camas con las manos en los bolsillos de los vaqueros grises que le había dado el FOBOS–. ¿O los de debajo de la cama?
–¿Por qué llevas esa camiseta? –el terror volvía a reflejarse en su mirada.
Casandra le echó un vistazo a la camiseta negra con supuestos salpicones de sangre.
–No lo sé, me gusta. Es un poco macabra, ¿no? Es como si hubiera apuñalado a alguien. Y no pusiste pegas cuando la compraste.
–Ya... pero... –su compañera se estremeció.
–Mañana cogeremos habitaciones separadas, ¿vale? –propuso Casandra y se sentó en su cama con la cabeza gacha–. Así no temerás que te apuñale en plena noche –añadió con acidez–. Lo siento, antes reprimía los comentarios macabros. Debe de ser por el cambio de aires...
–Pues menudo momento has ido a elegir –murmuró Amanda–. Pero ya te he dicho que no me hagas caso. Estoy un poco... susceptible.
–Además, tú también te has comprado una camiseta que sangra.
–Ya, pero en morado no es lo mismo –se defendió la joven.
–Creo que ya sé cuál es la especie peligrosa que te... inquieta. ¿Cuáles más hay?
–Pues hombres lobo...
–Bueno, acabamos de entrar en menguante, ¿habrá problemas con ellos?
–Supongo que no. También hay endemoniados, súcubos e íncubos...
–Los que te roban la energía a base de... –Casandra tosió.
Amanda asintió.
–Vale, nota mental: no aceptar ninguna proposición indecente de ningún chico guapo –dijo Casandra, consiguiendo que su compañera de cuarto sonriera–. ¿Y los brujos oscuros, los que lanzan maldiciones?
–Mientras sean humanos, serán criminales, pero humanos.
–Vaya, pues me parece una injusticia. ¿Y un hombre lobo que sea buena persona? ¿Por qué se le van a tratar peor de entrada que a un cabrón que va soltando maldiciones? –cuestionó contrariada.
Amanda se encogió de hombros, no tenía respuesta para eso. La adolescente suspiró y se levantó para ir a peinarse.
–Este lado es igual de absurdo que el mío –masculló al volver con el pelo liso, pero aún húmedo, y del asco que le daba pensar en la injusticia, no calculó bien al pasar por la puerta y se dejó el antebrazo en el pomo–. Au –se quejó átona, frotándoselo como si no le doliera demasiado, aunque notaba pulsaciones en los huesos.
–¿Estás bien? –se interesó Amanda y quedó tranquilizada por un simple asentimiento y la capacidad de reprimir el dolor de Casandra–. Una vez, un amigo que trabaja en la Frontera me dijo que al otro lado tenéis una expresión para decir que algo no es bonito y seguro: "Esto no es un cuento de hadas". Pues es erróneo, esto sí que es un cuento de hadas.
–Pero las hadas no son buenas, ¿verdad?
–Son caprichosas y bastante poderosas, sobre todo si se juntan un puñado. Por eso evito pasar por las zonas en las que viven, puedes salir siendo la persona más rica o que te echen una maldición. Ven, que te seco el pelo.
–No hace falta, ya está casi seco –aseguró Casandra.
–Más que nada para que tu aura no esté tan limpia de magia –fue Amanda quien se cambió de cama y se arrodilló a su espalda–. Al realizar hechizos, queda una huella y un poso. Los pequeños dejan una huella que desaparece en unas horas –explicó metiendo los dedos entre los mechones húmedos–. Los grandes manchan toda el aura y, si es un maleficio grave, es como un hedor pringoso, cuesta mucho eliminarlo –murmuró unas palabras en un idioma extraño y la calidez inundó su cabeza–. Pero, si tener el aura demasiado sucia es sospechoso, tenerla demasiado limpia también lo es, porque pueden pensar que eres una hechicera oscura que acaba de hacerse un lavado.
–Aja... –se estaba adormilando–. ¿Y con esto vas a mancharla?
–Un poco sí. Durante los próximos días usaré hechizos cotidianos sobre ti, esperemos no tener problemas de mientras. No existe mucha gente capaz de ver auras, pero los detectores se han puesto de moda durante la última década, sobre todo en las grandes ciudades.
–Pero has dicho que desaparecerá en pocas horas...
–Sí, para mañana la mayor parte de la huella se habrá disuelto, pero dejará un poso que, al unirse al que deje el próximo hechizo, creará una mancha perpetua como la que todos tenemos –aclaró mientras le pasaba las manos por la melena–. Es lo que delata a un chapucero que se presente con una limpieza integral. Eso o que la vida de la huella sea prácticamente la misma, es decir, que los hechizos cotidianos que se usaron para tratar de ocultar la limpieza fueron conjurados en un breve espacio de tiempo.
–Ah... –bostezó Casandra–. Sabes mucho de pasar inadvertida... –"Qué suerte que tenga conocimientos útiles para una transfronteriza como yo".
–Lo básico. Mmm, déjame ver tu antebrazo izquierdo –palpó la zona donde se había golpeado con el pomo de la puerta–. Ahora el derecho –examinó el vendaje negro al que le habían salido multitud de puntitos gris claro, como si estuviera apolillado, sobre todo en la zona de la muñeca–. Voy a cambiarte las vendas –anunció, fue a buscar su mochila y regresó con uno de los paquetes que había comprado en el bazar–. Resulta que gracias al poder hemorrágico de Apocalipsis, las vendas curaron una parte de las pequeñísimas heridas que nos hizo por todo el cuerpo.
–Yo sólo lo sentí en la cara.
–En la zona en la que él se concentró, pero el resto recibió daños colaterales. Seguramente ahora tendrás un precioso poso en el brazo –auguró quitándole las vendas y volvió a cubrírselo con unas nuevas, utilizando las usadas para vendarle el otro antebrazo.
–No ha sido para tanto, un golpe nada más.
–Ya, pero así tendrás otra zona manchada, aunque sea ligeramente.
–Ah, pues si es por eso, me golpeo las piernas contra la mesilla de noche.
–No hace falta que te autolesiones. Mejor túmbate bocabajo, voy a darte un masaje, que me he dado cuenta de que tienes agujetas.
–Sí, por el entrenamiento de Víctor –respondió Casandra obedeciendo. "Te portas demasiado bien conmigo. No lo entiendo, un ser luminoso como tú debería despreciar a alguien como yo".
Después del masaje acompañado por un hechizo relajante, se fueron a dormir. Casandra cayó rendida, sin tener opción de hacerle preguntas inquietantes a su compañera de cuarto.
†
La mañana siguiente amaneció con la niebla enganchada a lo profundo del valle, dándole un aspecto hermosamente mágico. Desayunaron, recogieron la ropa de la lavandería y ya estaban preparados para el viaje cuando el sol comenzaba a disolver los jirones blancos. Fue un alivio no oír gruñir a Diego sobre la tardanza, pero tampoco los felicitó por la rapidez.
Cruzaron una cadena de montes y para el mediodía ya divisaban las tierras llanas y amarillas del norte. Casandra suspiró resignada y se echó la capucha por la cabeza. A pesar del sol de principios de julio, estaba fresca dentro de su inseparable sudadera y los vaqueros grises. "Magia, sin duda", se dijo espoleando a su montura para no quedarse atrás. Estaba orgullosa de sí misma, en menos de tres días había logrado manejar con soltura a su caballo. Aunque había que admitir que era manso, sobre todo comparado con la yegua negra.
–¿Quieres volver a intentarlo? –le preguntó Víctor cuando hicieron un alto para comer a las puertas de la llanura.
–No sé, creo que le caigo mal –respondió Casandra mirando al suelo.
–Pues yo creo que huele el miedo.
Ella le dirigió una mala mirada, se negaba a aceptar que tuviera miedo; pero tampoco dijo nada, porque no podía jurar que no lo tuviera. Podía responder que había tenido suficiente, o podía guiarse por el anticuado orgullo y la terquedad de una mula que dominaban sus acciones. Se puso en pie sin pronunciar palabra y se dirigió directa a Tempestad.
–Eh, espera, que me tengo que encargar de tu seguridad –exclamó Víctor y se adelantó para tranquilizar a la yegua.
–Procura que no me parta demasiados huesos –pidió agarrándose a la silla e izándose con relativa dificultad, pero lo consiguió ella sola.
–¿Estás segura de esto? –preguntó él mientras acariciaba al animal.
Casandra lo miró impasible y fría, odiaba que le preguntaran aquello, siempre acababan haciéndola dudar.
–Porque tienes que estarlo –continuó Víctor–, tienes que transmitirle seguridad y dominio.
Ella asintió una vez y se aferró con fuerza a la silla. Él se alejó dos pasos y, al igual que el día anterior, Tempestad se encabritó pretendiendo tirarla de encima. Pero Casandra apretó los muslos y luchó por permanecer arriba como si estuviera en un toro mecánico. Al final, no pudo más y salió despedida hacia un costado. Se encogió por instinto, a pesar de que su parte racional ya sabía que Víctor amortiguaría su caída con un hechizo.
–Esta vez has aguantado más –apreció el joven tendiéndole la mano para ayudarla a levantarse.
–Sí –respondió con una amplia sonrisa, había descubierto que la adrenalina le subía el ánimo y derribaba la barrera que le impedía tocar a los demás.
–¿Pero qué hacéis? Ese caballo es muy peligroso –los regañó Amanda.
–Lo que yo decía, como una cabra –rumió Diego.
–Como Dobermans –añadió David bromeando, ganándose una mirada de odio por parte del Capitán.
†
Se internaron en la llanura y Casandra miró decenas de veces hacia atrás, ya echaba de menos las verdes montañas. Por suerte, unas nubes altas disminuyeron la intensidad del sol durante las horas de cabalgata.
–Podemos ir al galope si queréis –propuso Casandra, sobre todo para que Diego dejara de quejarse de lo lento que iban.
–Te echo una carrera –le respondió David–. Hasta los árboles de allí.
Ella asintió con una sonrisa (aún le duraban los efectos de la adrenalina) y espoleó a su montura para que se lanzara al galope. La carrera estuvo reñida, hasta que, a pocos metros de la meta, David se quedó atrás. Lejos de celebrar la victoria, Casandra se quejó:
–Te has dejado ganar.
–No... qué va, al final has acelerado y...
–No mientas –lo reprendió, medio en broma, medio en serio.
–Si hubiera corrido en serio, no hubieras tenido ninguna posibilidad de ganar, transfronteriza –intervino Diego con sequedad pasando junto a ella.
–¿Y quién dice que quisiera ganar? –le respondió ella con fiereza–. Sólo quería galopar –se estranguló la muñeca izquierda con disimulo para reprimir la sarta de insultos que quería dedicarle.
–No le hagas caso –le susurró Amanda.
Pero notaba cómo el odio por el viejo cascarrabias resquebrajaba su fachada de niña buena; él no era un adolescente que hubiera estado haciéndole la vida imposible desde primaria, era un adulto y pocos adultos se habían metido con la buena chica a la que ella representaba. Aquello era algo personal.
No pararon hasta el atardecer. Durante el trayecto, Casandra no cesó de maquinar métodos de devolverle a Diego el odio recibido y eso se notó en el entrenamiento, en el patio trasero del hotel.
–Hoy pegas fuerte –apreció Víctor–. ¿Piensas en alguien en especial?
–No, qué va.
La verdad era que no quería pegar a Diego, su venganza consistiría en palabras afiladas como cuchillas, en esa disciplina se consideraba una espadachina aceptable y una asesina implacable... pero no le había dado rienda suelta hasta entonces. "Se va a enterar ese viejo de quién está más jodidamente amargada".
–¿Es una reacción protectora por encontrarte en un lugar desconocido?
–No digas estupideces.
Ya estaba hecho, su lengua se había desatado, su primera máscara de porcelana se fracturaba por momentos y restaba ver cómo reaccionarían ante aquella nueva faceta. Por lo menos nadie le podría decir "¿Qué te ha pasado? Tú nunca has sido así".
–¿Entonces qué es lo que te preocupa? –insistió Víctor.
–¿Por qué tiene que preocuparme algo? –"¿De verdad te interesa saber lo que me pasa?"
–Por la forma en la que lanzas los directos diría que tienes mucha energía reprimida y, por los ganchos a matar, que estás rabiosa. Dirígeme un par de crochets... Mmh, sí, rabiosa pero precavida, no se te olvida protegerte la cara con el otro brazo –asintió para sí mismo–. ¿Seguro que no es una reacción contraria a nuestro mundo?
–Pero si me encanta.
–Sí, te gusta la libertad, pero no tienes magia.
Casandra perdió fuerza en mitad del golpe y lo miró estupefacta. Tardó un par de segundos en darse cuenta de qué cara debía de haber puesto y se recompuso cruzándose de brazos. Se le ocurrió preguntar cómo lo había descubierto, podía habérselo contado Amanda (no le había pedido que guardara el secreto) o podía haberlo deducido de verla andar por el pasillo a oscuras, pero decidió esperarse callada.
–¿A qué estabas esperando para decírnoslo? –inquirió Víctor.
–A que le hicieran una lobotomía a Diego –respondió ella sin pensar.
Él sonrió un poco, pero siguió con la regañina.
–¿Sabes lo peligroso que es no tener magia? ¿Pretendías que viajáramos sin saberlo?
–¿Y de qué sirve que lo sepas, me vas a sobreproteger pensando que soy una inútil? –preguntó hostil y sintió una punzada en el pecho al inundarla los recuerdos de todas las veces que se había sentido inútil–. ¿O vas a odiarme como Diego? –apretó los puños clavándose las uñas en la palma al descubierto, no quería llorar, tenía que demostrarle que era fuerte.
–Ni lo uno ni lo otro, pero es bueno saber el potencial de los compañeros –respondió él con suavidad.
–Cero en mi caso –gruñó Casandra.
–En magia puede que sí, pero en otras cosas nos superas a todos.
–Como no sea en la largura del pelo... o en peso...
–En valentía –le cortó Víctor–. En amplitud de mente. En capacidad de soportar los cambios bruscos y... podrías robar un museo sin que nadie te detectara, como el Ladrón Fantasma.
–Eso le dije a Amanda –murmuró Casandra relajándose un poco–. Pero todo lo que has dicho no sirve para nada. Esto no es una película, no voy a conseguir nada con amplitud de mente.
–¿Cómo que no? Conseguiste una suite.
–Pero eso fue porque...
–Les caes bien a los FOBOS –terminó él–. ¿Y por qué crees que les caes bien?
–Vale, tengo unos protectores súper guays; pero yo, por mi cuenta, no puedo hacer nada.
–Ya lo veremos. La intuición me dice que tendremos problemas por el camino, entonces sabremos si eres una inútil con la lengua afilada o resultas ser una transfronteriza fuera de lo común –añadió con una sonrisa misteriosa–. Venga, a correr en círculos.
†
La cena fue relajada, menos silenciosa que las anteriores, hasta que a Diego se le ocurrió sacar el tema de la distribución de habitaciones.
–¿Por qué vosotras dos siempre os cogéis habitación doble?
–Las mujeres no tenemos ningún problema para dormir juntas –le respondió resuelta Amanda.
–¿Qué más da? –intervino Víctor–. Prácticamente cuesta lo mismo coger una doble que dos individuales.
–Además, como es... extranjera –cuchicheó David.
–Pues yo creo que la cría tiene miedo, muy protegida de los Dobermans, pero no puede estar sola –acusó el viejo.
–Créeme, me gustaría estar sola –respondió Casandra mirándolo directamente a los ojos para que comprendiera que se refería a él.
–Pues venga, vamos y les decimos que te den una individual.
–Diego, no vamos a hacer eso a estas horas –le advirtió Amanda.
–¿Quieres que esté sola por algún motivo en especial, viejo? –continuó destilando odio Casandra.
El Capitán se puso en pie descargando los puños contra la mesa.
–¡¿Qué insinúas?!
–Eh, Diego, tranquilízate –le pidió Víctor.
–Todos nos están mirando... –susurró David.
Casandra no lo comprobó, estaba ocupada manteniendo el duelo de duras y fieras miradas contra el cincuentón. El arranque de furia de Diego y lo que le había parecido ver en el interior de su eterna chaqueta de cuero marrón la intimidaban, pero el ardor de la rabia le permitía no acobardarse.
–Creo que eres tú el que debería estar solo. ¿Por qué no te vas a beber?
Diego le dirigió una última mirada asesina y salió a la calle sin pronunciar ni una palabra más. El resto estuvieron un par de segundos en silencio, incómodos, hasta que Víctor silbó.
–Tocado y hundido, tienes unos colmillos muy afilados, pequeña.
Amanda, que estaba bebiendo zumo en un intento de aparentar naturalidad, se atragantó y poco le faltó para rociar la mesa de morado.
–¿Por qué no salimos? –propuso David con un murmullo entrecortado.
La gente se apartó cuando pasaron entre las mesas, la violenta discusión había reclamado la atención sobre la sudadera negra con telarañas verdes.
–Pero tendrías que tener cuidado con él –continuó Víctor–, no sé si te habrás dado cuenta de lo que lleva dentro de la chaqueta.
–Entonces no han sido imaginaciones mías... –murmuró Casandra.
Por las caras que pusieron sus compañeros, dedujo que ellos también lo habían visto.
–Pero... ¿cómo vamos a viajar con él? –cuchicheó Amanda–. Ese hombre está desequilibrado, bebe demasiado y lleva un arma...
–Dos revólveres –especificó David.
–¿Y si algún día se le va la pinza y...? –musitó la joven.
–No deberías preocuparte por los desequilibrados que lo parecen –negó Víctor–, sino por los que aparentan ser personas normales –remató con seriedad, pero sonrió con socarronería a continuación.
Casandra se sintió aludida. Acababa de demostrar que bajo su máscara de niña buena se escondía una víbora de colmillos afilados y envenenados.
Llegaron al hotel y cada uno se encerró en su habitación.
–¿Puedo hacerte una pregunta? –dijo Amanda sentándose en una de las camas para descalzarse.
–Puedes, otra cosa es que te la responda –bromeó Casandra, aunque en parte lo decía en serio.
–¿Cuál es tu trabajo o misión?
–Eh... –Azogue no le había dicho nada respecto a no desvelar información sobre su cometido.
–Eres una transfronteriza sin magia, quiero decir... no sé, me pregunto qué clase de trabajo le pueden encargar al alguien tan... indefensa como tú, sin ofender.
–Para eso me han puesto escolta, ¿no? –señaló la adolescente.
–Pues menuda escolta, que tiene por Capitán a un pistolero alcohólico.
–¿Y los demás?
–Diría que Víctor tiene adiestramiento militar y de hechicería, no le he visto hacer nada, pero la intuición me lo dice. No sé a qué podría dedicarse David... en serio, no le veo ninguna utilidad.
–¿Y tú? –inquirió Casandra.
–¡Yo tampoco tengo ninguna utilidad! Sé hacer hechizos básicos, sí, pero no estoy preparada para ser guardaespaldas. El viejo tiene razón, deberían haberte puesto una escolta de FOBOS Gamma.
–Así que somos un grupo de inútiles –resumió Casandra con sorna peinándose antes de meterse en la cama–. Quitando a Víctor, quizás Diego en sus momentos de sobriedad.
–¿Y tú? –preguntó esta vez Amanda.
–¿Yo? Ya sabes que soy la más inútil.
–¿Entonces?
Casandra suspiró y se deslizó entre las sábanas.
–Tengo que hacer de recadera –confesó desganada–. Decir que voy en nombre de Azogue y encargarme de transportar unos objetos custodiados... Creo que era algo así.
–¿Custodiados por vanias?
–Si es allí donde vamos, supongo que sí.
–¿Y por qué tú?
–Porque no tengo magia. Por lo visto, las reliquias rechazan a la gente –explicó al ver la expresión de incomprensión de su compañera–. Azogue piensa que, si soy indetectable para las luces, también lo seré para esos objetos.
–Suena a robar... –musitó Amanda suspicaz.
–Eso pensé yo.
Se sonrieron mutuamente y se dispusieron a dormir. Aquella noche le tocó a Amanda hacer la pregunta incómoda de última hora.
–¿Cuándo vas a decirles a los demás que no tienes magia?
–Víctor ya lo sabe –le respondió Casandra a la oscuridad–. Pero temo la reacción de Diego.
–Sí, yo también, pero, aun así... tendrás que decírselo algún día...
†
No tuvieron que esperar demasiado; al día siguiente, durante el descanso de media mañana, Víctor sacó el tema.
–Casandra, explícales por qué las puertas no se abren a tu paso.
La aludida, que hasta entonces había estado a la sombra de un roble observando el plano y lejano horizonte, se sobresaltó y lo miró sorprendida por su brusquedad. Pensó que quedaría como una idiota si se lo reprochaba. Pero no pudo confesar su defecto delante de Diego.
–Puedo empujarlas –dijo Casandra a media voz.
–¿Y por qué tienes que compartir habitación con Amanda?
–Dame un par de velas y no habrá problema –contestó irritada.
–¿Y por qué no merece la pena enseñarte ni los hechizos más básicos? Ni luz...
–Que me des velas –le interrumpió Casandra mirando al suelo, muerta de vergüenza, pero terca como ella sola.
–...ni fuego...
–Un mechero –murmuró abrumada.
–...ni una maldición simple para librarte de algún indeseable.
–Un directo a la nariz seguido de un gancho a la mandíbula –dijo entre dientes con rabia.
–Cuidado con los ganchos a la mandíbula, podrías romperte los dedos –le aconsejó Víctor dejando de chivarse durante unos instantes.
–¿Estás diciendo que no tiene magia? –preguntó David.
–Nada de nada –respondió el chivato.
–¿Es eso verdad? –quiso asegurarse Diego.
Casandra apretó los labios reprimiendo las ganas de llorar de vergüenza, se sentía traicionada por Víctor.
–Ni pizca, cero –murmuró.
Tal y como esperaba, Diego se puso hecho un basilisco, como si para él fuera el fin del mundo.
–¿Tan importante es? –cuestionó Casandra con voz monótona, de la vergüenza y la rabia había pasado a la apatía. Aquel lado de la Frontera era tan horrible como el otro.
–¡¿Cómo que si es importante?! ¿Tú qué te crees que es lo que mueve al mundo? Sin magia no se puede hacer nada...
Oía el murmullo acelerado de Diego, las peticiones de Amanda para que se calmara y la incredulidad de David, pero no les prestaba atención. No iba a dejar que sus palabras le hirieran el alma ya rota. Arrastró el culo para alejarse de ellos, volvían a ser totales desconocidos, volvían a caerle tan mal como la inmensa mayoría de la Humanidad, volvía a sentirse sola. Esperó hasta que percibió que los silencios duraban más de un par de segundos.
–Esta noche quiero una habitación individual –susurró con suavidad y seguridad al mismo tiempo.
–Eh, Casandra –empezó Amanda–, no tienes por qué...
–Podéis darme velas o no, me las apañaré de todas formas –continuó alzando la cabeza, aunque su mirada estaba vacía, no quería verlos.
–Ahora va y te da una pataleta. Mira que llegas a ser insoportable –gruñó Diego.
–No hay nada más insoportable que tu sola existencia –lo apuñaló la adolescente con la mirada helada, controlando que no se le desbordaran los sentimientos para no echarse a llorar de rabia–. Que tener que viajar con vosotros por algo que no me incumbe y tener que verte cada día.
–Tú no me hablas así, criaja –él hizo un brusco ademán de levantarse, pero ella fue más rápida y se puso en pie para dirigirse hacia los caballos con ímpetu–. ¡Eh, no se te habrá ocurrido marcharte!
"Ojalá", rumió Casandra pasando de largo a su montura. No quería regresar a su vida aburrida y apática del otro lado de la Frontera, pero allí también estaba amargada. Estuviera donde estuviese, sufriría. Sobraría. Tempestad bufó al verla acercarse directamente.
–¡Espera! –le gritó Víctor.
–Estoy harta de no valer para nada –se agarró a la silla de la yegua, que se removió nerviosa–. Párate quieta –le ordenó metiendo el pie en el estribo. El animal echó a andar para evitar que se subiera–. Serás capulla –dio un par de saltitos a la pata coja antes de tomar impulso para izarse a lo alto.
No había metido aún el otro pie en el estribo correspondiente cuando Tempestad se encabritó. Casandra tiró de las riendas sin piedad con una mano mientras que con la otra se sujetaba a la silla hincando las uñas y trataba de acertar con el pie.
–Párate quieta, bestia del infierno –le silbó con odio inclinándose sobre su oreja.
–Shh, ya está, ya vale –intervino Víctor apaciguando a la yegua–. No sabía que te lo ibas a tomar tan mal –le susurró a la jinete.
–Aléjate –había conseguido enganchar el pie en el estribo, estaba preparada–. Que te apartes –le hizo un brusco movimiento con el mentón.
–¿Y ahora qué pretendes demostrar? –le preguntó Diego con desdén–. ¿O piensas suicidarte?
–Ojalá eso manche tu currículum, viejo.
No tuvo ocasión de escuchar la respuesta, en cuanto Víctor hubo retrocedido un par de pasos, el animal se encabritó de nuevo. Al ver que Casandra se agarraba como una lapa, echó a galopar descontrolada por el terreno abrupto y rocoso. Casandra intentó hacerla frenar tirando de las riendas sin compasión, pero no sirvió para nada. Ya se veía tirada en el suelo en un ángulo inhumano.
–Sé que quieres que desaparezca, Tempestad, ya estoy acostumbrada –se estaba escurriendo de la silla–. Da igual, siempre es lo mismo –suspiró sabiendo que iba a caerse y que, como mínimo, se partiría unos cuantos huesos importantes–. Esto me pasa por idiota.
Justo en el instante en el que iba a ser lanzada hacia la izquierda, la yegua paró en seco, por lo que casi salió volando hacia adelante. Instintivamente, Casandra se aferró al cuello del animal, resoplando por el susto.
–¿Estás bien? –le preguntó Víctor, deteniendo junto a ella el caballo que montaba.
–Estoy viva –respondió sin atreverse a mirarlo a la cara.
–¿Cómo has conseguido hacer que se pare? –inquirió él–. No he visto que hayas hecho nada.
–¿No has sido tú? –preguntó Casandra irguiéndose cautelosa.
–¿Yo, cómo iba a hacerlo? Estaba preparado para amortiguarte la caída.
–Pues entonces no sé... –buscó algo frente a Tempestad, lo que fuera que la hubiera hecho detenerse, pero el paisaje era exactamente igual en todas direcciones: rocas y arbustos–. Igual sólo tenía que aguantar unos segundos.
La yegua sacudió la cabeza y bufó molesta.
–Vale, vale, ya me bajo –cedió la adolescente, pero Tempestad echó a andar impidiéndoselo–. ¿Ahora no me dejas bajar?
El animal dio un rodeo tomándoselo con mucha calma y regresó al punto de partida bajo la mirada divertida de Víctor.
–¿Ya has terminado con el numerito? –le preguntó Diego.
Casandra desmontó sin dignarse a responder, apretaba tanto los dientes que sentía que las muelas iban a machacarse entre sí. Cómo odiaba a aquel viejo. Quiso intercambiar el caballo con Víctor, pero la yegua negra le dio un cabezazo cuando intentó coger las riendas del otro.
–¡Au! ¿Qué te ha dado? –cogió su equipaje con la intención de amarrarlo a la silla de su caballo, pero Tempestad se interpuso en su camino–. ¿Quieres que monte en ti?
Víctor casi se llevó una coz al intentar colocar su equipaje en la yegua.
–¿Ya no me quieres? –se lamentó él.
Tempestad dio un paso hacia Casandra.
–Eh... esto no me lo esperaba –murmuró ella con la vista fija en las crines azabaches–. ¿Entonces... puedo viajar en ti?
La yegua no respondió, pero dejó que atara su mochila a la silla.
–Lo siento –le dijo a Víctor, aunque, en realidad, no lo sentía lo más mínimo. Podría ser que ella no tuviera magia, pero ahora la preciosa bestia infernal la prefería a ella.
†
El viaje hasta Ritara fue más bien silencioso. Tempestad pareció captar su deseo de no escuchar preguntas absurdas ni reproches por no tener magia, y se mantuvo siempre separada del grupo, ya fuera a la cabeza o a la cola.
Al anochecer, llegaron a la ciudad y lo primero que hicieron fue buscar un hotel decente y barato donde dormir. Casandra apreció que todos sus compañeros conocían lugares, precios y calidades, estaba claro que eran viajeros experimentados.
–¿Decías que sería una habitación individual? –le preguntó Diego según se acercaban a la recepción.
–Por supuesto –respondió Casandra desafiante.
Pero Amanda se les adelantó.
–Tres habitaciones individuales y una doble, por favor.
–No –gruñó Casandra por lo bajo, pero la joven no le hizo caso.
†
Antes de cenar, pasearon por un concurrido mercado. El Capitán se adelantó en seguida, pero de vez en cuando podían avistarlo entre el gentío, comprando provisiones o frente a una herrería o armería. El resto iba a su aire, pero más o menos juntos. David se interesó por un cartel que decía que el puesto pertenecía a Madame Angelina, vidente.
–¿Estás interesado en conocer tu futuro, joven? –preguntó la que debía de ser Madame Angelina.
–No, gracias, prefiero tomar las cosas tal y como vienen –respondió el rubio con una sonrisa amable.
–¿Y tú? –le propuso a Víctor–. Diría que tienes muchas dudas.
–Si es verdad que eres adivina, preferiría que no miraras –aseguró él.
Pero la mujer ya estaba echando las cartas. Su mirada preocupada hizo que Casandra se acercara a ver cuáles habían salido. Sus ojos recayeron en seguida en la carta central.
–La Muerte –murmuró.
–Tranquila, en realidad significa cambio –dijo Víctor poniéndole una mano en la cabeza, pero en su voz se percibía que necesitaba la confirmación de Madame Angelina.
–Sí, el Arcano XIII puede significar cambio, transformación –añadió la mujer con la vista fija en las nuevas cartas que acababa de echar–. También muerte y comienzo –hizo un silencio bastante teatral levantando la cabeza lentamente–. Y no te afecta sólo a ti, joven, pertenece al futuro de todos tus compañeros, empezando por ella –señaló a la transfronteriza, que no pudo evitar estremecerse.
–Gracias por... –empezó Víctor incómodo.
–Espera, déjame ver tu mano, puede que no sea tan malo como teméis.
–No, gracias.
–¿Jovencita? –Madame Angelina se dirigió a Casandra, que no supo qué responder, por lo que Víctor se encargó de arrastrarla lejos de allí.
–No le hagas caso, seguro que las tiene trucadas para que siempre salga la Muerte –dijo él sin dejar de tirar de ella zigzagueando entre la gente–. Ha visto que llevas esa sudadera y ha deducido que los problemas te rodean.
–Será eso –concedió dejándose arrastrar. Pero, en realidad, lo que quería decir era que ella también se había dado cuenta del humor sombrío de Víctor, que auguraba problemas personales, pero para eso necesitaba intimidad–. ¿Hoy no entrenamos?
–Sí, después de cenar –respondió aminorando por fin la marcha, como si ya no temiera que la adivina los persiguiera con sus cartas.
Fueron a un restaurante pequeño y familiar que hacía esquina, pero ellos no eran una familia para nada. O quizás sí. Una familia muy fragmentada, con un padre gruñón y demasiado apegado al vino, una hija mayor alegre que a veces parecía tener la cabeza llena de pájaros y que bien podía acabar de modelo, una hija menor con graves problemas de autoestima y que odiaba a su progenitor, un hijo menor muy agradable pero que no daba un palo al agua, y un hijo mayor que Casandra juraría que tenía secretos y tendencias anoréxicas. En el tiempo en el que los demás hicieron desaparecer el primer y segundo plato, él apuró sin demasiadas ganas una sopa.
–Qué poco comes –comentó David, que también se había dado cuenta y quería romper el incómodo silencio.
–Hay que mantener la línea –bromeó Víctor, pero la sonrisa no alcanzó sus ojos plomizos.
En contraste, sentado en una mesa cercana, un joven comía en solitario. Aunque, más que comer, habría que decir que engullía la mitad de la carta que acababa de pedir. Casandra se preguntaba si pediría algo más que ensalada, croquetas, patatas fritas, espaguetis, chuleta, hamburguesa con mucha cebolla y tarta de queso de postre, y si tendría dinero para pagar. Por la ropa no parecía que nadara en la abundancia: pantalones vaqueros y una sudadera con las mangas arrancadas sobre una camiseta negra de manga corta. A punto estuvo de hacer la gracieta de pedir un paraguas por si el chico reventaba, pero el agujero negro que debía de tener en el estómago se lo tragó todo antes de que Víctor terminara el yogur natural.
†
Emprendieron el regreso dando un agradable pero silencioso paseo por las retorcidas calles de Ritara. Diego y David se despidieron para desaparecer cada uno por su lado, por lo que Casandra se quedó con Víctor y Amanda, que empezaron una anodina conversación. La adolescente fue descolgándose cada vez más, hacían tan buena pareja que no quería molestar.
Casandra iba preguntándose cuántos problemas le daría no tener magia cuando se dio cuenta de que se había confundido de camino. Reconocía haber ido inmersa en sus pensamientos, pero no se explicaba cómo había acabado en un estrecho y oscuro callejón. O sí, magia. Magia de la mala.
Retrocedió a toda prisa, nada de pasos cautelosos, tenía que llegar a la calle principal antes de que cualquiera pudiera dejarla fuera de combate.
–Un momento –le susurró una voz desde la oscuridad del callejón.
Casandra se quedó anclada, no podía separar los pies del suelo. Abrió la boca para dar la voz de alarma, pero se encontró amordazada por un manto de tinieblas.
–No grites, por favor –le pidió la voz surgida de la mortaja negra como la tinta y de las sombras del callejón–. No voy a hacerte daño, pero necesito que vengas conmigo antes de que tus amigos se den cuenta de que faltas.
Ella quiso preguntar de qué iba aquello, le inquietaba que fuera a secuestrarla con tanta amabilidad, a saber con qué perversiones le salía luego.
–El azucarero me ha advertido de que siempre te pones en lo peor, así que me presento. Soy Iskio, Capitán del equipo Gamma-2 y te necesito para una misión.
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